Páginas ampliables
Versión sonora
Este cuento también puede escucharse en la voz de su autor.
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En algún momento de este siglo descubrí que ya no quería escribir más como antes. Quiero decir: nunca más a solas, con la Olivetti en la cocina, viendo crecer las páginas sin mostrarle a nadie cada capítulo o cada cuento, sin la invasión permanente de los lectores, sin la adrenalina del borrador a la vista.
Supe que ya no podría sentarme, durante meses, a construir una trama sin que otras miradas me devolvieran, de inmediato, sus comentarios veloces, sus correos instantáneos, sus críticas, e incluso, con suerte, nuevas tramas mejores que las mías. Sobre esto último, sobre la magia de las devoluciones literarias, tengo una anécdota para contar.
Estoy en medio de un dilema: me propongo contar esta historia en una revista impresa, no en un blog. Y no importa que la revista y el blog se llamen igual: no tengo el ritmo ni la mano suelta. Hace mil años que no escribo una anécdota con destino final en papel. Desde 2003 todo lo que conté, real o imaginario, acabó siempre con el gesto de hacer clic en el botón enviar. Ese gesto ya es, en mí, una especie de automatismo. Me acostumbré al tic de la publicación inmediata, a que no haya nada entre los actos puros de escribir y de leer. Desde hace mucho tiempo me despreocupo después de ponerle el punto final a una historia, y me encanta saber que los lectores verán los resultados dos segundos más tarde, con los errores de tipeo incluidos, es verdad, pero también con las palabras y las ideas todavía calientes. Si narrar en directo fuese un ejercicio de tiro al blanco, la flecha estaría todavía en el aire cuando le llega al lector. La audiencia virtual parece levantar vuelo e ir en busca del dardo; no se queda en el suelo esperando el impacto: de algún modo el lector pega un salto y dirige su corazón a la trayectoria de la flecha. La audiencia virtual es, además, muy veloz: me corrige la ortografía en menos de una hora, debate la gramática, y después todos empiezan a conversar entre ellos sobre lo que han leído. Es muy gratificante ese murmullo de voces cuando la trama todavía está humeante, cuando ni yo mismo sé si lo que acabo de echar a la parrilla es carne buena. Hay una sensación de veredicto en ese barullo de voces y conversaciones. Me gusta espiar los comentarios y charlas ajenas; es como hacer realidad el sueño de convertirse en mosca y escuchar lo que se dice de un cuento propio, en el exacto momento en que a uno ese cuento le importa más, porque lo acaba de parir.
En realidad, no sé si la práctica de la literatura en directo es buena o mala, si es mejor o peor que otros sistemas. En todo caso siempre habrá veintisiete letras y un teclado, nada más que eso. Pero estoy seguro de que a mí me resulta más divertida la inmediatez que la espera. Por ejemplo ahora: escribo esto a finales de mayo. Ustedes están leyendo este párrafo en julio, en agosto, en septiembre. ¿Quién sabe si en medio no se acabó el mundo?
La historia que voy a contar explica, mejor que cualquier charla literaria o debate de blogueros, por qué me gusta más escribir en directo y no en papeles impresos. Es una anécdota en la que la inmediatez propició el mejor cuento posible, uno que nunca se me habría ocurrido inventar. Pasó muy al principio, cuando nadie todavía era consciente de las ventajas de narrar ficción en la red, cuando nadie sospechaba que del otro lado de los monitores había lectores ávidos, y que esos lectores eran reales, que tenían un nombre y un apellido, que no eran solamente un seudónimo. En el preciso momento en que ocurrió esta anécdota supe que escribir en directo me iba a resultar vital y necesario.
Hay que viajar, entonces, a los tiempos en que empezaba tímidamente lo que después sería llamado «el fenómeno de los blogs», un furor que duraría unos seis o siete años. Yo escribía mi primera novela en directo y de forma anónima, disfrazado de un ama de casa mercedina de cincuenta y dos años, en la que imitaba un poco la voz de mi madre y recreaba como podía nostalgias felices de mi adolescencia.
Una noche, después de cenar, me llegó el mail de una desconocida llamada Montse. Me acuerdo con mucha claridad de ese correo, porque cuando iba por la mitad de su lectura me agarró un ataque de llanto, con hipos y pucheros, y no pude dejar de llorar durante un rato. Yo sabía, mientras lloraba, que la escena era patética: un gordo grandote moqueando frente a un monitor es peor que un gordo grandote mirando porno en un monitor. Las dos imágenes son humillantes, pero llorar tiene un plus femenino, una afrenta mayor.
