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Me pregunto qué es lo que hace anécdota a una anécdota. Tengo un amigo, en Mar del Plata, que siempre anda a la pesca del anecdotario ajeno, y cada vez que le cuento alguna situación dislocada con la normalidad, se le ilumina el rostro, lleno de rasgos enormes, y al día siguiente me pide que se la recuerde, hasta lograr su risa del otro lado del teléfono. Ese cuentito, que considero ramplón al ser vivido por mí, vuelve al tiempo como una narración de la que él se ha adueñado, y al contarla frente a otros, y siendo yo testigo, la veo transformada en algo que no se corresponde en términos de tempo y oralidad, sin la maestría de la narración de un, digamos, gordo Soriano, pero digna ya de ingresar en la interminable lista universal de las anécdotas ajenas.
He oído, como tantísimos privilegiados comensales, de la apropiación de vivencias retaconas notablemente estilizadas luego por Osvaldo Soriano. La capacidad embellecedora del gordo para volver inquietantes algunos flashes rústicos de nuestras propias vidas era conmovedora. Sus narraciones estaban llenas de bolazos, y uno los agradecía. No queríamos que se terminaran nunca. Pero se terminaron.
Hay una tendencia en el humor gráfico y en la historieta, heredada de cierto cine y literatura mal leída, de considerar que el autor tiene derecho a contar las vivencias nimias en departamentos de dos ambientes como si fueran perlas narrativas.
A mí me da mucha vergüenza leer esas chiquezas, como si estos enanos y enanas tuvieran la entidad de un Pratt, testigo de guerras, exilios y otras aventuras. No es lo mismo estar entre balaceras en la Etiopía de los cuarenta, que ir a comprar un baldecito de arena para que juegue el nene, o la primera menstruación, y contarlo con lindos y amables dibujitos. He cruzado los Andes en mula durante seis días, viajé en la Fragata Libertad, participé del penoso periplo brancaleonístico del Mundial USA del 94 con el Negro Fontanarrosa, he hecho el ridículo en lugares muy expuestos, y todo lo contrario, pero por más que le doy vueltas a la memoria, mi pudor me impide rescatar una sola anécdota de esos momentos vividos y pretender que eso sea interesante para los demás. Pero quizás se deba a que soy un narrador limitado. Sirvo más para inventar historias que para narrarlas. Quizás si voy afilando la puntería de contar aquello que, un poco adornado, amerite contarse, me arroje alguna vez a transformarme en el abuelo cuentero, en el centro de mesas y fogones, en el inolvidable padre de El Gran Pez. Podría contar lo más original que me ocurrió en la vida, aquello que estoy seguro no pasó jamás desde el principio de los tiempos, desde el hombre y la mujer de las cavernas hasta hoy, ni volverá a pasar. Me llevará apenas unas pocas líneas: una mañana, en una playa del Atlántico mexicano, uno de esos reductos fumones, encontré una estrella de mar seca en la arena. Apunté al cielo, como quien tira un búmeran, y lo arrojé. Sorprendido, vi el final de su trayectoria. Se clavó entre las dos ramitas más altas de un árbol alto, y quedó ahí, incrustada, enhiesta, como una estrella en un pino de Navidad. Eso es lo que yo llamaría una anécdota. Y un milagro.
Pero ese fue un caso aislado. A la realidad hay que estilizarla. La realidad es petisa. Entonces, ¿qué es lo que hace anécdota a una anécdota?
Pratt
Recién llego a Venecia. Es la parte oscura de la madrugada. En Informes de la Stazione Ferroviaria me indican que para ir al Albergue para la Juventud tengo que cruzar con el vaporetto.
Pero el lanchón, en su parada, se mece solo, sin nadie alrededor. Nadie hace cola, nadie expende boletos, nadie pretende manejar la nave. Es muy temprano, y hace un frío de calarse. Mi pulóver de anchas rayas grises y blancas no alcanza a protegerme del rocío.
