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Memorias del subsuelo

Escribe
Paloma Fabrykant
Ilustra
Miguel Rep
En Argentina casi no quedan periodistas que trabajen en condiciones dignas. Paloma narra el lento pero cabal derrumbe del periodismo profesional tal y como lo conocimos. Una mirada desde las napas del entretenimiento y la información local.

Dicen que arriba llueve. La última vez que salí a la superficie había sol, y las murgas ensayaban sus cadenciosos pasos con descarada algarabía. El verano, cuando explota de verde las plazas, puede hacerme perdonar hasta el más infame de los redoblantes. Pero el clima cambia fácil en Buenos Aires, y en siete horas bajo tierra toda esa agitación puede haber desaparecido. Quizás, la próxima vez que suba a tierra, ya no quede nada.

Sé que sueno apocalíptica y soy exagera­da, pero la subterraneidad, en ese caso, no es una metáfora. Trabajo en un subsuelo, en una oficina chiquita, en un escritorio contra una pared donde no alcanzo a estirar las piernas, varios metros debajo de la tierra. Cualquier alegoría con una sepultura viene al caso. Disculpen, es que soy periodista. Fui perio­dista. Pueden dejar flores, trataré de reco­gerlas cuando emerja; se habrán ido con el viento como los ecos de la percusión y los últimos colores de febrero.

Trabajo en uno de los grandes canales de televisión de aire que todavía quedan en pie.

Es una especie de fósil de dinosaurio esperan­do que un arqueólogo venga a desenterrarlo. Aquí las clases sociales están bien distin­guidas: en la nave central están los estudios; conductores y panelistas famosos entran por el doble portón y van directo a sus puestos delante de cámara. En el piso superior está la administración; jefes, gerentes, comerciales y recursos humanos suben la escalera tratando de no toparse con la barbarie laburante. En el subsuelo, en las catacumbas, en oficinas abigarradas y mal iluminadas, trabajamos los empleados de producción, que fichamos con nuestra huella digital y permanecemos bajo tierra siete horas diarias para cobrar nuestro humilde jornal.

Pero mi vida no fue siempre así. Hubo una época en la que habitaba la superficie, incluso me animo a decir: la calle. Una época en la que diarios y revistas de actualidad me man­daban a cubrir acontecimientos humanos, que se reflejaban en papel. Y la gente leía lo que yo escribía. Los domingos, la Viva de Clarín llegaba a cinco millones de hogares, y yo es­cuchaba gente en el colectivo comentando mis notas. Un remise me pasaba a buscar, re­cogíamos al fotógrafo y nos dirigíamos a un lugar, quizás un barrio donde se desarrollaba algún fenómeno social, quizás la casa de un artista. Yo llevaba un grabador a cassettes y pilas, y un cuadernito donde anotaba todo, por las dudas, porque desconfiaba de la tec­nocracia de la cinta, y la birome siempre fue mi herramienta favorita.

Todo eso fue hace veinte o veinticinco años. Hoy, aquí, bajo tierra, en estas minas de carbón, produzco lo que queda de la tele. ¿Acaso alguien de menos de cincuenta años sigue mirando la tele? Aun así, conservamos algunos auspiciantes mayores. Productos que el conductor agarra durante el vivo, pone en primer plano y recomienda. Cuando son ga­lletitas, los panelistas las muerden en cámara, y a veces nos mandan un par de paquetes al control. Los meses que no hay feriados —día de paga doble en televisión, principal compo­nente de nuestro sueldo—, algunos compañe­ros se alimentan solo de eso.

Me vine a la tele porque los diarios y re­vistas estaban muriendo. ¿Agotamos todos los árboles del Amazonas para hacer papel? Muchos. ¿La tele nos mató? Quizás. ¿Y aho­ra las redes y los streamings han matado a la tele? Puede ser. Siento que voy saltando de una tabla a otra en un naufragio que no termina, pero los restos de este transatlántico son cada vez más chicos; apenas entro recos­tada en mi tabla, y mi enamorado, que gana lo mismo que yo pero tiene dos hijos, ya se ha congelado medio cuerpo en las heladas aguas del salario por debajo de la canasta básica.

