Aprovechamos el sol del invierno para hacer un asado en la terraza. Se asa como mi papá manda: el matambrito sumergido en limón, las carnes ya saladas y dispuestas en una tabla de madera, listas para entrar cada una a su turno. El asado es su especialidad, no admite opiniones, es el único plato que nunca le falla. Hace del proceso un ritual con pasos inalterables que incluyen pasarle la escoba vieja a la parrilla y rasquetear los pegotes con un papel de diario que después usará para prender el fuego: una llama exagerada que amenazará con quemarme los brotes del jazmín de leche que trepa por la reja de casa, una llama que en minutos se consumirá todos los cartones y papeles que apilé durante la semana.
Ahora tiene una gorra con la visera hacia atrás y está parado frente a los fierros calientes esperando que se hagan las brasas. Llena de humo medio barrio. No es un humo rico, es negro, espeso, hasta debe ser tóxico. Unas horas atrás mi papá salió a buscar por el barrio maderas chicas para que agarre el fuego y se trae todas las que encuentra: cajas de verdura, patas de sillas viejas, cajones con chapadur, pedazos de aglomerado. Ya conversamos muchas veces sobre el tema de quemar maderas que vienen con resinas, pero a él no le entran balas: cualquier símil madera sirve para que no se le muera el fuego. Cuando tiene la llama bien alta, le tira el carbón y algunos pedazos de leña y con eso consigue brasas como para cocinar media res, aunque vayamos a tirar en total tres kilos de carne, unos chorizos y alguna morcilla.
Se concentra mientras acomoda cada pedazo de brasa en un lugar preciso, es un trabajo que se toma en serio, casi no habla hasta que dice: «Lo peor es la carne arrebatada». Yo le sirvo el vermut con soda y un chorrito de limón, le acerco una bandeja con queso cortado chiquito, unos salamines, pan, un plato con aceitunas rellenas de morrón y otro con papas fritas de paquete. Sonríe, pero solo me habla para decirme que no nos llenemos con pavadas, si no nadie va a comer la carne, y compró un montón. Después de decir eso, corta un pedazo de pan con la mano y se lo mete en la boca.
Aprovecho para poner música, me voy a buscar el parlante portátil. Mi mamá está en la planta baja de mi casa haciendo ensaladas mientras intercambia recetas con Fede, mi novio. Ellos son los verdaderos expertos en cocina, y cuando se juntan no paran de hablar de técnicas, de electrodomésticos y de trucos gastronómicos. Al lado de ellos, tirada en el piso cerca de la estufa, está la gata. Nada la conmueve más en invierno que echarse a recibir por horas un calor que acumula en el lomo. Nuestras hijas, ya adolescentes, están cada una en su cuarto con sus cosas. Encuentro el parlante portátil y lo prendo a volumen medio para llevarlo a la terraza. Pongo una de José Luis Perales solo porque me gusta ver cómo mi papá sonríe escuchando una canción que se sabe y mueve la cabeza de un costado para el otro. Ese disco de Perales me deja sentada en el asiento de atrás del auto familiar en alguno de los tantos viajes al sur que hacíamos por año cuando yo era chica. «Cómo sopla el viento en las ventanas, cómo llueve hoy…».
Ahora, abombados por el humo espeso que sale de la parrilla, con mi papá cantamos el estribillo cada tanto, mientras él sigue acomodando brasas y ajusta la bisagra de una puerta de chapa que apoyó sobre la mesada. Yo aprovecho para sacar yuyos de las macetas. Ninguno de los dos sabe cómo quedarse quieto, nunca nos sentamos mientras bebemos sin hacer nada. Ni siquiera hoy, con el sol del mediodía cayendo tibio sobre nosotros, ni siquiera hoy, que es domingo y el único plan que tenemos es comer antes de dormir la siesta. En eso somos iguales: buscamos que la vida transcurra en movimiento, mientras tenemos las manos ocupadas. Solo podemos pensar mientras hacemos algo: lavar el auto, hacer huerta, pelar nueces, lo que sea.
Después de regar, separo las macetas llenas de yuyos que tengo en la terraza. Salieron unas plantas de hojas redondeadas y carnosas que crecen al lado del cebollino. Mi papá dice que ese yuyo se come, que le llaman verdolaga, que lo usemos en la ensalada. «No tiene gusto a nada, probala», insiste y me hace acordar a mi abuela cuando decía que algunas comidas que no le salían tan feas «se dejaban comer». Arranco un par de verdolagas, pero me detengo. Lo único que distingue a una maleza de su opuesto es mi deseo de no verlos juntos. No sé si será el disco de Perales, o este sol que me hace sentirme más lejos del invierno o qué, pero hoy no me animo a arrancar nada, me cuesta decidir a qué voy a tratar como yuyo y a qué como planta. Esquivo todas las conversaciones sobre política que mi papá comienza. No porque no comparta su mirada, sino porque me aburre la queja, la repetición permanente de lo que ya dijeron en la tele, en la radio, en las redes. Todos sabemos hasta el hartazgo los temas de la semana, masticamos detalles de los mismos escándalos y repetimos cosas que ya no tienen ningún sentido.
