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Carbón animal

Escribe
Ana Paula Maia
Este cuento de Ana Paula Maia es la historia de dos bomberos que odian cortar fierros en accidentes, hasta que ocurre algo. Cada dos párrafos, te quedás con la boca abierta.

Al final, lo que queda son los dientes. Porque van a servir para identificarte. El mejor consejo es que cada quien cuide sus dientes más que su dignidad, porque la dignidad no dirá quién sos, o mejor dicho, quien fuiste. La profesión, el dinero, los documentos, la memoria y los amores no sirven tampoco de mucho. Si tu cuerpo está carbonizado, solamente los dientes van a contar tu historia. Los que no tienen dientes no llegan ni a miserables. Se convierten en cenizas y en carbón. Nada más.

Ernesto Wesley arriesga su vida a cada rato. Se lanza contra el fuego, a través del humo negro y denso, traga saliva con gusto a tizne y conoce, por el modo en que crepitan las llamas, de qué material están hechos los muebles de cada habitación.

Se acostumbró a los gritos desesperados, a la sangre y a la muerte. Cuando empezó a trabajar descubrió que en la profesión hay una especie de locura: salvar a los otros sin que importe nada. Sus actos de valentía no hacen que se juzgue a sí mismo como un héroe. Cuando cae la noche todavía siente los magullones. Y si al día siguiente se levanta y va otra vez al trabajo, es porque intenta preservar esperanzas de vida en alguna parte.

Sus fracasos son más numerosos que sus éxitos, claro. Comprendió que el fuego es traicionero, que aparece en silencio, que se arrastra por toda la superficie, que borra sus huellas y deja cenizas. Todo lo que construye una persona en su vida, todo lo que ostenta, puede ser devorado por una llama voraz. Todos estamos al alcance del fuego.

A Ernesto Wesley no le gusta socorrer accidentes automovilísticos. No le gustan los hierros retorcidos, y mucho menos tener que serrar metales. La motosierra lo atormenta. Mientras separa los fierros, el temblor del cuerpo le hace perder la sensibilidad de los movimientos. Se siente rígido y automático. Un error puede ser fatal. Si alguien se equivoca en esta profesión se convierte en maldito. Pero hay que arriesgar, le pagan para eso. Y sirve solamente para eso. Fue entrenado para salvar, y cuando falla, la culpa hace que su prestigio se arrastre.

Lo único que le gusta es hacerle frente al fuego. Desviarse de las llamas y esquivar los focos más violentos cuando se encuentra con abundante oxígeno. Arrastrarse por el suelo que cruje bajo su vientre, sentir el calor a través del uniforme, la caída de un cielorraso, el colapso de un piso encima de otro, el cableado colgando de las paredes agrietadas. El crepitar de las llamas que cronometran su tiempo de resistencia, el momento de la muerte próxima y, por último, cargar en su espalda un peso mayor que el suyo y rescatar a alguien que nunca olvidará su rostro oscurecido por el humo.

Ernesto Wesley es el mejor en su oficio, pero poca gente lo sabe.

Sonríe en el espejo del baño y luego se pasa el hilo. Limpia cuidadosamente todos los espacios dentales y finaliza la limpieza con un enjuague bucal con sabor a menta. Sus dientes están limpios. Pocas obturaciones. Tiene una muela enchapada en oro. Mandó fundir el anillo de bodas de su madre muerta y lo usó para cubrir el diente. Lo hizo para ser identificado si muere trabajando o en otras circunstancias. Tener un diente de oro es su característica, y esto hará que sea más fácil el reconocimiento.

—¿Cómo está Oliveira? – pregunta el hombre contra el mingitorio.

—Dijeron que bien —responde Ernesto Wesley— pero tuvieron que amputarle la mano.

—Mierda…

El hombre termina de orinar y se acerca al lavabo para enjabonarse. Mira sus manos y suspira. El agua sale en un chorro de color beige.

—Esta tubería no anda nunca —dice el hombre.

—No es la tubería. Hay poca agua.

—El agua de acá es inmunda.

—Los caños son viejos. Todo es viejo.

—Me hace sentir viejo a mí. ¿Alguien encontró la dentadura de Guimarães?

—La busqué entre los escombros, pero nada.

—¿Y cómo identificaron el cuerpo, entonces?

