La primera muerte
Entré en la casa de los Monyargo. Mayra Santelmo me seguía. Las celosías estaban cerradas. La luz, encendida. De la araña del salón principal funcionaba solo una lamparita, que titilaba. No me fijé en los pisos de roble, ni en el hogar de mármol rojo ni en tal mueble o en tal otro. Lo esencial eran las mariposas, que se extendían en paredes y repisas. Sobre un paisaje de cartones blancos, mostraban los arabescos de sus alas muertas.
Atravesé la sala, y a la izquierda del gran hogar un pasillo me guio hasta el lugar de donde provenía el martilleo que habíamos oído al entrar. Muebles negros y bibliotecas acristaladas. Un hombre con el aspecto de los científicos locos de las historietas empuñaba un destornillador. Trataba de abrir un mueble. Usaba una pinza a modo de martillo y el destornillador como cincel. Tan concentrado estaba en su tarea que no me oyó ni me vio. Aquella sala había sido el lugar de trabajo de Fabián Monyargo. Sobre una mesa se extendían lámparas, lupas y pinzas.
—¿Quién es usted?
Mi voz lo hizo dar un salto. Me miró con ese miedo mudo al que las palabras tardan en llegar. Calculé que tendría unos setenta años. Hacía mucho que no pasaba por una peluquería, y unos mechones blancos caían sobre su campera oscura. Los lentes redondos agrandaban sus ojos claros. Dejó el destornillador y me mostró las palmas, como si yo lo estuviera apuntando con un revólver.
—Érica Monyargo me dio las llaves de la casa —balbuceó.
Santelmo apareció en el umbral.
—Vernet… —dijo con fastidio.
—¿Ve? La oficial Santelmo me conoce. Fernando Vernet. Soy asesor de museos muy importantes. Tengo una tarjeta en algún lado.
Buscó en todos sus bolsillos y me tendió una tarjeta amarillenta y ajada. La tomé sin mirarla y me agaché a ver el contenido de los bolsos. Mariposas bajo el cristal. Había una gigantesca, de alas amarillas.
—Déjeme llevar esa, por favor. Esa sola.
—No sabía que había mariposas tan grandes.
—Es la Reina Alejandra de Nueva Guinea. Quise comprarle la colección a Érica, pero ella me dijo que podía llevarme lo que quisiera, siempre y cuando me llevara todo, que no dejara una sola, inclusive los ejemplares más comunes, que son los que están en las paredes.
—¿Las mariposas que están en este cuarto son las más valiosas?
—Sí. Monyargo las cuidaba de la luz. Si se las deja a la luz, palidecen.
—Como cuando se cuelga la ropa al sol.
—Así es.
—Pero Érica murió, y usted vino a saquear la casa.
—Yo estaba cumpliendo la voluntad de Érica.
—Pero no hay ningún papel firmado, me imagino. Va a tener que dejarnos las llaves de la casa. Después de que salga la sucesión, podrá negociar con el nuevo dueño.
—¿No me puedo llevar la Reina Alejandra?
—Vacíe los bolsos y váyase, señor Vernet —dijo Santelmo—. Si necesitamos algo de usted, lo llamamos.
Desde la puerta, vimos cómo Vernet, derrotado, subía a un viejo Falcon blanco. Lo había estacionado en los fondos de la casa, por eso no lo habíamos visto al llegar. El Falcon tosió un par de veces y al final arrancó.
—Me da un poco de pena —dijo Santelmo—. Llegábamos diez minutos más tarde y Vernet se hubiera llevado su mariposa gigante.
—¿Colecciona o las vende?
—Las dos cosas. Él mismo atrapa algunas y las vende a museos y coleccionistas. Es inofensivo.
Dimos una vuelta por la casa. Había algunos libros y objetos decorativos en cajas de cartón. Érica había empezado a vaciar la casa, pero se había quedado sin fuerzas antes de terminar la tarea.
—¿Qué impresión le dio Heckell, comisario? ¿Puede haber matado a Érica para que Nedel le vendiera la propiedad?
—No estaba en la ciudad. A la hora en que Érica cayó desde el mirador, Heckell desayunaba en un hotel de General Acha. ¿Sabe si se instalará acá definitivamente?