Lloré, y lloré. No podía parar.
Un rato antes habíamos terminado la sobremesa y Cristina se había ido a acostar temprano porque ya no soportaba la panza de su embarazo. Era enero de 2004, invierno crudo en Barcelona. Yo estaba muy contento con mi nuevo juguete literario, que entonces se llamaba weblog y no blog, y me fui a la máquina a escribir un nuevo capítulo de la historia del ama de casa y su familia disfuncional. Publicaba como una bestia en ese tiempo: lunes, miércoles y viernes. Le daba al botón enviar justo a mitad de la madrugada española. En esas tres horas, entre la escritura y la publicación, yo cerraba los ojos y me transportaba a Mercedes, a mi ciudad natal, donde transcurría la historia. No tenía un plan ni una estructura narrativa; más que escribir, yo miraba en la pantalla una especie de película muda que me salía de los dedos. Me sorprendía la sensación de placer, de fiesta interna, que me generaba en el cuerpo estar narrando en directo. Hasta entonces escribir me había resultado tortuoso; la literatura era una especie de ejercicio duro que había que alcanzar y después mantener. Yo creía que había que impostar un tono alto y meditado en el oficio de narrador; que había que demostrar una cierta inteligencia indulgente; que era fundamental no parecerse a nadie, incluso a costa de experimentar sin necesidad; que había que ser culto o, por lo menos, usar anteojos o polera negra. Demasiado trabajo. Esto de internet, en cambio, era más parecido a un hobbie o a un deporte. Los lectores no pedían nada, no eran intelectuales, no formaban parte del círculo cerrado de las letras, ese grupo de gente que escribe y publica para colegas escritores. Este era un público real, fervoroso. Me sorprendía también que cada semana hubiese más y más lectores, y que se divirtieran y se emocionaran con el folletín. En esa época nadie sabía quién escribía la historia, y me resultaba excitante la cantidad de lectores que, desde la medianoche, esperaban la actualización de la trama. Allí nació el «pri», un grito de guerra en donde el lector que conseguía hacer el primer comentario dejaba su rúbrica de fidelidad.
Muchos ya sospechaban que los tres capítulos semanales del ama de casa no eran vivencias reales, pero otros todavía creían en la existencia verdadera de Mirta, la narradora. Para hacerlo más ambiguo, la protagonista tenía una dirección de correo electrónico a la que llegaban muchos mensajes privados, casi todos divertidos y cariñosos. Yo revisaba cada noche esa casilla de mails y contestaba como si lo hiciera Mirta: «Gracias, corazón, un besote», o cosas por el estilo. Los lectores del folletín habían empezado a convertirse en una comunidad y llegaban de todas partes del mundo. Ninguno conocía la edad ni el nombre real de nadie, pero sí sus seudónimos de internet. A toda esa primera camada de alias prehistóricos les deberé siempre la energía inicial. Muchos de ellos, sospecho, tienen este número de la revista en sus manos y seguramente recordarán esta anécdota.
Resulta que uno de estos lectores más asiduo y participativo se hacía llamar Basdala. Dejaba siempre comentarios correctos y bien redactados, respetuosos, cálidos, y llamaba a la protagonista «mamá Mirta». Una tarde de finales de 2003 dejó un comentario que a mí me gustó mucho. Decía que las historias de los Bertotti eran como «un minué en un mundo de adagios». Ponderaba que se juntara tanta gente a leer una historia cotidiana, se decía contento de ser parte de una comunidad tan serena, donde no había «ni trolls ni malos rollos».
Como nadie sabía quién podía esconderse detrás de cada seudónimo, sospechábamos las edades y la residencia de cada lector por la forma de escribir de cada uno. Yo pensaba que Basdala era de procedencia española, por el uso de «malos rollos» u otros giros, y también creía que era un lector de mediana edad, pongamos unos treinta o cuarenta años. Me equivocaba. Mirta, la narradora del blog, se había encariñado mucho con él. Tanto que una vez lo nombró en medio de una conversación con su hijo Caio: «Ay, nene, si fueras modosito como Basdala, que no tiene faltas de ortografía y además seguro que se baña». Basdala se sintió muy agradecido por ser mencionado en la obra. Eso pasó en noviembre.
