Tienda

PUBLICADA EN

Definir un punto y llamarlo casa

Escribe
Caro Martínez
Ilustra
Miguel Rep
La previa de un asado, un disco que ya giró muchas veces y charlas que se repiten hasta el cansancio. ¿Es esta una acepción posible de la palabra «familia»? Caro Martínez escribe sobre el arraigo y arma un relato que se pregunta, entre otras cosas, por las palabras que elegimos para definirnos.

Aprovechamos el sol del invierno para hacer un asado en la terraza. Se asa como mi papá manda: el matambrito sumergido en limón, las carnes ya saladas y dispuestas en una tabla de madera, listas para entrar cada una a su turno. El asado es su es­pecialidad, no admite opiniones, es el único plato que nunca le falla. Hace del proceso un ritual con pasos inalterables que incluyen pasarle la escoba vieja a la parrilla y rasque­tear los pegotes con un papel de diario que después usará para prender el fuego: una lla­ma exagerada que amenazará con quemarme los brotes del jazmín de leche que trepa por la reja de casa, una llama que en minutos se consumirá todos los cartones y papeles que apilé durante la semana.

Ahora tiene una gorra con la visera hacia atrás y está parado frente a los fierros calien­tes esperando que se hagan las brasas. Llena de humo medio barrio. No es un humo rico, es negro, espeso, hasta debe ser tóxico. Unas horas atrás mi papá salió a buscar por el barrio maderas chicas para que agarre el fuego y se trae todas las que encuentra: cajas de verdura, patas de sillas viejas, cajones con chapadur, pedazos de aglomerado. Ya conversamos mu­chas veces sobre el tema de quemar maderas que vienen con resinas, pero a él no le entran balas: cualquier símil madera sirve para que no se le muera el fuego. Cuando tiene la lla­ma bien alta, le tira el carbón y algunos peda­zos de leña y con eso consigue brasas como para cocinar media res, aunque vayamos a ti­rar en total tres kilos de carne, unos chorizos y alguna morcilla.

Se concentra mientras acomoda cada pe­dazo de brasa en un lugar preciso, es un tra­bajo que se toma en serio, casi no habla hasta que dice: «Lo peor es la carne arrebatada». Yo le sirvo el vermut con soda y un chorri­to de limón, le acerco una bandeja con que­so cortado chiquito, unos salamines, pan, un plato con aceitunas rellenas de morrón y otro con papas fritas de paquete. Sonríe, pero solo me habla para decirme que no nos llenemos con pavadas, si no nadie va a comer la carne, y compró un montón. Después de decir eso, corta un pedazo de pan con la mano y se lo mete en la boca.

Aprovecho para poner música, me voy a buscar el parlante portátil. Mi mamá está en la planta baja de mi casa haciendo ensaladas mientras intercambia recetas con Fede, mi novio. Ellos son los verdaderos expertos en cocina, y cuando se juntan no paran de hablar de técnicas, de electrodomésticos y de trucos gastronómicos. Al lado de ellos, tirada en el piso cerca de la estufa, está la gata. Nada la conmueve más en invierno que echarse a reci­bir por horas un calor que acumula en el lomo. Nuestras hijas, ya adolescentes, están cada una en su cuarto con sus cosas. Encuentro el parlante portátil y lo prendo a volumen medio para llevarlo a la terraza. Pongo una de José Luis Perales solo porque me gusta ver cómo mi papá sonríe escuchando una canción que se sabe y mueve la cabeza de un costado para el otro. Ese disco de Perales me deja sentada en el asiento de atrás del auto familiar en al­guno de los tantos viajes al sur que hacíamos por año cuando yo era chica. «Cómo sopla el viento en las ventanas, cómo llueve hoy…».

Ahora, abombados por el humo espeso que sale de la parrilla, con mi papá cantamos el estribillo cada tanto, mientras él si­gue acomodando brasas y ajusta la bisagra de una puerta de chapa que apoyó sobre la mesada. Yo aprovecho para sacar yuyos de las macetas. Ninguno de los dos sabe cómo quedarse quieto, nunca nos sentamos mien­tras bebemos sin hacer nada. Ni siquiera hoy, con el sol del mediodía cayendo tibio sobre nosotros, ni siquiera hoy, que es domingo y el único plan que tenemos es comer antes de dormir la siesta. En eso somos iguales: bus­camos que la vida transcurra en movimiento, mientras tenemos las manos ocupadas. Solo podemos pensar mientras hacemos algo: la­var el auto, hacer huerta, pelar nueces, lo que sea.

