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Pablo vino a poner impermeabilizante en el techo. Tiene cuarenta y algo, pero parece de menos, mucho menos.
—Es porque soy soltero —afirma.
Usa el pelo con flequillo por delante y largo por detrás. Sus ojos pequeños ruedan en el fondo de unos anteojos gruesos, que se empecinan en resbalar cuesta abajo por el puente de la nariz.
Senka, mi perra, lo recibe como si fuera el Papa; salta, se babea, se le sube encima, le tiende una pata.
—No le dan mucha bola a la perrita, ¿no?
Pablo es artista. Pinta unos cuadros muy buenos. El primer día trajo una carpeta con algunas muestras. Me gustó mucho la serie del cementerio de autos.
—¿Son los del desarmadero que está camino a Despeñaderos?
—Sí.
Buenos trabajos. Absorto en la contemplación de las pinturas, retrocedo y piso a Chinaski. Su chillido me sobresalta.
Por mucho que lo intente, no termino de acostumbrarme a tener otro perro más. Chinaski tiene un mes y caga con diarrea. Nos ha rociado todo el patio y toda la casa con un zumo pestilente.
Es un pastor belga a quien yo quería bautizar como «Pastor Verga» pero desistí porque mi mujer me dijo que con ese nombre jamás se animaría a llevarlo a una veterinaria.
—¿Te imaginás pedir una vacuna para tu Pastor Verga?
Optamos por Chinaski.
Pablo lo levanta y lo acaricia. Parece no molestarle que Chinaski huela tan mal. El médico perruno dice que es porque está lleno de parásitos y de bichos, que ya se le pasará. A mí me da asco tocarlo, así que lo muevo con la punta del zapato y me lavo dos o tres veces las manos después de darle de comer.
Nunca me gustaron los perros ni los niños, pero tengo treinta y tres años y la casa llena de unos y de otros: el patio regado de soretes y diarrea, el tacho de basura atestado de pañales, toda la casa es un cementerio para autopartes de juguetes.
Los dioses ríen a carcajadas cuando escuchan nuestros planes a largo plazo.
Pablo me explica las propiedades del impermeabilizante, mi cabeza asiente mecánicamente sin entender nada. Me gusta la gente que tiene talento y que ama lo que hace. Supongo que por eso me caen bien tan pocas personas.
Me caen, realmente bien, seis o siete, el resto me resulta indiferente.
Antes de subirse al techo y de cubrirse la espalda con cuarenta grados húmedos de cielo cordobés, saca un atado del bolsillo y lo golpea un par de veces hasta que escupe el encendedor. La etiqueta es azul, roja y blanca.
Yo fumé Parisiennes dos años, los dejé porque sentía que esos filtros blancos me habían abierto un boquete entre las tetillas.
—Voy a subir —anuncia mientras se pone los auriculares.
Tiene un mp3 mucho más lindo que el mío, pero no lo envidio.
Yo aprovecho para volver al interior de la casa, donde hay tres grados menos que afuera.
Estoy deprimido y fatigado. Hace años que no piso un cine, no tengo ganas de leer ni de escribir. Reparto mi tiempo entre trámites fugaces para la casa, mamaderas, vigilancia completa sobre mi hija —que desde que camina se ha vuelto incansable—. Mi mujer trabaja de ocho a ocho, y el cambio de horario me ha emputecido la existencia en un nivel que no termino de entender. Nuestro ritmo circadiano es una veleta enloquecida que señala cualquier punto en el horizonte.
Me río solo, rememorando los días de abusos y ocio en los que me arreglaba con poca plata. Hoy soy un amo de casa haciéndose huecos para terminar una novela imposible, mientras mi chica hace doble turno remando en el calendario para llegar a febrero.
Febrero, en teoría, será mejor.
Desde diciembre decidí no tomar más trabajos hasta nuevo aviso. Soy cuentapropista, me las arreglo para pagarme los vicios con curros pequeños que terminan por asfixiarme.
No sirvo para trabajar en relación de dependencia.
Estar al pedo unos días serviría para ordenar mi tumultuosa cabeza. Necesito tiempo al pedo para jugar con personajes imaginarios. Me resulta bien eso de proponerles consignas y ver qué hacen con ellas; a veces salen de ahí algunas historias. Tengo un cuento por la mitad, pero no sé qué hacer con él: son dos policías que intentan hacer hablar a la única sospechosa de un crimen. Pero no sé cómo hacen los policías para hacer hablar a un sospechoso, y me quedo trabado. Cada vez que mis fantasías vienen a golpear la puerta las echo a patadas.
