La primera vez que vi El Padrino, de Francis Ford Coppola, fue en un cine viejo de Avenida de Mayo. Creo que fui con un amigo de la facultad. Me gustó mucho. Después vi las dos primeras películas de la saga infinidad de veces, en videos, en el cable, en donde sea. Miré la tercera también en el cine, pero esta no me gustó tanto. La primera y la segunda son geniales. Cuando me junto con amigos y la conversación de sobremesa termina en estas películas, invariablemente me doy cuenta de que me gustan casi todas las escenas. Es extraño. No encuentro —como en algunas novelas— páginas de transición, partes que podría acelerar con el control remoto. No. Cada escena de las dos primeras me parece genial. La fiesta con la que se abre el relato y cómo cada invitado va a ver a don Corleone a su cuarto oscuro para pedirle favores, los fideos con tuco que preparan en el bunker mientras cocinan otros negocios, la visita de Robert Duvall a un mafioso en prisión para decirle —citando a los antiguos romanos— que va a tener que suicidarse o la tremenda cachetada de Michael Corleone a su mujer cuando ella le dice que abortó o va a abortar —no me acuerdo— y la locura de James Caan —Santino—, ese hermano mayor y terrible que termina cosido a balazos por no ponerse a pensar un poco, por no parar la marcha; todas esas escenas increíbles como la de Fredo pescando con su sobrino poco antes de ser asesinado por órdenes de su propio hermano. En fin, la sensación de que nacemos solos, morimos solos pero en el medio está la familia, ese grupo extraño y a la vez conocido que nos sirve para que nos paremos en el mundo pero que después, si no le ponemos cierto coto, nos puede terminar devorando.
No recuerdo cuándo vi por primera vez a mi padrino Bruno. Como la presencia del Yo, para mí siempre estuvo conmigo. Incluso hoy que, como dirían los alquimistas, abandonó la forma física, él sigue teniendo en mi vida mucha más presencia que algunas personas con las que me cruzo y trato.
Bruno Edgardo Vigano nació en Italia, en Meda, un pueblo cercano de la ciudad de Milán. Si uno llega a Milán, se toma un tren y en pocas estaciones se llega a Meda. Es una ciudad pequeña, de construcción medieval. Yo hice ese camino hace ya mucho tiempo y lo llamé a mi padrino desde un teléfono público de la estación. Él se fue de ahí a los treinta años y nunca volvió. Dejó a sus padres y a una hermana. Todos murieron después, mientras él vivía con nosotros. Nunca supimos por qué no quiso volver. Era una de sus muchas y misteriosas decisiones, esas que se toman encerrado en una pieza, lejos de los demás.
Mi padrino estudió Bellas Artes, era profesor de dibujo y siguió el oficio de tallista, con el que se destacó por su talento, es decir: trabajaba la madera, la movía a su antojo, la hacía hacer lo que él quería. Estuvo en la Segunda Guerra Mundial y cayó prisionero de los americanos justo antes de que lo mandaran a África, lo que parece ser que lo salvó. Siempre que me hablaba de la guerra, me la contaba con entusiasmo, como si hubiera sido algo intenso y edificante para él. Me contó que tenía un perro que lo seguía para todas partes, que este perro era «el perro de Bruno» y que todos los soldados lo querían y le daban de comer. Creo que por eso yo amo a los perros. Me habló de las latas de comida que le daban en el campamento, de los amigos que pelearon con él y de cómo, una tarde de calor, unos obreros sicilianos le enseñaron a preparar una ensalada hecha con roquefort, sardina, tomate y cebolla, cosa que él hacía en mi casa en los veranos y que a nosotros nos parecía deliciosa. Pero después de su muerte, cuando me puse a averiguar, descubrí que su guerra no había sido tan luminosa como él me la contaba. De hecho, su batallón había estado en el sitio de Nápoles donde la gente moría como moscas y él tuvo que defender un edificio a lo largo de varias semanas. Nápoles era una ciudad destruida, donde había peste y la gente se mataba entre sí por un pedazo de pan.