—Creo que sí. Cuando viaja a Buenos Aires, se esconde. Entre sus inversiones en criptomonedas y su famosa red social, dejó una legión de damnificados. Hizo promesas exageradas y ahora debe mucho dinero. Su proyecto inmobiliario es su última carta.
Mayra Santelmo le dio una mirada a la casa:
—¿Nos vamos? Esta casa me deprime. Es como si el aire estuviera envenenado.
Cerramos las celosías y abandonamos a las mariposas en la oscuridad.
Por el costado de la casa pasaba un arroyo. Se lo podía cruzar por un puente de madera que tenía inscripciones en japonés, o en algo que parecía japonés.
Subimos al puente. Santelmo se quedó mirando el agua.
—¿Nos aguantará a los dos? —preguntó.
—¿Es una crítica a mi peso?
Santelmo se rio.
—Esta casa no recibe mantenimiento y este puentecito tampoco. Este arroyo fue motivo de una disputa. El dueño de la casa del fondo, César Beltrán Viale, quiso desviarlo. Tenía intenciones de hacer un pequeño espejo de agua para criar sus truchas, o salmones o lo que fuera.
—Pero el arroyo sigue acá, por suerte.
—Érica se opuso a que Beltrán Viale desviara el arroyo, pero a su padre no le importaba mucho el asunto. Prefería evitar los conflictos. Se interesaba solo por sus mariposas. Érica llevó el problema a la municipalidad.
—Y le dieron la razón…
—En realidad, el dueño de la casa murió antes, así que el litigio quedó archivado. Durante días, nadie notó la ausencia de Beltrán Viale porque no se veía con nadie, ni con su hermano Alejandro. Pero una patrulla de bomberos descubrió el cadáver en el bosque. Estaban haciendo un análisis de los daños y se acercaron a una cabaña quemada. Ahí estaba.
Caminamos hasta la casa de Beltrán Viale. Era mucho más pequeña que El Edén. Parecía recién pintada.
—Ahora le pertenece a su hermano Alejandro. La alquila en invierno y en verano. Tiene una hostería a unos kilómetros. Cuando vivía César, la casa se caía a pedazos. El hermano la hizo arreglar y pintar. Pero cuando Heckell se la quiera comprar, no va a tener problemas en vendérsela.
—Si César Beltrán Viale quería desviar este arroyo, imagino que Érica habrá tomado su muerte en el incendio como un acto de la providencia.
—No sé cómo tomó la noticia, pero esa muerte no la hizo feliz. Días después se lastimó la muñeca izquierda con un cortante.
Esa noche cené en el restaurante Fitz Roy. Elegí una mesa apartada. El dueño trató de darme conversación, pero respondí con monosílabos. Cuando llegó mi trucha al limón, tuve que recoger los recortes periodísticos que había extendido sobre la mesa. Había buscado algún artículo que hablara del incendio, pero no había ni uno solo. Los incendios forestales eran un tema habitual entre los ecologistas. Érica Monyargo los había evitado. Había preferido catástrofes lejanas. Me disponía a pedir una ensalada de frutas, pero a último momento traicioné mis buenas intenciones. Budín de pan con crema y dulce de leche.
A la noche llamé a casa y tuve que decirle a mi esposa que todo se había complicado y que no sabía cuándo regresaría. Estaba preocupada porque nuestro hijo menor a veces escribía las palabras al revés.
—Es normal —dije con falsa seguridad—. Muchos chicos escriben en espejo cuando empiezan a escribir.
—Ya sé que es normal. Pero ¿si sigue así?
—¿Conocés algún adulto que escriba las palabras al revés?
—No.
—Entonces es algo que se pasa.
Sabía que el reclamo no era por las letras en espejo, o por alguna mala nota o por lo que fuera: era porque estaba lejos de casa. Le dije que la extrañaba. Apenas corté, el rayo del cansancio me alcanzó y me quedé dormido sin llegar a desvestirme.
—Quiero visitar la cabaña —le dije a Santelmo en cuanto entré en la comisaría.
—¿La que se quemó?
—Sí.
—Hay mejores cosas para ver en Bosque Blanco y alrededores. Pero si insiste, lo llevo.
—¿Conoce el lugar?