Camino y le pego un besazo a la petaca. Cansado y todo, tras un viajecito desde Viena, recibo las primeras impresiones de esas callecitas sin autos. Olores raros, gatos, ventanas cerradas, laberintos donde choco mi pesada mochila con esqueleto de aluminio. Primeros ruidos de Venecia, pisadas de las espaldas que van adelante y doblan y se pierden, agradable fragancia de una panadería. Amanece, como quien dice, clarea, y me siento encima de la mochila, bajo una arcada, en un final de calle que da al agua, y observo el golpetear de ese cacho de mar urbano en la veredita. Soy un fantasma en este paisaje medieval. Las luces cambian, se acerca la hora de la salida del vapor. Voy para allá.
De golpe me topo con una amplitud. La Plaza de San Marcos, esa postal tan conocida de antemano. Allá está el mar verde. Entonces baja una neblina y veo las primeras gaviotas. Qué lejos estoy de casa. Un marinero está leyendo un Corriere. En la portada alcanzo a leer sobre la muerte de Rock Hudson. Un fantasma recorre Europa, lleno de sangre contaminada, justo la primera vez que se me ocurre venir a este continente. Le pego otro chupón a la ginebra.
Veo algunas lanchas en el Canal, entonces enfilo hacia la parada. Cada vez más gente, de la laburante, y ningún turista. Me guardo las ganas de tomar un café humeante y oloroso para cuando llegue a la Giudecca.
Estoy en el batello de la línea ochenta y dos, el vaivén me salpica la cara. Detrás del ruido del motor resuenan los chillidos de algunas aves. Hay palos clavados en el agua y bestias aladas marinas descansan ahí, paradas, atentas. Allá aparece una curva y, tras ella, la Giudecca. Estamos cruzando el Canal: esbozos de sol rebotan en el dorado de algunas iglesias orilleras. El agua está cambiando de verdes. Un anciano italiano con gorra negra mastica un emparedado. Emparedado, ¿cómo vino hasta mí esa tremenda palabra de historieta?
Tengo una nostalgia que no es mía y siento que estoy viajando como quien lleva a otros que han quedado en el terruño y no pueden hacerlo. Quizás sea por la despedida que varios colegas me hicieron en una casa de la avenida Nazca: en sus rostros veía las ganas de emprender la aventura por el Viejo Continente, el sueño argentino de volver al origen.
Pero yo no estoy en mi origen, no tengo sangre tana. Tengo sí la cultura; es increíble lo familiar que siento este idioma y estos ademanes casi árabes.
Desde que crucé la frontera austríaca y sentí el griterío del norte de Italia, me relajé. Atrás quedaron los periplos españoles, franceses, belgas, holandeses, daneses, suecos, alemanes y vieneses que gasté en este mes y medio. Ahora me siento como en el conventillo de Boedo, oyendo el griterío de doña Carmela y don Salvador.
Estacionamos en la Chiessa del Gesuati, atan la soga, y me dan una mano para pasar al muelle. La Giudecca. Miro el mapa y encuentro que el albergue está en esta misma calle costanera. Hacia allá voy. Necesito el cafecito y un colchón. Llego y, oh, está cerrado para los nuevos hasta las once. Es muy temprano aún. Me invitan a volver a la calle y a esperar.
Deambulo por la Giudecca. Es bien distinta a la Venecia que está enfrente. Aquí se vive.
Su nombre indica que en esta isla vivían los judíos. Veo que hay una obra de succión del agua del Canal, cercada con chapas. Por un agujero descubro el barro gris verdoso, denso y no muy profundo; la profundidad exacta en la orilla.
Si vaciaran todo el agua del Canal veríamos este barrial histórico y algunos de sus misterios en su fondo.
La cosa es que el sol ya está acá arriba y tengo hambre. Me compro unos panes enormes, y manteca. Me siento en una grada frente al mar.
Una gaviota huele mi hogaza y se para en uno de esos palos que salen del agua. Unto el pan. Estudio al bicho. Es muy grande y temible. Con ese pico te puede sacar el ojo. No mira hacia el agua. Mira el pan. Grazna de vez en cuando. Varios panes con manteca deglutidos después, le tiro migas. Se queda un buen rato conmigo y luego vuela hacia algo más consistente. Yo también necesitaría un buen pescado para acompañar el pan, maldita gaviota.