Después de regar, separo las macetas lle­nas de yuyos que tengo en la terraza. Salieron unas plantas de hojas redondeadas y carno­sas que crecen al lado del cebollino. Mi papá dice que ese yuyo se come, que le llaman verdolaga, que lo usemos en la ensalada. «No tiene gusto a nada, probala», insiste y me hace acordar a mi abuela cuando decía que algunas comidas que no le salían tan feas «se dejaban comer». Arranco un par de verdola­gas, pero me detengo. Lo único que distin­gue a una maleza de su opuesto es mi deseo de no verlos juntos. No sé si será el disco de Perales, o este sol que me hace sentirme más lejos del invierno o qué, pero hoy no me ani­mo a arrancar nada, me cuesta decidir a qué voy a tratar como yuyo y a qué como planta. Esquivo todas las conversaciones sobre po­lítica que mi papá comienza. No porque no comparta su mirada, sino porque me aburre la queja, la repetición permanente de lo que ya dijeron en la tele, en la radio, en las redes. Todos sabemos hasta el hartazgo los temas de la semana, masticamos detalles de los mis­mos escándalos y repetimos cosas que ya no tienen ningún sentido.

Prefiero aprovechar la previa parrillera y preguntarle por su pasado, el otro tema con el que se entusiasma mi papá. Y su pasado, que copia la curva de inestabilidad de tantos presentes, se reescribe en cada charla. Desde hace ya varios meses, por ejemplo, vuel­ve una y otra vez a las historias de cuando trabajaba en el banco. «Cuando yo era banca­rio», me dice, «tenía una calculadora grande y me daban varios indicadores para cruzar y calcular si el cliente tenía la posibilidad de pedir un crédito. Yo analizaba y decidía, a este sí, a este no». Después me cuenta anéc­dotas de créditos que la gente pedía y lo que costaba que los pagara. Dice que iba con ca­misa, con zapatos, que le encantaba la pilcha en esa época y siempre estaba bien vestido. Las historias que cuenta se me mezclan por­que a veces mi papá aparece en la escena ban­caria otorgando créditos, otras veces limpia los vidrios enormes de la sucursal del centro de su pueblo, otras es cajero.

Las fechas nunca me quedan claras, pero sé que eso es culpa de mi falta de atención, son años que no puedo atar a nada, años don­de él era joven y yo ni estaba en los planes. Sé que empezó a trabajar a los trece y no paró. Si alguna vez escribiera su currículum, tendría que poner que fue lavacoches, vendedor en tiendas de ropa, encargado en una tienda de lencería, cadete, viajante, criador de conejos, comerciante, repartidor, kiosquero, cabañero, bancario y jubilado. Todo en desorden crono­lógico. Conocí gran parte de ese derrotero la­boral y, en algunos casos, como en el armado del kiosco, estuve muy cerca. Yo no tenía más de once años y ya había aprendido a montar un local. Estaba al tanto del dinero que le ha­bían dado en el banco y en qué íbamos a usar cada uno de esos pesos para poner en funcio­namiento un kiosco en el garaje de casa. Me enseñó a apilar las cajas vacías de galletitas y chocolates en las estanterías Morwin creando la ilusión de un local lleno cuando nos dimos cuenta de que el dinero no alcanzaba para comprar suficiente mercadería.

Antes del kiosco había visto cómo se ar­maban las estructuras de cemento donde en­cerraban a los conejos del criadero. Los vi nacer, engordar y morir. A muchos los vi apa­recer en la olla de mi abuela y no hubo ma­nera de que me los pudiera comer. Después, supe cómo funcionaba una rueca para hacer lana con los pelos de los conejos de Angora.

No tenía ni doce años cuando la hiperinfla­ción hizo estallar el precio del alimento ba­lanceado y tiró el negocio de los conejos por alguna de sus cloacas. Más tarde lo vi llegar a mi papá con cajas enormes llenas de pollitos que dejaba en el living para hacerlos engor­dar luego en algún campo amigo. Me ense­ñó todo sobre el oficio del picapedrero, las vetas, los minerales, las calidades, las formas de colocación. Creí que me había aprendido todas sus habilidades y sus mañas laborales, pero no sabía nada del banco. Y, sin embargo, desde hace un tiempo, cuando alguien que no lo conoce le pregunta de qué trabajaba, él res­ponde: fui bancario.

Ahora tiene setenta y siete años y, mien­tras confirma que la temperatura ya está per­fecta para recostar el vacío en la parrilla, lo escucho hablar sobre cómo era trabajar de cajero en la sucursal antes de que existieran las computadoras y sobre la confianza que le tenía el gerente para que fuera él, mi papá, uno de los que cerraban el ejercicio diario del banco. También me cuenta que, cuando llegó a la sucursal la primera computadora, él esta­ba ahí. La máquina era tan grande que ocupó una oficina entera. Fue una revolución para todo el pueblo, muchos vecinos se quedaron parados en la vereda para ver cómo ingresa­ban, en partes, el nuevo artefacto. La máqui­na viajó desde Buenos Aires con un equipo de técnicos que les enseñaron cómo operarla a algunos de los empleados. No lo interrum­po, lo escucho intentando descubrir si inventa o si recuerda.