Un mes después Basdala desapareció. Esa ausencia no se notó demasiado, porque los comentaristas y los lectores de los blogs iban y venían sin rumbo: todavía no había facebooks ni twitters donde pudieran echar el ancla. Pasó un mes más, y la noche del veintidós de enero de 2004 llegó un mail al correo de Mirta. Lo firmaba Montse, la hermana del lector Basdala. Después de un saludo frío, que daba a entender que escribía esa carta no porque quisiera, sino porque tenía la obligación de hacerlo, Montse decía:
«Mi hermano, Miguel Ángel, falleció el pasado dieciséis de diciembre de 2003 en el hospital Vall d’Hebron de Barcelona. Estaba muy enfermo del corazón, con problemas hereditarios. Había aguantado dos paros cardíacos, pero no pudo soportar el tercero. Murió a los dieciocho años recién cumplidos con una sonrisa en los labios, con sesenta y cuatro poemas nuevos y maravillosos, uno por día que estuvo ingresado, y con grandes obras a su paso. En su honor fue tocado el Réquiem de Mozart, su obra favorita, y se hizo una lectura de todas sus poesías completas en los días de luto de su colegio. Mi hermano sabía que iba a morir, y dejó varias cartas antes de irse, que fueron encontradas esta semana en su disco rígido. Una para mis padres, otra para mí, una para su médico de cabecera al que quería mucho, otra para su novia, y en la última de esas cartas mencionaba tu página web y dejó anotado tu correo electrónico. Una de esas cartas era para ti, Mirta. La he adjuntado a este mail, porque he creído conveniente cumplir sus últimas voluntades».
Solo entonces vi que había un .txt adjunto al mail de Montse. Lo abrí temblando pero no lo pude leer enseguida. Ya había empezado a llorar a la mitad del mail de la hermana y las lágrimas no me dejaban hacer foco en la carta.
Entendí más de literatura en esos cinco minutos que en todos los años analógicos en los que había intentado escribir cuentos y novelas en la Olivetti. Un tal Miguel Ángel le había escrito una carta de despedida a una señora de Mercedes, provincia de Buenos Aires, sin saber que el verdadero autor del personaje vivía a siete cuadras del hospital donde agonizaba el lector. Jamás se me habría podido ocurrir una historia así, tan simple en su sinopsis, tan poética. El chico había muerto, sospeché, en medio de una paradoja literaria. Intenté imaginarlo en el hospital, leyendo el blog, dejando comentarios agradables siempre, felices y llenos de vida. Mensajes inteligentes que no parecían de su edad, ni tampoco los de un moribundo. Pensé en él, en Basdala, un chico del que no conocía el verdadero nombre mientras estuvo vivo; y pensé también en Miguel Ángel, su nombre real que conocía ahora que ya estaba muerto. Entre las seis cartas de despedida que había dejado antes de morir, una estaba destinada a un personaje de ficción. Esa fue la primera vez que entendí, de golpe, que escribir en directo, sin el proceso tradicional de la publicación en papel, sin la firma de un autor en la portada de un libro, podía devolverte relatos increíbles; aunque no fueran tuyos.
Cuando me pude calmar un poco leí, por fin, la carta que Basdala le había dejado a Mirta Bertotti. La leí con la sensación espantosa de estar espiando la correspondencia de otro:
«¡Saludos, mamá Mirta! —había escrito el chico—. Cuando leas esto, mi pluma ya se habrá parado. Espero que te llegue pronto, he dejado esto como mensaje a mi hermana y mi familia. No sé si conseguirán encontrar todas las cartas, pero así lo espero. ¡Ay, voy a echar tanto de menos mi querido ordenador! ¿Sabes quién soy, verdad? Soy Basdala, quien una vez te llamó Minué. Un minué en un mundo de adagios… Eso es lo que eres, gordita. Y estoy completamente seguro de que lo seguirás siendo por mucho tiempo. ¡Seguro! Hace unas semanas que llegué del hospital. ¡Dieciocho años y ya he sobrevivido a un paro de corazón! Espero que mi madre tenga razón y nada pueda conmigo… Bueno, al grano. Mucha suerte y valor para seguir adelante en tu vida, Mirta. Recuerda que estaré contigo esté donde esté… porque pienso dar la lata bastantes años en este mundo. Aunque la verdad es que tengo miedo… Tengo tantas cosas que hacer. ¡Y tan poco tiempo! Quizás me queden tres meses. Hasta siempre, gordita. Cuídate y sé feliz. De alguien que te quiere y siempre te ha querido, desde el primer post. Basdala, un réquiem en un mundo de sueños».
Cristina se despertó por culpa de mi llanto y pensó que había muerto alguien de mi familia. Pero después, cuando ella también leyó la carta de Basdala, se puso igual de triste y lagrimeó.
