En efecto, el Chico Cubata y yo pasamos unas semanas hermosas en Barcelona hasta que llega la primera pelea. No puedo contar el motivo porque todavía me da un poco de vergüenza contar toda mi vida. Por ahí, próximamente, cuando entre más en confianza. A ver, imaginemos una situación metafórica. Lo puedo contar como una fábula.
Por ahora quedemos en que es una pelea muy fea, en la que yo tengo razón, pero me comporto de una manera un poco irracional, que hace que él deje de hablarme. A unas semanas de mi llegada, esto puede ser determinante. El domingo siguiente teníamos planeado ir al Tibidabo, pero supongo, y supongo bien, que la excursión pasará al olvido.
Va un cuarto mail, desolador. Lo llamo y no responde. Estancada entre la desgracia y la tristeza desmedidas me entero: van a publicar el texto en Orsai. Y no solo eso, quieren que siga colaborando con otro relato. Es una felicidad extraña. Escribí tanto sobre el amor por el Chico Cubata y, ahora, que será leído por miles de personas, él ni siquiera me habla. La alegría, de a poco, me pone eufórica y me angustia: no se me va a ocurrir un segundo texto. En serio, ¿cómo hago una nueva historia si no tengo material? Fue una chispa, y se apagó. No me va a volver a salir. Como dice la canción de Charly García: «Tengo que volverte a ver». Entonces, trato de pensar una nueva estrategia para encontrarlo.
Todos estos planes, me llevan a dos nuevas preguntas:
- ¿Estoy viviendo para tener excusa de escribirlo? ¿O estoy escribiendo para tener excusa de vivirlo?
- ¿Es momento de dejarlo ir o, ahora que llegué hasta acá, tengo que seguir hasta las últimas consecuencias? ¿En qué instante pasás de ser la dulce enamorada de la comedia romántica a la loca obsesiva de un film oscuro de terror psicológico?
Sea como sea, tengo que vivir y/o escribir otra historia, así que si el Chico Cubata no me contesta, voy a hacer lo que hace una persona coherente con sus ideas en estos casos: raptarlo. Soy como esos inversionistas que perdieron toda su fortuna en una jugada muy arriesgada y en lugar de retirarse dilapidan hasta el último centavo, cuando el sentido común les dice que no lo hagan. O, en términos más mundanos, es algo así como cuando esperás un colectivo a la una y media de la mañana. Estás en la parada, ves pasar un taxi y decís «espero quince minutos». Cuando pasan veinticinco decís «bueno ya esperé suficiente, no voy a tomar un taxi, ya tiene que venir el colectivo». A los cuarenta minutos ya se transforma en un desafío personal, si llegaste hasta acá, no vas a tirar la plata. Puede que el colectivo venga ya, puede que estés ahí toda la noche. Yo soy una persona perseveran-te. Y necesito seguir escribiendo.
Una vez más, el plan está en marcha.
PREPARACIÓN DEL SECUESTRO
El síndrome de Estocolmo, según la Wikipedia, es «una reacción psíquica en la cual la víctima de un secuestro, o persona retenida contra su propia voluntad, desarrolla una relación de complicidad con quien la ha secuestrado». Es decir, si todo sale más o menos bien, la persona raptada puede llegar a enamorarse de su secuestrador. Para llevar a cabo el plan necesito: fuerza, un arma, un lugar deshabitado y recordar su dirección. No tengo ninguna de las cuatro cosas. En especial la última. Estamos en Barcelona, una ciudad en la que me pierdo en la esquina de donde vivo, siem-pre fuimos a su casa en taxi, y yo tengo la mala costumbre de no mirar por la ventanilla. Me acuerdo que cuando era chica, todos los domingos, mi papá nos llevaba de paseo a lugares más o menos alejados. Decía, por ejemplo, hoy vamos a almorzar a Chascomús, que está a doscientos kilómetros de Buenos Aires. En el camino yo iba leyendo y él me decía: mirá por la ventanilla en vez del libro, disfrutá del paisaje. La verdad es que el paisaje de la ruta bonaerense no era muy divertido: llanura verde y una vaquita de vez en cuando. Pero ahora, con el recuerdo de los consejos paternos, me doy cuenta de lo sabio que era mi padre. ¿Qué me diría mi papá para este caso? Trato de imaginarlo. Hasta en la imaginación me da vergüenza contarle que estoy pensando en raptar a un catalán medido y miedoso del que a veces supongo que estoy enamorada. Espero que los muertos no sean como Dios y puedan ver lo que hacemos y pensamos en todo momento. Confiando en que esto no sea así, comienzo a imaginar la charla con mi papá: mi papá no hablaba de ese modo y me entristece un poco no recordar la manera en que lo hacía. Pero estoy segura de que me hubiera dicho esto mismo, aun-que con otras palabras.
