Capítulo dos
¿Serías capaz de pronunciar cómo se llama?
Digo, si te enfrentaras a él en toda su gloria.
Todavía te faltan unos veintinueve años para lo de la escuelita en Famaillá. Y casi cincuenta para que tengas tu última confesión. Ahora, en el cielo, el halcón da vueltas y más vueltas sin parar. Está decidiendo cuál de todas las gallinas es la que se va a comer. Mirás para arriba. Un rato largo. Y todo es rojo. Por eso te arden hasta los párpados. Hacés toldito con la zurda y a gatas distinguís al halcón que ha empezado a volar como si fuera una flecha. Sabés lo que eso significa. Maldecís entre dientes. Porque el halcón ya eligió. Cuando suba todavía más alto será el momento. Desde bien arriba va a venir en picada. Derechito a la presa que se quiera llevar.
Te retás. Te cagás a pedo a vos mismo por ponerte tan nervioso cuando no tenés que estarlo. Has visto cazar al Papá millares de veces. Lo has seguido sin que se diera cuenta. Juntando los cartuchos servidos. Guardándolos. En un principio para el juego. Después como amuleto. Los has sostenido con el pulgar y el dedo índice. Fascinado. Incluso has sido capaz de darles un besito. Como si fueran un rosario… Sí. Lo has visto al Papá usar la escopeta infinidad. También al Antonito. Y eso que ESO es lo raro. Que el Papá se la de a alguien. Pero ahí estuviste. Siempre. Así que sabés cómo manejar el arma por más que todavía seas un chango.
Tenés solo un instante. No necesitás más. Volvés a mirar a la tierra buscando su figura. ¿Cómo olvidarte de él? Del Viejo que bajó del monte entrando a tu casa. Apuntás p’arriba. Le apuntás. Al anco. A la cabeza. En lugar de a un blanco más seguro como el pecho o la panza. Como para no errarle. Como para partirlo bien al medio. Pero vos lo que querés es asegurarte de que lo vas a hacer cagar. De que no se va a volver a levantar. Y por eso apuntás alto. Y antes de apretar el gatillo… gritás. Gritás un grito que te sale de las tripas. Gritás tanto que te duele mal el cuello. Gritás tan fuerte que las gallinas y hasta el chancho se asustan de vos, primero; y del ruido del disparo, después.
Te sacude la escopeta. El culatazo en el hombro te hace latiguear la columna. Retrocediendo, clavás primero el talón derecho. Cuando volvés a pisar con el pie izquierdo estaqueás tu huella en el suelo bien fuerte. La escopeta, sus dos caños, han quedado izados. Uno de ellos humeante. Buscas al Viejo que bajó del monte. Y lo encontrás revolcándose en el caminito de entrada a tu casa. Ahicito nomás se deja de mover. No así la nube de polvo que levantó su caída. Tampoco su sombrero negro que rueda hasta finalmente detenerse bastante-bastante lejos de él.
Eso sí: al poncho no lo ha largado…
Y, proveniente del norte, un viento de lluvia te choca de frente y de lleno. Pero vos no estás ni para sentirlo ni para gozarlo. Porque tenés que buscar dónde mierda estará metido el puto halcón. Rapidito contás las gallinas. ¡Unadostrescuatro! Están todas. ¿Y entonces? ¿Adónde carajo se fue el bicho? Cuando lo encontrás saliendo detrás de un pencal, su andar, la velocidad de su vuelo rasante, arranca a su paso todas las plantas de tuna. El halcón ha desplegado, potente, sus alas de par en par y también ha estirado hacia delante las patas para llevarse un pollo del patio de la casa del Papá.
¡Ahora es el momento para voltearlo de un cuetazo!
Un disparo… que al final no llegás a hacer.
El halcón de repente ha reculado. Frenó de golpe. Brusco. Torpe. En el aire. Si hasta ha perdido un par de plumas. Emitió sonido. Espantoso. Como quejándose. Y, antes de emprender la retirada, le has visto bien los ojos. Y supiste que en esa mirada había miedo. Mucho miedo. Y que el chucho no es por vos. Pero: “¿a qué le puede tener chucho un halcón?”, te empezás a preguntar. Y en eso, el que también emite sonido es el chancho. Desesperado. Como si ya le hubieran entrado con la cuchilla en el corazón por más que todavía no sea Navidad o víspera de Año Nuevo.
Y el lluvioso viento del norte, mientras se pone a silbar, te hace picar en los ojos y en la cara la tierra de tu tierra. Te refregás por la trucha el brazo que no sostiene la escopeta. Escupís. Dos veces. Parte de lo que te entró en la boca y de lo que se te pegó en los labios. Y ahí, en la huella grande donde siempre se traba el sulky que entra por primera vez, echado y confundiéndose con el suelo ves la cabeza redondita y las orejas redonditas de un león.