De manera que la leyenda familiar dice que mi padrino llegó a Buenos Aires para tomar la dirección artística de una fábrica de muebles, que en esa fábrica trabajaba mi viejo y que rápidamente se hicieron muy amigos. Tanto, que mi papá lo invitó a vivir a su casa para que dejara la pensión en la que dormía en el barrio de Flores. Mi padrino era un hombre hermoso, parecido a Yves Montand y, según mi viejo, muy mujeriego. Tenía unas manos gruesas de tanto pegarle a los fierros con los que tallaba la madera. Hay una foto que le sacó mi hermano Juan y que yo tengo en mi casa donde sus manos se ven en primer plano. El está en la terraza de la casa de mi viejo con una toalla al hombro y a punto de afeitarse. A mí me encantaba ver afeitarse a mi padrino. Preparaba el jabón y la brocha en una pequeña olla de metal y después se rasuraba mirándose en un espejo que colgaba en un rincón de su taller. El taller, que le construyó mi papá en el medio de uno de los dos inmensos patios de la casa, era un lugar extraordinario, repleto de bocetos de muebles en cartón, dos bancos de carpintero y herramientas de todo tipo. Tenía dos largos tubos de neón que usaba cuando se quedaba a trabajar hasta tarde o que prendía cuando el invierno acortaba los días. Mi padrino también era fanático de la radio. Recuerdo despertarme y escuchar la radio en su taller, bajar de mi pieza y, después de lavarme, ir a sentarme para charlar con él. En una época me fanaticé con Uri Geller, un tipo que decía que podía doblar los tenedores con solo mirarlos, con el poder de su mente. Le dije a mi padrino que yo también podía hacer eso, que había descubierto ese poder y le llevé un tenedor doblado. Me dijo que no lo comentara mucho, que esos poderes no le gustaban a la gente. A veces íbamos al cine. Me llevó a ver Bamby, Recuerdos del futuro y alguna película de James Bond. Le gustaba explicarme que sin duda había vida en otros planetas y también me relataba la fábula de Jesús pero como si fuera una novela de ciencia ficción. La relación que yo tuve con él, él la tuvo con su abuelo. Un día, durante la guerra, este se le apareció en un sueño y le dijo que corriera. Mi padrino se despertó y salió corriendo del cuarto donde dormía. A los minutos, una bomba cayó ahí y destruyó todo. El abuelo también había aparecido en un sueño de su madre, cuando la guerra estaba finalizando y ella no sabía nada de sus dos hijos, Ezio y Bruno. El abuelo —en el sueño— se estaba vistiendo con traje y corbata. La madre le preguntó por qué y él le dijo que era para recibir a los muchachos que volvían. Ya despierta, esa tarde, la mujer escuchó en la radio que los dos estaban vivos, desmovilizados, y regresando a casa.
En la vida nos tocan seres oscuros y luminosos, aprendemos de los dos. Mi padrino fue un ser luminoso, que nunca se quejaba por nada y que vivió casi noventa años sin padecer ninguna enfermedad. No le recuerdo ni una gripe. Saltaba la soga en la terraza hasta los setenta años sin problemas y le gustaba tomar sol en una reposera que mi papá le regaló. Como solía decir mi viejo, vivió más años de argentino que de italiano. Una vez le pasé unos poemas en italiano de Pavese, para que mirara mis traducciones, pero me devolvió el libro diciéndome que no recordaba bien el idioma, que lo había perdido. A pesar de elegir vivir con nuestra familia —una familia grande, como ya no abundan, compuesta de tres hijos, una tía, mi primo y mis padres— él era un solitario. Almorzaba siempre con nosotros pero salía todas las noches. Tuvo, según mi viejo, un gran amor, una muchacha judía a la que sus padres le impidieron que la siguiera viendo. De hecho, una noche en que la estaba esperando en una esquina de Villa Crespo, se le acercaron varios hombres, lo rodearon y le tajearon la ropa con gillettes, como advertencia.
Mi padrino fue técnicamente mi padrino en mi bautismo religioso. Mis hermanos tuvieron otros padrinos pero los olvidaron rápido. Para ellos, mi padrino era su padrino. Mis amigos del barrio, que casi vivían en mi casa, no le decían Bruno, le decían «padrino». Así que el tema del padrinazgo no era una cosa que yo iba a tomar a la ligera.
La primera ocasión de ponerme a prueba llegó, de manera inesperada, cuando trabajaba en un diario. El Mono, un gran amigo, había tenido un hijo y él y su mujer estaban muy entusiasmados con la criatura. El Mono se sentaba en el escritorio que estaba frente al mío. Tenía el pelo largo, rubio, muy fino, cortado tipo beatle. Escribía con un pucho en la boca. A veces se volvía loco cuando las cosas no le salían y le pegaba trompadas a la computadora y tiraba todo lo que tenía sobre el escritorio. Cuando nos prohibieron fumar en el diario, lo hacía en los pasillos, apoyando la pierna derecha contra la pared, como una garza en el agua. Un día me dijo que quería que yo fuera el padrino de su hijo. El Mono tenía muchos amigos más antiguos que yo y me llamó la atención que él y su mujer me eligieran a mí. Le agradecí emocionado pero confieso que no sabía bien qué hacer. ¿Qué hace un padrino cuando no vive en la misma casa que su ahijado? Recuerdo que me agendé el día del cumpleaños del chico y que metódicamente le llevaba un regalo que compraba, después de darle muchas vueltas, en una juguetería de la calle Belgrano. Pero no lo veía seguido y no lo sacaba a pasear y no llamaba para hablar con él por teléfono. No teníamos relación de ningún tipo. Una tarde el Mono me citó en el bar de la esquina del diario y me dijo que me liberaba de la carga del padrinazgo. Por lo general, cuando pregunto sobre esta práctica, la gente me dice que no se suele quitar el padrinazgo, que más bien se olvida, se deja apagar. Pero el Mono, por mi impericia, me lo quitó.
