¿Te impresiona volver a vivir a Buenos Aires?, me pregunta Agos. Me parece
un sueño, le contesto. ¿Un sueño volver? No, es como si estos diecisiete años en Europa hubieran sido un sueño. No te hagás el rarito vos, me dice Agos. En estas semanas nos bajó una urgencia por visitar ciertos lugares. Como quien necesita hacer acopio, como para llevarnos pedazos de Europa antes de irnos. Estuvimos en Atenas, en Santorini, en Naxos, en Como, en Verona, en Milán. Cada tanto yo leía en los diarios sobre lo que iba a pasar si Grecia salía de la moneda única o si España entraba en quiebra, y sobre el fin probable de la Unión Europea.
¿Hubo un sueño europeo? Hace años, me acuerdo, me llamó la atención una fórmula de Régis Debray: la Europa helvética. Era un complemento de circunstancia —“En la Europa helvética…”—, pero me interesó más que el sujeto y que el predicado. Yo estuve una sola vez en Suiza y pasé casi todo el tiempo borracho, pero creo que entiendo lo que quiere decir Debray. No solo la cuestión de la neutralidad, no solo la idea de una Europa que después de 1945 soñó con expulsar más allá de sus murallas a la violencia, sustituyéndola por la concordia, la justicia, la cultura y los acordes del Himno a la alegría de Beethoven, mientras deja que Estados Unidos haga el trabajo sucio. No solo eso, digo, sino el costado avaro, friolento, gotoso, el costado discretamente histérico y sospechoso de un secreto sadismo, que podemos relacionar con aquella palabra. Tertuliano, uno de los padres de la Iglesia, dijo que uno de los goces más importantes en el paraíso será que los elegidos podrán ver desde ahí los tormentos de los condenados en el infierno. De esa clase de sadismo hablo. El sadismo de los débiles. Porque si ya entonces la idea de salvación estaba relacionada con tener un sillón cómodo y una tele que pase las veinticuatro horas el reality del infierno, las cosas no cambiaron con los acuerdos de Maastricht. El sueño europeo, es verdad, empezó como un apretón de manos entre viejos rivales, con la comunidad del acero y el carbón entre Francia y Alemania. Dos antiguos enemigos se han mirado a la cara, tronó para el bronce el general De Gaulle, y han encontrado que se aprecian. Antes el padre del invento, Maurice Schumann, había resumido la consigna: “Hacer que una nueva guerra entre Alemania y Francia sea no solo imposible, sino inimaginable”. Después, el sentido de Europa fue no ser la Unión Soviética. Y después, cuando la Unión Soviética dejó de existir, fue no ser el resto del mundo, es decir el infierno.
En 2004, cuando yo vivía en Gerona, tomé este apunte, en la librería 22, apoyado en una pila de ejemplares de La sombra del viento: “Novelas de nazis para sentirse buenos, novelas de la Guerra Civil para sentirse rudos”. El engolosinamiento con esos dos temitas expresa, más o menos, toda la ética política de los españoles: volver a matar una y otra vez, ritualmente, en efigie, a la bestia fascista, para dispensarse de pensar en formas más actuales y más problemáticas de autoritarismo, como el poder de la banca o la tecnocracia de Bruselas. Este año, en Barcelona, en un taller literario, tuve que corregir quince novelas escritas por españoles. Nueve trataban sobre la Guerra Civil. En todas, los fascistas eran gente muy mala.
Esta semana me compré el nuevo libro de Régis Debray: se llama, en el original, Elogio de las fronteras. Supongo que nunca se traducirá al castellano, no tanto por polémico, ya que la polémica se supone que vende, y además Debray ya está catalogado como sulfuroso, políticamente incorrecto y otros adjetivos de mierda, sino porque es un libro muy francés, dirigido sobre todo a los franceses para molestarlos y mortificarlos en sus francesas convicciones. Vivimos, dice, en una época donde todo lo que es admirable tiene que llamarse sin fronteras: Médicos sin fronteras, Actores sin fronteras, Buzos sin fronteras. En cualquier momento, Aduaneros sin fronteras. Eso me hizo reír. Creo que ocho años en Francia me formatearon de manera irreversible ciertas partes del cerebro, incluido el humor. Pero después Debray se pone serio. Por un lado, dice, la glorificación universal de la ausencia de fronteras tiene lugar mientras las fronteras, en los hechos, suman y ganan. Desde 1991 se agregaron en el mundo veintisiete mil kilómetros de fronteras. Lo cual, se me ocurre a mí, quizá sea sobre todo un síntoma de vitalidad. Lo que define a una célula viviente es su membrana. En el Génesis, para crear el mundo, Dios empieza por separar la luz de la oscuridad. Zeus separa al andrógino para crear al hombre y la mujer. Separar, delimitar, establecer fronteras, es la condición para que algo pueda crearse. Crearse y además mantenerse vivo. Porque la frontera, por definición, no es un límite infranqueable, sino lo que regula el tránsito. Palabra que hace pensar (pienso yo) en las llamadas, que tanto se escucharon en décadas pasadas y también ahora, para desregular el comercio, las transacciones bancarias, el mercado hipotecario, y que algo tienen que ver con la crisis que atormenta ahora a Europa. Y prosigue Debray: la frontera se opone tanto al movimiento indiscriminado como a la separación completa. Ahí donde desaparece la frontera, aparecen muros, como en Cisjordania o Jerusalén. Y yo de nuevo pienso en la sabiduría convencional que encontré, a lo largo de los años, en revistas inglesas, en realities alemanes, en los baños de facultades francesas, en charlas en las playas españolas con vendedores de cerveza. No tengas miedo al otro. Respeta la diferencia. Apoya la diversidad. Pero el elogio incesante de la diversidad disimula la absoluta imposibilidad de lo diverso. En el sueño europeo, respetar la diversidad significa en realidad ninguna diversidad es admisible. Empezando por lo primero, la educación. En los colegios de Europa occidental, como nos recuerda David Brooks, impera una cohesión cultural que premia únicamente a una clase de persona: la que es protectora, colaborativa, disciplinada, prolija, estudiosa. Los que no corresponden a ese patrón de comportamiento —o no pueden acoplarse a él— quedan afuera, y la porción mayor de esos excluidos, por alguna razón misteriosa, tienen cromosomas XY: niños varones. Para salir adelante en el colegio es necesario abolir también la frontera entre los sexos y los temperamentos: comportarse todos, o por lo menos fingir comportarse, como niñas buenas.