Hace un tiempo le pregunté a mi mamá por esta fase bancaria de mi papá, esta nue­va identidad que emergió hace poco, y ella revoleó los ojos y respondió: «Tres veces lo contrataron del banco y tres veces renun­ció, ¿lo podés creer?». No hace falta que me cuente que le habría encantado que mi papá fuera, realmente, un bancario o al menos una pareja que no esquivara la estabilidad econó­mica como si se tratara de una enfermedad. Me dice que cada una de las veces que mi papá renunció al banco tuvo que ver con una nueva aventura laboral: una vez se fue por­que quería comprar el fondo de comercio de un lavadero de autos, más tarde fue para vender piedras lajas zapalinas en la provincia de Buenos Aires, otra para montar el criadero de conejos en un campo alquilado o, quizás —se le pierden los detalles— fue la vez que quiso trabajar de encargado en un hotel en Bariloche.

De algunos de esos momentos me acuer­do bien. Mi infancia estuvo marcada por esos vaivenes laborales. Nací en General Roca y a los dos meses tuve mi primera mudanza. Fuimos a vivir a Buenos Aires, a una casa enorme en Isidro Casanova que tenía el patio gigante, la pileta chiquita y una perra bóxer que se llamaba Deisy. Conté trece mudanzas, algunas interprovinciales, antes de terminar la primaria, hasta que llegamos por segunda vez a Zapala, armamos el kiosco y nos que­damos cinco años fijos en la misma ciudad. Solo cinco años de sedentarismo. De grande repetí en parte la coreografía nómade y me moví de hogar en hogar hasta dar con esta te­rraza. Por eso, cuando alguien pregunta, digo que soy zapalina, pero ya no sé si es por men­digar arraigo o porque explicar todo el otro recorrido es trabajoso, además de aburrido. Hay que preparar respuestas sintéticas, fáci­les de procesar, no hay manera, ni necesidad, de hacer entrar una vida agitada dentro de una charla casual. Lo más fácil para mí fue definir un punto en el mapa y llamarlo casa.

El disco de Perales se llama Entre el agua y el fuego, fue lanzado en 1982, y siento que lo tengo tatuado. Puedo no escu­charlo por una década, pero le doy play y sé que me conozco de memoria el orden de las canciones. Era uno de los cuatro casetes que teníamos en la guantera del auto de mis padres. En la tapa aparece mirando fijo a cá­mara, está serio y tiene una melena negra so­bre un fondo naranja, poco nítido, como un incendio lejano. El disco incluye la canción «¿Y cómo es él?», que escribió para Julio Iglesias, pero que por alguna razón que no conozco después decidió que mejor no, que se la quedaba él y la cantaba para su disco. Menos mal. De chica sentía que Perales era de mi familia, un tío, un primo de los gran­des o algo así. A veces aterrizamos nuestro amor donde podemos. Dos años atrás, cuan­do se corrió el rumor de que había muerto, me desesperé buscando la noticia por todas las plataformas. Por suerte él mismo salió a desmentirlo, «Estoy más vivo que nunca», dijo un José Luis ya pelado desde sus redes sociales. No me acordaba de que lo quería tanto. Perales fue la cortina sonora de la ruta del desierto. Una ruta con autos volca­dos en la banquina, con carteles de «NO SE DUERMA» cada veinte kilómetros. Siempre las mismas canciones en camino de ida o de vuelta, enredada con las piernas de mi hermana en viajes que duraban semanas o quizás meses. Y no sé cuánto funcionó ese casete, porque en mis recuerdos de aquel tiempo lo escuchamos sin parar durante años. Admiro a las personas que pueden ha­blar de su infancia con nitidez. A mí las fe­chas, las rutas, los paisajes se me confunden como si estuviera soñando. Pero de Perales me acuerdo.

Me levanto para buscar los platos, hay que poner la mesa porque al asado le queda poco y en casa la carne se come bien roja. Dispongo las tablas en la mesa rectangular que quedó a la sombra y cuento si hay cu­chillos con serrucho para todos. Pienso en mi infancia y hago esfuerzos por recuperar frag­mentos de escenas, caras, conversaciones. Ya no sé si invento o si recuerdo. Puedo convivir con los espasmos inconexos del pasado nó­made, pero no puedo explicarlos. Digo que soy zapalina. Mi papá dice que es bancario. Y así estamos los dos, en la previa del asado de un domingo más, mientras nos cosemos pe­dazos de patria personal como si fueran par­ches sobre la tela vencida. Tratamos sin éxito de esquivar no ser de ningún lado, de ninguna institución, de ningún material específico que nos defina más rápido. Mientras la carne se termina de asar, tarareamos los pedazos de canción ya olvidados, inventamos parte de la letra y sonreímos cada vez que acertamos.

También te puede interesar

Escribe

A principios de año Hernán Casciari organizó un taller virtual y logró que en pleno enero, con cuarenta grados, muchas personas escribieran sus historias. Aquí, algunas de las más votadas por los talleristas. (En varias, con la voz de sus autores).

Escribe

Una terapia puede ser muy extraña, sobre todo si uno de los protagonistas altera sus métodos. Juan Villoro cuenta una historia en cinco actos en la que analistas y analizados hacen lo que creen que pueden con lo que imaginan que les toca.

Escriben

Carlos Ulanovsky y Hugo Paredero forman parte del Consejo de Redacción de Orsai, y también tienen una columna este año en donde conversan sobre temas de dinosaurios. Hoy, el carnaval.