—En el archivo están las coordenadas, porque las anotaron cuando encontraron el cuerpo.
A unos treinta kilómetros de la ciudad, tomamos por un camino de tierra. No sé cuánto recorrimos, pero de a poco el paisaje a los lados del camino empezó a mostrar las huellas del incendio. También las señales de las plantas que habían vuelto a crecer. Debajo de las cenizas y los troncos quemados, el bosque renacía.
—¿En serio cree que la muerte de César Beltrán Viale tiene algo que ver con la muerte de Érica o con la del exmarido?
—Los cazadores estudian siempre el clima y todas las condiciones de la zona antes de salir. Lluvias, temperatura, viento. No se le iba a pasar por alto un incendio. ¿Qué sabe de esa cabaña?
—Abandonada. Quizás la construyó un ocupante ilegal. Estaba construida sobre terrenos fiscales. Era muy precaria.
Santelmo miró su celular y giró a la derecha. La camioneta recorrió un camino irregular hasta dar con los restos de la cabaña: un túmulo de maderas ennegrecidas. Detuvo la camioneta, pero se quedó al volante, sin ganas de bajar. Me acerqué a los escombros y olí las maderas. Todavía quedaba un resto del olor ácido de las cosas quemadas. Removí piedras, maderas y cenizas.
Santelmo finalmente se decidió a acompañarme, con aire de censura.
—Mi uniforme está impecable, recién lavado —dijo con fastidio.
—Usted siempre está impecable, Santelmo. No hace falta que se ensucie. Déjeme a mí.
—¿Qué espera encontrar, comisario?
Me encogí de hombros. Escarbé entre las cenizas y las maderas quemadas. Encontré los restos de una pava, completamente ennegrecida. Vidrios rotos de alguna botella. Unas monedas irreconocibles. Aburrida de esperar, Santelmo se puso a buscar conmigo. Primero encontró una lata que había estallado por el calor. Diez minutos después, me tendió algo sin decir nada.
Era una bala de arma corta. Ennegrecida, como todo. Había sido disparada y, a juzgar por la punta, había chocado contra algo duro.
Mientras volvíamos, pensé en voz alta:
—Supongamos que el asesino mató a César Beltrán Viale lejos de aquí y trajo su cadáver porque sabía que esta zona iba a ser arrasada por el fuego. Quizás pensó que nunca lo encontrarían. Y si encontraban el cadáver, iba a ser un cuerpo carbonizado, y nadie pensaría en un asesinato.
—¿Por qué la bala se desprendió del cuerpo?
—Es posible que estuviera alojada en el cráneo. Y el cráneo suele estallar con el calor. Con el fuego, las cosas ocurren de manera imprevisible. Por eso los forenses siempre son cautos cuando tienen que dictaminar sobre cuerpos quemados.
Alejandro Beltrán Viale vivía a veinte kilómetros de Bosque Blanco. Tenía una hostería. Nos hizo pasar a un pequeño salón. A nuestro alrededor, una colección de relojes cucús. Todos estaban en funcionamiento.
—Mi esposa los colecciona —dijo Beltrán Viale con aire de disculpa.
—¿Qué me puede decir de su hermano César?
—¿Vino aquí a hablar de mi hermano? Está muerto y enterrado. Cementerio de Bosque Blanco. Parcela 457. Es raro que la policía se preocupe por él, tanto tiempo después.
—Vine de la capital de la provincia para repasar una serie de casos que no fueron investigados en su momento porque en las ciudades chicas hay muy poco personal. El caso de su hermano no tiene nada de sospechoso y solo nos interesa por cuestiones burocráticas. Queremos mandar una carpeta al archivo.
—Coincido: en su muerte no hubo nada raro. Pero si me dice que alguien lo quería muerto, no me extrañaría.
—Yo también lo quería muerto —dijo la esposa, que entró con tres pocillos de café. La mujer parecía un poco mayor que su marido.
—No te incrimines delante de la policía —el hombre le sonrió—. Marité, mi esposa.
—No sé qué es peor: si ir presa o seguir ocupándome de esta hostería y de los mochileros que vienen.
—¿Ha tenido alguna oferta por la casa de su hermano? —pregunté.
—Un tanteo, más que una oferta.
—¿Me puede decir de quién?
