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Book story

Escribe
Gabriela Wiener
Imaginemos que realmente se acaba el mundo en 2012, y que podemos guardar en una cápsula una docena de libros amados para que el hombre del futuro sepa quiénes fuimos. ¿Qué libros elegiríamos?

La última noche en Barcelona, antes de mudarnos a Madrid, organizamos una fiesta para despedirnos de los grandes amigos. También invitamos a algunas personas. El piso está pelado y nuestras cosas empacadas en maletas. Lo único que queda a la vista son los libros, una pila de libros que no vamos a llevarnos. Hemos decidido realizar una mudanza sencilla, vender todos los muebles, viajar ligeros. Eso incluye abandonar buena parte de nuestra biblioteca, que pasará a manos de personas interesadas. El resto al contenedor. Para parte de mis libros eso equivale a una segunda hecatombe. La primera había ocurrido hace exactamente nueve años, cuando abandonamos Lima y nuestra biblioteca tuvo que ir a parar a casa de mis padres, repartida en cajas que, pensamos, algún día no muy lejano, volveríamos a abrir para devolverle su antigua dignidad. Iban a ser estanterías relucientes, en las que nuestros futuros hijos descubrirían las obras que habían conmovido la juventud de sus padres. Pero eso nunca sucedió, y una biblioteca paralela fue formándose en nuestra ciudad de acogida, y dejando a la otra para siempre en el limbo de la emigración. Nuestra nueva biblioteca se formó con otros volúmenes muy diferentes, casi todos novedades, libros escritos por los grandes amigos que haríamos y hallazgos recientes. Contaba una historia incompleta, como si hubiéramos empezado a vivir mucho más tarde. Y ahora nos proponemos desmontarla para seguir nuestro camino. He logrado catalogar los desechos en 1) libros que nos gustaron, pero que ya hemos leído y sabemos que no volveremos a leer, libros que por más que lo hemos intentado no leeremos jamás, 3) clásicos que se pueden leer gratis en internet o pueden comprarse por dos duros, 4) ejemplares repetidos de libros de mi papá (por lo general cada vez que publica un libro, y esto ocurre varias veces al año, me manda diez ejemplares), y 5) basura.

La fiesta de despedida es un éxito. En esta hoguera de las vanidades, algunos de mis libros se van con los colegas en bolsas del Carrefour y otros tantos tenemos que tirarlos. Sin compasión. Muchos se lo merecen. Pero este nuevo holocausto me deja un amargo sabor de boca, y vuelvo mentalmente, con insistencia, no a estas cajas que acabo de abandonar, sino a las antiguas urnas selladas que atesoraban mi —ahora se me presenta como tierna— educación literaria. Todo esto ocurre a muchos kilómetros de aquí, como cuando a una mujer que fue niña le da por recordar las viejas muñecas que amó e imagina desolada qué fue de sus tristes destinos, sin su cuidado. Inmersa en esta Toy Story libresca —mi Book Story personal— me propongo ir al rescate de mis viejos libros, pero no sé cómo hacerlo lejos de la vulgaridad. ¿Debería hacer cruzar el charco a un par de decenas de obras metidas en sus cajas? ¿Los libros deben viajar en barcos o en e-reader? La hecatombe reproduce la dinámica de los tiempos. Moverse es aprender a dejar atrás parte de uno mismo. ¿Cómo podemos viajar con semejante peso? Cada desplazamiento es un ritual electivo, un baile de opciones, y a la larga aprendemos que es menos probable que todo lo que llevamos con nosotros nos haga falta, que el hecho de que irrumpa la nostalgia por aquello de lo que nos hemos despojado.

La nueva mudanza tiene que ser muy selectiva; que al final acaben en la estantería o en un disco duro es lo de menos, tengo que salvarlos del olvido.