Prefiero aprovechar la previa parrillera y preguntarle por su pasado, el otro tema con el que se entusiasma mi papá. Y su pasado, que copia la curva de inestabilidad de tantos presentes, se reescribe en cada charla. Desde hace ya varios meses, por ejemplo, vuelve una y otra vez a las historias de cuando trabajaba en el banco. «Cuando yo era bancario», me dice, «tenía una calculadora grande y me daban varios indicadores para cruzar y calcular si el cliente tenía la posibilidad de pedir un crédito. Yo analizaba y decidía, a este sí, a este no». Después me cuenta anécdotas de créditos que la gente pedía y lo que costaba que los pagara. Dice que iba con camisa, con zapatos, que le encantaba la pilcha en esa época y siempre estaba bien vestido. Las historias que cuenta se me mezclan porque a veces mi papá aparece en la escena bancaria otorgando créditos, otras veces limpia los vidrios enormes de la sucursal del centro de su pueblo, otras es cajero.
Las fechas nunca me quedan claras, pero sé que eso es culpa de mi falta de atención, son años que no puedo atar a nada, años donde él era joven y yo ni estaba en los planes. Sé que empezó a trabajar a los trece y no paró. Si alguna vez escribiera su currículum, tendría que poner que fue lavacoches, vendedor en tiendas de ropa, encargado en una tienda de lencería, cadete, viajante, criador de conejos, comerciante, repartidor, kiosquero, cabañero, bancario y jubilado. Todo en desorden cronológico. Conocí gran parte de ese derrotero laboral y, en algunos casos, como en el armado del kiosco, estuve muy cerca. Yo no tenía más de once años y ya había aprendido a montar un local. Estaba al tanto del dinero que le habían dado en el banco y en qué íbamos a usar cada uno de esos pesos para poner en funcionamiento un kiosco en el garaje de casa. Me enseñó a apilar las cajas vacías de galletitas y chocolates en las estanterías Morwin creando la ilusión de un local lleno cuando nos dimos cuenta de que el dinero no alcanzaba para comprar suficiente mercadería.
Antes del kiosco había visto cómo se armaban las estructuras de cemento donde encerraban a los conejos del criadero. Los vi nacer, engordar y morir. A muchos los vi aparecer en la olla de mi abuela y no hubo manera de que me los pudiera comer. Después, supe cómo funcionaba una rueca para hacer lana con los pelos de los conejos de Angora.
No tenía ni doce años cuando la hiperinflación hizo estallar el precio del alimento balanceado y tiró el negocio de los conejos por alguna de sus cloacas. Más tarde lo vi llegar a mi papá con cajas enormes llenas de pollitos que dejaba en el living para hacerlos engordar luego en algún campo amigo. Me enseñó todo sobre el oficio del picapedrero, las vetas, los minerales, las calidades, las formas de colocación. Creí que me había aprendido todas sus habilidades y sus mañas laborales, pero no sabía nada del banco. Y, sin embargo, desde hace un tiempo, cuando alguien que no lo conoce le pregunta de qué trabajaba, él responde: fui bancario.
Ahora tiene setenta y siete años y, mientras confirma que la temperatura ya está perfecta para recostar el vacío en la parrilla, lo escucho hablar sobre cómo era trabajar de cajero en la sucursal antes de que existieran las computadoras y sobre la confianza que le tenía el gerente para que fuera él, mi papá, uno de los que cerraban el ejercicio diario del banco. También me cuenta que, cuando llegó a la sucursal la primera computadora, él estaba ahí. La máquina era tan grande que ocupó una oficina entera. Fue una revolución para todo el pueblo, muchos vecinos se quedaron parados en la vereda para ver cómo ingresaban, en partes, el nuevo artefacto. La máquina viajó desde Buenos Aires con un equipo de técnicos que les enseñaron cómo operarla a algunos de los empleados. No lo interrumpo, lo escucho intentando descubrir si inventa o si recuerda.