El siguiente capítulo del folletín no fue una historia más sobre la familia Bertotti, sino una tristísima despedida de Mirta a uno de sus lectores más fieles. Me costó mucho escribir ese capítulo utilizando la voz femenina de siempre. Por un lado, debía seguir siendo la narradora y actuar como tal, pero por otra parte me transformaba en un personaje falso para hablar de una muerte verdadera. En un punto me pareció inmoral. Decidí entonces que fuéramos los dos, a cuatro manos, quienes diéramos la cara. Escribí muchas versiones de aquel capítulo, durante una noche larga y dolorosa. Fue la primera vez, en todo el folletín, en que perdí el estilo de Mirta, que ya era automático en mí, y se notó que atrás había alguien, un autor.
«Los vecinos más memoriosos —escribió Mirta esa noche— se acuerdan de una tarde en que Basdala me escribió uno de los piropos más lindos que me han dicho: Mirta, eres un minué en un mundo de adagios. Yo estuve todo ese día contenta, firmando Mirta Bertot de Minuét. Basdala se llamaba Miguel Ángel, era un chico español al que el dieciséis de diciembre se le paró el corazón. Yo no lo supe hasta hace media hora: su hermana Montse me escribió para contármelo, y por supuesto no estoy para milongas en este momento. ‘Murió a los dieciocho años recién cumplidos con una sonrisa en sus labios’, me escribe Montse. Casi nunca existe relación entre quienes escribimos y quienes nos leen. Exceptuando a dos amistades personales mercedinas, no conozco de cara a ningún lector de este weblog. Pero siento una complicidad enorme jugando con ustedes, amigos a la distancia. Montse me contó que Basdala sabía que iba a morir, y que dejó varias cartas antes de irse, que fueron encontradas esta semana en su computadora. ‘Una era para ti’, me cuenta. Nunca creí, en toda mi vida de escribir historias, que la literatura pudiera depararle dolor verdadero a un personaje de ficción. Porque soy Mirta y estoy llorando. Abrí la carta de Basdala; la leí con una sensación muy rara en el cuerpo. No voy a quitar ni agregar una coma a sus palabras de despedida, que son pocas y están llenas de optimismo. Que cada uno de ustedes, corazones, se lleve lo que le toque de la carta que le dejó un amigo, antes de irse, a una señora que escribía para él en internet.»
Dicho lo cual, Mirta publicó la carta de Basdala, y dio por finalizado el capítulo del día.
A la mañana siguiente había cientos de comentarios, todos escritos con pena y desconcierto. Los lectores se fueron contando anécdotas de Basdala, elogiaron su prosa, sintieron mucha pena por su edad. Algunos se sorprendieron al saber que era varón, porque siempre, a causa del seudónimo, lo habían creído mujer. Fue como un triste velorio virtual en el que nadie escribió en mayúsculas ni con signos de admiración.
Las charlas de lectores, durante los siguientes capítulos, fueron grises, filosóficas, y todas estuvieron teñidas por la certeza de la muerte. De a poco, empezó a darse un cambio monumental en la dinámica del grupo: aquellos cientos de comentaristas, que hasta entonces eran nada más que un puñado de alias, empezaron a decir públicamente sus nombres reales, a contar quiénes eran, a explicar en qué pueblo del mundo vivían. La muerte de Basdala los había conmocionado tanto que, como catarsis, tuvieron la necesidad de darse a conocer. Desde finales de enero y hasta mediados de febrero de 2004 muchos fueron levantando la mano: me llamo Carlos y vivo en Santo Domingo, tengo una hija, me gusta el jazz; mi nombre es Luisa, tengo sesenta y dos años, tres nietos; soy Ernestina, de Rosario, tengo veinte años y estudio derecho; me llamo Julio, soy uruguayo viviendo en Dublin, a veces me siento solo. Cada uno empezó a decirle hola a los demás, y a conversar de una manera distinta. En esa época fue que algunos empezaron a visitarse en sus casas, a convertirse también en amigos físicos, a planear viajes juntos. Muchísimos inauguraron también su propio blog y dejaron de visitar a Mirta para convertirse en anfitriones. Ya no eran alias, ni sobrenombres, ni seudónimos. Ya nadie quiso llamarse Basdala nunca más: todos empezaron a querer ser Miguel Ángel.
A mí me pasó lo mismo. A finales de febrero abrí otro blog donde seguí escribiendo en directo. Le puse de nombre Orsai, pero debajo escribí, por primera vez, mi nombre y apellido reales.
