Primero cayó la prótesis dental sobre las baldosas azules de tu patio. Se partió y fue gracias a ese sonido metálico y áspero que dejaste de caminar. Te agachaste para agarrar una de las mitades. Notaste que era vieja y de alguien descuidado, sin ningún tipo de higiene dental. Te preguntaste de quién podía ser, si a algún vecino se le ocurrió tirarla o se le cayó. Ibas a dar un paso más, para agarrar la otra mitad, pero te quedaste meditando sobre la pequeña ironía de encontrar una prótesis dental justamente en tu patio, el patio de una dentista, y en ese momento cayó el cuerpo de Menéndez, segundos después de su prótesis.
El sonido del cuerpo de Menéndez desplomándose, quebrándose, muriendo en las baldosas azules de tu patio, ese ruido vulgar y profundo, te inmovilizó. Apretaste la prótesis dental hasta que te lastimaste la mano y viste cómo la sangre de Menéndez manchaba tu patio. Creíste escuchar cómo la sangre ensuciaba el piso, creíste entender que era un sonido parecido al frío, un frío liviano, rápido y monstruoso.
Te agachaste como por inercia y agarraste el otro pedazo de la prótesis, que estaba muy cerca de tu pie desnudo, de tu pie descalzo, un pie de primero de enero, de feriado en casa, de comienzo de un nuevo año productivo y feliz, con el vecino Menéndez muerto en las baldosas azules de tu patio.
Miraste el cuerpo de Menéndez, desnudo y sin prótesis dental. Sonreíste porque te hubiera resultado tan fácil arreglarle la prótesis a Menéndez y lo hubieras hecho sin cargo, porque Menéndez es tu vecino, era tu vecino. Tenía la boca abierta, vacía. La expresión era de odio, un odio puro, específico, dirigido, un odio dedicado a la vecina de planta baja B, a vos.
Viste cómo la sangre roja pero en el fondo negra de Menéndez se acercaba despacio hacia tu pie derecho y tomaste conciencia de que por medio centímetro no terminaste debajo de los huesos débiles pero contundentes de Menéndez, debajo de la piel amarillenta y grasosa, asesina, de Menéndez, de la boca sin dientes del viejo asqueroso de Menéndez.
El sonido del cuerpo de Menéndez suicidándose en las baldosas azules de tu patio, ese sonido que ahora parecía endeble, casi insignificante, pero que había sido desmedido, cruel, se mezcló con la pregunta de por qué tuvo que matarse en tu patio. Tenía muchos otros, patios abandonados, patios más amplios, patios floreados, patios vacíos, patios hermosos, patios sin una vecina colgando la ropa en camisón y descalza un primero de enero. Miraste hacia arriba y entendiste que la única manera por la cual Menéndez se podía matar en tu patio era subiéndose a la pared de la terraza. Menéndez eligió tu patio, te eligió. Había intentado matarte o, como mínimo, lastimarte. Tan prolijo, Menéndez, pero tan ineficiente, pensaste.
Sentiste un escalofrío cuando viste cómo la sangre recorría despacio pero con ferocidad el contorno de tu pie. El pequeño sonido del líquido rojo moviéndose en silencio te heló el cuerpo y quisiste gritar, pero solo te quedaste mirando la prótesis.
Escuchaste a los vecinos detrás de la puerta de tu casa. Tantos vecinos, tantos patios, tanto ruido. Tocaban el timbre, golpeaban, te llamaban, pero vos estabas fascinada mirando la prótesis de pésima calidad de Menéndez y te reíste porque entendiste que eso que te estaba pasando era una broma horrible del destino, uno de esos cuentos que solo le pasan a la novia del amigo del primo del compañero de trabajo, que lo cuenta como algo gracioso y poco creíble en alguna reunión perdida mezclando tu cuento, tu verdad, con leyendas urbanas improbables, mientras todos ríen y toman alcohol y piensan que nunca jamás un vecino se les va a caer en la cabeza. Y sentiste que eso que te estaba pasando no se lo merecían las personas como vos, personas correctas, personas profesionales, personas con la vida resuelta y en orden; personas de bien, recapacitaste, porque vos eras una persona ejemplar, con los valores en su sitio y un destino de éxitos por delante. Que el cuerpo repugnante y desnudo de Menéndez fuese el augurio de tu comienzo de año, la señal venida de los cielos, era simplemente inaceptable. Que gracias a la intervención de un dispositivo ordinario, de un objeto decididamente poco valioso como una prótesis usada, tu cuerpo joven y vital, tus dientes perfectos y radiantes, se hubiesen salvado de terminar debajo de los huesos decadentes, de la piel avejentada y con sudor de Menéndez, era un insulto.
Te quedaste agachada apretando la prótesis, sosteniendo las dos mitades en tu mano mientras alguien tiraba abajo tu puerta y entraban vecinos y policías y gritaban cosas y exclamaban frases llenas de pánico, y vos escuchaste palabras sueltas como señorita, qué barbaridad, suicidio, vecino, ambulancia, masculino, shock, comisaría, pobrecita, labrar el acta, qué desgracia, Menéndez, no somos nada.