No quiero personajes en estas pseudo vacaciones, no tengo tiempo ni ánimos de nada, y a la noche termino tan cansado que ni ganas me dan de emborracharme.
No me anda bien internet, eso también es un gran problema. Se corta, vuelve, se corta, vuelve, se corta…
Enero es una ruleta rusa que gira lentamente, cociéndonos al espiedo, es un mes inventado para quejarse.
—Voy a bajar —escucho que dice Pablo.
Salgo, acomodo la escalera y lo ayudo a encontrar el primer peldaño.
—La semana pasada me caí de cabeza de una de estas y no me hice nada.
Miro su cabeza, es realmente muy grande. Por alguna extraña razón, la última novela que leí tiene un personaje que me recuerda a él, o a la inversa. Se llama La Carretera y es un libro detestable.
—No voy a hacer chistes sobre tu cabeza —digo.
Sacamos un cigarrillo cada uno y fumamos en silencio. Me muestra su encendedor, lo sopeso y lo estudio para entender qué mierda es y cómo carajo funciona.
—Es con resistencia, apretás acá y sale el fueguito, ¿ves?
—Ah.
—¿Te das cuenta de qué es?
—No.
—Es un pedal de acelerador de auto de carrera.
—Ah.
—Te lo canjeaban en una promoción de Marlboro.
—Ah.
Pablo lleva todo el cuerpo cubierto con impermeabilizante, yo le alcanzo una botella de cocacola sin gas y él se la toma de todas maneras.
—Tá rica —dice—; bien fríaaahhh.
En el suelo los perros nos olfatean. Yo los echo a patadas, como si fueran personajes descartables en una mala novela; él los acaricia con una sonrisa, llenándolos de impermeabilizante.
Ahora sí envidio su mp3, sus buenas pinturas, su buen humor.
Serán seis o siete las personas que me caen realmente muy bien.
A veces hace falta fumar en silencio para descubrir que solo a los irracionales la llegada de febrero no los desespera.
La casa olía a bife frío, a herrumbre, a perro mojado. Cruzamos la puerta principal y el tufo nos golpeó como un guantazo, obligándonos a correr la cara. Carlos se tapó la nariz, yo me limité a señalar la cocina, donde la señora Percas nos esperaba.
Tenía poco más de cuarenta, y un par de piernas torneadas que mantenía cruzadas. Pendiendo del pie había una pantufla rosa que se balanceaba.
La pantufla era lo único que parecía tener vida en esa cocina, todo lo demás parecía quieto.
Estaba sentada frente a la mesa del desayunador y llevaba un vestido rojo a lunares blancos. Su mirada ausente me recordó a una vieja publicidad de electrodomésticos.
—¿Escote o piernas? —preguntó Carlos en voz baja mientras nos acercábamos.
El escote, por cierto, era un horizonte que dividía dos planetas inmensos y turgentes en el pecho de la señora Percas. Siempre he tenido un gusto especial por los interrogatorios, por la construcción del discurso argumental. De la misma manera me apasiona el amor que la gente siente por los escotes. Hay quienes han perdido apuestas y amigos y casas y autos por escotes.
—Piernas —sentencié antes de presentarnos.
—Señora Percas, mi nombre es Adrián Ávila, y él es Carlos Bonea, somos…
La mujer ni siquiera levantó la vista. Su mirada seguía clavada ahí, en un punto indefinido y lejano, del que nuestra presencia no podía hacerla volver.
Ya lo había advertido uno de nuestros colegas: «Está loca, como una puta electrocutada».
Carlos retomó el diálogo, pero tampoco obtuvo buenos resultados, por lo que decidió aplicar su técnica. Presión de puntos colaterales, la llamaba, y solo él entiende cómo funciona. Hay cosas que es mejor no entenderlas; yo, en estos casos, me limito a seguirle la corriente.
—Buenas tetas, señora Percas —dijo.
Pero el silencio persistió. Aunque, si me lo preguntan, yo diría que hubo un mínimo respingo. Un algo. Pero no sé. Olvido siempre los anteojos cuando tengo que ver detalles. Según mi analista, es una forma de autoboicotearme.
—Y de piernas no está nada mal —agregó Carlos, al tiempo que estiraba una mano y recorría la pantorrilla de la señora con el dedo—. ¿Qué opina usted, compañero?
Yo asentí primero y me aflojé el nudo de la corbata después.
Tuve que aclarar la garganta antes de continuar:
—Que con esa boca seguro que si te la chupa se te pierde la sábana de dos plazas enterita por el culo.
