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«Tu fantasma», capítulo 1

Escribe
Juan Sklar
Ilustra
Miguel Rep
Jano Mark, protagonista de esta historia y, entre nosotros, álter ego de Sklar, está recién separado y se enfrenta al fantasma de su ex. Hay reclamos y un pacto que lo define todo. Una historia a corazón abierto narrada en cinco episodios.

Juntos todo, separados nada

Jueves, once de la mañana. Jano Mark entra a su casa y cierra la puerta detrás de sí. El departamento está tranquilo. Sus hijos, de cuatro y nueve años, no están. Se fueron de vacaciones con la madre y su pareja. Jano vive estos días la energía renova­da de los padres separados. El día es eterno, se puede dormir más y hasta ver amigos.

«La casa está ordenada», piensa. Otro pla­cer de la ausencia de los hijos: la limpieza y el orden duran. «No está como a vos te gusta­ría, pero está bien», piensa. No se sorprende de esa segunda persona del singular. Jano tie­ne conversaciones imaginarias con su ex. Le cuenta cosas de los chicos, de la casa, de su trabajo. A veces discute, a veces le reclama. A veces pierde, a veces gana. Lleva dos años separado. Ya pasó su etapa de excesos y om­nipotencia, y la de dolor y llanto. También la de la bronca y las peleas. Pero sigue hablando con ella.

Abre la heladera y ve los yogures que los chicos no llegaron a comer antes de irse. Otro desafío del padre divorciado. La helade­ra nunca tiene lo que tiene que tener. O falta comida y los chicos se quejan, o sobra y se pudre.

«Les compré yogurcitos, granola, frutas y miel, como les gusta». Detesta los diminuti­vos. Su ex le pegó esa costumbre. Y se imagi­na que ella le responde: «Está muy bien, pero al chiquito no le des miel, por las dudas».

Jano se molesta un poco. Su ex es una mu­jer precavida, para no decir temerosa.

«No jodas, Milva. No le va a pasar nada».

El día transcurre tranquilo. Da clases, tie­ne reuniones y a la noche juega al fútbol con sus amigos. Por momentos, la olvida. Vuelve a su casa, se hace un bife con ensalada, y de postre, uno de los yogures de sus hijos. «No se los comas», dice su ex. «Para que no se pudran», responde Jano y hunde la cuchara.

Va a la cocina y abre un vino. Vuelve al balcón, se sirve y toma. Mira hacia el pulmón de manzana, hacia los árboles que crecen en el jardín del vecino. De a poco, en silencio, la angustia trepa desde el ombligo hasta la gar­ganta. Toma otro trago de vino. No se va a em­borrachar. Necesita sentir el líquido pasar por el esófago y abrir las puertas de las entrañas.

—¿Me servís un vaso a mí?

Jano escucha la voz de Milva. Suave, casi cantada. Cuando mira hacia la silla junto a él, ahí está su ex, dejándose caer.

—Tuve un día horrendo en el hospital. Se me murió un paciente. No sabés.

Jano la mira atento. Su ex está en Brasil, en una playa, con sus hijos. Faltan cinco días para que vuelvan.

—Hola —dice él, todavía algo incrédulo.

—Hola —responde ella, sonriendo.

—¿Qué hacés acá?

Por única respuesta, Milva suaviza la son­risa y se encoge de hombros. Jano la examina. El detalle de su nariz recta, de las pequeñas arrugas cerca de los ojos, del pelo que fue colorado y ahora es castaño oscuro. Un solo detalle delata la fantasía: tiene puesto un ves­tido corto, de verano, que él le regaló y ella cambió sin ponérselo ni una vez.

—Pensé que lo habías devuelto.

—Hoy puedo usarlo. ¿Me servís el vino? —pregunta Milva y le muestra un vaso que hasta hace un segundo no estaba ahí.

—Obvio —dice Jano y se apura a servirle.

Milva toma un trago. Después saca un ci­garrillo, lo prende, pita y larga el humo.