—Me comprometí a guardar confidencialidad.
—Agustín Heckell, me imagino —por la cara de Beltrán Viale, me di cuenta de que había acertado—. ¿Recuerda qué estaba haciendo en el momento de los incendios?
Su esposa se apuró a responder:
—Tuvimos una orden de evacuación. Fuimos a Bariloche, a la casa de mi hermana. Enseguida volvimos, porque el fuego cedió pronto. Un milagro.
La mujer nos dejó solos.
—Entiendo que su hermano quería hacer un criadero de truchas o de salmones.
—Mi hermano tenía muchos planes y lograba hacer de cada plan un conflicto. Organizó excursiones de caza, y un brasileño se le perdió y lo encontraron dos días después a punto de colapsar. Empezó a traer mercadería de Chile, lo detuvieron en la frontera, trató de sobornar a un gendarme y terminó detenido. Cuando empezó con la idea del estanque, tuvo una queja formal en el municipio. Pero no creo que lo hayan matado por unas truchas imaginarias.
—Vivía solo, ¿no?
—Sí. Se casó de joven, se separó al poco tiempo y no tuvo hijos.
—¿Cómo reconocieron el cuerpo? —pregunté—. Porque debía estar…
—Por una chapita que lleva colgando en el cuello. Decía su nombre, el grupo sanguíneo y que era alérgico a la penicilina.
Justo cuando estábamos saliendo, dieron las once, y todos los pajaritos de los relojes cucús salieron de sus casas para despedirnos.
Santelmo conducía de regreso a Bosque Blanco. A mi izquierda vi la Hostería del Molino, con sus decrépitas aspas. La había visto en mi primer viaje, y seguía tan abandonada como entonces.
Revisé en el celular mi casilla de correo.
—Me escribieron de recursos humanos de la planta compresora de gas —dije—. El día que el incendio llegó hasta la zona de la cabaña, Julio Nedel estaba trabajando.
—¿Y Heckell?
—Me mandó un mensaje. Me dice que por esos días tuvo una presentación de su red social en Córdoba. Se ve que cultiva acreedores con un sentido federal.
— Érica era la principal interesada en que Beltrán Viale muriera.
—Tal vez el doctor Castellón pueda decirnos si Érica era capaz de matar o de matarse.
A la mañana siguiente, Santelmo me avisó que el doctor Castellón, convaleciente de su operación, podría recibirme. Antes de salir rumbo a Bariloche, leí en la red todo lo que pude sobre él. La prensa de la Patagonia lo consultaba cada vez que aparecía el tema de la eutanasia. Tres de sus artículos lo mostraban en defensa de la Corte Suprema de Bélgica, que había autorizado la eutanasia en el caso de una mujer de treinta y cinco años que no padecía ninguna enfermedad, excepto su voluntad de morir. Lectores furiosos le recomendaban al psiquiatra que, si tanto le gustaba la eutanasia, no se demorara en practicarla consigo mismo.
Conduje hasta Bariloche mientras una nevisca gris chocaba contra el parabrisas. El psiquiatra vivía en las afueras de la ciudad, lo que me salvaba de meterme en el centro. Me atendió una mucama hostil que me advirtió:
—No diga nada que altere al doctor.
La mucama me hizo pasar al comedor. El médico tenía buen aspecto, a pesar de su operación. Estaba sentado cerca del fuego. A su lado había un bastón de madera clara y cabeza de metal.
—Comisario, me temo que ha hecho un largo camino inútil por culpa de un malentendido.
—¿Qué malentendido?
—Que lo de Érica fue un asesinato. Le puedo asegurar que se mató. Estaba destinada a eso y nadie hubiera podido detenerla.
—Sé que ella trató de matarse poco después de un incendio. En ese incendio murió su vecino, César Beltrán Viale.
—Me acuerdo del caso. Aquel hombre que encontraron en una cabaña, ¿no? Pero yo no vincularía el intento de Érica a ese incendio, sino a toda su vida, o a la mirada que tenía de la vida.
—Beltrán Viale no murió en el incendio. Le dispararon y escondieron su cadáver en la cabaña.
—¿Y cree que Érica…? Imposible.
—Cuando supe que podía visitarlo, me puse a leer algunos de sus artículos.