Todo empieza por confeccionar una lista. La lista no de los mejores, sino de los que me hacen temblar con algo parecido al amor y la vergüenza. Una lista definitiva, quizá la que yo dejaría, suponiendo que alguna vez, este año 2012 por ejemplo, se acabara todo y no existiera nada más después; y así un día no muy remoto, cuando volviera a asentarse la vida sobre la Tierra, su contenido fuera un punto de partida para una nueva humanidad. O un cargamento para un viaje interestelar que nos aleje del fin del universo. En suma, como no pienso momificar a mi perro, ni a mi marido para que me acompañen al más allá, confecciono esta lista para mi ajuar funerario, mejor dicho, mi ajuar literario. Aquí va una breve muestra.

En un cargamento tan sentimental como el que pretendo para emprender la travesía, tienen que estar unos cuentos que solo funcionan si los lee en voz alta la voz dulce de una madre que quiere dormir a sus hijas. Y la madre lee este libro no apto para diabéticos, ni para críticos literarios, y solo consigue hacerlas llorar. Pero el llanto acerca al sueño. Corazón, diario de un niño, de Edmundo de Amicis, sería mi contribución a la supervivencia del melodrama. La vida siguió en esa dirección. Inoculada por el virus de la lágrima fácil casi desde la cuna, por las historias de sacrificio y los niños héroes; esta historia me reveló tempranamente que las personas no están hechas solo de carne y hueso, sino también de palabras. Mi predilección por las historias de aprendizaje llegaría a su punto más alto con la lectura de Los ríos profundos de José María Arguedas, donde otro niño héroe, Ernesto, trasunto del verdadero niño Arguedas, descubre las desigualdades en que están basadas las relaciones de poder en el mundo andino, ese mismo que él había aprendido a amar por su cosmovisión mítica, lírica y simbólica.

Un episodio triste de mi biografía que he contado mil veces: yo recitando a César Vallejo de memoria en las actuaciones del colegio, delante de una multitud indiferente que hace escarnio —lo siguió haciendo incluso después del colegio— de mi capacidad para la declamación, esa que conseguí gracias a los años que pasé haciendo fonomímica de temas de María Conchita Alonso ante mis abuelitas. Nada de esto debe pasar a la posteridad. Lo que no debería perderse el futuro es Trilce, el poemario que más lejos ha llegado en su radical experimentación con el lenguaje. Si hay algo que recuerdo con mayor intensidad de mis años en la facultad de Lingüística y Literatura son los días en que aprendimos a «traducir» la extraña pero tan humana lengua de Vallejo. Su odumodneurtse.

A los doce años leí Cien años de soledad tendida en el sofá de casa. Los días pasaban detrás de las persianas, sol y oscuridad y sol, y yo seguía tendida leyendo este triunfo de la imaginación. El primer libro que mi padre me enseñó a amar. Se sabía varias partes de memoria. Pero El segundo sexo de Simone de Beauvoir y Así habló Zaratustra de Nietzsche hicieron que me volviera vieja de golpe. Estaba por llegar mi etapa existencial, la extrañeza que, creo, me acompañará hasta la muerte. No he superado ninguna de las lecturas de esos días. El extranjero de Albert Camus me enseñó a escribir y a saberme otra. Fue la mejor medicina para neutralizar al menos en parte los vicios de mi infancia. Ese arranque en que el hombre desapasionado cuenta el viaje hacia el funeral de su madre debe preservarse por el bien de la civilización. Contra el absurdo y el aburrimiento, sea salvado.

Hay un libro raro, Final de partida, de Beckett, un drama duro y desasosegante lleno de frases que apunté en cuadernos. Es la única obra de teatro que realmente me ha dado ganas de interpretar. De hecho lo hicimos, aunque en la intimidad: yo era Hamm y él era Clot. Me pareció que la pugna entre este amo y su sirviente se parecía mucho a mi idea de una gran pelea amorosa. En esa época yo era muy fan de las peleas de pareja con diálogos prodigiosos.

Madame Bovary fue durante años mi modelo de conducta, la vida de Emma, aunque ficticia, fue mi leitmotiv como mujer que vive en el folletín y que a continuación lee los Diarios de Anaïs Nin y sueña con tener dos maridos y tres amantes. Pero esa mujer no lo consigue, entonces lee Ariel de Sylvia Plath y descubre que la poesía puede ser un arma contra la asfixia de la vida doméstica y el horno a gas.

