Dos vasos, cubetera de hielo, Fernet, coca, palmeritas y brownies; no me falta nada, pensó Analía. Por la ventana vio que Tati bailaba una cumbia que sonaba a todo volumen. Agarró la bandeja y salió de la cocina masticando una costra de chocolate que había quedado suelta. Sonrió. Hacía rato que venía invitando a las chicas de la oficina a pasar un fin de semana en la quinta familiar. Vamos unos días al aire libre como para descansar del vaho de esta ciudad, ¿no quieren? Pero las chicas siempre salían con alguna excusa: que quién le daba de comer al perro, que el cumpleaños del sobrino… Todo para no decir lo que pensaban de verdad, que se creían demasiado para pasar el fin de semana con la rellenita de la oficina. Engreídas de mierda. Al final la única que había dicho que sí había sido Tati. Mejor. De las cuatro, Tati era la más simpática. Había entrado hacía poco a la oficina y eso le daba cierta frescura, como si a medida que pasaban los años en ese lugar las personas se volvían más parcas y chismosas. Tati todavía no era así. Capaz que era solo porque era la más joven. No debe ni llegar a los veinticuatro. Y se nota. No cualquiera puede usar un bikini de esos. Debe hacer pilates unas cinco veces por semana, porque si no, no entiendo.
A lo lejos vio que Tati estaba una vez más en la punta del trampolín, lista para saltar. Tatí la vio venir y gritando Llegó la merienda dió un salto al agua, una especie de bomba que no llegó a salpicar los bordes. Analía dejó la bandeja sobre la mesa y se sentó a la sombra del árbol a preparar los tragos. Tatí nadó hasta la parte baja y se recostó en los escalones.
—Está lindísima el agua. ¿No te vas a meter?
—Capaz en un rato. ¿Lo preferís suave o fuerte? —dijo con el vaso lleno de hielo en la mano.
—Y… si vamos a hacer las cosas, hagámoslas bien.
Analía asintió. Llenó el vaso de fernet hasta la mitad. Después agregó la gaseosa. —Solo hay light, no te molesta, ¿no?
—Para nada —Tati salió del agua y se acercó escurriéndose el pelo—. No entiendo cómo no estás muerta de calor así toda de negro.
—Acá en la sombra estoy bien. Probalo y decime si hace falta ajustarlo un poco. Tati dio un trago largo. Cuando volvió a bajar el vaso le había quedado un bigote de espuma marrón.
—Mmmm… impecable— dijo.
Analía se rió y se preparó su propio Fernet.
—¿Por qué vamos a brindar?
Tatí pensó unos segundos:
—Por el fernet.
—Por el fernet y por nosotras —dijo Analía y chocaron sus vasos.
La sombra que la protegía se corrió cada vez más. Al principio logró solucionar el problema moviendo un poco la silla, pero después de un rato la sombra ya había pasado al otro lado de la reja y el calor se hizo insoportable. Los brownies tampoco habían sido la mejor elección para refrescarse. El sudor le chorreaba por la frente y la remera negra ya estaba marcada en los pliegues de la cintura. La miró a Tati que tomaba sol en los escalones de la pileta. Tenía los ojos cerrados. Analía se paró, se quitó la remera ancha y las babuchas. Se acomodó los elásticos de la malla enteriza sobre los glúteos y fue hasta el borde de la pileta. Tati ya parecía estar dos tonos más oscura que cuando habían
llegado. Eso era bueno. Cuando volvieran a la oficina las chicas se iban a arrepentir de no haber ido. O le iban a preguntar a ella ¿Y vos por qué tan blanca? ¿Fueron a distintos lugares? Si serán envidiosas.
Se paró en el primer escalón. Tati abrió los ojos, la miró y le dijo:
—Me encanta cómo te queda esa malla.
Analía se deshizo del comentario sacudiendo la mano.
—Es lo único que encontré que llegaba a tapar todo esto que llevo encima. —A mí me parece divina.
Analía se metió rápido al agua. Se quedó sumergida hasta que no aguantó más el aire, después sólo asomó la cabeza.
—Creo que ya estoy en pedo —dijo.
—Es el sol. Te tomás un vaso y es como si te hubieras tomado tres —dijo Tatí. —Igual ya vamos por el cuarto cada una, no le echemos la culpa al sol. Las dos se rieron. Tatí apuntó a la copa de un árbol.
—¿Viste a esos dos de allá? hace horas que están ahí quietos, como unas estatuas. ¿Qué serán?
Analía levantó la vista. En la punta de un eucalipto vio dos aves blancas, grandes. —Ni idea. ¿Unas garzas?
—O serán de esos que llevan a los bebés…
—¿Cigüeñas?
—Esas.
—Creo que no hay cigüeñas por acá.
—Deben estar controlando que todo siga en orden. Nos vigilan.
—O capaz que solo piensan «mirá, una ballena franca en la pileta» —dijo Analía. —Ay nena, qué decís, si estás diosa.
Analía nadó hacia la parte onda. Se obligó a no salir a respirar hasta llegar al otro lado. Cuando tocó la pared del fondo volvió a la superficie y se tomó un tiempo para recuperar el aire antes de hablar.
—¿Estamos para otra ronda?
Tati la miró desde la parte baja y sonrió.