Es cierto que el chancho no está tan apartado. Pero parece que el león eligió comerte a vos. Sabiéndose descubierto te muestra los dientes y se te viene encima. Gatillás y el disparo le destroza una de las patas de adelante. Ruge y se revuelca del dolor. Pero igual va a poder seguir avanzando. Temblando abrís la escopeta para volver a cargarla con dos nuevos cartuchos. El león se agazapa y vos le das muerte. Primero acertándole en el cuerpo. Y después, y por las dudas, en un costado de la cabeza.
Ves en la panza baleada sangre y leche. Ves en el patio de la casa del Papá que las huellas de las garras, que su rastro, marcan cinco dedos por pata. No cuatro. Y ahí te avivás, m’hijo, que el león es hembra. A la vez que te entra la duda de si el león no es un león. De si es un bicho de esos que te contó María que andan por el campo de acá y el de más allá. Uno de esos bichos de los que te tenés que alejar sí o sí.
Más o menos das las mismas vueltas que el halcón hasta que te decidís. Con toda tu fuerza, y ahicito nomás de cagarte encima, lo hacés girar al león sobre su lomo. De derecha a izquierda. Y entonces el cuerpo se muestra como lo que es en realidad: un Uturungo. Alguien que se puede convertir en animal de selva; con la ayuda de la magia de un Supay, que le ha dado para hacer maldad la piel del bicho en el que se transforma.
Sobre el cuero del león ha quedado boca arriba una mujer desnuda. Que viva supo ser bien hermosa. Y que ahora fallecida está bastante fulera con el estómago agujereado y solo la mitad de su rostro. Sí. Es una mujer desnuda. Una india. Una india santiagueña a la que reconocés: la Ñusta Zelaya. La mujer del Moncho. Que seguramente se vino hasta lo de ustedes para terminar lo que el marido no pudo. Mataste a la Ñusta… y ahora Zelaya es viudo. Mataste a la Ñusta… y ahora el bebé de ellos ya es huérfano.
Estás pensando en esto cuando una mano se posa sobre tu hombro.
¡Más sustos todavía, carajo!
Esa mano te acogota y casi casi te arranca el anco del cuello cuando te despega del suelo que pisás para golpearte contra una de las paredes de la casa donde te me quedás clavado. Las gallinas, que están cerca de vos, salen cagando otra vez. Sentís esos dedos estrangulándote. Que respirás entrecortado. Que el corazón te galopa salvaje. Sentís eso y el filo de un puñal hincándose apenas debajo de uno de tus ojos. Sentís eso y el aliento a grapa. Y ves y escuchás bien de cerca al Viejo que bajó del monte cuando te refunfuña un:
“Changuito y la concha de tu madre”.
En la cara no le queda lugar para otra arruga.
“Changuito y la concha de tu madre: usted ahora me debe a mí”, te dice.
Y te dan ganas de llorar.
Pero no lo hacés.
Porque sos orgulloso y porque además llorar no ayuda.
El Viejo que bajó del monte se da cuenta y se le escapa, apenas, una sonrisa. No es de burla. Es de satisfacción y respeto.
“Si tanto te gusta disparar… vos te venís conmigo. Ahora.”
Es verdad: te gusta.
Ha sido la primera vez que has usado la escopeta.
Y has quedado entusiasmado.
“Vos te venís conmigo y así de paso vas a aprender un par de cosas.”
Te encogés de hombros.
“¿Cosas como qué?”, querés saber.
¡Ay, m’hijito! ¿Por qué no se me habrá quedado callado?
“¿Cosas como qué?”, insistís.
“Cosas como cuánta sangre sale de un tajo si te cortan el cuello”, te responde calzándose el puñal en el cinto y mirando al Uturungo muerto.
Y mira triste, muy triste, a la mujer de Zelaya.
Y eso a vos te da vergüenza.
El Viejo que bajó del monte le hace en el aire la señal de la cruz a la Ñusta. Muy parecida a la bendición que te echó María cuando partió con el Papá y tus hermanos en la carreta esa mañana. El Viejo que bajó del monte se besa puño y pulgar y, de inmediato, el cuerpo de la mujer del Moncho se prende fuego de pies a cabeza.
De arder a carbón ha sido solo un pestañear. Buitres descienden de a montones para comerse lo que queda de la carne quemada de la india. Ocupados con las sobras, sabés que no le van a hacer nada al chancho. Ni siquiera a las gallinas. Y que el halcón no va a volver ahora que hay bichos más grandes.
El Viejo que bajó del monte se ha calzado sobre un hombro el poncho para ir en busca de su sombrero negro. Vuelve. Mientras, en su andar, lo sacude y limpia del polvo contra una pierna. También dándole un par de golpes con la palma de la mano. Como abofeteándolo. Recién ahí se lo pone.
Te mira.
Te mira mal.
Vos al principio no podés.
Pero bien que le terminás sosteniendo la mirada.
Tragando saliva te animás a preguntarle:
“¿La conocía?”.
El Viejo que bajó del monte asiente con un movimiento de cabeza.
Y agrega:
“Yo soy el que le dio el cuero”.