Unos meses después de la carta póstuma de Basdala, o de Miguel Ángel, ya casi en el final del folletín de los Bertotti, recibí el correo de una madre valenciana, Alejandra, muy enojada conmigo. Me decía que su hija adolescente, de nombre Nery, se había enterado de la muerte de Basdala desde el blog, y «cayó en una profunda depresión, además de llevarse varios días llorando y sin querer comer nada». Parece que Nery había tenido un romance de verano con Basdala, y nunca lo había vuelto a ver hasta la noticia de su muerte.
Y aquí viene lo más raro: la madre también me decía en su correo que, para sorpresa de ambas (madre e hija), «vimos a Basdala el pasado fin de semana en un centro comercial, vivito y coleando». Y me echaba a mí la culpa de lo que ella creía una broma pesada.
Primero pensé en un inmenso malentendido. Quizá hubiera dos motes Basdala. Pero Alejandra me daba, además, el nombre y los apellidos del muerto que no estaba muerto. Y el nombre era Miguel Ángel. Demasiada coincidencia.
Esa fue la primera vez que dudé de la primera carta. No fue antes. Qué crédulos éramos todos en esos años. Hasta entonces la historia de la muerte de mi lector no había pasado nunca por el colador de la sospecha. Ahora, que casi todo en internet es hoax o fake hasta que se demuestre lo contrario, ahora no me hubiera tragado la primera carta de Montse sin investigar un poco. Pero era todo tan real en esa época… ¿Cómo iba a ser falsa una carta tan sentida? Y sobre todo, ¿cómo iba a hacerme llorar, a mí, una historia inventada, si en mi cabeza era yo, y solo yo, el que estaba capacitado para hacerme pasar por una señora y provocar el llanto de otros?
Con esta información que me dio Alejandra (sobre todo los apellidos de Miguel Ángel) hice una búsqueda simple en Google y descubrí que Basdala, nuestro Basdala, con su misma prosa diplomática y correcta, dejaba mensajes en docenas de foros y blogs con fechas muy posteriores a su muerte. Qué ingenuo soy, pensé enseguida, y qué genio él. Qué hijo de una gran puta.
Lo que más me gustó de la estrategia de Basdala es que había preparado la trampa con muchísimo cuidado, con increíble destreza literaria (el correo de Montse no se parece en nada a la redacción de la carta póstuma del chico moribundo). Pero sobre todo lo admiré porque había hecho explotar esa bomba para hacerme caer solamente a mí, al mentiroso, al que se hacía pasar por una vieja de Mercedes. Y porque después de triunfar con su engaño no le hizo falta alardear ni darse a conocer, ni llamarme para demostrar supremacía, ni hacer uso del pito catalán. Le bastó con urdir la trama y retirarse anónimo. Eso es digno, pensé. Hay un valor agregado de nobleza en las victorias que no llevan firma. Y Basdala, o quién fuese, nunca había buscado la gloria personal.
Necesité con urgencia escribirle para mostrarle mi admiración. En la búsqueda de los datos encontré, con facilidad, su correo electrónico. Y le escribí allí mismo, en caliente, pensando que jamás respondería. Me equivoqué de nuevo: recibí su respuesta al instante. Basdala siempre, en toda la historia, pareció estar diez metros por delante.
Recibí su respuesta y supe que realmente escribía muy bien. De verdad tenía dieciocho años y se llamaba Miguel Ángel. Me dijo, con humildad y sin faltas de ortografía, que durante seis meses había creído que Mirta Bertotti era real. Que la llegó a querer mucho, como a una madre postiza, y que con el paso del tiempo y del surrealismo latente de las historias que ella contaba, descubrió que no había tal Mirta, que alguien lo había engañado, que un desconocido lo había hecho llorar con mentiras.
Me dijo que provoca una sensación horrible creer en alguien, confiar en las palabras de alguien, y descubrir después que allí, donde había una casa, una familia, una madre, no había en realidad nada. Primero pensó en dejar de leer el blog, pero eso le pareció, me dijo, como perder seis meses de su vida sin beneficio. Y que por eso una tarde se le ocurrió la venganza y la puso en práctica.
Mantuvimos una buena charla, vía mail, durante toda la noche. Me despedí de él con reverencias y le di otra vez las gracias, porque me había regalado dos historias intensas, un drama y una comedia, que alguna vez usaría en alguno de mis cuentos. También lo felicité por jugar sus cartas en silencio:
—Si no hubiera sido por esa madre y esa hija que te vieron caminando por el centro comercial —le dije— yo nunca me habría enterado de nada. Es muy loable que no hayas querido firmar tu obra.
Su respuesta fue también su último mail:
—Entonces —me dijo Basdala—, ¿también te has creído que existen Alejandra y Nery?