—Por supuesto —dijo poniéndose de pie— Voy a buscar más hielo. Analía la vio irse. Caminaba en puntas de pie y daba pequeños saltos para no pincharse. Como para que no estén todos los cadetes muertos por ella, pensó. Va, los cadetes, los jefes, los de contaduría…
Algo la distrajo. Un movimiento, un burbujeo que vino desde el agujero del filtro de la pileta. Se acercó y miró adentro. Estaba oscuro, apenas se veía lo que parecía ser un rejunte de hojas, pero sí, algo ahí se movía. Entonces escuchó un croar profundo y pegajoso. Su reacción fue instantánea. Se empujó del borde y nadó hasta uno de los laterales. Con esfuerzo logró salir de la pileta. Agarró el sacahojas, se acercó a la tapa plástica del filtro, la levantó y ahí lo vio. Un sapo oscuro, rugoso, que ocupaba todo el ancho de la canasta recolectora. La estaba usando de nido. Analía metió el caño con fuerza, golpeando al sapo en uno de los costados. Sintió la resistencia de la piel dura del animal y le dio impresión. El sapo se escapó rápidamente por la boca del filtro de la pileta y atinó a nadar hacia el fondo. Ella usó la red para atraparlo. A dónde te pensás que vas. Vació la red sobre el piso de piedra. El sapo cayó boca arriba y antes de que lograra darse vuelta, Analía, con toda la fuerza de su peso, descargó el canto del
sacahojas sobre el animal. Le partió el cuerpo al medio. Volvió a levantar los brazos para golpearlo nuevamente, ahora en la cabeza y lo aplastó contra el piso. Se quedó así hasta que sintió que el sapo no se movió más. Levantó los restos del sapo con el sacahojas, los revoleó hacia el parque y se agachó a juntar agua para enjuagar la mancha que había quedado en el piso.
—¿Qué hacés ahí agachada?
Analía alzó la vista. Tati atravesaba la reja con la hielera en la mano. —Nada. Había un sapito. Ya lo saqué —dijo. Se mojó la cara y se puso de pie— ¿Fernesito?
Cuando cayó el sol, entre las dos decidieron que por la resaca precoz que estaban sintiendo lo mejor iba a ser picar un poco de lo que había sobrado del almuerzo e ir a la cama temprano, así podían aprovechar bien el día siguiente. Analía le preguntó a Tati qué le parecía si preparaba las dos camas de la habitación del fondo. Eran camas de una sola plaza, pero así podrían dormir juntas y no cada una en una punta distinta de la casa. —Sí, —dijo Tati— mejor juntas.
Analía eligió para la cama de Tati las sábanas con entramado de flores, sus favoritas. Eran suaves y se mantenían frías, fundamental para las noches de calor como esa. También le eligió una de las almohadas más nuevas y ella se quedó con la vieja, que estaba toda poceada. Tanta dedicación valió la pena. Cuando Tati se acostó dijo que no podía creer lo que era esa cama, que ya presentía que iba a dormir como un tronco. Analía se sintió orgullosa.
—No voy a querer volver nunca más a Buenos Aires. Es de cuento de hadas este cuartito.
—No te creas que siempre fue así. No sabés lo que era cuando mi abuelo la compró. Una vez me desperté en medio de la noche porque escuché un ruido raro. Cuando miré abajo de la cama me encontré con una familia de comadrejas. Familia entera eh, abuelitos, nietos, mínimo tres generaciones.
Tati soltó una carcajada y las dos rieron varios segundos hasta que las risas se fueron apagando. Se quedaron en silencio, mirando el techo de la habitación. Finalmente Tati habló:
—Se me cierran los ojos —dijo.
—Es que te pasaste todo el día al sol y en la pileta, como para no estar agotada. —Quería aprovechar.
—Yo todavía aguanto un poco más ¿Te molesta si me quedo con el velador prendido? Quiero leer un poco.
—Para nada —dijo Tati—. Me podes poner un reflector en la cara y una orquesta celta al lado que me duermo igual. Es más, si llego a roncar no dudes en darme un almohadonazo para moverme. Seguro ni lo sienta.
Analía se rió y le dijo que no iba a hacer falta, que ella también era de sueño pesado. —Buenas noches Tati.
—Buenas noches Ani, que descanses —dijo Tati y se puso de costado, dándole la espalda a la luz.
Escuchar eso, el «Ani», le pareció tan hermoso. Era el cierre perfecto para un día espectacular como el que habían pasado juntas. Agarró el libro y lo abrió donde tenía el
marcador puesto. No llegó a terminar siquiera una página que sintió cómo la respiración de Tati se relajó y profundizó. Era como un mantra rítmico y suave, hecho a medida para acompañar su lectura.
Avanzó varios capítulos de la novela. Cuando empezó a sentir su propio cansancio y le costó mantener el foco en lo que estaba leyendo decidió dejar el libro a un costado. La miró a su amiga y le gustó verla ahí. Pensó en la cantidad de noches y fines de semana que iban a poder pasar juntas. Qué importaba si las otras no querían venir. Justo antes de apagar la luz Tati se rió, como se ríe la gente entre sueños, y a Analía eso le causó gracia. Se acordó de su perro de la infancia, que cuando dormía movía las patas como si corriera y ella pensaba «¿con qué estará soñando Compota?». ¿Y ahora? ¿Con qué estará soñando Tati? Capaz con generaciones de comadrejas que se esconden debajo de las camas. Entonces la escuchó balbucear unas palabras y rió un poco más. Analía se contagió y rió con ella hasta que Tati habló más fuerte y ella creyó escuchar con claridad: “Ballena franca” dijo Tati entre risas y Analía quedó helada. Se incorporó.
—¿Qué dijiste? —le preguntó a su amiga.
De respuesta solo hubo ruidos que no significaban nada. Analía se levantó de la cama y se paró al lado de Tati. Desde arriba volvió a preguntar:
—¿Qué dijiste? —La hizo girar, dejándola boca arriba —¿De qué mierda te reías? Pero Tati, que seguía dormida, soltó un ronquido que pareció venir desde el fondo de su estómago. Analía siguió parada a su lado, escuchándola roncar. Podía jurar que sonaba igual a un sapo.