Carlos se volvió y me dedicó una sonrisa mínima. Después retomó la posta:
—¿Quiere hacernos una prueba, señora Percas? ¿Quiere que subamos un rato a la habitación y nos desvistamos así nos muestra esas cosas que usted hace?
La señora pestañeó. Una sola vez, involuntariamente. Supe enseguida que había algo, como una alarma interna, que se estaba disparando dentro de su cabeza. Noté también la forma en que los nudillos de una de sus manos se habían blanqueado al aumentar la presión sobre la tela del vestido que aferraba desde que entramos.
Presión de puntos colaterales y la puta que te parió, Carlos. Deberías registrar esta técnica, porque es infalible.
Estábamos logrando algo. Era mérito de Carlos, por supuesto, así que lo dejé continuar:
—¿Es usted una putita insaciable, señora Percas? ¿Le gustan los morochones como nosotros, predispuestos y bien dotados?
—¿Le gusta que le hagan sanguchito?
—agregué para terminar de pintar el cuadro.
Entonces la señora Percas tragó saliva. Y esta vez lo vimos los dos, y a mí no me hicieron falta los anteojos ni nada, porque se vio clarito. Y, acto seguido, se volvió hacia Carlos y le dijo:
—Llevame arriba y te meto tal cabalgada que te dejo seco como una momia, morocho.
Y yo lo miré a Carlos, que se puso de pie, sacó las esposas que llevaba en el cinturón y se las colocó a la señora Percas.
Por fin la habíamos hecho hablar.
—Está arrestada por el crimen de su marido, señora —dijo Carlos.
Ella pareció salir en ese momento del trance, porque pestañeó dos o tres veces y se puso a mirar el suelo de la cocina, donde la sangre cubría todo. Cuando reparó en el cuerpo del señor Percas, desnudo y sentado de espaldas a la heladera, con el mango del cuchillo asomándole de la frente, gritó, y tuvieron que venir dos agentes más a llevársela porque pataleaba como un bambi enjaulado.
Al final quedamos Carlos y yo llenando los papeles.
—Es infalible mi método, chico —se ufanó.
Yo no dije nada, y entonces Carlos volvió a mirarme y me estudió unos instantes, hasta que me dijo:
—Te puso celoso.
—¿El qué?
—Que la señora Percas me invitara a mí solo a su habitación, te puso celoso.
—No quiero hablar de eso ahora —respondí.
Carlos entonces se acercó, me rodeó la cintura con su brazo y me mordió el lóbulo de la oreja.
—No seas tontito, esto no es más que un trabajo —dijo.
Y yo lo abracé fuerte y lo besé, porque es el dueño de la boca más hermosa del destacamento.
Después nos fuimos a la oficina a presentar el informe. Se había hecho tarde, eran las cuatro menos cuarto.
Ahora son las cuatro y media de la mañana y estoy en el patio, en calzoncillos y ojotas.
No puedo dormir.
En la cintura, sujeto por el elástico de mi ropa interior, llevo el encendedor.
Las luces están apagadas, no quiero despertar a las chicas ni a los perros. Arriba, las nubes pasan frente a la luna y yo pienso en que tal vez podría desenfundar el trípode, cargarle película a la cámara y hacer algunas fotos.
—Essste trípode —digo en voz baja mientras me agarro la entrepierna.
Nunca entendí esa manía de agarrarse las pelotas y decir «Essste trípode».
Levanto apenas una pierna y dejo salir un pedo flauta. La perra Senka, angustiada porque hoy le enseñé a zapatillazos que no hay que sacar la ropa del tendedero, levanta las orejas. Después vuelve a bajarlas y deja caer la cabeza sobre sus patas delanteras. Resopla y yo levanto otra vez la pierna.
Pienso que desde la oscuridad un malhechor podría saltar la tapia y sorprenderme. Estaría a merced de sus intenciones, en calzoncillos y ojotas, con un encendedor sujeto al elástico, un toque de distinción absolutamente prescindible.
Ensayo mentalmente posibles escapes, posibles salidas. Sé que jamás haría ni la mitad de las cosas que pienso que haría. Lo más probable es que pierda una ojota y tropiece con alguna silla para caer sobre el contrapiso frío, áspero, desde donde lloraría con la palma de las manos y el mentón como frutillas, pidiendo clemencia.
En calzoncillos, con un encendedor sujeto al elástico, lloraría, suplicando por mi vida.
Hago a un lado la idea y levanto la pierna de nuevo con tranquilidad, porque confío en el instinto de Senka; a Chinaski, todavía, no le da ni para ladrar y duerme adentro.