—Ayer estábamos en la cama con los chi­cos. Contábamos cuentos como siempre. Y de pronto Milo dice «¿Por qué se dice “números altos”? Si cuando un número es más grande se pone más ancho, no más alto». No sé, una pavada. Se me ocurrió que te iba a divertir. Yo le dije «No sé, preguntále a tu padre». Viste que a él le gusta hablar estas cosas con vos.

Jano sonríe. Sabe que no es más que la ocurrencia de un niño y que él la encuentra fascinante solo porque es su hijo. Pero no deja de encontrarla fascinante y disfruta de escucharla.

—Y el chiquito se quiso meter y dijo que los números eran altos porque volaban, y des­pués se puso a contar la historia de un nueve que quería ser trece.

Hay algo muy fluido, muy sencillo, en cómo Milva y Jano hablan de sus hijos. Po­drían hablar por horas, sin interrupción, y sin discutir. Milva larga una carcajada corta. Tie­ne una risa aguda, fresca, como de señora que disfruta de pequeñas tonterías. Él la observa. Quizás es su gesto más atractivo.

—¿En qué momento te desenamoraste? —pregunta Jano.

La pregunta la toma a Milva por sorpresa.

—Creo que vos te desenamoraste primero.

—Yo nunca me desenamoré.

—Jano…

—En serio lo digo.

—Bueno, pero a mí el amor no me llega­ba. Llegaba resentimiento, tristeza, cansan­cio. Y algo de desprecio.

—Pero también había amor.

—Un poco diluido…

—Hoy siento solo amor.

—Porque no vivís conmigo. Bueno, siem­pre fuiste un gran amante de la ausencia —dice y pita—. Creo que me desenamoré cuando dejaste de mirarme. Todo era vos, tus problemas, tus libros, tus minas, vos.

—Y vos tenías un amante. Un novio.

—Con el que me puse a salir porque no me prestabas atención.

Le duele escuchar eso. Que hubo otro y que fue su responsabilidad. Sospecha que Milva lo dice para quitarse culpas. Pero no lo discute. Prefiere quedarse con la idea de que, si él hubiera estado presente, ella no se habría enamorado de alguien más.

—¿En algún momento pensaste en volver?

—Muchas veces —responde Milva.

—¿Incluso saliendo con él?

Ella asiente en silencio, con un poco de vergüenza.

—¿Y ahora?

—Ni loca.

—¿Por qué?

—¿Para ser una señora cansada y resenti­da con su pareja?

—Yo quiero volver.

—No, no querés volver. Querés que me separe y coger.

—Quisiera intentarlo.

—¿Seguro? Pensá. Es de noche, vuelvo de la guardia. Trabajaste todo el día, buscaste a los chicos por el colegio, los bañaste, les diste de comer, los dormiste. Escuchás el so­nido de la llave. Te alegrás y vas a recibirme a la puerta. Sonrío, pero solo por un segundo. Me querés dar un beso, solo te doy un pico. Te pregunto si los chicos duermen. Si se ba­ñaron. «¿Qué comieron?». «Fideos». «¿Otra vez fideos?». No contestás. «¿Compraste pal­tas?». Tampoco contestás. «Te pedí que com­praras paltas, ahora ya cerró la verdulería y no hay nada para desayunar». Mi gesto trans­pira decepción y fastidio. El tono de mi voz te irrita. ¿A eso querés volver?

Jano duda, pero responde.

—Sí.

—Y a la noche me buscás para coger y te digo que no, porque estoy cansada, por­que una cirugía salió mal, porque estoy sin dormir. Vos pensás qué nos pasó, si antes cogíamos hasta cuando estábamos mal. Si el sexo era el espacio de encuentro, el lugar donde destruíamos la rutina. ¿A eso querés volver?

Jano sonríe.

—Creo que ya extraño hasta tu maltrato.

—Yo no quiero ser esa. Ni quiero volver al agobio de la familia a tiempo completo. Me gusta así. Media semana madre, media semana novia.

—¿Sos feliz? Con tu novio.

—Estoy tranquila.

—¿No extrañás la familia?

—A veces.

—¿Y a mí?

—Extraño charlar con vos. Pero eso lo puedo hacer sin tenerte de marido.