No puedo dejar este mundo sin una novelita, aparentemente marginal en la obra de su autor, pero que para mí tuvo un lugar central. Las escenas de sexo entre chicas jóvenes y ancianos decrépitos, entre chicas jóvenes y perros rabiosos, de La marquesita de Loria de José Donoso, orientaron mi gusto hacia el porno freak. En esa línea algo perversa, rescato con urgencia Lolita de Nabokov, Trópico de cáncer de Henry Miller y El teatro de Sabbath de Philip Roth.

He dejado uno muy especial para el final: después de leer Los detectives salvajes, de Roberto Bolaño, soñé durante mucho tiempo con reeditar el mito del escritor latinoamericano en Europa que había alimentado algunos de los libros de mi lista, para confirmar poco después que ya nos quedaban muy pocas reservas de romanticismo. Ese libro fue mi guía de Barcelona, la ciudad que estoy dejando atrás, la ciudad en la que he tenido una biblioteca que ahora se llevan otros a jirones. Y ya no queda la menor duda, el fin del mundo está muy cerca. Y el amanecer tiene quinientas páginas.

«La leyenda de los hombres de oro» (Oeste)

Las calles del condado están desiertas. Todos duermen. Los pocos sonámbulos sueltos se guarecen del frío a fuerza de whisky barato en algunos rincones del Barrio Chino. Lou Carrigan, Mortimer Cody, Eirik Jarbel y también Curtis Garland prefieren sus copas en la soledad de sus casas, golpeando sus máquinas de escribir y acumulando hojas en los escritorio.

De a ratos se levantan y hurgan en sus bibliotecas, repletas de libros de viajes y lugares exóticos, cada uno con sus planos y sus mapas. Libros enormes.

La ubicación geográfica era de vital importancia, siempre fui muy obsesivo con eso. Si era una ciudad imaginaria, pues la situaba más o menos en un sitio donde yo manejaba las cercanías de otras ciudades. Si era una ciudad conocida, recreaba esos alrededores tal cual eran. Era un traba jo muy periodístico, tenías que estar muy documentado para escribir tanto.

Curtis Garland mira hacia la ventana y bosteza. Tiene vidrios por pupilas. Termina la última página de una novela del Oeste y empaqueta todo el fajo con papel madera. No hay tiempo para corregir, ya harán lo suyo los correctores de la editorial. Va hacia la cocina y deja el vaso de whisky en el fregadero. Vuelve a su escritorio e introduce una hoja en blanco en su máquina de escribir. Empieza a trazar la sinopsis de su próximo libro, con lista de personajes y posible documentación. Mira hacia la biblioteca y saca el material que necesita. Comienza con el primer capítulo.

Tengo mucha documentación, tanto de guías turísticas como de libros completos de Estados Unidos y de Inglaterra. Prácticamente tengo todo el material que necesito a mano. Lo de internet no lo he cogido. Cuando necesito algún añadido voy a la biblioteca, como he hecho toda mi vida.

Los kioscos de revistas acaban de abrir. Los empleados beben café, tapados con gruesas bufandas. La madrugada sigue oscura, pero los escaparates están plenos de colores. Una al lado de la otra, en perfecto orden, tapas de libros con dibujos de pistoleros, rubias fatales, marcianos y ninjas. Todos con el rótulo Bolsilibros, Editorial Bruguera.

Para evitar que los autores nos pudiéramos poner de acuerdo y exigir mejores condiciones, Bruguera no permitía que nos vinculáramos entre nosotros. Por ejemplo, ellos estuvieron mucho tiempo editando en Brasil y Argentina sin pagarnos nada, y nosotros sin enterarnos de que nuestros libros se publicaban allí. Pero igual nos conocíamos; nos cruzábamos a veces y nos presentábamos con nuestros seudónimos: yo soy tal, y yo tal. Casi siempre, cuando íbamos a cobrar, haciendo la cola en la caja. Nuestros sueldos eran bastante escasos hasta que una ley del Ministerio de Información y Turismo, en 1973, estableció que los escritores debíamos tener el copyright de nuestros libros y también los derechos económicos de las adaptaciones cinematográficas. Ahí empezamos a cobrar mucho mejor.