—Yo no creo que los científicos debamos escribir solo en revistas especializadas que no lee nadie. Por eso me gusta publicar artículos de divulgación.
—Me extrañó lo que escribió sobre ese caso belga.
—Mis artículos causaron escándalo —dijo con orgullo, mientras se pasaba la mano por la barba blanca y corta, como si necesitara reconocer que esa era su cara—. Inclusive recibí alguna amenaza de muerte. Un par de periodistas me llamaron «Doctor Muerte». Los belgas son una sociedad avanzada. Nosotros somos lo que somos.
—Esas ideas, ¿no están en contra de su profesión? ¿No es su deber salvar…?
—A los que pueden ser salvados. Creo que la vida debe ser una elección, que no se puede vivir por inercia. La pulsión de muerte también es algo auténtico, que hay que respetar.
—Y si es auténtico ese impulso, ¿usted apoyaría esa decisión? ¿Ayudaría de algún modo?
—¡Por supuesto que no! —Castellón levantó la voz y temí que la mucama apareciera para echarme—. Usted piensa como un policía, y eso es algo parecido a no pensar.
Sentí que había arruinado la entrevista. Solo me quedaba despedirme y volver al auto y a la nevisca contra el parabrisas. Pero Castellón siguió hablando:
—Érica tenía una visión depresiva de la vida, y tarde o temprano se encontraría con la pregunta verdadera: vivir o no vivir. Yo no sabía cuándo ocurriría eso, no soy adivino. Pero esa espada estaría siempre colgando sobre su cabeza. Así se lo dije a ella, y también a su hermano.
—¿Julio Nedel vino a verlo?
—Sí, luego del intento de suicidio de Érica. Tuve que decirle la verdad.
—¿Cómo lo tomó?
—Es un hombre circunspecto, es difícil saber lo que pasa por su cabeza. Pero tuve la impresión de que mis palabras confirmaban lo que él mismo pensaba.
Con ayuda de su bastón, me acompañó hasta la puerta. Los dos estábamos aliviados de despedirnos.
—Espero haberlo convencido de que no hay ningún asesino en las sombras, comisario. Érica se mató.
—¿Está siempre tan seguro de todo?
—Los pacientes vienen a mí llenos de dudas. Prefiero no agregar más carga a su equipaje.
Cuando volví a Bosque Blanco, Carlic, mi jefe, me llamó: la autopsia confirmaba que Érica no tenía heridas defensivas, así que su muerte quedaría como suicidio o accidente. Había tratado en los últimos días de establecer algún tipo de relación entre tres muertes, pero solo tenía coincidencias borrosas.
—Hora de hacer el bolso —ordenó mi jefe.
Antes de partir, me esperaba el homenaje a Érica Monyargo en «La casa del lago». Me quedaba una sola camisa limpia. A las seis de la tarde dejé el auto cerca de la casa de Liliana Zambrano. Abajo, cerca del agua, oí un rumor de ramas y descubrí a alguien que pasaba cubierto con un paraguas transparente. Me pareció extraño, porque no llovía. No llegué a ver si era un hombre o una mujer.
La profesora Zambrano me abrió la puerta.
—Qué bueno que pudo venir, comisario.
Había ocho personas, sentadas en un círculo de sillas. Detrás de las ventanas, el día se apagaba y una lancha avanzaba lentamente por el lago. Hice un vago saludo general. Me miraban con curiosidad. En una mesa había vasos descartables, un par de botellas de vino tinto y una jarra de limonada. Yo había traído un malbec y lo dejé en la mesa.
Observé a la gente. Había un hombre alto, pálido, vestido de negro. Dos mujeres de treinta y tantos hablaban por lo bajo y criticaban a la maestra de sus hijos. Una mujer mayor, con el pelo blanco y un anotador en las manos, conversaba con una chica desgarbada, algo parecida a Olivia, la novia de Popeye. Había otras personas que no recuerdo.
Un último invitado se agregó a la reunión.
—¡Julio! —La dueña de casa lo saludó con un abrazo—. Pensé que no ibas a venir. Con esos turnos en la planta… ¿Y Leticia?
—Tenía que hornear unas tazas —Nedel mentía con un tono un poco mecánico, sin ningún interés en que le creyeran. Me tendió la mano.