Hace un tiempo le pregunté a mi mamá por esta fase bancaria de mi papá, esta nueva identidad que emergió hace poco, y ella revoleó los ojos y respondió: «Tres veces lo contrataron del banco y tres veces renunció, ¿lo podés creer?». No hace falta que me cuente que le habría encantado que mi papá fuera, realmente, un bancario o al menos una pareja que no esquivara la estabilidad económica como si se tratara de una enfermedad. Me dice que cada una de las veces que mi papá renunció al banco tuvo que ver con una nueva aventura laboral: una vez se fue porque quería comprar el fondo de comercio de un lavadero de autos, más tarde fue para vender piedras lajas zapalinas en la provincia de Buenos Aires, otra para montar el criadero de conejos en un campo alquilado o, quizás —se le pierden los detalles— fue la vez que quiso trabajar de encargado en un hotel en Bariloche.
De algunos de esos momentos me acuerdo bien. Mi infancia estuvo marcada por esos vaivenes laborales. Nací en General Roca y a los dos meses tuve mi primera mudanza. Fuimos a vivir a Buenos Aires, a una casa enorme en Isidro Casanova que tenía el patio gigante, la pileta chiquita y una perra bóxer que se llamaba Deisy. Conté trece mudanzas, algunas interprovinciales, antes de terminar la primaria, hasta que llegamos por segunda vez a Zapala, armamos el kiosco y nos quedamos cinco años fijos en la misma ciudad. Solo cinco años de sedentarismo. De grande repetí en parte la coreografía nómade y me moví de hogar en hogar hasta dar con esta terraza. Por eso, cuando alguien pregunta, digo que soy zapalina, pero ya no sé si es por mendigar arraigo o porque explicar todo el otro recorrido es trabajoso, además de aburrido. Hay que preparar respuestas sintéticas, fáciles de procesar, no hay manera, ni necesidad, de hacer entrar una vida agitada dentro de una charla casual. Lo más fácil para mí fue definir un punto en el mapa y llamarlo casa.
El disco de Perales se llama Entre el agua y el fuego, fue lanzado en 1982, y siento que lo tengo tatuado. Puedo no escucharlo por una década, pero le doy play y sé que me conozco de memoria el orden de las canciones. Era uno de los cuatro casetes que teníamos en la guantera del auto de mis padres. En la tapa aparece mirando fijo a cámara, está serio y tiene una melena negra sobre un fondo naranja, poco nítido, como un incendio lejano. El disco incluye la canción «¿Y cómo es él?», que escribió para Julio Iglesias, pero que por alguna razón que no conozco después decidió que mejor no, que se la quedaba él y la cantaba para su disco. Menos mal. De chica sentía que Perales era de mi familia, un tío, un primo de los grandes o algo así. A veces aterrizamos nuestro amor donde podemos. Dos años atrás, cuando se corrió el rumor de que había muerto, me desesperé buscando la noticia por todas las plataformas. Por suerte él mismo salió a desmentirlo, «Estoy más vivo que nunca», dijo un José Luis ya pelado desde sus redes sociales. No me acordaba de que lo quería tanto. Perales fue la cortina sonora de la ruta del desierto. Una ruta con autos volcados en la banquina, con carteles de «NO SE DUERMA» cada veinte kilómetros. Siempre las mismas canciones en camino de ida o de vuelta, enredada con las piernas de mi hermana en viajes que duraban semanas o quizás meses. Y no sé cuánto funcionó ese casete, porque en mis recuerdos de aquel tiempo lo escuchamos sin parar durante años. Admiro a las personas que pueden hablar de su infancia con nitidez. A mí las fechas, las rutas, los paisajes se me confunden como si estuviera soñando. Pero de Perales me acuerdo.
Me levanto para buscar los platos, hay que poner la mesa porque al asado le queda poco y en casa la carne se come bien roja. Dispongo las tablas en la mesa rectangular que quedó a la sombra y cuento si hay cuchillos con serrucho para todos. Pienso en mi infancia y hago esfuerzos por recuperar fragmentos de escenas, caras, conversaciones. Ya no sé si invento o si recuerdo. Puedo convivir con los espasmos inconexos del pasado nómade, pero no puedo explicarlos. Digo que soy zapalina. Mi papá dice que es bancario. Y así estamos los dos, en la previa del asado de un domingo más, mientras nos cosemos pedazos de patria personal como si fueran parches sobre la tela vencida. Tratamos sin éxito de esquivar no ser de ningún lado, de ninguna institución, de ningún material específico que nos defina más rápido. Mientras la carne se termina de asar, tarareamos los pedazos de canción ya olvidados, inventamos parte de la letra y sonreímos cada vez que acertamos.