—¿Y coger?

—A veces, pero no mucho. Sobre todo porque al final no querías coger conmigo, todo era hacer tríos.

—Tríos, pegging, roles, dominación, sumi­sión, látex, cuero, máscaras, cuckold, edging…

—¿Vas a enumerar todas las categorías de YouPorn?

—Yo quería probarlo con vos.

—Yo quería que me miraras.

—¿Por qué no me dijiste nada?

—No sé si lo podía decir. Tampoco sé si lo tenía tan claro. Me sentía insegura, me daba bronca hacer tríos con chicas veinte años más jóvenes que yo.

—Perdón.

—Son mis temas con mi cuerpo. Vos no tenés la culpa. Son tus gustos. Trillados y pa­téticos, pero son tus gustos.

—Podríamos haber sumado chicos, más grandes, más jóvenes, lo que vos quisieras.

—Qué generoso que sos.

—Yo quería envejecer con vos.

Milva se ríe.

—¿Querías pasar los cuarenta conmigo, con los chicos, mirando por la ventana, imagi­nando un departamento de soltero, añorando la libertad? ¿Ibas a dejar pasar la oportunidad de acostarte con cientos de mujeres, chicas, grandes, gordas, flacas, perversas, dulces, fo­rras, aniñadas, mandonas, obedientes, putas, remilgadas? ¿Ibas a renunciar al infinito para estar conmigo?

—Quería las dos cosas.

Milva toma aire. Lo sostiene. Lo larga de a poco, cansada.

—No sé si se puede.

—Yo quería intentarlo.

—Y lo intentamos. No funcionó.

—A veces pienso que en estos dos años cambié mucho, que si ahora saliéramos, las cosas serían diferentes.

Milva estalla de la risa.

—Ojalá con todas tus fantasías hagas un texto y lo lea alguna chica enamorada de vos y diga «este tipo está loco, adiós».

—Diez años, dos hijos, tres embarazos, cinco funerales, India, Cuba, Tailandia, la playa, la montaña. Tres casas, seis libros, tres colegios, dos cirugías. A un polvo cada tres días son mil doscientos polvos.

Milva lo mira fijo. Jano sigue.

—Algo te gustaba.

Milva sonríe.

—Muchas cosas me gustaban.

Estira el brazo y lo toma de la mano.

—El único que me quiso viuda, huérfana y aterrada.

—¿Entonces?

—¿Entonces qué? Queríamos cosas dife­rentes.

—Yo te amaba.

—Y yo te amaba. Pero el amor no alcanza.

Jano le retira la mano a Milva.

—Me encontraste destruida. El Oso había muerto, mi papá no me hablaba. El trabajo no me convencía. Y ahora tengo dos hijos, mi papá no me duele más, soy médica en misiones humanitarias.

—A las que vas con tu novio.

—Es lindo compartir algo así.

—¿Lo amás?

—Ajá.

—¿Sos feliz?

—Estoy tranquila.

—¿Vamos a volver?

—No lo creo. Y no creo que vos lo quieras. Salí con otra persona, buscáte otra historia.

—No quiero otra historia.

Milva piensa si va a decir lo que va a decir.

—Entonces asumí que querés estar solo, que las mujeres para vos son ideas, y tu amor, un hecho literario. Que no querés que nadie llegue y tampoco querés que yo vuelva. Que sos feliz escribiendo de mí, de ellas, imagi­nando una historia sin mácula, una mujer etérea. Tímida pero puta. Sensible pero de­cidida. Joven y con experiencia. Inteligente, pero que te admire. Que te diga que no, pero se quede. Que te escuche, pero no se enros­que. Que te ponga límites, pero te acepte. Que cada tanto se vaya, pero siempre vuelva. Y, sobre todo, que se banque estar a la sombra de la mujer imaginada y perfecta.

Jano escucha cada una de las palabras de Milva, la solidez de ese argumento ensaya­do una y otra vez al calor de la rumiación. Algo toca un botón. Quizás el modo impera­tivo en singular, la última sílaba tónica que transforma a la palabra en un pequeño puñal. «Asumí», piensa. «¿Asumí qué? Asumí vos».