No sé cómo desarrollé en el último tiempo la mala costumbre de apelar a la memoria emotiva y terminar en el mismo lugar: la duda. Me tomo una cerveza, una vez más, y me dispongo a tratar de entender sobre esta otra cara del amor, historias donde un exceso de pasión puede llevarte a la locura. Veamos.
VOY A HERVIRTE EL CONEJO
La primera imagen que aparece en mi cabeza es Glenn Close. Atracción fatal.
Dan Gallagher está casado. Un fin de semana que está en la ciudad, mientras su mujer y su hija están en su casa en las afueras, Dan conoce a Alex y se acuesta con ella. El asunto es excitante, Alex le hace una fellatio inolvidable en el ascensor, pero Dan se cansa y qui-ere volver a su vida de casado como si nada. Entonces empiezan los problemas, porque Alex ha sentido una con-exión especial. Y hay que tener cuidado cuando una mujer siente una «conexión especial».
Cuando se estrenó, muchos la analizaron en relación con el castigo que puede traer aparejado una infidelidad, es decir, una lectura moral y aburrida. No tengo idea si ser infiel merece un castigo, tampoco me interesa demasiado. En definitiva, el castigo mayor se lo lleva Alex, que, por su obsesión, termina muerta.
Me quedo tranquila. Hago una lista. Cosas que estoy segura que no haría: cortarme las venas delante de él (y tampoco cuando no está), perseguirlo con un cuchillo, hervirle una mascota, subirme a la montaña rusa con la hija (si la tuviera). Bien, no hay mucho más aquí, pasemos a la siguiente.
QUIERO TU CABEZA EN UNA BANDEJA DE PLATA
Una de las mejores películas de la historia del cine tal vez sea Sunset Boulevard de Billy Wilder (sí, siempre Billy Wilder). Norma Desmond, una diva del cine mudo, vive sola y abandonada en su mansión al cuidado de su mayordomo. Un día llega, por accidente, Joe Gillis, un guionista al que, por tener ideas demasiado originales o demasiado poco originales, le cuesta conseguir trabajo. Sus apuros económicos hacen que Joe acepte el trabajo que Norma le propone: ayudarla en la escritura de la obra que la devolverá a la fama: una adaptación de la historia de Salomé. Pronto se transforman en amantes, pero sucede lo in-evitable: él se enamora de otra. Y ella no puede soportarlo, no puede dejarlo ir.
Empiezo a preocuparme: estas historias de amores obsesivos siempre terminan con algún muerto.
De repente, las sesiones de cine se interrumpen. Le mando un nuevo mensaje. Le cuento del texto de Orsai, se lo mando para que lo lea. Te necesito urgente, no es nada grave, ¿nos vemos hoy a las 21.15 en la salida del metro de Arco del Triunfo? Y me responde ok. Es que no puedo seguir la historia sin él.
Arco del Triunfo, 21.15.
