
Apretá el pomo, es carnaval, por Carlos Ulanovsky
Fiesta de tapar y esconder; celebración para liberarse y excederse; verbena de características únicas que se disfraza para asustar y se calza antifaces para transgredir. Fiesta popular y pagana; paradójicamente, porque desde los romanos siempre había quedado pegada a la religiosidad. «Carnaval» proviene de carnem levare, un latinazgo que significaba «dejar a un lado la carne», como recomiendan los usos alimenticios de la Semana Santa, celebración próxima en el calendario. Durante esos días, cuerpos, bailes, ruidos, movimientos y colores no hacen otra cosa que exaltar la carnalidad. Fiesta perseguida en el país desde el siglo dieciocho, nadie se ensañó tanto con ella como los militares de la dictadura. Apoyados en un decreto de 1975 del Gobierno de Isabel Martínez, los dictadores de los setenta, duchos en desapariciones, borraron del mapa los feriados de Carnaval. Murgas y murgueros salieron a la calle para recuperar la fiesta arbitrariamente arrebatada y lo hicieron en tiempos en que hasta hacer sonar un bombo era subversivo. De esa época de resistencia quedaron en la memoria trapos de furtiva aparición como «El carnaval no murió: está preso» o «Aparición con vida del dios Momo». Hasta que, a partir de 2011, los lunes y martes de carnaval volvieron a lucir en rojo en los almanaques. Como ocurre con los ahora cercanos tres y cuatro de marzo de 2025.
Entre los represores y el tal Momo siempre hubo algo personal. Tenían sobrados motivos para mirarse mal. Este dios mitológico —griego, para más datos— fue un fiestero, mientras que la banda uniformada siempre tuvo una mirada reprobatoria hacia saltimbanquis, bombistas y portabanderas. Y ni hablar cuando lo que brillaba no era oro, sino una travesti empapada de sudor, lentejuelas y purpurina. Todavía hoy existen grandes objetores de esta fiesta popular: son los muchos automovilistas, caretas y amargos, que se fastidian porque el festejo en una avenida los obliga a desviarse pocas cuadras. Hace poco llegó a mis manos el libro El carnaval porteño durante el siglo XX, de Facundo Carman, licenciado en Ciencia Política: una antología reveladora de que, durante décadas, corsos callejeros, murgas barriales y bailes en los clubes contribuyeron a mantener vigente el valor contestatario y el clima de jolgorio del carnaval. Y no solo eso: generaron una industria de la que, por años, vivieron orquestas de tango y de jazz, comercios que alquilaban disfraces y fabricantes de lanzaperfumes o de serpentinas, entre cientos de rubros. Pero reconozcamos que aquellos más de treinta años de proscripción no fueron en vano.
Ciertamente, los carnavales no son como los de antes. No serán como el fantástico de Venecia; ni similar al pintoresco de Oruro, en Bolivia. Imposible compararlo con el entrañable de Montevideo ni con el archifamoso de Río o cotejarlos con los clásicos de Málaga y Cádiz; pero si sumáramos los de Corrientes, Gualeguaychú, Lincoln, Arias —en Córdoba—, el de zonas puneñas y el de la Avenida de Mayo, seguro que el nuestro no es un corso a contramano.

Mascaritas de mis pueblos, por Hugo Paredero
Todo lo que ustedes querían saber sobre los carnavales ya lo cuenta Ula en su otra mitad. El origen de la fiesta, su sentido, su dualidad pagana-religiosa, sus desbordes carnales, sensoriales, etílicos… Créanle, porque él es de la era en donde lo que se decía y escribía era siempre verdad. Para mí, «carnaval» significa infancia. La mía tuvo bastante de carrusel porque transcurrió en distintos pueblos bonaerenses y pampeanos hasta los doce. Nos íbamos mudando no porque huyéramos de la justicia, sino porque mi padre era ferroviario. Salían vacantes que él siempre ganaba, y así fue peón, segundo capataz, capataz de segunda, capataz de primera, inspector general, en cinco escalones y cuatro pueblos. Cuatro, porque a Carlos Tejedor, donde nací y viví hasta los dos, volvimos a mis seis, y allí estuvimos otro tiempito. Pongo la lupa en el carnaval de mis siete años en Tejedor porque esa fue la única vez que me disfracé (¿o me disfrazaron?) en mi vida. Mucha plata para el disfraz no había, muchas ideas tampoco, porque mi madre y mi abuela decidieron que me vestirían como el pibe de la etiqueta de «Sidra El Gaitero, famosa en el mundo entero». Entonces una botella vacía de aquella «sidra achampanada» se instaló sobre la mesa para hacer de musa. ¿Qué podía tener el gaitero en sus manos? Una gaita, claro. No la conseguimos. La camisa blanca sí, la de la escuela, ojo con mancharla. Pero ese chaleco y esa campera con colores brillosos, ¿de dónde los íbamos a sacar? Se solucionó poniéndome un chaleco raído de mi abuelo. El sombrero copetudo del original devino en una gorra vasca vieja que me quedaba grande, y los zapatones fueron alpargatas negras comunes, la del pie derecho descosida en el talón. Los pantalones del modelo de la botella eran hasta media pierna y terminaban con volados blancos. «¡Volados blancos nooo!», me defendí. «¿Por qué no, si esa tela la tenemos?». «Porque los volados no son para los varones, mamá, son para las nenas». «Pero ¿a vos te parece que el gaitero es una nena?». Finalmente, los volados no se hicieron, y la faja negra del pibe de la sidra fue suplantada con una faja roja de mi tío comunista que me apretaba demasiado. Así salimos para el corso, todos contentos de mentira. «¿Vieron qué hermosa está la noche? Corre un vientito… Al Huguito le quedó hermoso el disfraz, pero tendría que haber traído la botella». «Nooo, si se nota que es el gaitero». Mi vergüenza era infinita. Imagínense la sideralidad que ella alcanzó cuando llegamos al corso en la plaza y todos mis compañeros de primero superior, ninguno de ellos disfrazado, me vio en esas condiciones. Pegaban risotadas y apretaban el pomo contra mí, me arrojaban papel picado, me enredaban con serpentinas. Ya de grande supe que Momo, el dios de la risa, era para los griegos el dios de la burla y el escarnio. Con el tiempo he madurado: hoy ya uso antifaz.