—Andá a la mierda.

—¿Perdón?

—Toda esta pelotudez de que quiero estar solo, de que solo amo a mujeres imaginarias.

—¿No tengo razón?

—Armaste este muñeco de mí, un lisiado emocional, infantil, exigente y autoerótico…,

—No usé esas palabras, pero adhiero.

—… ese personaje que creaste es tu ma­nera de correrte de la escena, de sacarte toda responsabilidad. «Jano es el problema». Está intrínsecamente inhabilitado para el amor. Vos no tuviste nada que ver, vos no te alejaste, no te cerraste. ¿Cuántas veces te pedí hablar? ¿Cuántas veces te pregunté por qué no que­rías coger, por qué habías dejado de besarme, por qué me tenías asco?

—No te tenía asco.

—Y en vez de hablar, de confrontar lo que pasaba, de al menos decir «quiero que esto cambie», te quedaste callada, te buscaste un novio y te sentaste a esperar que yo explotara.

—No seas injusto. Si yo te hubiera dicho que no quería una relación abierta, ¿vos qué habrías hecho? ¿Aceptarlo? ¿Escucharme? ¿Pelear por la pareja? ¿Negociar, al menos? Eran tus términos o nada.

—Me hubiera gustado tener la oportuni­dad.

—De humillarme. Y decirme en la cara que preferís cogerte pendejas a estar conmigo.

Jano traga saliva. Espesa y fría. La mira. Los ojos verdes, color del pantano. La oscu­ridad reptiliana hipnótica que lo atrae y le da ganas de discutir.

—Cuando nos pusimos de novios…

—No empieces con eso, por favor, fue hace diez años.

—Cuando nos pusimos de novios y acor­damos las reglas, dijiste…,

—Qué denso sos.

—… dijiste «juntos todo, separados nada». No lo inventé yo, no te lo impuse. Son tus palabras.

—Serías una persona más feliz si dejaras de romper las bolas con lo que dije y lo que no dije.

—¿Por qué lo dijiste?

Jano espera una respuesta que nunca va a llegar, que Milva no le va a dar, que quizás no tiene. Ella se apoya en el silencio. Está cómo­da y sabe que a él lo desespera. Jano sigue:

—Sabías que no ibas a cumplir. Nunca fue tu intención que vos y yo compartiéramos una vida sexual.

—Me chupa un huevo tu vida sexual.

—Pero te interesaba nuestro amor, al me­nos nuestra pareja. Te pedí dos cosas: com­partir el sexo y tiempo para escribir. Todo lo demás, podíamos vivir como vos quisieras. 

—Quizás quería alguien que opinara, que tuviera ganas de hacer cosas conmigo, y no que me dijera «yo cojo y escribo, el resto me da lo mismo».

—Quería compartir lo que me fascina con la persona que amaba. Que siempre amé, des­de que tengo veintitrés años.

—¿Y no podías renunciar un poquito a tu deseo por esa persona que decías amar tanto?

Jano no responde, Milva sigue.

—¿Podrías dejar de coger un día, decir a veces que no, dejar pasar un cuerpo?

Él llena el vaso y toma un trago.

—Todas mis relaciones se terminaron por esto.

—Atención, atención: comienza la triste historia del pajerito solitario.

—Estoy cansado de empezar historias de amor que sé que van a terminar. Quiero al­guien a quien le guste como soy, no que me tolere. Que le entusiasme mi perversión, no que quiera reformarme.

—Cuando dije «juntos todo», no sabía que «todo» era todo.

—Y yo podía aceptar que no quisieras probar todo, pero no que no hiciéramos nada. Si hubiera sabido que no querías, que tu plan era coger normal una vez por semana, si yo hubiera estado seguro de que nos íbamos a separar…,

—No lo digas.

—… si yo hubiera sabido que lo que me gusta, que lo que soy, te lastima, si hubiera tenido la certeza de que eso a lo que no quiero renunciar te hace mal, te duele y te humilla. Si hubiese sabido que nunca íbamos a poder estar juntos como familia…,

—No lo digas.

