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«Skype» — Editorial Orsai N6 T1

Escribe
Hernán Casciari
La anécdota más representativa de cómo un manager filtra la agenda del escritor, y de qué manera la revista Orsai intenta pasar siempre por encima de los intermediarios.

Escribo estas líneas durante la tarde catalana, mientras escucho el tecleo solemne de Chiri en la mañana bonaerense. Los dos tenemos prendido el Skype pero no hablamos, solamente nos escuchamos teclear y teclear. Nunca ponemos la cámara de video, porque no nos importa mucho la cara que tenemos. Pero sí dejamos abierto el audio mientras trabajamos: aprendimos a hacerlo en estos primeros meses de distancia. Él está en Luján en este preciso momento, corrigiendo lo que será la página ciento veintiocho.

Ustedes ya forman parte del futuro de esta tarde, pero nosotros estamos todavía en medio del cierre, y la ciento veintiocho sigue siendo una página por hacer. También la página tres. Él sabe que yo estoy redactando el editorial, pero no se imagina que hablo sobre este instante. Cada media hora nos preguntamos algo, o nos comentamos un párrafo de lo que leemos o escribimos. «Qué revista de la gran puta estamos haciendo!» dice él, por ejemplo, a cuento de nada, solamente porque le gustó mucho un párrafo de los relatos brasileños. Yo a veces le respondo con un gruñido, o a veces ni eso. Estamos contentos de volver a hacer las sobremesas, también gracias al Skype prendido todo el día. Un rato después llegan sus hijos del colegio. Lucio pregunta: «¿Qué es ese ruido?» y Chiri le responde: «Es el Jorge escribiendo». Entonces Lucio me saluda: «Hola gordito gilún», Yo le respondo una guarangada y sigo escribiendo. Después pasa otro rato en silencio y llega mi hija de la escuela, que ya sabe que el audio está siempre prendido. «Hola Juli», le dice a la hija de Chiri. Y la hija de Chiri le responde y se ponen a charlar, y nosotros nos enojamos muchísimo con las dos y les decimos que necesitamos silencio porque somos intelectuales que están haciendo una revista muy culta e internacional, y las dos hijas se van a hablar a otra compu o por teléfono. Y volvemos a teclear o a leer, sin decir más nada. Más tarde entra María y pregunta «¿Hicieron lo que hicieron con la nota de los cosos, se la pusieron a Florencia?» y yo me río mucho porque María está muy cansada y no puede decir correctamente «¿subieron al Dropbox la crónica de Fontanarrosa para que la corrija Florencia?», y entonces durante un rato nos reímos de María hasta que se enoja en serio y nos quedamos otra vez todos callados. Al mediodía de ellos, que son mis seis de la tarde, entra Chichita, que es mi mamá pero también es la suegra de Chiri (porque Chichita se casó con el papá de María), y Chichita dice «¿Ya comieron?» y yo digo «no, mamá, haceme canelones», y siempre a todos les resulta un buen chiste. Nadie entiende que no es un chiste, que mi estómago no se da cuenta de la diferencia de espacio y tiempo y empieza a soltar fluidos. Cuando Chichita se va, Chiri me empieza a decir que debería llamarla más por teléfono, a mi madre, pero lo hace únicamente para desconcentrarme, porque sabe que estoy escribiendo el editorial. Lo mando a callar. Después llega Cristina, mi mujer, y entra a mi estudio saludando, porque sabe que del otro lado están Chiri y María. Pero yo le pongo cara de perro, a Cristina, y por suerte no se queda mucho conversando. A veces sí, pero no es el caso. Ahora estoy a punto de terminar el editorial y voy ganando velocidad, entonces María dice «no puede teclear tan rápido, parece un malambo» y me desconcentra. Justo se me había ocurrido un final inteligente, y ahora se me olvidó. No importa. Lo que quería contar es esto, que está todo bien por acá, que es así más o menos como pasamos la tarde, a doce mil kilómetros, haciendo una revista que nos gusta mucho hacer.

H.C.

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