—Una marca de nacimiento en el pie. El pie quedó intacto, justo para que lo podamos identificar.

—Si no es por los dientes, solamente queda el azar.

—Tuvo suerte, Guimarães. Todavía hay seis cuerpos destruidos, sin identificar. Y hay otro desaparecido.

—Sí, lo sé. Pereira.

—A ver si lo encontramos, cuando la pericia los libere.

—Pereira tenía dientes chiquitos y puntiagudos.

—Eran horribles, estaban cariados.

Los dos hombres se miran en el espejo y oyen, durante unos segundos, el zumbido inquietante del fluorescente, a punto de fundirse.

—Esos dientes feos ahora van a salvarlo —comenta Ernesto Wesley.

—Ajá. Yo mismo encontraría a Pereira si viera esos dientecitos.

—Dientes de tiburón.

La puerta del baño se abre y entra un hombre bajo, de mirada inquisidora. Lleva un portapapeles en las manos.

—Hay un llamado que atender.

Ernesto Wesley termina de usar el mingitorio y se cierra la bragueta.

—Dos autos empotrados en un camión. Hay gente entre los fierros.

—Federico es bueno con la motosierra.

—Está de franco. Quedan ustedes dos.

—¿Víctimas?

—Seis.

—¿Borrachos?

—Dos.

—Me siento como un recolector de basura —murmura Ernesto Wesley, que se había quedado en silencio hasta entonces.

—Somos un poco eso —dice el hombre.

Los dos siguen al tercero y van al camión. El incidente ha ocurrido a cinco kilómetros, en una autopista.

—Qué ganas de fumar —dice Ernesto Wesley.

—Yo también. No sé cómo podés tener los dientes tan blancos.

—Uso bicarbonato de sodio para blanquearlos.

—Tenés los mejores dientes de todo el cuerpo de bomberos, Ernesto.

— Y vos tenés los mejores incisivos que vi en toda mi vida. Un rectángulo perfecto. Dejás una mordida inconfundible en el pan.

—¿Te diste cuenta?

—Claro. Yo sé cuando un resto de comida es tuyo. Por el tarascón.

El hombre, halagado, se ajusta el cinturón de seguridad.

—No me gusta usar la sierra. Me angustia —murmura Ernesto.

—Ojalá no haya que usarla.

Ernesto Wesley mira al cielo. Está estrellado y la luna no apareció. Estira la mirada y la extiende por encima de la cabeza, pero tampoco encuentra la luna.

—Algo me decía que hoy habría que usar la motosierra —dice Ernesto Wesley.

—Odio a los borrachos —murmura el hombre.

—Yo también —concuerda Ernesto Wesley.

—Parece que fue ayer el accidente que mató a mi hermana.

—Me acuerdo. Tuve que sacar al tipo de entre los fierros. Pelado hijo de puta.

—La partió por la mitad.

—Me acuerdo de eso también.

—Yo lo quería matar, al tipo. Faltó esto para que lo matara.

—Nos pagan para salvar incluso a los miserables pelados borrachos hijos de puta.

—Estoy tan cansado de tanta gente de mierda, irresponsables.

—Vamos a tener que vivir con el olor de esa mierda.

—Nos pagan para eso —concluye Ernesto.

Ernesto Wesley baja la cabeza con resignación. Los ojos le arden y lo hacen lagrimear, pero él no llora desde hace tres años. No puede. Sus lágrimas se evaporan con el calor del fuego. El silencio cae sobre los hombres. Están cansados pero aprendieron a actuar por impulso. Ya conocen sus límites y esos límites son elásticos. La carretera bordea un río y Ernesto Wesley mira la extensión haciendo que sus ojos se esfuercen para alcanzar la frontera de las dulces e inmundas aguas turbias, como si buscara, en los espacios vacíos que se estrechan, algo que le dé sentido. Pero no siempre es posible ir más allá de lo que los ojos pueden ver.

Ernesto Wesley es un hombre musculoso, con los hombros anchos, la voz gruesa y la mandíbula cuadrada, pero todo en él se hace diminuto cuando se enfocan sus ojos. Son ojos profundos, de color negro y un brillo intenso. Hay un rayo de alegría en esos ojos, como un fuego, como el mismo fuego que él admira y enfrenta. Cuando se cruza la barrera del fuego que ilumina su mirada, no hay nada más. Su alma quema y su aliento huele a humo.