—… jamás hubiera tenido hijos con vos.

Ella aprieta los labios de dolor y bronca.

—Sos un forro.

—No me entendiste.

—Claro que te entendí.

Jano le agarra la mano.

—No me toques.

—No me arrepiento de mis hijos.

—Te arrepentís de mí.

—Me arrepiento de haber intentado for­mar una familia con alguien a quien no le gusta cómo soy.

—¿Qué te creés que es el amor? ¿Ir al su­permercado a evaluar el alma de las personas para ver con quién te conviene procrear? Yo me enamoré de vos, no de una lista de rasgos finamente seleccionados.

—¿Para qué mentiste?

—Yo no te mentí.

—¿Para qué dijiste «voy a ser tu Valérie»?

—¿En serio vas a meter a Houellebecq en esto? Sos un idiota.

—Vos dijiste…

—Houellebecq es un escritor, Plataforma es una novela y Valérie es un personaje de ficción que acompaña al pelotudo de su novio a coger con un millón de minas y a meterse cosas en el culo. Yo soy la madre de tus hijos.

—¿Para qué dijiste «voy a ser tu Valérie»?

—La gente enamorada dice estupideces.

—¿Para qué mentiste?

—Quería estar con vos. Quería gustarte.

—No. No, no, no. Mentiste porque te da terror estar sola. Porque preferís esconder lo que sos antes de enfrentar la remota posibili­dad de ser abandonada. Porque tu forma ra­tonil y cobarde de enfrentar los vínculos es decir que sí a la cara y hacer por atrás lo que realmente querés. Porque no me querías a mí, querías «estar con alguien». Te asusta tanto la soledad que metés en tu cama al primero que pasa. Enviudaste y a los seis meses estabas de novia conmigo. Antes del año estabas em­barazada. Te separaste de mí y ya tenías no­vio nuevo. Sos una promiscua muy especial: una puta del amor. Somos todos muñecos que pasamos por tu vida para sosegar el terror. Cuando tu novio está de guardia, dormís con tus hijos en la cama. Les decís que hacen «pi­jamada» y ellos creen que querés abrazarlos, pero lo hacés solo para no tener pánico.

—Vos decís algo de nuestros hijos y yo te rompo la cara.

—No hablo de ellos, hablo de vos.

—Sos un infeliz.

—Al menos digo lo que pienso.

Jano y Milva se miran sin pestañear.

—Pendejo.

—Amarga.

—Inútil.

—Constipada.

—Eyaculador precoz.

—Concha seca.

—Aburrido. Monótono. Repetitivo…

—Falsa.

—Pobre.

—Mala hija, mala madre, mala viuda, mala ex.

—Vividor.

—Exflaca.

Milva hace una pausa.

—Falso poeta, falso escritor, falso intelec­tual.

—Vanidosa.

—Superficial.

—Psiquiátrico.

—Normal.

Milva deja de mirar a Jano y le habla al cielo.

—¿Por qué me duele este pelotudo? ¿Por qué me importa lo que dice? —Después gira hacia Jano con los ojos rebalsados de lágri­mas y furia—. Desaparecé de mi vida, de mi mente, de mis recuerdos. Quiero que me chu­pes un huevo. Vos y lo que pensás de mí, lo que escribís de mí, lo que querés de mí.

Milva frena, lo mira fijo. Detesta la sonri­sa de Jano cuando cree que tiene razón.

—Ojalá te mueras.

—El día que estemos muertos, nuestros cadáveres se van a seguir buscando.

—Eso es el amor para vos: gente que no se puede abandonar, pero se detesta.

—¿No tenés novio vos? ¿No sos feliz? ¿No me superaste ya? ¿No estás «tranquila»?

Milva inspira y larga el aire lento, sin pau­sa entre inhalación y exhalación.

