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Esta es la historia del país que llegó a construir más casas que Alemania, Francia e Italia juntos. El país con la mayor tasa de cocaína por nariz de toda Europa y capital mundial de los billetes de quinientos euros. Una nación de emprendedores siempre dispuestos a poner en práctica innovadores planteamientos empresariales, como un aeropuerto sin aviones o un estudio de cine sin rodajes. Un país tan vibrante que los jóvenes apenas podían esperar a terminar su formación para lanzarse al mundo laboral. Y, de hecho, no esperaban. De ahí que, entre los récords nacionales, se encontrase también el de abandono escolar.
Ciertamente, los protagonistas de nuestra historia no destacaban por su apego a la educación, ¿pero quién necesita la tabla periódica de los elementos cuando puede aparcar el último modelo de Audi en su garaje? Y es que en aquel estupendo país no hacía falta tener formación para ganarse la vida. Bastaba con saber una sola palabra: cemento.
Las calles estaban repletas de analfabetos funcionales con neones en los bajos del coche y equipos de música estéreo en el maletero. Ciudadanos que se limitaban a ejercer las necesidades orgánicas básicas además de ver la televisión, ir al fútbol, a festivales tecno y, en algunos casos, ingerir dosis de alguna que otra sustancia ilegal. Los grandes expertos en macroeconomía llamaron a esto «milagro económico», y se convirtió en un caso de estudio en las más prestigiosas universidades del planeta.
Por supuesto, aquel país también tenía algún que otro problema. Estaba, por ejemplo, el asunto del (absurdamente alto) precio de la vivienda. Agujeros de treinta metros por el sueldo de treinta años. La palabra minipiso se convirtió en el neologismo más popular. Bien es cierto que aquel era un problema menor, dado que siempre había un banco o una caja dispuestos a conceder una hipoteca a prácticamente cualquiera que la solicitase.
De hecho, la ingeniería financiera se había adaptado tan sumamente bien al optimismo económico nacional, a aquel distendido ambiente de fiesta, que los bancos empezaron a conceder hipotecas largas como vidas. Hipotecas que le acompañaban a uno hasta el geriátrico y, más allá, hasta el tanatorio. Hipotecas hereditarias que pasaban de padres a hijos, que seguirían ahí cuando uno ya no estuviese, como un tributo del banco a su persona.
Con el tiempo, aquel deslumbrante posibilismo intelectual y económico fue engendrando un país a mitad de camino entre lo sublime y lo grotesco, entre el lujo y la mancha de grasa. El horizonte quedó tapado por un muro de rascacielos caquis, la mayoría de cuatro y cinco estrellas. Por la noche, imitadores de Elvis Presley hacían las delicias de miles de centroeuropeos lechosos. Vaso en mano, los llamados guiris se dejaban cautivar por aquel país que parecía vivir sin miedo a nada, siempre riendo, siempre estrenando campos de golf, puentes, centros de convenciones, ciudades de la cultura y de la luz y de las artes y de las ciencias.
Aquí y allá fueron proliferando pequeñas poblaciones que no aparecían en los mapas. Se anunciaban en gigantescos carteles con las palabras «Promoción» o «Piso piloto» o «Últimas viviendas». En la televisión, media docena de spots mostraban urbanizaciones digitales con el color muy saturado, «Esto es una reconstrucción, las dimensiones reales pueden variar y en la vida real la hierba no es tan verde». Sobre la música de fantasía, una voz de falso terciopelo juraba y perjuraba que aquello iba a ser la repanocha de la civilización, una farmacia por habitante y un bar por extremidad, ¿a qué esperas para visitarnos?
Tener dos casas era de pobres, la gente bien tenía de tres para arriba, piscina, dos coches, perro, niño y una mujer ecuatoriana a la que, de forma genérica, llamaban chica.
Florecieron fundaciones y empresas de eventos, todas capitaneadas por gente fina y propensa a la amistad, al tiempo que los poderes del Estado eran separados por paneles móviles para facilitar el tráfico de camareros con canapés. Los políticos, arrebatados por el torbellino edificador, empezaron a perpetrar inauguraciones preventivas en descampados. Al fin y al cabo, solo era cuestión de tiempo que alguien construyese algo ahí.
Facturar se convirtió en un anglicismo. En aquel país, todo el mundo lo sabía, la economía funcionaba de otra manera, de mano a mano, de sobre a sobre, de maletín a maletín. La gente seria firma los pactos con un buen apretón de manos, a ser posible en interior y por la noche.