¿Será que el presidente nos odia? A los asalariados en general, puede ser, pero a los periodistas y trabajadores de los medios, se­guro. Hace poco dijo que el ochenta por cien­to de lo que sale en los diarios es mentira. Me gustaría responderle, aunque sea en mi fuero interno, con algún argumento lógico. Pero no solo no tengo certezas, sino que huelo que algo de razón tiene. Cuestionar la veracidad de los gigantes de los medios fue un yeite que le salió muy lindo a otro presidente a princi­pio de siglo. «Clarín miente» era un latiguillo de batalla, y todos nos burlábamos del mu­ñequito con trompeta y le preguntábamos si estaba nervioso. Quien se hubiera imaginado que el tiro nos iba a salir tan por la culata. Hoy, que la resistencia, los acusados de enso­brados, son Feinmann, Canosa, Longobardi, ya no queda un lugar donde pararse. Si aun­que sea la música de Lali fuera un poquito más escuchable.

Es verdad que mentimos. Todos hemos mentido alguna vez, o hemos sido parciales, o hemos inducido al lector a ver la realidad con nuestros ojos, con nuestra subjetividad, o incluso con la bajada editorial del medio que nos pagaba, miserablemente, las cola­boraciones. No sé si existe o no una verdad absoluta y objetiva, pero de algo sí estoy se­gura: lo que la gente cree que es cierto ya no lo manejamos nosotros. Hoy hay verdades a la carta. Cada uno elige lo que quiere creer y se encolumna detrás de aquel que lo dice con más gracia. Las microsubjetividades de miles de streamers, youtubers, tiktokers va­len tanto como la cosmovisión de los grandes formadores de opinión de antaño. Decenas de figurines de redes, además del cable y los canales digitales, se reparten en microrracio­nes aquella torta con la que hace un cuarto de siglo se daban banquetes los grandes jerarcas de la información. Esa torta cuyas migajas se transmutaban en los sánguches de bondiola que comíamos en una parrilla callejera los periodistas de exteriores cuando terminába­mos, tan orgullosos, una nota.

Todo un aparato gigantesco y nefasto ha caído, y quizás sea bueno. El problema es que ha caído encima de nosotros, y en mi caso personal los escombros me están asfixiando. Mi vida sería de verdad muy distinta con una ventana. No pido escuchar el canto de los pá­jaros, pero extraño hasta el ruido de los autos, los ladridos de los perros, la sensación de que el aire corre. Por algo los empleados del subte cobran un plus por trabajo insalubre. Debajo de la tierra no es lugar para los vivos.

En otra época, en la tele se ganaba bien. Hay gente que todavía dice «¿Trabajás en la tele? Estás forrado». Y da bronca, por­que por cada famoso que está forrado hay cien laburantes que eligen si alquilar o co­mer. Lo único bueno de esta caída salarial estrepitosa es que «la vieja escuela» ya no corre más. Cuando emigré de la gráfica a la tele, además de vender algunos principios un poco demodé sobre el valor de la pala­bra escrita y la comunicación de calidad, también vendí derechos humanos básicos. Cuando la tele pagaba bien, tus jefes podían forrearte a piacere: hacerte trabajar toda la noche, revolearte cosas por la cabeza y, ob­vio, tratar de cogerte. El acoso sexual estaba a la vuelta de cada escritorio, de la mano del moving y el maltrato laboral, justificados por el viejo lema «¿Querés laburar en la tele? Bancátela». A mi primer puesto de produc­tora de TV tuve que renunciar por no ceder a las urgencias amatorias de un ejecutivo que no aceptaba un «no» por respuesta. Hoy, que te pagan dos mangos y te dan menos audiencia que un vivo de Instagram, lo mínimo que pueden hacer es cerrar la bragueta.