—Me dejó un mensaje el doctor Castellón. Me contó que usted anduvo por allá.
—Quería confirmar si era posible que Érica hubiera decidido…
—… matarse… Yo prefiero pensar en un accidente. Aunque el doctor Castellón seguramente diría que esta clase de accidentes nunca son accidentes.
—¿Qué impresión le dio este hombre? —pregunté.
—Soy ingeniero, las personas no son mi especialidad. Parece muy seguro de todo lo que dice. Hubiera preferido que Érica se tratara con alguien más cercano, más flexible, a quien viera seguido y a quien pudiera llamar en caso de una emergencia. Pero eligió a Castellón. Dudaba de todo y eligió al que no duda de nada.
Liliana Zambrano levantó un poco la voz para callar las conversaciones parciales.
—Hoy tenemos dos visitas que la mayoría no conoce: Julio, el hermano de Érica, y el comisario Nebra. —Nos invitó a sentarnos—. Érica al principio escribía sobre la vida familiar y después se pasó a la ciencia ficción. Admiraba a Ballard.
El hombre pálido y vestido de negro recordó:
—Me gustó un cuento que escribió sobre un lago seco. Los protagonistas caminaban por el lecho descubriendo las cosas que se habían hundido a lo largo de los años.
—La especialidad de Érica eran los apocalipsis —la profesora Zambrano tomó del escritorio unas páginas de diario, ligeramente amarillentas, y se puso los lentes de lectura—. Voy a leerles uno de sus últimos textos, antes de que dejara de escribir. Lo publicó en el suplemento literario del diario La Nieve. Como verán, es como si hubiera querido dejar de lado los grandes apocalipsis para volver al mundo familiar.
La profesora leía bien: con calma, sin énfasis excesivo. La protagonista de la historia es una niña. Vive en una casa llena de mariposas en las paredes. Una tarde el padre debe salir, pero antes le advierte a su hija que cuide a sus mariposas. La niña le promete que así lo hará. Pasan las horas, se hace de noche. Se va a la cama sin esperar a que su padre regrese. Un ruido la hace despertar. Es un aleteo. Se da cuenta de que una de las mariposas está viva. Pronto todas las mariposas aletean furiosas. Tanto aletean que sus alas se deshacen. Al amanecer, llega el padre y le pregunta si cuidó de sus mariposas. Ella le señala, sonriendo, los marcos vacíos, las repisas vacías. No queda una sola: todas se han convertido en polvo.
Después de la lectura, la profesora Zambrano pidió que comentaran sus recuerdos de Érica, y como respuesta recibió historias desteñidas. Son pocas las personas capaces de dejar a su paso un legado de anécdotas o un sello indeleble en las vidas ajenas. Mientras hablaban, miraban a Nedel como si fuera un profesor que debía aprobar o desaprobar sus palabras, pero él permanecía mudo y ausente.
Liliana Zambrano, un poco tensa y otro poco aburrida, les recordó a los asistentes que yo estaba ahí. Los noté aliviados de abandonar el lánguido homenaje. La chica que se parecía a Olivia me preguntó si leía novelas policiales.
—Ni policiales ni de las otras. De joven leí algunas porque mi madre era muy lectora y a veces me insistía con alguna novela de Agatha Christie o de Georges Simenon. Pero ahora, apenas abro un libro para leerles a mis hijos, me quedo dormido.
Olivia insistió:
—Otros policías se quejan de que las novelas policiales no son como las cosas que pasan de verdad.
—¿Y cómo son las cosas que pasan de verdad? Cuando se oye a la gente contar experiencias verdaderas, siempre dicen lo mismo: «todo parecía un sueño, todo era irreal».
Como si la noche quisiera ilustrar con justicia mis palabras, una luz cruzó la oscuridad del lago. Olivia fue la primera en verla y señalarla, y disfrutamos de esa tenue interrupción: la luz anaranjada, la elipse, el brusco silencio. Nedel, más rápido que yo, ya había sacado su celular para advertir a la patrulla costera que alguna embarcación estaba en peligro. Aunque todo duró un segundo, me pareció que la bengala viajaba lentamente, a la espera de que descifráramos su mensaje, su pedido de socorro. Después se hundió en las aguas de la noche.