Estoy hace un rato aquí, ya son cerca de las once. Me saqué un montón de bolitas de lana del pulóver, me sacudí las migas. Preparo la mochila para ir al albergue. Me estoy por levantar y ahí lo veo. ¿Será él?
Salgo corriendo hasta la puerta donde desapareció su cuerpazo. Me detiene un gigantón con anteojos de sol en la entrada. El lugar se llama Harry’s Dolci, y es un restaurante paquete.
El urso me pregunta quién soy, qué quiero. Es normal: soy un peludo mal trazado, con ropa de mochilero, indigno de entrar en ese reducto. Le grito, para que aquel que entró escuche:
—¡Es Pratt! ¡Hugo Pratt!
Y Hugo emerge, preguntándome:
—Eh, ¿qui sei?
—¡Soy un dibujante argentino, Pratt! ¡Soy dibujante, y estuve con usted en Córdoba, en el setenta y nueve!
Hay dos referentes mundiales de Venecia. Uno es Fellini; el otro está frente a mí.
Llegué hace un rato nomás a esta mítica ciudad, con el recuerdo permanente de todas las historietas de Corto Maltés que leí, imaginándome a Pratt saliendo de esta ciudad tras la guerra, habiendo dibujado L’Asso di Picche, para desembarcar en Buenos Aires y encontrar su madurez y el inicio de su mito en aquel lejano y entrañable Sur que le dio su primera fama y estilo. Si me dicen Venecia, yo digo Pratt. Y ahí está, en mi primera mañana, antes siquiera de alojarme en su piso flotante. Y eso que es grande Venecia. Y tiene miles de recovecos. Gente que aparece y desaparece en sus callejuelas. Ya me doy por hecho. No me lo van a poder creer allá.
Y entonces el Tano me hace un ademán y me hace entrar.
—Pasa. Siempre hay un plato para un dibujante argentino.
Y almuerzo con el gran Hugo.
Libro
El chico está encerrado en una habitación.
No está bajo llave, pero es como si lo estuviera. ¿Qué hizo ese niño? Tiene la cara hinchada. Se aburre el chico. Afuera resuenan los corsos de pueblo. Ni se anima a abrir la ventana, no quiere ver la algarabía ajena. No por el contagio, no. Está en cuarentena. Está sentado en la cama. No hay nada divertido en esa habitación, ni siquiera lápiz y papel. Solo hay una repisa. Arriba de la cama, empotrada.
Estira la mano.
Ese chico fue traído al correntino pueblo de San Roque por su tío. Su tío Antonio había salido un tiempito atrás de la cárcel. Entraba y salía de la celda como quien vive en un hotel. Lo habían estafado y se comió ir adentro por firmar unos cheques. Pero todos lo querían al iluso Antonio, hasta que un día salió. Y al tiempo se metió en otra aventura comercial. Una heladería.
Entonces los padres del chico, llegados de Buenos Aires para pasar las vacaciones en otro pueblo, le cedieron al nene por dos meses para que ayude. Y el chico trabajó en la heladería. Veía hacerse esas cremas frías estiradas por la máquina, dando vueltas hasta lograr la consistencia, hasta que aprendió.
Después lo pusieron a vender también, para lo cual aprendió a llenar los vasitos y los cucuruchos con la terminación prolija. Sin embargo, durante las siestas, caminaba las calles de tierra con su caja de telgopor, gritando «¡helados!» en cada esquina.
Hasta que llegaron los corsos correntinos.
El tío armó puestos callejeros para vender helados de palito. Y serpentinas. Y papel picado. Y espuma. Para adornar la heladería y los caballetes de la calle, compró decenas de globos de tres colores. Y el chico fue el encargado de inflarlos a todos.