Cuando cumplió dieciséis años, Ernesto Wesley ya había enfrentado cuatro incendios en las diversas casas donde vivió. La paz familiar era constantemente amenazada por el fuego, que comenzaba silenciosamente en alguna habitación de la casa. Nunca hubo heridos graves. La última vez salvó la vida de su hermano mayor, Vladimilson, que había quedado atrapado en la habitación con la puerta atascada.

Ernesto Wesley le tenía pánico al fuego y se amedrentaba frente a cualquier fuente de calor, o incluso una ráfaga de aire caliente. Pero cuando se metió a la casa para rescatar a su hermano, el fuego lo quemó por primera vez. Extrañamente, descubrió que las llamas no le hacían daño. No sentía ni dolor ni ardor. Llevaba a Vladimilson desmayado, cargado en los hombros, y supo que su destino sería el de enfrentar las llamas.

Ernesto Wesley no siente el fuego en la piel. Tiene un tipo raro de enfermedad que se llama analgesia congénita: una deficiencia en la estructura del sistema nervioso central. Esto hace que sea inmune al calor intenso, a las puñaladas y a los pinchazos. Desde que lo supo, comenzó a desafiar al fuego constantemente.

Para ingresar al Cuerpo de Bomberos ocultó la enfermedad. Si sus superiores hubieran sabido los riesgos que corría, nunca lo habrían aprobado. Ernesto puede caminar sobre las brasas, atravesar columnas ardientes y ser atacado por llamaradas. Se quema, pero no lo siente. Son pocos los que llegan a la edad adulta con esa enfermedad. Tiene moretones rosados por todo el cuerpo.

Aprendió a palparse para sentir algún hueso fuera de lugar. Ya se quebró las piernas, las costillas y los dedos. Ernesto Wesley presta mucha atención a su cuerpo y cree que esta enfermedad es más trascendente que una patología clínica: él cree que es un don. Al no sentir dolor alguno, su coraje se multiplica y lo lleva a cruzar límites que ningún otro hombre cruzaría; o quizá unos pocos.

Se hace chequeos periódicos para saber si su cuerpo, y su salud en general, están en orden. Está convencido de que puede soportar mayor calvario físico que cualquiera. Sin embargo existe un tipo de dolor que lo sensibiliza. Su corazón, en contraste con la enfermedad, sufre un daño irreparable: el dolor de la pérdida. Esto lo mortifica mucho.

En el medio de la ruta parpadean luces rojas y amarillas. Dos policías orientan a los vehículos para que circulen por un solo carril. El autobomba se detiene y ellos bajan. El asfalto todavía está caliente, reflejo del intenso calor del día.

De lejos, Ernesto Wesley observa los fierros enmarañados. Dos autos y un camión hicieron más que chocar: se amalgamaron. Habrá que trabajar más de lo previsto. Viste un overol especial, guantes de acero, una máscara de soldar y la motosierra para soltar a las víctimas de los fierros abollados. Espera para entrar en acción. Otro equipo de socorro ya había llegado antes. Ernesto Wesley solo piensa en derribar árboles. Es lo que acostumbra a decirse a sí mismo cuando separa fierros retorcidos.

—Son cinco víctimas, o mejor, seis. Tres están atrapadas entre los fierros, incluyendo un perro. Las otras dos ya están siendo llevadas al hospital —dice uno de los bomberos del otro equipo.

Ernesto Wesley inspecciona el estado de los autos y del camión. El chofer del camión fue el único que no sufrió daños. Está parado cerca de los bomberos, tratando de ayudar. Este es su quinto accidente, dice, y salvó la vida en todos. Un letrero en el camión preocupa a los bomberos. Es líquido inflamable. La explosión química seguida de incendio es una de las combustiones más difíciles de controlar. Uno de los bomberos hizo la inspección y constató que no hay riesgo de fuga. Ernesto Wesley enciende la motosierra y no escucha más gemidos, sirenas ni cualquier otra cosa. Se sumerge en el impacto anestésico de la motosierra, en la estridencia que provoca la fricción de la lámina contra los nudos del hierro caliente.