Comienza a despuntar el alba. Las calles de Barcelona registran los prim eros sonidos. Curtis Garland ya lleva unas quince páginas de su nueva novela, entre bostezos y cabezazos. Desenrosca la última hoja de la jornada y apaga la luz.

Todo lo tomaba como una obligación y como un nuevo desafío. Me ofrecían un género y tenía que adaptarme, no quedaba otra. Ahora haremos novelas de aventuras en África o en la India. ¡Vale! Pues a intentar hacerlas. ¿Vamos a hacer novela deportiva? ¡Pues vale! Nunca dije que no a nada. La novela rosa es lo único que nunca me gustó, escribí un par pero me di cuenta de que no era mi camino, no me veía.

Curtis se pone el pijama y se mete en la cama. Su mujer se incorpora y él se lo impide. «Sigue durmiendo, cariño», le dice. Y la abraza. Comienza a acari ciarle el pelo hasta quedarse dormido.

«Corredores de la muerte» (Terror)

Hacia ambos costados del tren, Borges podría escribir que la ciudad se desgarra más en bombas que en suburbios. Juan Gallardo tiene seis años y viaja abrazado a su abuelo. La máquina avanza lenta, como una oruga de metal, mientras el niño se aturde con los fusiles. Barcelona estalla en guerra civil y su abuelo continúa abrazando a su nieto, que tiembla en sudores fríos al costado de un vagón. Es 1936 y el monstruo empieza a asomar su cabeza.

Nací en Barcelona por casualidad. Mis padres eran una pareja de actores que viajaban por el mundo repre sentando obras de zarzuela y opereta. Y justo venían de Filipinas a Barcelona. Pero mi padre era un ludópata empedernido, así que enseguida se separaron. Yo me quedé con mi madre en Madrid y, a los seis años mi abuelo me llevó a vivir con mi padre un tiempo, cuando trabajaba en el Teatro Tívoli de Barcelona. Nunca olvidaré ese viaje en tren.

El niño recorre las bambalinas del teatro, deslumbrado con las actrices disfrazadas. Recita de memoria, al costado del escenario y al unísono con los actores, en voz muy baja, los textos de La revoltosaLa verbena de la paloma y El conde de Luxemburgo. No imagina un fauno para escaparse de los corredores de la muerte, pero sí dibuja maquetas y construye teatros de cartón, con personajes recortados en papel que representan pequeñas obras escritas por él mismo. Cuando descansa del juego, lee tebeos.

En Barcelona se pasaba hambre. Solo comíamos lentejas. Cuando asume Franco mi madre me viene a buscar y me lleva al pueblo de Benavente. Allí empiezo a dibujar mis propios tebeos y a saciarme con las historias de Salgari, Verne y el policial negro de Chandler y Hammett. Crecí devorando cualquier libro que me caía en las manos y mirando cualquier película que pusieran en el cinematógrafo.

Juan Gallardo va y viene de Barcelona, pero siempre vuelve. Durante toda su vida. En Barcelona nace su hija Mercedes y empieza su carrera de escritor con cuatro novelas al mes para Bruguera. Pero en España la oscuridad es absoluta, hasta en los alimentos: el pan negro, las lentejas. Y las primeras décadas del monstruo son duras. Curtis Garland cobra muy poco por su trabajo a destajo.

Barcelona no ha sido un leitmotiv literario. No porque yo no quisiera, sino porque siempre me pedían que ambientara mis historias en Londres, Nueva York y otras ciudades anglosajonas. O en lugares exóticos. Pero justamente ahora he terminado una novela que transcurre aquí, basándome en mi juventud durante la posguerra, la Barcelona de los cuarenta y cincuenta. Se trata de un policía que comienza con la investigación de un asesino serial en el año cuarenta y nueve, y termina en el noventa y nueve.