—Aunque —me digo—, cabe la posibilidad de que alguien haya estado todo este tiempo en el patio haciendo buenas migas con ella, esperando que un barbudo panzón y pelotudo salga en calzoncillos a tirarse pedos mientras ve la luna.
Esa idea me molesta, me distrae. Quiero seguir imaginando títulos de películas para poner sobre este cielo clase B, y no se puede titular con miedo. Hitchcock, Buñuel, Ed Wood, Marcelo Polino, Jorge Lanata, ellos no tienen miedo.
Desde la ventana de la casa me llega la música de Cerati con Aterciopelados. No me gusta Cerati. Y la que canta en Aterciopelados me recuerda al chabón que atiende el quiosco/bar de la esquina, el que siempre te cuenta que podría haber sido una estrella de rock.
Debería escribir sobre eso.
Esta es la hora en la que veo las cosas con más claridad. Le doy una última chupada al cigarro y suelto tres aros de humo espesos, fantasmales, psicodélicos. Observo la pared allá al fondo, una pira de ladrillos de ceniza, ropa colgando de la soga, una maceta.
Hay una sombra ahí que antes no estaba.
Se mueve.
Yo retrocedo espabilado por la adrenalina.
Pierdo una ojota.
Senka gruñe y levanta las orejas.
A comienzos de 2001 colgué el micrófono antes de terminar el recital, pegué media vuelta y me mandé a mudar. Entonces yo no sabía que una acción tan poco estudiada implicaría semejante giro en mi vida. De haberlo previsto, tal vez hoy no estaría limpiando este mostrador y mi mano no olería a pescado muerto en el culo de un linyera. Tal vez, en lugar de deslomarme en un bar con quiosco, hoy estaría, no sé, empalando adolescentes en hoteles cinco estrellas, o metiéndome polvillos mágicos en la nariz junto a narices más famosas que la mía. ¿Compartiendo mesa y cartel con los excéntricos personajes del jet-set internacional? Quién te dice. Pero yo elegí lo que elegí, entonces me hago cargo y punto.
—Marlboro común.
—Tres con setenta.
Lo hecho, hecho está; yo soy un hombre de principios, así que jamás regaré con mis penas las mesas que trapeo, ni limpiaré los baños con el mismo pañuelo con el que me soplo los mocos de la angustia: una cosa es una cosa y otra cosa es otra cosa, así son los sentimientos, los ideales, lo que nos hace humanos.
—Está frío el café, pibe.
—Enseguida se lo cambio, caballero.
Y eso que el Cuco me pidió de rodillas que me quedara. Lloró como los chicos cuando le dije que abandonaba. Es cierto que estaba chupado, pero yo sentía sus emociones bastante genuinas. Y pruebas de ello no me faltaron, porque mientras recogía mis cosas y las embutía en la mochila, él no paraba de hablarme del contrato, de la inminente grabación del disco, hasta que se hartó y me cagó a trompadas por necio.
—¿Tienen cospeles?
—No, cospeles no vendo.
Tal vez el Cuco tenía razón y con la banda hubiéramos terminado en festivales, o presentándonos como número central en cadenas televisivas norteamericanas. «Grupo revelación, grupo revelación», repetía el Cuco. Decía que con ese mote nos darían el pasaporte a la fama, pero a mí la idea del éxito, las mujeres fáciles, el mundo entero en la palma de la mano, lejos de embriagarme, me sonaba a insulsa libertad y me hastiaba.
—¿Vos sos el dueño de esta pocilga? Hay una cucaracha allá.
—No, señora, yo soy el empleado.
Un hombre necesita incertidumbres, pesares, esfuerzos. Nada de eso me lo iba a dar la banda. La vida es otra cosa, la vida es salir a la calle, pisar mierda de perro, arreglárselas a los codazos para conseguir lugar en el colectivo, recaer cíclicamente en un trabajo de doce horas. La vida no es la que me proponía el Cuco, una sucesión de excesos y alegrías desmedidas; la vida no es el facilismo mercantilista, ni las piernas kilométricas de una adolescente embobada con la figura del rockstar. La vida, te lo digo yo, no es el tiempo entre una fellatio y otra.
—¿Forros vendés?
—Me quedan los texturados. Con espermicida.