Al día siguiente tenía los costados de la cara hinchadísimos. No se quería ni mirar en el espejo. Sus ojos, naturalmente caídos, estaban más abajo aún. Le diagnosticaron paperas. Le dijeron al tío que había que aislarlo. Y encontró una pieza, en el caserón de un paisano árabe.
Allá fue el chico, lejos de la familia que ya había regresado a la Capital Federal, de sus hermanitos, de los helados, especialmente del de dulce de leche, lejos del yacaré atado en el baldío de la heladería, que tiraba dentelladas. De Nibal, el loco del pueblo y su jumper colorado. De jugar con el hijo de la viuda, la novia de su tío.
Y ahora, lejos de la gente que se tiraba agua y tomaba refrescos durante las noches de carnaval.
Su mano estirada advierte una pila de revistas. Las empuja hacia él y las deja caer. De todas formas quedan apiladitas sobre la cama. Es un montón de semanarios El Gráfico, con sus portadas de jugadores de fútbol. Refunfuña el chico: «Justo a mí que me gustan casi todas las revistas, encuentro unas que no me gustan.»
Porque El Gráfico le recuerda que son las únicas revistas que están sobre la mesada de la peluquería de Tomasito. Y él odia que le corten el pelo. Lo obliga su papá, quiere el pelo como lo tienen los soldados. Entonces él odia la peluquería. Y a Tomasito. Y a El Gráfico. Y al fútbol. No puede ni ver esas fotos de equipos y goles. No soporta siquiera las figuritas de jugadores. Así que, bufando, hace a un lado la pila de revistas; las tira al piso.
Mira sus pies, el chico. Mira la puerta. Mira la ventana. Escucha el jolgorio. Se palpa las hinchazones debajo de las orejas. No le duelen, y hasta le parece que se desinflaron un poco. Mira el techo. Mira la repisa. Estira la mano. Un libro. Con las hojas como serruchadas. Voluminoso. La tapa promete.
Una especie de guerrero, un castillo, un fantasma. Abre el libro. Y entonces todo el bullicio, los griteríos con tonada guaraní, las ganas de salir, todo se borra.
Días después lo revisa alguien con guardapolvos y se dan cuenta de que todo era una hinchazón por inflar demasiados globos, y lo liberan. Volverá a Buenos Aires y, ese año, en cuarto grado, se enamorará de una rubiecita que no le dará bola, pero de quien él, por veneración, averiguará cada detalle de su vida, y uno importante: es fanática de Boca.
Entonces él, que por tradición familiar era tibiamente de River, se hace de Boca. Y será fanático. Y fanático del fútbol. Pero antes de que todo esto ocurra lo liberan.
Se lleva su bolsito; y el libro.
La tapa es un dibujo que promete una novela de fantasía heroica, muy atractiva para la edad de ese chico, que no parará de leerlo una y otra vez en esa estancia pueblerina. Y que seguirá leyendo, en distintas ediciones por supuesto, durante cada estirón, y luego sin estirones y luego y luego y luego, hasta hoy.
Ese libro es Hamlet y, aparte de todo, es una historia muy divertida.
Breccia
Esto debe haber sido allá por el ochenta y tres o el ochenta y cuatro. Tengo como una nebulosa. Pero era un viaje, sí, a Córdoba, a uno de sus salones de la «Historieta y el Humor», que se habían vuelto míticos en los setenta, la última etapa de oro del género.
Yo me la pasaba deseando estar presente en uno de esos encuentros, mirando las fotografías de un joven Quino, veteranos Oski, Landrú, Lino Palacio, Ferro, dibujando y firmando catálogos a la gente. En esas fotos que se publicaban en blanco y negro también aparecían las arrogantes plumas de Satiricón, Hortensia y Clarín, el aún piloso Fontanarrosa, los delgados Crist y Trillo, un Altuna con bigotes y el capitán de la muestra, Cognigni. Eran imágenes del Parnaso y recién me asomaría a esas bienales en el setenta y nueve, como oyente.