Los trabajadores de televisión ganamos menos que los cajeros de supermercado y me­nos que los repositores, la mitad que los camio­neros o choferes de colectivos. Esto viene de largo. Pero 2024 fue un año bisagra. Durante el olvidable período de Alberto, al menos ha­bía paritarias periódicas que iban equiparando la inflación o corriéndola de cerca. Cuando asumió el nuevo Gobierno y la inflación se disparó, se congelaron los sueldos. Durante el primer verano de las Fuerzas del Cielo, ATA —la Asociación de Televisoras Argentinas—, como muchas otras cámaras empresariales, aprovechó el clima de época (el ajuste, el mie­do a los despidos) para plantarse en «paritaria cero» y fingió demencia hasta marzo. Hubo veinticinco por ciento de inflación en diciem­bre, veinte en enero, quince en febrero —o por ahí—, y recién volvimos a hablar de aumentos en otoño. Aumentos sobre la inflación de marzo. El gremio de TV es de los que más caro pagaron el ajuste: perdimos aproximada­mente un cincuenta por ciento de nuestro po­der adquisitivo. En 2023, mi sueldo alcanzaba para comprar mil latas de cerveza, hoy da para quinientas. Por suerte no tomo tanto.

Para reclamar mejoras salariales, los do­centes paran, y las familias no saben qué ha­cer con los chicos; los camioneros protestan, y el comercio de todo el país se paraliza. Los trabajadores de TV no podemos hacer paros de verdad. Nosotros somos esenciales, más que los docentes, más que los transportistas. La información es un derecho inalienable, y la señal no se puede interrumpir. Entonces hacemos paros que no afecten la programa­ción. Paros por franja horaria con aviso a la patronal, que llena los puestos faltantes con personal jerárquico, así el televidente no se entera de nada. Es la medida de fuerza más antimedida y antifuerza que se pueda imagi­nar. Aun así, los más sindicalizados de mis compañeros solían salir al pasillo a tocar el bombo, mientras los contratados más vul­nerables (en distintas tonalidades de gris) se escondían para que no los viera la administra­ción (que los habría limpiado) ni el sindicato (que los habría tratado de carneros). Al final, los delegados arreglaron sus retiros volunta­rios y se fueron. Ya no hay ni bombos.

Hoy me toca armar un informe sobre Wanda Nara. Hay personajes que han sabido mantenerse en el centro de los medios masi­vos, de las microsubjetividades, de las redes, de las miradas intelectuales, incluso. Para ins­pirarme, voy a la oficina de al lado a saludar a Cristian, un productor que —asegura— fue el que le pagó las tetas a Wanda cuando re­cién empezaba, y que cuando ella le preguntó «¿Cuánto me pongo?», él contestó, visiona­rio, «Hasta donde te dé la piel». Cristian tra­bajó conmigo en Policías en acción; ahora, en vez de correr por los pasillos de la villa, corre entre este canal y una productora que está acá cerca, en el distrito audiovisual, don­de algunas exenciones impositivas propician la agrupación de pymes de la industria. De correr no se para nunca: él tiene dos trabajos, como todo el mundo, y vive ajustado. Lo cru­zo en el pasillo destartalado del canal —que no es tan distinto de los de la villa 31—, justo donde antes había una máquina de café que ya sacaron. Ahora nos amuchamos todos en la fila para el dispenser de agua. El agua toda­vía es gratis, y tomamos toda la que podemos. Ahí me encuentro a Diego, otro compañero, que no puede sonreír. Pidió seis meses de li­cencia psiquiátrica. Todos sospechamos que estuvo haciendo otro laburo, todos deseamos que haya sido eso, y que le haya quedado un mango y haya podido comprarles carpetas a los pibes que empiezan las clases. Pero no lo sabemos, porque el clima está para psiquiátrico, y como él presentó un certificado de de­presión severa, por las dudas, no sonríe. Y no desentona. La única que todavía ríe es Ailín, la chica que se abrió un Only Fans y, por esa sonrisa pícara, gana más que acá. Es joven­cita y desprejuiciada, y a nadie le parece mal que haga un ingreso extra. Solo que a veces a los sponsors no les alcanza con su sonrisa, y tiene que sacarse otras fotos. Y ya nadie se conforma con una foto cuando existe el vi­deo. Esos días, su expresión es otra.

