Ya nadie necesita una revista de papel. Hay Internet y hay Youtube; además los libros no se venden y las revistas literarias no son rentables. Pero acá tenés una y está en tus manos. Mirala bien: es un objeto de papel encuadernado, tiene un lomo y pesa un poco más de medio kilo. Te costó quince periódicos del sábado. Ahora el objeto es tuyo. Lo compraste sin saber qué habría dentro. Lo compraste sin necesidad, porque sabías que hay un PDF gratis dando vueltas por la Red. En el fondo, y con la mano en el corazón, no tiene sentido que hayas comprado esta revista. Pero ya que hiciste el esfuerzo, que te sirva para algo: acercá la nariz y pasá el pulgar por sus páginas. Si el aire te devuelve un olor, mezcla de celulosa y de tinta, prestá atención a ese olor. La primera o segunda vez que huelas la revista no vas a sentir nada, ninguna emoción. No te preocupes, dejá que pase un tiempo. En tres, en cinco, en diez años, el aroma será más concentrado y reconocible. Este olor, que ahora no te dice nada, un día te va a hacer acordar la cara del tipo al que se la compraste, lo contentos que estaban los dos cuando llegó el pack y lo que te pasó por la cabeza cuando la tuviste en las manos. Ese olor te recordará este tiempo. Es muy improbable que te hayas topado con la revista en un kiosco, o que la hayas comprado por impulso en un Carrefour, o que hayas sabido de ella por una publicidad. Tu relación con esta revista es íntima. Se imprimieron diez mil ochenta ejemplares en el mundo, y uno era tuyo. El olor te hará acordar de una tarde en la que le diste plata a un desconocido, confiando a ciegas, y que te gustó. Hay una historia entre el objeto y vos. Una historia que ahora conocés al detalle, pero que un día será este olor. Esto no es nuevo ni está pasando por primera vez. Tus abuelos olían sus libros y sus revistas antes de leerlos; era lo primero que hacían cuando un objeto encuadernado llegaba a sus casas. Hace muchos años, cuando no había Internet ni bombardeos de publicidad, cuando no existía el intermediario de la industria del ocio, los objetos de papel se esperaban con ganas. Se esperaban en serio. Y los lectores buscaban el olor, primero que nada, porque en el aroma de las cosas que se desean estará, más tarde, el ADN de una sensación placentera. Ojalá que cuando pase el tiempo y huelas estas páginas —que estarán ajadas y viejas— el olor te recuerde que había una cierta honestidad en el aire, y que se podía soñar con una revista. Que te recuerde una época, muy intensa y rara, en la que diez mil ochenta lectores y veinticuatro autores se comunicaron con alegría. Sin nadie en el medio.
H.C.