La cuestión es que a esta Córdoba ya viajé como invitado menor, quizás exponiendo algún dibujo, pero sinceramente te digo, no me acuerdo. Lo que sí recuerdo es que tomé la decisión de bajar luego a Rosario, donde por algún motivo iban algunos dibujantes de puta madre. Y podés creer que no me lo acuerdo, al motivo. Es que se me confunden los viajes. Me acuerdo, sí, por alguna foto cordobesa, que estábamos los jóvenes de la Humor. Pero hasta ahí. Lo de Rosario, no hay caso. De lo único que me acuerdo en Rosario es de la noche en el cuarto de hotel con el Viejo Breccia y el chorizo.
El micro que salió de Córdoba capital paró rutinariamente en Colonia Caroya. Bajamos los dibujantes en pos de productos regionales. Estoy seguro de que mi viejo me pidió un salamín de esos pagos, y fue todo lo que yo compré: un largo y delgado salame de Caroya, envuelto en un papel de almacén. Habiendo cumplido con el souvenir, seguimos el viaje.
La cuestión es que el micro pasó por Rosario y ahí bajamos algunos. Y en un momento el viejo Alberto Breccia se dio cuenta de que yo estaba en banda, se apiadó y me ofreció compartir la habitación que le habían asignado. Yo tenía onda con el maestro, seguramente por mi trabajo durante cinco años como diagramador en la editorial que le republicó todo su material.
Alberto Breccia es el más grande historietista que han dado nuestras tierras. Uruguayo de nacimiento, se crió en Mataderos y laburó de tripero hasta que se puso a dibujar y se conchabó en una revista de éxito en los años cuarenta.
Era, en esa época, un dibujante clásico, influenciado por dos yanquis de moda. Hasta que un día se cruzó con Oesterheld y revolucionó el noveno arte. Su estilo se volvió expresionista y de ahí en más brotaron decenas de seguidores por todos lados. Explotó los límites del dibujo realista y puso toda su habilidad técnica al servicio de la expresión. Rompió el manual de la narración, y empezó a diseñar sus páginas desde el negro hacia el blanco.
Dos genios del dibujo han salido de por aquí: uno es Oski, en lo suyo; y otro es el Viejo. Como persona era entrañable, cabrón como todo tipo honesto, con una voz entre aguda y de fumador, y unas sentencias devastadoras.
La había pasado mal, muy mal, y bien. Conocía su rol como maestro. Su fama era mayor en Europa, acá navegaba con su prestigio. Demás está decir que yo lo admiraba como la puta madre. Te diría que, a pesar de venir de otro palo, el humor, su influencia en mi visión de lo que es el dibujo, el gremio y la expresión, es capital.
Ah, ya sé para qué era lo de Rosario. Le hacían una muestra importante al Viejo. Menos mal que me acordé.
Así que esa noche iba a dormir con el genio. Lo vi enfundarse en su prolijo piyama, doblar cuidadosamente sus pantalones y camisa, mientras yo me despatarraba en mi camita. Hacía mucho calor.
Pero falta lo del chorizo de Caroya. Breccia lo vio sobre la mesa. Transpiraba tanto, el salamín, que el papel ya era grasa. Insostenible. Encima largaba una fragancia entre porcina y anisada. El Viejo no soportaba esa visión, ni esa sudorización olorosa.
—Miguelito, hay que hacer algo con ese salame —me dijo.
—No entra en el bolso, Breccia.
—Hacé algo. Es un espectáculo indecoroso.
Lo envolví en una frazada. Al embutido. Como a un bebé. Y lo puse en un estante donde se apila la ropa.
Alberto masculló algo, se rió, se acostó en su cama de cara a la pared, dio las buenas noches y le apagué la luz.
Yo estuve un largo rato con los ojos abiertos, pensando en si el chorizo aguantaría el calor de la frazada, si estallaría, si su olor sería insoportable, si, incluso, no roncaría. Temía dormirme y soñar que nos atacaba, o peor, que Breccia soñara con ese monstruo, y que moriría en Rosario atacado por un salamín de Colonia Caroya, un final expresionista, y todo por darle albergue a un dibujante desconsiderado.
Dormí poco esa noche.