La tercera oportunidad llegó varios años después. Yo había ido a un colegio a dar unas charlas sobre poesía y uno de los alumnos terminó siendo un gran amigo. Santiago Vega, conocido como Washington Cucurto en la literatura argentina, se casó y tuvos dos hijos, Baltasar y Morena. Cuando nació Baltasar, él y su mujer, Zunilda, quisieron que yo fuera su padrino. Estaba otra vez encerrado con un solo juguete. Pero acá la cosa se precipitó porque a Santiago le salió una beca en Alemania por un año y antes de irse, me dijo: «El nene queda en tus manos». Me acuerdo del primer día que lo fui a buscar. Baltasar tendría cinco años y yo una pesadez en el ánimo demoledora. Como cuando tuve que dar mi primer taller literario, no sabía qué hacer, me sentía abrumado. Y con todo un largo domingo por delante. Fuimos a almorzar, paseamos por la plaza, le compré unos juguetes que me pidió y terminamos comiendo helados ya bien entrada la noche. De a poco, sin que me diera cuenta, empecé a tener una relación con el nenito. Cuando no lo veía lo extrañaba y después de pasar todo un día con él me sentía como si hubiera estado en un spa. O haciendo meditación. Baltasar me hacía olvidar mis cosas. Trabajaba contra mi egoísmo. Yo lo tenía que cuidar, como me había cuidado mi padrino a mí. Pero también podía cuidarlo y disfrutar de ir de la mano, de sus charlas extrañas, de la misteriosa deriva infantil. Creo que si no hubiese sido por la relación que tuve y tengo con Baltasar, jamás me hubiera animado a tener hijos. Él no me llama por mi nombre, me dice Padrino. Baltasar me eligió y me creó. Y le dio a mis días una alegría inusual, desconocida para mí hasta ese entonces. Me preparó, también, para afrontar la muerte de mi padrino.
Una tarde, de golpe, mi padrino se empezó a sentir mal. Algo muy inusual en él. Como nunca había estado enfermo, tampoco tenía obra social ni ningún tipo de medicina prepaga. Era un estoico. Lo acompañé a un hospital que quedaba a un par de cuadras de la casa de mi viejo y lo internaron por algunos días. Lo sacamos de ese hospital y lo llevamos a otro que quedaba en el Parque Centenario. Iba a regañadientes porque no le gustaban los médicos ni estar lejos de sus cosas. Los síntomas eran de una gastritis violenta pero en los análisis también le había salido leucemia. ¿De qué muere en realidad la gente? No sé. Al final conseguimos que volviera a su habitación en la casa de mi viejo y lo monitoreábamos entre todos y con enfermeras. Una tarde subí a su pieza y me senté al lado de su cama. Salvo el cuerpo, que sufría, su mente era impecable. Como dicen los japoneses: solo el reflejo de la luna en el lago. «Padrino», le dije, «quiero que sepas que te quiero más que a nadie en el mundo. Te quiero más que a mis padres y nunca te voy a olvidar».
Mi padrino y yo habíamos tenido a lo largo de nuestras vidas muchas charlas metafísicas, para llamarlas de alguna manera. Sobre el espiritismo, sobre la posibilidad de vida en Marte y sobre la posibilidad de trascender la muerte. Una vez me llevó al Museo de Ciencias Naturales y me hizo tocar un pedazo de asteroide. «Fabito», me dijo, «esto estuvo en el espacio».
El día que le declaré mi amor incondicional, lagrimeó un poco y me abrazó. Después me dijo que había estado recordando el ruido que hacían los autos que corrían en el autódromo de Monza.
Mi padrino murió una madrugada y yo estaba a su lado. Esa noche mi viejo me llamó porque la cosa se estaba poniendo fea y salimos —a las cuatro de la mañana— en un taxi, con mi mujer, rumbo a su casa. Ni bien el taxi arrancó, hubo un apagón profundo en toda la zona y el chofer detuvo el coche. «Qué peligro», dijo. Fueron unos minutos en los que estuvimos suspendidos y en seguida volvió la luz. El taxi aceleró. Fiel a las enseñanzas, tomé ese apagón como una premonición. Le dije a Guadalupe al oído: «Hoy va a morir mi padrino».