Curtis Garland vive con lo justo y debe sumar otras editoriales a su catálogo (Rollán, Toray). Hay años en los que deberá moverse, perseguir su destino y mejorar en Madrid, para volver a Barcelona en los sesenta a entregar a Bruguera unos cinco títulos al mes. El movimiento hippie hace eclosión en la ciudad mediterránea y llegan los setenta. Poco a poco, las condiciones económicas de los escritores mejoran. Curtis Garland se pasa largos veranos en la Costa Brava, con su máquina de escribir a cuestas.

«Ella sabe demasiado» (Policial)

La mujer observa el ensayo muy concentrada. Lleva en brazos a una niña pequeña, que bebe leche de un biberón. Vinieron todos en tren y mañana tomarán un bus para continuar con la gira. Macbeth discute con su Lady. La mujer mira a los actores a los labios, repitiendo las líneas de texto a la perfección.

Con la compañía de teatro de Alejandro Ulloa, en los años cincuenta representábamos obras de Shakespeare y del teatro clásico español. Y recorríamos el país en condiciones muy precarias, como podíamos. Mi mujer y mi hija me acompañaban, pero no era vida para ellas.

La mujer se acomoda el peinado y continúa observando. Ni siquiera la desconcentran los machaques violentos que Curtis Garland le da a su máquina de escribir desde el camarín. Ya está acostumbrada a ese sonido, la acompaña en cada viaje en tren o en bus, es un loop metálico constante en su casa hasta que se queda dormida. Para ella es un sonido, nunca un ruido. Le encanta que con cada golpe su hombre derrame todo un torrente de imaginaciones. La mujer se llama Teresa Asensio Sánchez y sabe demasiado.

Un día se había enfermado una actriz y mi mujer dijo que se animaba a reemplazarla. Al final, descubrí que lo hacía mejor que yo. Le terminaron dando mejores papeles a ella que a mí, y le pagaban más. Era muy guapa, tenía una dicción muy limpia y una memoria increíble. Sabía  obras dificilísimas como HamletCyranoDon Juan Tenorio. Pero no solo el papel de uno o de otro, sino ¡la obra entera! Entonces, si alguien se enfermaba me decían: usted no se preocupe, su mujer lo hará,

Se conocen en Madrid, en una pensión en la que Teresa trabaja de costurera. Juan se pone su mejor ropa, se peina en el espejo y sale de la habitación. Pasa caminando lento, la mira y sonríe. Se miran. Se sonríen. Se hacen caras. Juan se calza el sombrero y se pierde por el pasillo. Teresa lo sigue durante todo el trayecto con los ojos encandilados. Varias tardes después, ella acepta ir al cine. Le encanta el cine, le encanta Tyrone Power haciendo de Jesse James. Juan le dice que lo conoce en persona y ella se ríe, ha escuchado mejores artilugios. Entonces Juan le enseña una foto con Tyrone, los dos abrazados, de su época de periodista de cine. Es la estocada final.

Pasamos los primeros meses del romance yendo a ver películas de Gregory Peck y Alan Ladd. Y también muchas del Oeste, que a Tere le encantaban, a pesar de ser mujer. Y escuchando boleros y corridos mexicanos. Siempre fue una excelente compañera. Ella me corregía las novelas, me decía lo que estaba flojo y lo que podría mejorar. Me orientaba mucho.

Teresa lo toma del brazo y lo aparta del resto de los actores, durante un descanso en los ensayos. Lo mira a los ojos y le suplica que se dedique solo a la literatura, que deje el teatro de una vez por todas. Y lo besa en la boca, un solo beso, suave pero insistente. Ya no quiere ser actriz, prefiere ser parte del proceso de creación de historias junto al amor de su vida. Y le sonríe, pasándole los dedos por las mejillas. Desde ese momento ella estará siempre presente en alguno de los incontables personajes femeninos de Juan. En todas sus novelas siempre habrá algo de Tere. Ella también es Curtis Garland.

«Yo, espía» (Bélico)

Hay una fiebre, siempre tiene que haberla. Una pulsión. Un regodeo casi onanista. La soledad de un soldado de dos mil batallas libradas en todos los frentes: mirando el mar, viajando en un tren o sentado en un escritorio.