Alguien te puso una manta sobre los hombros en pleno enero y te pareció tan natural la estupidez humana, el gesto automático de protección sin sentido. Alguien intentó moverte, sentarte en una silla, pero no querías que el contorno de tu pie perdiera contacto con ese sonido bestial aunque casi inaudible que no querías dejar de escuchar. Te trajeron una silla y te sentaste con los pies descalzos, rojos y empapados.
La vecina del cuarto se acercó. La reconociste por el olor a encierro y sahumerio de diez centavos. Se llevó la mano a la boca y dijo qué horror, mi querida, qué horror, qué desgracia, Dios nos libre, qué barbaridad. Te tocó el pelo y le sacaste la mano como si te estuvieses sacando una plaga, una enfermedad venérea, una maldición bíblica. Ella resopló indignada y dijo algo como desfachatez y maleducada, pero lo dijo todo junto, quédesfachatezdelamaleducada. Y te preguntaste qué maestra te podía enseñar a comportarte civilizadamente junto al cuerpo desnudo y sin prótesis de tu vecino. Se fue a la cocina llevándose el olor a naftalina y el aliento saturado con una mezcla de medicamentos rancios y alcohol disimulado con café. No te importó que a la del cuarto se sumaran las otras y todas comentaran, hablaran, suspiraran espantadas mientras señalaban a Osvaldito, como le decían ellas a Menéndez, a quien, aparentemente, conocían desde hacía tanto. Pensaste que las señoras vecinas que se juntan en los pasillos con el pelo corto mal teñido, las uñas largas pintadas, el cerebro pequeño amputado, están unidas por la misma desacertada imbecilidad. Comparten una pasión excesiva por perritos hiperquinéticos de razas polémicas que, generalmente, vienen programados con ladridos minúsculos pero hirientes. Estas mujeres son seres que parecen perfectamente inofensivos, pero viven cómodamente sumidas en una mezcla de maldad y normalidad producida por el ocio enfermizo, la impunidad de la vejez, por la necesidad de estar presentes en cada suceso ajeno para después comentarlo en los pasillos, en el ascensor, en las reuniones de consorcio, en la panadería, en la puerta de entrada, con el portero, con los vecinos de otros edificios, con ellas mismas, que tuvieron la suerte de no estar en el lugar de la joven vecina maleducada.
Las miraste con detenimiento y te pareció un grupo humano despreciable. Ese grupo estaba instalado en tu cocina, estaba sirviéndose agua de la heladera, estaba fumando con un descaro que te resultó más violento que el sonido de Menéndez detonando en tu patio. La maldad del ser humano no tiene límites, dijiste. Repetiste la frase con el pie ensangrentado y pensaste que tu vida era una vida corriente en la que te sentías feliz solucionando las dolencias de bocas y dientes ajenos, te sentías protegida limpiando la cánula de aspiración o con cierto poder mientras sostenías el bisturí número quince o con un espíritu aventurero cuando buscabas una caries rebelde o importante cuando dabas esos discursos amenazadores y serios sobre la higiene bucal. Y a veces un primero de enero pueden pasar cosas tan simples como que caiga un vecino en tu patio y todos los discursos y toda la aparente seguridad de tu casa se reduzcan a una interminable seguidilla de frases trilladas y que, para escapar de ellas, decidas que es mejor escuchar el silencio opaco de la sangre que toca tu pie derecho.
Levantás la vista del pie (de ese pie extraño) y de la sangre (de esa sangre desconocida). Dos personas le sacan fotos al cuerpo del vecino muerto en tu patio, toman notas. Mirás a Menéndez como si lo vieras por primera vez y entendés que el sonido del cuerpo desnudo y sin dientes del viejo asqueroso de Menéndez quebrándose en las baldosas azules de tu patio te encapsuló en la anarquía, en el caos engendrado por los vecinos, que te miran con lástima fingida y con cierto desdén cordial, por los policías, que te hablan con palabras imperativas, rotas, maquinales, por el mundo opresivamente civilizado y atroz.
Te cubrís con la manta un poco más, aunque hace calor, porque ahora sabés, con una certeza aguda, que el sonido te desplazó de tu felicidad ordenada, fragmentó tu pequeña vida de bienestar, de aciertos y verdades adecuadas. Ahí está, minúsculo y contundente, el golpe, el estallido del cuerpo de Menéndez adentro tuyo, debajo de los huesos. Es una sensación leve, pero intuís que es definitiva, irreversible. Inhalás y exhalás y el sonido despiadado irrumpe en los huecos de tu casa, de la ciudad, del mundo. Es como el agua de un río subterráneo que no ves, oculta detrás de la sangre, agazapada, pero que oís lastimando, con un silencio implacable, liviano y monstruoso, el interior de tus pensamientos en el centro de tu corteza cerebral.