Por este corredor destartalado que transito llevando los párrafos sobre Wanda que acabo de escribir, antes pasaban actores, estrellas, grandes despliegues, presupuestos millona­rios, superproducciones de las que no queda ni sombra. Ahora hay que esquivar una gote­ra añeja que sale de un manojo de cables en una parte del cielorraso donde falta un panel —parece la película Brasil— y que cae siem­pre sobre un balde lleno. Se me cruza un gato negro, por suerte no soy supersticiosa, porque acá también viven gatos, y hay carteles que piden que no los alimentemos; pero algo co­men, porque también defecan y orinan, a juz­gar por el olor a amoníaco que invade estos pasillos. Túneles cerrados, con luz de tubo que también me recuerdan a Alien, el octavo pasajero. Hasta que llego al área de sonido, donde un locutor graba los textos que escribí, y el operador de sonido, que es supercinéfilo, se indigna ante mi parangón: «Como vas a comparar esta pocilga con la majestuosa nave Romulus». Tiene razón. Pero, al menos, acá no hay monstruos que te aniden en las entra­ñas y te rompan el corazón. Ponele.

¿Dónde está la plata? Se cayeron las gran­des estructuras y con ellas los intermediarios. Hoy, si una marca quiere apostar a un artis­ta, no necesita pactar una nota en un medio masivo para que muestre la ropa de su nueva colección. Lo contacta por redes y listo. El trapero gana la moneda limpia, y la marca se ahorra los costos asociados. No hizo falta un productor comercial que venda el espacio, un diagramador que arme la página, un fotógra­fo que construya una imagen, un redactor que escriba una nota, un editor que ponga título y bajada, ni todos esos mordedores seriales que nunca supimos bien qué hacían, pero se quedaban con su tajada, incluidos el ros­quero político, el contador de la empresa y el muchacho de atención a proveedores que recibía las facturas y expedía los pagos. La plata va directo de auspiciante a auspiciado, y quizás sea mejor así.

¿Cómo pedirle a la gente que lea diarios o incluso mire programas de TV completos, existiendo las redes? ¿Quién quiere seguir tantas letras en fila o entregar la atención una hora continuada, cuando puede acceder a la estimulación inmediata y permanente de los videos de treinta segundos de TikTok? Yo misma me informo sobre actualidad por Instagram. Y tengo mi propio TOC: comen­tar los errores gramaticales de los principa­les portales. Nunca faltan. Cómo se extraña la legión de correctores vilmente despedidos. Pero la verdadera odisea es diferenciar las no­ticias que tienen algún basamento real de las puras fakes —y, muy pronto, de las creadas con IA—, y los comentarios humanos de los de bots o trolls pagados por uno u otro es­pacio. A veces deseo que sean trolls, porque no puedo creer que la gente común odie tan­to gratis. Pero lo que más me impresiona es la impunidad con que comentan los propios protagonistas de nuestra arena política. Y no solo el presidente y su incontinencia tuitera. Un gobernador aparece leyendo un libro so­bre una joven abusada, y un diputado lo acusa de pedófilo. ¿Si se lee sobre abuso se es pedó­filo? ¿Entonces todos los que leímos El diario de Anna Frank somos nazis? Si este diputado hubiera intentado publicar el escarnio en un diario, algún asesor lo habría detenido. Pero en las redes no hay editores, no hay filtros, no hay, a veces, ni la más básica autocensu­ra. Todo el mundo pone lo primero que se le ocurre y todo es inme­diato, instantáneo y ya pasó. Y quizás sea mejor así.

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