Es cierto que el país sufría algunas anomalías democráticas, pero nada particularmente dramático. Estaba, por ejemplo, el hecho de que los líderes (es un decir) de los grandes partidos hubiesen dejado de aceptar preguntas de los periodistas. Se limitaban a aparecer ante las cámaras, largar su mensaje y hacer mutis por el foro con cara de vóteme. La información se había convertido en un ping-pong de propagandas. Las campañas electorales eran guerras de videos ideados por las mejores agencias de publicidad y rodados por las productoras más céntricas. El acceso de los medios a los mítines fue restringido, y los debates entre candidatos estaban hasta tal punto pactados que las crónicas se escribían la víspera.
Pero lo cierto es que estas cosas no le importaban a casi nadie. Al fin y al cabo, son sacrificios que el pueblo debe hacer si quiere subir el PIB. Algún precio tiene que tener la riqueza, de lo contrario todos los países serían ricos y nadie querría coser balones.
La vida, en definitiva, era maravillosamente feliz en aquel país donde la fiesta parecía no acabar nunca. Solo que un día, por supuesto, la fiesta se acabó. Y de la noche a la mañana, todo empezó a derrumbarse.
Los constructores se convirtieron en seres mitológicos de quienes no quedaba rastro alguno. Sin constructores, dejó de haber obras, y sin obras, las decenas de miles de personas formadas solo en el apilamiento de ladrillos perdieron sus trabajos. El consumo de cocaína se derrumbó, y los talleres mecánicos especializados en la instalación de equipos estéreos en los maleteros tuvieron que cambiar de negocio. La venta de libros de autoayuda, sin embargo, alcanzo récords históricos.
Muchos economistas, que hasta entonces habían sostenido que hacer zanjas y levantar paredes era una estrategia de lo más sostenible y competitiva, empezaron a olerse que algo no marchaba bien. Los bancos vendieron sus propiedades inmobiliarias, incluso las acristaladas sedes fálicas llenas de analistas de riesgo que, de pronto, se mordían las uñas hasta el codo. Se interrumpió la concesión de hipotecas a todo aquel que no supiese conjugar correctamente el verbo haber, y luego también a los que sabían conjugarlo.
Un nubarrón se había instalado sobre el país del sol, y cuando empezó a descargar lluvia, toda la porquería acumulada durante tantos años de sequía empezó a correr por las calles a la vista de todos. En muy poco tiempo el país se llenó de presuntos: alcaldes, diputados, presidentes y empresarios presuntos. Hasta un miembro de la casa Real se reveló presunto para consternación de la menguante masa monárquica del país y disfrute de la prensa rosa. La fachada de la Audiencia Nacional empe zó a ser más habitual en televisión que las bragas de la última choni reciclada en líder de opinión.
El país de la zanja, la paella y el gin-tonic dejó de ser el protagonista de uno de los más venerados milagros económicos de los últimos tiempos para ser una porquería sobredimensionada cuya caída podía poner en peligro la economía mundial. Los europeos lechosos empezaron a llegar en manadas menos numerosas. Las ciudades de las artes se vaciaron de exposiciones. Y los representantes políticos que aún no habían encontrado refugio como consejeros de una multinacional, dirigieron sus ojeras a las lentes de televisión y, con tono solemne pero preocupado, pidieron a sus conciudadanos una única cosa. Algo que jamás antes habían pedido.
Austeridad.
Empezaron siendo miles, luego decenas de miles y, por fin, centenares de miles. Se encontraron en calles y plazas, convocados a través de redes sociales. Decían no pertenecer a ningún partido político y carecer de líder. Pedían una democracia real, que era la forma concisa de decir que les gustaría haber nacido en otro país. Dado que aquello no era posible, habían decidido manifestar su indignación con quienes consideraban responsables de aquel Desastre Nacional que, por algún motivo, ya no daba dinero.
Señalaron, en primer lugar, a la clase política. No les parecía bien que sus de mocráticamente electos representantes hubiesen fomentado el modelo económico de la edificación maniática compulsiva. En este punto, los indignados ponían palabras a algo que las encuestas habían detectado tiempo antes. Y es que los políticos se habían convertido en el tercer problema del país, después del paro y la crisis, arrebatando la posición al terrorismo (en un sano ejercicio de alternancia democrática). Esto, lejos de provocar una regeneración en los partidos, dio pie a eslóganes aún más cortos.
La muchedumbre clamó también contra los banqueros. Les resultaba indignante que, durante tanto tiempo, los señores de la banca hubiesen concedido hipotecas con aquella despreocupada alegría, sin tomarse la molestia de prevenir a sus clientes de que la banca siempre gana. Ahora el país era una campo minado de hipotecas a tres, cuatro y hasta cinco décadas cuya letra pequeña había empezado a explotar por las calles en forma de desahucios.
A lo largo y ancho de la geografía patria, los heraldos de la banca iban llamando a las puertas, qué hay, buenos días, verá, esta casa suya es en realidad de la sociedad a la que represento, haga el favor de salir con las manos en alto. Sí, ya sé que tiene derecho a un abogado, pero también tiene derecho a una vivienda y ya ve. El capitalismo es un monstruo atroz, tuiteaban algunos desde sus iPhone designed in California pero assembled in China.