Democracia
Esa mañana terminaba la Dictadura. Muchos no habíamos tomado todavía el primer café en democracia. Todo parecía nuevo, hasta los pobres. El cielo parecía especialmente programado para la ocasión.
Jorge y yo nos adelantamos hasta la esquina de Avenida de Mayo y Bernardo de Irigoyen. Yo miraba el piso, el macadam ultrajado por las zapatillas y los zapatos de la Nueva Era. Las palomas, como siempre, no entendían nada. Esta era una multitud distinta, esperanzada tras una década de movilizaciones llenas de crispación. Mi hermano medio que se subió al verdoso cerco del subte y sacudió mi vista extemporánea hacia tantos pies.
—¡Ahí vienen! —me gritó.
Aceleramos hacia Plaza de Mayo, la caravana era lenta pero no había que confiarse. Mucha gente estaba esperando. A la altura de la Catedral vimos el descapotable. Le llovían papelitos y ovaciones correligionarias.
Apuramos el paso. Yo iba adelante y miraba a cada rato hacia mi hermano, que me seguía entre la densidad humana, cada metro más densa. A los codazos y tomados de la mano, avanzamos hacia la Casa de Gobierno, donde ya convivían ya los infectos verdes con los recién venidos grises.
Pensar que esta plaza, un año y ocho meses antes, estuvo llena de muchos de los que hoy están de nuevo aquí. En esa ocasión victoreaban una altivez de pacotilla. Pensar que no hace mucho esta plaza se llenó de gente rabiosa que aplaudía una tragedia. Ahora se darían cuenta del último cheque en blanco que habían entregado los imbéciles estafados. Hoy, muchos de ellos volvían a llenar la Plaza. Se persignaban frente a la Catedral, rebillikenizaban el Cabildo, y renovaban su fe en el mastodonte rosado.
La cuestión era que nosotros dos, virginales, el pelo mojado, la mirada límpida, estábamos ahí también, casi en las escalinatas que dan a Rivadavia. Y entonces llega el auto, y los custodios contienen un vacío para que baje el flamante Presidente. Cada uno defiende como puede su posición para ver a Alfonsín de cerca.
Es un diciembre histórico, amerita ser un chusma, llevamos los ojos como cámaras fotográficas. Apretujados, ya nos lleva la marea. ¿Dónde nos metimos?
Alfonsín pasa con su pelo demasiado oscuro, su bigote seguramente perfumado, y todos lo quieren tocar. Él, seguido de su mujer y el vicepresidente, pisan la escalinata. Jorge y yo no tenemos los pies sobre las baldosas. La marea nos está subiendo.
A dos espaldas de nosotros está el flamante presidente, es decir, tres escalones más arriba. Ahí va Alfonsín, hacia su hora más feliz.
Y la veo: y me sorprenderá recordar así a la primera dama. Fijo mi vista en su sombrero, en su aspecto. Es una dama antigua, atrasa cuarenta años. No me sorprenderá tanto Víctor Martínez, su aspecto grisáceo-castrense, que traerá tantas sospechas. Ni, más allá, esperando en la puerta, a un desdibujado representante de los genocidas en retirada, Bignone, que no ve la hora de entregar el bastón.
Es esa señora, cuya imagen guardaré y me servirá, años después, para diseñar a la reaccionaria María Lorenza de «Los Alfonsín», en la revista Humor.
Y vamos, increíblemente nosotros, entrando a la Casa Rosada en la mejor hora, colados sin quererlo, hasta la calma del Patio de las Palmeras, y ahí nos frenan y nos guían hacia la entrada de Balcarce, la de los granaderos, la grande, por donde vemos, como una escenografía teatral, con luces que iluminan a todos los actores, a la gran masa del pueblo, y nosotros, dos de los primeros colados de la Democracia.
Nos miramos, pícaros, y salimos corriendo, saludando a todo el mundo. Dos hermanitos que entraron por el ano del edificio y salieron por la boca de la Historia.