Ya no hago canciones, porque me da como un principio de tristeza y no me lo puedo permitir. Yo sé adónde me lleva la tristeza. Al teléfono público de la pared, me lleva. A poner la moneda y llamarlo al Cuco y decirle que volvamos a juntarnos, me lleva. Por eso a la tristeza hay que ahuyentarla como a los inspectores municipales. La tristeza es un perro cebado que no se cansa nunca de arañarte la puerta.
—¿El diario de hoy?
—Ahí se lo alcanzo.
A veces las horas pasan lentas. Y no te voy a negar que cuando escucho por la radio a un grupo nuevo que pega un hit me tengo que tapar los oídos con las servilletas, porque siento que se me abre una grieta desde acá hasta acá, y se me hace un nudo en la garganta que para qué te voy a contar. La vida es lo que te pasa por delante de las narices mientras vos estás ocupado poniéndote triste, pibe. No le des lugar a las grietas, si te vas a romper, si te vas a partir al medio, que sea por una causa que valga la pena.
—Dame la guita, puto. Quedate quieto o te quemo.
—Llevate lo que quieras, loco, el negocio no es mío.
En algún lugar de la ciudad estará ahora Chinasky. Solo hacen falta un descuido y una puerta mal cerrada para que la calle abra la boca y se trague a tu perro.
La ciudad tiene hambre de mascotas pequeñas. Las debe usar para minar nuestros sueños. A eso se dedica la ciudad cuando no la vemos, a sembrarnos la almohada de pesadillas con animales muertos.
Jamás me han gustado los perros. Soy chico de departamentos, diagnosticado oportunamente por un profesor de gimnasia en el patio de un colegio lejano en el tiempo. Me pasé los primeros veintiséis años de mi vida encerrado en espacios pequeños, grises, con ventanas que encuadraban hileras de ladrillos color hueso. Me tomó un buen tiempo acostumbrarme a que los cielos no eran figuras geométricas caprichosas, y pasaron años hasta que comprendí la posibilidad de una ventana intermediando entre mis ojos y un árbol, por ejemplo. Los chicos de departamento sabemos que los únicos animales con los que convivimos son las cucarachas, los ratones y los murciélagos. Un dormitorio compartido con alimañas, tres repisas dobladas por el peso de los libros, camas rengas haciendo equilibrio sobre revistas, colchones hondos que se tragaban de un bocado todos los anhelos.
La ciudad parece vengarse de mi huida hacia la tierra de los barrios periféricos y entonces me roba un perro, dejándome solo con una multitud de soretes pequeños.
Está bien. Chinasky tenía los días contados en el patio: le esperaba un trabajo de sereno en una maderera en cuanto comenzara a soñar con estacionar el pito entre las piernas de mi otra perra.
Ella, Senka, se ha quedado triste. No sé si por la pérdida del amante en potencia o si por una cosa medio maternal que descubro en todas las criaturas desde que soy padre.
La miro y le digo:
—A comer.
No responde.
Yo no quería tener perros. Que algo así me pase ahora me hace sentir ridículo y de ánimo menstruante.
A los diez años, en el cuarto piso de un edificio, me hice amigo de los libros.
—¿Para qué? —le digo a mi perra, que persiste en su mutismo con formato duelo.
Los fines de semana en el centro te toman por asalto y te dejan boquiabierto frente a la desolación de las vidrieras cerradas y los caminantes muertos. No hay nada mejor que hacer, el antídoto para la soledad es enterrar la cabeza en la ficción, abandonar de una vez por todas la búsqueda de camaradas con quienes batallar contra el silencio.
Yo no quería tener perros, quería tener libros y señaladores. No quería salir a caminar por un barrio a las diez de la noche, husmeando en las casas abandonadas para ver si encuentro a un perro pequeño. Después de tanto despotricar por la llegada del Pastor Verga, me sorprendo a mí mismo traqueteando bajo las farolas, repitiendo el seudónimo de un escritor muerto, soñando con una mínima victoria que sabe a balanceado y a mierda de perro en el suelo.
Caminatas inoportunas de noches con truenos.
Una mala idea para plantar antes de un fin de semana que estamos necesitando desde que arrancó enero.
En algún lugar de la ciudad ahora estará Chinasky, errando de cara a una tormenta que se cierne en silencio sobre un jueves que detesto.
No encontré cadáveres en las avenidas, ni porches sustitutos.
Pienso en alguna mano amiga con domicilio en la casa adonde van a parar las mascotas perdidas, en una colita alegre y rutera en movimiento.
Será mejor que se acomode bien y que no vuelva, mi perro; no velo jamás dos veces al mismo muerto.
Yo no quería tener un perro; la ciudad se encarga siempre, con insistencia, de minarnos todos los sueños.