La prensa libre, por su parte, también sufría las consecuencias del fin de fies ta. La cuenta de resultados se había puesto carmesí y los consejos de administración de los principales medios equilibraban números despidiendo a periodistas y aumentando las páginas de prostitución hasta equipararlas a las de Nacional. Tan ocupados estaban los medios buscando quién les salvara de la quiebra que la indignación popular les pilló de viaje en otra realidad.
En un principio, los indignados fueron tildados de antisistemas porque solo a un antisistema se le ocurriría pedir una mejor calidad democrática o condenar la corrupción política. Luego, de pura insistencia, la pacífica masa cabreada pasó de la página trece a la página siete y, por fin, a la portada. Foto a todo color: «El pueblo toma la plaza». Nunca, en toda la historia democrática de aquel país, tanta gente había salido a la calle para exigir tan efusivamente algo tan poco concreto.
Los indignados se instalaron en torno al kilómetro cero con sus tiendas de campaña y sus provisiones, con sus escobas y sus carteles reciclados, y decidieron quedarse allí a la espera de algo que nunca llegaron a precisar. Hacían tai-chi por la mañana y asambleas por la tarde. Aplaudían en silencio y, a mano alzada, intentaban reinventar el sistema con propuestas que difundían en blogs, correos y redes sociales. Se instauró así una suerte de república de la queja, una miniciudad autogestionada en el centro mismo del país. Ya ves, tantos años construyendo casas para que la gente acabara protestando a la intemperie.
La espontánea, colorista y no violenta sentada fue aplaudida por los vecinos de la zona. Durante una semana. Porque resultó que los indignados, vete tú a saber por qué, espantaban a los turistas. Y por ahí sí que no estaba dispuesto a pasar casi nadie. Los bares y comercios denunciaron un descenso del setenta por ciento en sus ingresos desde que se pedía democracia real por las calles. La utopía está bien, decían los hosteleros a las cámaras de televisión, siempre que no afecte a mi negocio.
En qué medida influyó la presión vecinal nadie lo sabe, pero el hecho es que los indignados acabaron por disolverse tan pacíficamente como habían llegado.
En los meses que siguieron, el nubarrón que se cernía sobre el país se volvió más negro y la lluvia empezó a llevarse todo por delante: trabajos, empresas, ministerios, subvenciones y hasta un presidente del gobierno. Día sí, día también, el Apocalipsis se asomaba a los titulares y todos los ciudadanos contenían el aliento. La orgullosa nación que poco antes se jactaba de poner los pies en la mesa del Imperio y declarar guerras a repúblicas árabes, se asfixiaba ahora en las consecuencias de su mala gestión, su codicia y un histórico desprecio a la investigación y a la educación. Eso sí, tenía muchos aeropuertos y quizá más centros de convenciones que ningún otro país del mundo.
La indignación, que con tanta fuerza había prendido, se fue convirtiendo en desesperanza en algunos casos y emigración en otros. Los más fervorosos defensores del movimiento se refugiaron en asambleas locales y listas de correo. La corrupción, por su parte, siguió siendo democráticamente avalada y las ideas conservadoras accedieron al poder. Incluso el Rey se rompió una cadera mientras intentaba cazar un elefante, lo cual constituyó una desgraciada metáfora de la situación nacional.
Diez meses después de la eclosión indignada, las autoridades gubernativas anunciaron una amnistía para los evasores fiscales y recortaron todos los presupuestos públicos, también las partidas de ciencia y educación, excentricidades de ricos que, como todo el mundo sabe, carecen de sentido en los tiempos difíciles.
Y mientras la nación se derrumbaba con esa entereza que da el espíritu de perdedor histórico, los indignados se dejaban ver en este desahucio y en aquel titular. En manifestaciones, pegatinas, pies de foto y tuits. Algunos les daban por muertos, pero ellos tozudamente se negaban a morir.
El Gobierno anunció una modificación del código penal para sancionar con cárcel la convocatoria online de protestas callejeras, así como la resistencia pasiva a la autoridad. Es decir, se penó la indignación. Quedarse sentado en el suelo, mirando en silencio a un agente del orden, estaría castigado con penas de hasta cinco años de sombra. Austeridad también en los derechos y libertades.
Y así concluye la historia de este país, con un lento fundido a negro y créditos en forma de citaciones judiciales. Sin un inesperado giro de trama final. Sin moraleja.
Quizás algún día, dentro de una o dos hipotecas, alguien recuerde todo esto y adivine qué significó, si es que significó algo. Quizá la Historia lo olvide, o quizás el destino sea cínico y alguno de los indignados que clamaba por las calles acabe como presidente del Gobierno.
Cosas más raras se han visto en este país.