Curtis Garland siente el calor de su arma en la yema de los dedos; hace doce horas que está escribiendo y el agotamiento físico y mental le pasan factura. Tere se acerca, pensando en el consejo del soldado que huye. Lo abraza y le dice que descanse un rato, que ya volverá más tarde la inspiración. Curtis se pasa dos días sin escribir, hasta que una mañana se despierta con una trama diabólica en su mente. Y una vez más se presenta a combate.

El soldado nunca descansa. Ni cuando viaja por París, Londres o Münich del brazo de su mujer. Ni cuando se encierra en los cines a ver los clásicos del Star System de los cuarenta. Su cabeza siempre está escribiendo, en tiempos de paz se prepara para los tiempos de guerra. Cualquier paseo puede convertirse en el escenario de una futura novela. Cualquier fotograma de Chicago o de Los Ángeles por el que cruce un detective con la mirada torva puede ser el ambiente perfecto para un nuevo relato. La imaginación expectante, siempre al acecho, de un escritor de tiempo completo.

A veces los personajes tomaban vida propia y lo que tú habías planificado en un principio luego no salía. Te encontrabas con que ellos iban por otro lado. ¡Decidían por mí! Y eso me encantaba, que los personajes dominaran la situación. Esto era muy interesante porque te dabas cuenta de que no todo estaba en tu mente ni tenía por qué estar perfectamente calculado.

El soldado Juan Gallardo entrega por única vez su nombre real para someterlo a una paráfrasis anglosajona. Será Johnny Garland, exclusivamente, para los lectores de sus novelas de género bélico.

«Verano de fuego» (Erótica)

La dama que se desnuda de golpe. El destape colorido, violento y liberador. Los gritos ensordecedores. Los excesos y el mito de las ciudades canallas. Y «una máquina de escribir descansando de madrugada en la mesa del comedor, una máquina de escribir todavía caliente, que duerme un rato como un animal cansado», según el prólogo de Javier Pérez Andújar al libro Yo, Curtis Garland, la autobiografía del eterno camaleón.

Llega la apertura democrática y se acaba la censura, pero mi manera de escribir no cambia demasiado. Había algunas cosas puntuales, como por ejemplo en lugar de decir bastardo decías directamente hijo de puta. Pero mi estilo siguió siendo el mismo. Aunque la novedad era la novela erótica, se veía que no iba a durar y así fue, pasó muy rápido. Escribí algunas porque estaban muy bien pagadas.

La apertura democrática española trae consigo nuevas formas de entretenimiento que, poco a poco, van desplazando a los libros de bolsillo. La quiebra de Bruguera es el punto definitivo, y Juan Gallardo debe guardar durante un tiempo su disfraz de Curtis Garland para salir a ganarse la vida como vendedor puerta a puerta.

Fue duro. Vivimos una ruptura total en todos los sentidos: trabajo, costumbres, modo de vivir. Bruguera me pagaba bien, podía viajar por el extranjero y hacer otras cosas que luego se cortaron de raíz. Uno piensa que eso va a durar siempre, pero no es así. Y de un día para otro te quedas en la calle.

Pero el mito está. Su vida ya no será la misma, nunca más. Es momento de cosechar algunos frutos. Y pronto comienzan las reediciones, los pequeños contratos para otras editoriales, las colaboraciones, los homenajes. Y Curtis Garland, que nunca muere.

«Mar de naves perdidas» (Aventura)

No se ven, pero ahí están. Alguno siempre hay. Cuando uno menos los espera, aparecen. Entre el polvo y el abarrotamiento del Rastro de La Latina de Madrid o de la feria Els Encants de Barcelona. O en las librerías de viejo de la calle Corrientes de Buenos Aires. En todos esos sitios puede estar escondida alguna aventura pensada por Curtis Garland. Se han encontrado tesoros semejantes en librerías de Nueva York y hasta en supermercados de Los Ángeles.