Llego con retraso, 21.26. Le pido disculpas, me dice que no hay problema, que él recién llegó. Tenemos que buscar un cajero porque tiene que sacar plata. Mientras caminamos le pregunto sobre las novedades de su vida, pero no tiene ninguna. Eso dice. Vamos para el Borne a buscar un bar. Le gusta la crónica, le encanta. Quiere ser un protagonista de ficción, siempre fue así, siempre lo supe. Ahora tengo que explicarle por qué era urgente vernos.
Vos vas a pensar que estoy loca, pero no estoy loca. Aunque como sabemos, lo primero que dicen los locos es que no están locos, lo cual me pone en un lugar paradójico. Nos reímos. Yo sé diferenciar la realidad de la ficción. Te
necesito para continuar la historia. No literalmente, ya sabemos que hay muchas mentiras en la primera crónica, o muchas cosas de la realidad que no dije. Que seleccioné un fragmento para darle un sentido. Pero tenía que verte para saber cómo seguimos, hablemos, yo después veo qué escribo.
—Bueno, nunca nadie me utilizó para un experimento literario.
—Ok, el siguiente texto va de amores obsesivos. Yo no soy obsesiva, como bien sabemos.
Nos reímos mucho los dos con mi aclaración. Le pido que sea espontáneo, que no esté pensando en su personaje. Pero eso ya es imposible. Entonces, tendré que aprovecharlo.
—Vos estuviste obsesionado con una chica, me acuerdo que me contaste. ¿Por qué una persona se obsesiona con otra? —Yo creo que es porque siente que es su última oportunidad, que no encontrará otra vez lo mismo, que ahí se juega su última esperanza.
El Chico Cubata, fiel a su estilo, empieza a hablar de cosas científicas, de estadísticas, de cálculos matemáticos. No entiendo lo que dice y él tampoco. Nos estamos divirtiendo. Que la tangente, los porcentajes, un grupo de personas que testea la obsesión, los índices de probabilidades…
Voy al baño. Tengo que hablarle del rapto, del síndrome de Estocolmo, tengo que atreverme.
Vuelvo, con mi minifalda y mis medias caladas que observa haciéndose el que no está mirando. Otra cerveza. Sabe lo que es el síndrome de Estocolmo. Bien.
—¿Y eso es verdadero? ¿Funciona así?
—Está comprobado científicamente. (Cuando le nombrás la ciencia, el Chico Cubata se tranquiliza.)
—Bueno, sería un problema, eso en España es ilegal.
—Ah, vos me lo aclarás porque tal vez en Argentina, allá, en el tercer mundo, secuestrar gente es normal.
—No sé qué tan avanzadas están las leyes allá, con sus selvas y sus tribus.
—El mío es un problema de fuerza. Yo creo que vos me ganás en una lucha.
—¿Tú dices? Pero para eso existen drogas.
—Te puedo poner la droga, acá, en esta cerveza.
—Pero si me desmayo aquí no te sirve de nada, todos lo van a ver.
—¿Y a dónde te rapto, entonces?
—Hay unas estaciones del metro abandonadas. Creo que hay una cerca del Liceu. Son oscuras y hay ratas, eso sí.
—Está bien, pero, ¿cómo te llevo hasta allá? ¿Qué te digo? A ver, hagamos la escena.
Miramos para abajo, respiramos profundo y nos cagamos de risa.
El tiempo se detiene un instante. Imaginemos que la escena de la película queda en pausa y aparece una voz en off. Mi voz en off con la imagen congelada de nosotros dos, riendo, interpretando nuestro papel de nosotros mismos.
¿Hay alguna película que muestre esto? Dos perversos polimorfos que juegan a las películas, aunque ambos pasaron los treinta años. Vos sos Michael Douglas y yo soy Glenn Close. No, mejor, jug-uemos a Misery. Pero ahí el escritor es el secuestrado. Tal vez, termino raptán-dote yo a ti porque no me gusta lo que haces con mi personaje. Yo soy la estrel-la de esta historia. No, acá la única pro-tagonista de la historia soy yo, te pue-do eliminar cuando quiera. Bueno, ya veremos…
Terminamos las cervezas y me acompaña hasta la puerta de casa.