—Yo no soy la que está sentada en su balcón, sola, pensando en mi ex, clavada en Buenos Aires porque no tengo un mango. Yo estoy de vacaciones en un hotel cinco estre­llas, abrazada a mi novio mientras mis hijos duermen en el otro cuarto. No, no estoy abra­zada. Estoy cogiendo, sin forro, hermoso, con

la concha bien mojada, no como con vos, que tenías que chupármela y que yo cerrara los ojos y pensara en otro para después echar­nos un polvo corto y me dejaras de molestar. Estoy cogiendo y estoy besando, con lengua, con ganas. Yo no soy la que pasa un sábado a la noche charlando con el fantasma de su ex, diciéndole lo que no puede decirle en la cara: que no puede pasar de página ni puede encararla para pedirle volver. ¿De qué tenés miedo? ¿De lastimarme? ¿De convencerme y darte cuenta de que no, de que no querés estar conmigo, de someter a tus hijos a dos mudanzas otra vez? ¿De saberte un histéri­co, eternamente insatisfecho, condenado a la soledad y a joderle la vida al mundo entero? No. Tenés miedo de que te rechace. Querés conservar la fantasía de que, si vos quisieras, si vos insistieras, yo volvería. Yo no soy la que revisa GooglePhotos buscando los álbu­mes de nuestros viajes, la que mira una y otra vez nuestras fotos cogiendo y se hace las pa­jas más tristes y decadentes, las pajas con las fotos de lo que no cuidaste ni quisiste.

—¿Sabés que chupás la pija muy mal?

—¿Sabés que a otros se la chupo con ganas?

—Chocás la cabeza contra los dientes. Contra el paladar también. Y no movés la lengua.

—No entiendo cómo tuve hijos con vos.

—Si querés te muestro. Tengo las fotos. Y un par de videos. Tengo todo un álbum de nosotros cogiendo en Bangkok.

Jano y Milva se miran fijo, a los ojos, ma­rrón claro contra verde oscuro. Él no puede evitar sonreír. Hay algo atávico, intuitivo, casi un reflejo, que le impide a Jano mirarla a los ojos durante un tiempo y no dejar salir una sonrisa. Después de unos segundos, ella también sonríe. Se sienten algo tontos. Como niños que se molestan porque no saben jugar.

—Fue un lindo viaje —dice él.

—Fue un lindo viaje. Era lo que mejor hacíamos.

—¿Te acordás del día en que perdimos el avión de Bangkok a Vietnam y te pusiste a llorar? Treinta y cinco años, médica, y llora­bas por un pasaje. Me pareciste tan capricho­sa y aniñada. Y al mismo tiempo me parecías tan hermosa. No sé, me daban ganas de solu­cionarte todos tus problemas.

—Siempre te gustaron mis defectos.

—Todo lo que querés esconder. El dolor por tu padre, el dolor por tu novio muerto, el miedo a la soledad.

—¿Ahora te gusta?

—No odio que uses a los hombres como ansiolíticos contra el terror nocturno. Me jode haber dejado de ser el elegido.

Algo en el aire se disipa. Se aligera y se aclara. Milva vuelve a hablar.

—¿Te puedo decir la verdad? No querés estar conmigo, solo te molesta que esté con otro.

—Puede ser. No lo sé. De verdad no lo sé.

Algo en el gesto de Jano se afloja. Los hombros, la mandíbula, la mirada. Sigue:

—No sé por qué sigo pensando en vos. Todo el día, todo el tiempo. Quiero que vol­vamos, y estar bien. U olvidarte, y estar bien. O que me duelas, pero saber, listo, terminó. Estoy harto de hablar con el fantasma del amor.

Milva lo mira con ternura. Con un cariño casi maternal. Le da la mano.

—Voy a volver.

—¿A dónde?

—Acá. A hablar con vos. Cada noche, to­das las noches. Hasta que sepas si soy solo un fantasma, el eco de un canto muerto, o si soy un llamado, un susurro que te pide que pelees por nuestro amor.

—¿Ahora te vas?

—Pero prometo volver. Cinco noches. Has­ta que la Milva real vuelva de vacaciones. Para que el día en que te traigan a tus hijos, la abraces como amigos y la dejes ir, o le digas al oído que seguís enamorado.

Milva le extiende su mano y dice:

—¿Trato?

Jano se la estrecha y responde:

—Trato.

Cierra los ojos, y cuando los abre, Milva no está.

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