Hace poco me hicieron una entrevista para un periódico del Estado de Washington. Resulta ser que allí tengo muchos lectores entre los hispanos que trabajan en la agricultura y el ganado. Y en el auge de los libros de bolsillo pues ¿qué puedo decir? Los leía todo el mundo, había mucho público para esta literatura.

Un joven camina por el Mercat de Sant Antoni, en Barcelona. Es domingo, día de libros. No pasea. No es un nostálgico. Es más bien un curioso que está pensando una paranoia pulp mezclando los géneros clásicos de la literatura popular. Se llama Robert Juan-Cantavella y su novela Asesino Cósmico (Mondadori) es un homenaje publicado en 2011 a otra del mismo título que Curtis Garland publicara en 1973. Pero hoy no encuentra nada, así que marca un teléfono.

—Hola, Juan, ¿Cómo estás? Soy Robert.

—Hola Robert, qué tal.

—¿Podrás, al final, escribir un episodio para mi libro?

—¡Sí, claro! Encantado. ¿Qué estamos? ¿A junio? Pues lo tendré recién en septiembre, porque antes debo entregar una biografía y una novela.

«Bienvenido a Ciberland» (Ciencia Ficción)

Una sala a oscuras. Solo se ve el metódico titilar de una luz roja. Llega un hombre, se sienta en una silla y pulsa un botón. Ruido a máquina iniciándose. Un monitor que se va encendiendo gradualmente hasta dejar la pantalla en azul. El hombre se toma su tiempo para mover el mouse hasta dar con el ícono que simula una hoja de papel. Pulsa dos veces y se abre una plantilla de texto.

Adquirí el ordenador hace muy poco, justo después de la muerte de mi esposa. Cuando ella se pone enferma, yo había dejado de escribir porque tenía que cuidarla. No iba a ninguna editorial ni nada. Y un antiguo compañero mío me conectó con una editorial argentina que estaba interesada en que colaborara con ellos. Y me dijo que los dos o tres primeros trabajos se los podía entregar a máquina, que no había problema, que ellos lo arreglaban, pero que poco a poco me enseñarían a manejar el ordenador.

La primera novela de Curtis Garland es, literalmente, de su puño y letra. La escribe íntegramente a mano y envía los fajos por correo a su padrastro, quien desde Benavente se la copia a máquina para que pueda presentarla a Bruguera. Pero pronto aprende mecanografía y se compra su máquina de escribir.

Me las arreglé enseguida, me adapté muy fácil. Y es mucho más cómodo. Sobre todo porque el ordenador tiene la facilidad de que en las pulsaciones no te esfuerzas. En una máquina de escribir, aunque sea portátil, es más duro. El cansancio físico se nota más. Y más con el volumen de cosas que escribíamos por entonces. Ahora, cuando me encargan algo, antes digo: ¡Oye, un mes! Menos, no. Ya no tengo ni veinte ni treinta años.

El hábito continúa por la noche, como siempre, hasta las dos o tres de la mañana. Se levanta temprano y sale a caminar, visita a su hija, se mete en algún bar a leer el periódico. Y vuelve. Camina solitario por el pasillo de su casa y observa los estantes de su biblioteca.

Al principio escribía para no pensar. Estaba solo en mi casa, con todos los recuerdos de Tere ahí. Fue muy duro cuando murió. Por eso, cuando escribía y tenía mi mente puesta solo en eso no estaba para otras cosas. Fue una especie de terapia, pero aún sigo sin asimilarlo.

Pasa los dedos por el lomo de algunos de los ejemplares de sus novelas, la mayoría amarillentos. Si tuviera al menos un libro de cada uno de los que publicó tendría que idear un buen sistema de estanterías; uno junto al otro ocuparían más de veinte metros de literatura. Pero no los tiene, y su piso tampoco tiene tantos metros cuadrados. Además, los espacios sobrantes entre novelas y enciclopedias están destinados a portarretratos.

Desde un rincón, a la entrada de su escritorio, una mujer con los ojos almendrados lo mira con una sonrisa cómplice. Juan le devuelve la gentileza y se sienta a escribir.

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