Creo que yo también, cuando me fui a Europa, en 1995, tenía la aspiración de volverme indiferenciado. Me acuerdo (me da vergüenza, pero me acuerdo) de estar en la esquina de Corrientes y Pueyrredón en un embotellamiento y pensar, locamente: allá esto no va a pasar. Como si en Europa los embotellamientos no existieran, como si Europa fuera la libertad de circulación. Lo cierto es que acá nunca tuve auto. Me acuerdo también que no quería ser francés. Ni español, ni argentino. Quería carecer de membrana, poder confundirme con cualquier nacionalidad, cualquier edad, cualquier temperamento, cualquier sexo. Que cualquier identidad pudiera servirme como vehículo. Después supe que hay una forma de vida que se reproduce de esa forma, los virus. Yo invocaba la ideología de la alta cultura, ese invento de los románticos alemanes, que pregona la elevación por encima de los mezquinos intereses de nación, de clase o de familia, y que en la práctica le resulta muy funcional a quien, por debilidad o temor, quiere evitar caerle mal a nadie y aspira a fin que no ocupa espacio alguno y por lo tanto no le quita el asiento a nadie en el colectivo. Pero lo que define a una identidad no es el nombre que te das o el discurso con el que elegís arroparte, sino aquello o aquellos que se te oponen; el reconocimiento de que tus deseos, tarde o temprano, serán contrarios a los deseos de otros. Sin alegría, sin amargura, con humildad, te decís: tengo adversarios.
Estábamos buscando con Agos un lugar donde comer en El Pireo cuando encontramos un mitin del PKK. Había banderas con la hoz y el martillo, se escuchaba La internacional en los parlantes. Llamaban a salir del euro y del mercado único y a destituir al gobierno de tecnócratas instalado por el golpe institucional de los banqueros. El clima era tranquilo, la gente parecía contenta, como si hubieran logrado algo. Cruzando la calle, sobre el muelle, había otra asamblea, esta de militantes ultracatólicos. Los católicos eran un poco menos pero sus altoparlantes tenían mejor sonido. Ninguno de los dos grupos se daba por enterado de la existencia del otro. El puerto estaba medio oscuro y los lugares para comer eran caros. Agos dijo que estaba cansada y volvimos a comer a Monastiraki.
El matrimonio de viejos que nos alquiló una pieza en Verona nos contó que los frescos del cielorraso, originales del siglo XVII, se habían caído en parte durante los bombardeos alemanes. Quedaba alguna cara, alguna teta trunca. Es una parte de la Segunda Guerra a la que siempre le di poca bola, no sé bien por qué. Cuando Italia cambia de bando en 1943, los nazis la castigan con todo. El puente de piedra de Verona, uno de los más hermosos del mundo, fue derribado. Hizo falta reconstruir catedrales enteras. A la noche, leí un artículo sobre los efectos de una retirada alemana de orden diferente. Hoy los europeos del sur le apuntan a Alemania, como escribió Nabokov, “con gritos destemplados, como una amante despechada con un revólver”. Si no elevan el monto de los rescates, si no emiten eurobonos, si no bajan las metas del déficit fiscal, no los queremos más, los llamamos nazis, la moneda única se cae y ustedes saben que eso será terrible. Pero los alemanes quizá ya no lo encuentran tan terrible. Como esas esposas que empiezan el duelo de su matrimonio años antes de separarse, Alemania lleva más de una década volcando sus exportaciones a Rusia, China o Brasil y reduciendo el porcentaje de sus intercambios con la familia europea. Lo cual ayuda a explicar por qué, cuanto más fuerte le gritan, más se retira. Después de la última cumbre entre Monti, Rajoy, Merkel y Hollande, algunos pedazos más del fresco se habían caído.
¿A quién benefició el sueño europeo? Los banqueros lo fomentaban porque la ideología de la homogeneidad sin fronteras ni conflictos facilitaba la circulación de capitales y derivados terciarios; los maestros de escuela lo amaban porque, como dice Woody Allen, los que no pueden hacer enseñan, y los que no hacen odian el entramado de conflictos y oposiciones que impera en el mundo de la producción; los hippoides y mochileros de la plaza Cataluña lo amaban porque les permitía aparecer ante las chicas nimbados del prestigio que da estar a la cabeza de la historia, y así conseguían mojar cada tanto; la clase globalizada con avión privado lo predicó porque de cualquier manera estaba acostumbrada a ver el mundo como un aeropuerto donde las tiendas siempre son duty free y el único idioma que suena en los altoparlantes, el globish english. Ahora el sueño se desmadeja y es posible que deje lugar a un despertar brutal o al sueño todavía más loco de unos Estados Unidos de Europa, pero yo no estaré para verlo.