Lo único que le gusta a Ernesto Wesley, en este trabajo arduo de aserrar fierros, son las chispas que saltan por todas partes, desordenadas. Algunas bailotean y no se disuelven del todo en el aire sino que caen despacio hasta tocar el suelo.

Una nena de cinco años quedó atrapada entre los fierros y está consciente. Su perro labrador murió aplastado sobre su falda. La sangre del animal cubre el rostro de la chica y ella llama al perro por su nombre, sin parar. Va a ser necesario descuartizar al perro junto con las partes metálicas del auto. El problema va a ser el trauma de la nena. Primero habrá que quitar la cabeza del animal y después las patas delanteras. Si no fuese por el perro, la nena estaría muerta. Ernesto Wesley no puede conmoverse. Él solamente derriba árboles. Aunque sienta que su corazón arde cada vez que rescata a un chico, no importan los accidentes personales.

En esta profesión no es bueno subrayar tragedias propias. No se permiten las emociones. Es un oficio que endurece mucho el carácter y te coloca frente a los peores escenarios. Todo se empequeñece cuando se compara con la muerte. No una muerte calma, somnolienta, sino la muerte que despedaza, que desfigura y transforma a los seres humanos en fragmentos de carne descoyuntada. Cráneos rajados, miembros aplastados o arrancados. Cuando alguien, en estado de shock, nota que su pierna está tirada a dos metros de distancia, o que su brazo cayó en una zanja más allá de la banquina, nunca más lo olvidará. La gente puede perder el dinero, el respeto, el amor, la dignidad, la familia, los títulos, la posición social… Todo puede ser reconquistado. Pero nada pondrá de nuevo en su lugar un miembro arrancado.

Serrucha la cabeza del perro y parte del panel del auto. Se mezclan la sangre y las esquirlas de metal. La nena entra en estado de shock. Después de resistir más de dos horas ella sale de entre los fierros, aferrada a una pata de su mascota. El rescate de la nena resulta conmovedor. El rescate de los padres será mucho más complicado.

El padre podría perder algún miembro si Ernesto no se concentra. Lo que más dificulta todo es la lluvia, que ya dura cerca de cuarenta minutos y le ha empapado el overol. Todos los hombres parecen fatigados. Ya casi no quedan morbosos en la ruta.

El más cansado de todos es Ernesto Wesley. Esto se hace muy evidente cuando la motosierra tiembla entre los engranajes del vehículo, zarandea en su mano y alcanza la pantorrilla del hombre. Ernesto se detiene, respira hondo. Mira para los costados. Hace cinco horas que no para de serrar.

—Este hombre necesita reemplazo —ordena el oficial responsable por la operación.

El otro bombero, que fue designado junto con Ernesto Wesley, asume el control de la motosierra. Después de ponerse el uniforme de protección, golpea suavemente la espalda de Ernesto Wesley.

—Yo me encargo, Ernesto. Andá a descansar un poco, estás horrible de cara.

—Ya te dije, odio la motosierra. Se me parte la cabeza.

Cuando el bombero intenta retirar a la madre, ella ya está muerta. Es posible ver sus palpitaciones, porque la cabeza está recostada sobre el asiento trasero, del lado de la ventana. El nuevo bombero sigue serrando una hora entera. Las chispas saltan una y otra vez. Cuando hay una fuga de líquido inflamable, y nadie lo descubre a tiempo, puede ser fatal. Lo peor de esta profesión es que el error de una persona alcanza a los demás. No puede haber errores. Cuando los hay, generalmente es mortal.

El bombero que aserraba fue lanzado al otro lado de la ruta mientras Ernesto Wesley tragaba un analgésico apoyado en el capó de la ambulancia. El cuerpo del hombre en llamas voló altísimo en el cielo de la madrugada. Ernesto sintió la piel de su compañero arrugarse, los cabellos achicharrarse y, al caer sobre el asfalto, todavía vivo, escuchó sus huesos crepitar por las llamas, que se inflamaron rápidamente hasta alcanzarle las entrañas. Se convirtió en carbón animal. Se podía sentir el olor fuerte de su piel, los músculos, los nervios y los huesos quemados.

Sus dientes estaban intactos e incluso los forenses estuvieron de acuerdo: eran los mejores incisivos que vieron en un muerto.

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