Oesterheld
Tenía en mis manos un hermoso original de Ticonderoga, pero no podía leerlo. Prefería hacerlo con las filminas. Era una por cada página, y las tenía que trabajar con luz abajo. Con esa transparencia previa a la impresión, para mí, era más fácil seguir la lectura. Los originales de Pratt eran para quedarse, cuadro por cuadro, con esas bellísimas aguadas de tinta; páginas enormes. Encima estaban todas recortadas y pegadas con cemento de Villalba, a causa de algún rearmado que había sufrido en el camino. Cuando llegaron a la Editorial Record se mandaron a hacer las películas, reducidas al tamaño de la revista que las iba a publicar, Pif Paf.
Ahí yo la leía, sin interrupciones, y luego me abocaba a limpiar los reverberos, con yilé o cúter o raspín, sobre las emulsiones. Un trabajo de mucha paciencia. O algún retoque: seguir con pluma o rotring la línea del gran Hugo hasta el filete del cuadrito. Y, a veces, enhebrar el título con letraset cuando este espacio llegaba ausente. Ticonderoga. Qué gran historieta. De finales de los años cincuenta. El guion de Oesterheld. Héctor Germán Oesterheld.
Para el verano de 1977, Oesterheld empezó a venir esporádicamente a trabajar a la editorial. Después empezó a venir casi todos los días. La editorial ocupaba un piso entero en la avenida más ancha, divididas las oficinas en dos partes: la más extensa, que daba hacia la calle (donde yo trabajaba); y la parte de atrás, que se usaba como depósito, coordinación gráfica y administración. En medio de ambas la conexión era un pasillo estrecho; allí estaban los baños —de mujer y de varón— y una pequeña kitchenette.
Oesterheld laburaba en la parte de atrás. Su ceremonia era curiosa: redactaba sus guiones rápidamente, como un taquígrafo, con esos signos raros, luego los leía en voz alta a un grabador de cinta, y una secretaria los desgrababa y transcribía a máquina. Una vez que ella tenía una hoja, o dos, el viejo los leía y retocaba.
Todo era muy rápido. Así producía el Oesterheld al que yo, a veces, mudo, me acercaba.
Otoño del setenta y siete. Un mediodía me acerqué a su escritorio con un libro de la colección Salvat, tapa dura, a todo color, hermoso y caro, que había comprado en el Parque Lezica. Un huevo me había costado.
Yo lo veía muy ceniciento y barbudo a Oesterheld, triste, con la voz apagada, muy laborioso, pero como en otra cosa.
En la editorial nadie le daba bola, no se le acercaban. Él entraba por la puerta de atrás, y su recorrido se limitaba al pasillo: el baño y la cafetera. Pero yo iba, lo saludaba, le ofrecía un café, y ese día le mostré el libro: Literatura Dibujada. Se sintió atraído, dejó de trabajar un buen rato y yo aproveché para mirar junto con él las figuritas que recorrían la trama de la historieta. Hablamos de la guerra, de Hora Cero, de sus dibujantes, de lo que yo quería hacer. Lo percibí más animado. Y cuando apuré los trámites para volver a mi tablero, al escuchar el juego de llaves de mi jefe de arte al salir del ascensor, el viejo me pidió prestado el libro.
—Claro —dije.
Y me obsequió una Rhodesia.
Una cosa que me llamaba la atención era el reguero de tierra seca que dejaba en el pasillo. Se desprendían de sus borceguíes sucios.
Un día no vino más. Pasaron las semanas, los meses. Yo lo extrañaba, y extrañaba mi libro. Nunca me lo devolvió. Seguí leyendo todas las maravillas que había escrito; se me ocurrían nuevas preguntas.
Ya más grande supe de su calvario, sus cuatro hijas muertas por la represión, y él mismo, chupado a un centro clandestino de detención. Supe del Oesterheld desaparecido y me enojé con mis compañeros de la editorial por cómo me habían ocultado esa información. La recriminación se fue atenuando, pero la conciencia había nacido para quedarse.
Recién ahí pude dilucidar la ruta de un perseguido, un hombre que cambiaba de rutas. El guionista clandestino que dejaba regueros de barro seco sobre el piso encerado.