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El rey de los helados

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Un cuento sobre el Buenos Aires marginal de los años cincuenta, o el coqueteo de Enrique Symns con la delincuencia juvenil. Incluye versión en audio por un maestro de la escena porteña: Luis Ziembrowski.

No hubo transición. La adultez fue una ropa que me pusieron como si fuera un presidiario; nunca dejás de ser niño, te obligan a dejar de serlo.

El asesinato de la infancia se comete en los colegios y los maestros y profesores son los especialistas en cometer ese crimen. Mis padres jamás me enviaron a la escuela. No hice primaria, ni secundaria, ni universidad. Pero igual me dañaron severamente al mudarse de un pueblo a la ciudad.

Compraron un departamento en Barracas y dejamos Monte Grande donde yo había vivido los trece años mas mágicos, misteriosos y esquizofrénicos de mi vida. Me escondieron en el último cuarto, el más pequeño, y para protegerme de ese horror que son las paredes de un edificio comencé a desarrollar mis tácticas obsesivas (las sábanas y las frazadas no podían tocar el piso, los cordones de las zapatillas no debían en modo alguno tocar el piso y la puerta del ropero debía estar siempre cerrada).

Buenos Aires me parecía una ciudad aterradora. Nadie andaba dando vueltas, perdiendo el tiempo ni esperando encontrarse con otro. Nadie estaba en su lugar, sino que se dirigían hacia algún ignoto sitio o regresaban desde allí y por lo tanto estaban ausentes. La ausencia es el mayor delito que se puede cometer contra la existencia. Mientras estamos ausentes es que realizamos las mayores vilezas de nuestra vida.

Triste, con un dolor que me penetraba como una jeringa y que yo ni siquiera sabía identificar como dolor, acorralado sobre los muros de una vida miserable debido a la traición de una mudanza con la que no estaba de acuerdo, abandoné Monte Grande, mi pequeño mundo lleno de recodos y escondites, de aromas a eucaliptos quemados, entre gallineros y galpones, cuevas y azoteas, y me sumergí en el océano de lo anónimo.

Me escapé varias veces de mi casa y la policía me trajo de vuelta otras tantas veces. A los a catorce años conocí las celdas y los patrulleros. Con el correr de los años me acostumbré a la ciudad. Es la maldición del mecanismo de adaptación forzosa: sos capaz de adaptarte a vivir en el cagadero del infierno.

Mi madre, para complacerme, me compro un enorme tocadiscos Winco. En ese tocadiscos escuché un disco alucinatorio de Santana: se llamaba Abraxas y fue la música de fondo de mi andar de esos días. Me despertaba todas las mañanas canturreando una frase maravillosa del escritor francés Francoise Mauriac con la que comenzaba su libro “Carne y Cuero”. La frase era muy simple: “esta mañana me desperté fresco y animoso”. Esa forma de despertar es la mejor que pueda sucederle a un ser en este mundo, y cuando acaece es que te encuentras en estado de gracia.

Tenía una máquina de escribir Remington y durante esos años intenté convertirme en escritor. Escribí dos novelas. La primera (influido por “Crimen y castigo” de Fedor Dostoievski, que era la delicia de los adolescentes torturados) se llamaba pomposamente “Nosombre” y fue el manual de una forma de escribir que estaba en extinción. La segunda, “El cazador de la noche”, fue un proyecto más ambicioso desde el punto de vista narrativo. La complejidad de la trama la hacía ininteligible. Ambas novelas estaban muy mal escritas y yo lo sabía. Mis cuentos eran un tanto más misteriosos, con poderosas influencias de Lewis Carroll y Franz Kafka.

Esa era mi nueva vida, escribir seis o siete horas por día y luego guarecerme en mi nuevo paradero, el bar Kinteto, en la esquina de Uspallata y Montes de Oca. Todavía está ahí, aunque con otro nombre y deshabitado de todo misterio.
En aquel entonces yo tenía dieciséis o diecisiete años. Ese bar fue un nido de pistoleros y ladrones que vivían a pocos metros, en el yotivenco de Uspallata.
Desde muy niño descubrí que el escondite de la sabiduría estaba en los bares y que en las casas donde vivían las personas nunca había más que problemas malolientes, que la gente se deleitaba en generar. En buscar las soluciones a esos problemas consiste la maldita vida de la gente. Un día se dan cuenta de que la muerte los está acechando y envejecen sin vergüenza con la velocidad de un relámpago.

Mientras holgazaneaba en el bar y trataba de embriagarme, conocí a Gerardito. Era un muchacho más chico que yo, pero más avezado. Un morocho muy atractivo, de ojos chispeantes, que estaba viviendo la transición hacia la adultez. Sus modales y la impostación de su voz eran la de un tipo grande y pesado, pero su risa y la mirada traviesa denunciaban al niño que intentaba enmascarar. Era un negrito y estaba noviando con una muchacha del barrio, pero le gustaban las raras hembras del centro que solían sentarse a mi mesa. Cuando le conté de mi insolvencia enseguida me propuso trabajar vendiendo helados. Me explicó que él ya había empezado y que, con un poco de astucia, se ganaba para la diaria.

Palito, bombón, helado

La sucursal de distribución de los helados Sancor estaba ubicada al lado mismo del bar y la regenteaba un hombre con cara de malo y fama de bien pesado; le decían Don Roque, y ese “don” tenía el significado de la antigua usanza: había sido pistolero, ahora era capo. La idea me atrajo, pero tenía miedo de fracasar y ganarme a un enemigo.

Don Roque trataba muy mal a los malos vendedores y, cuando Gerardo me presentó, evidenció sin disimulos que yo no le parecía más que un pedazo blando de mierda. Pero aceptó probarme.
Diablos, tenía casi diecisiete años y si no servía siquiera para vender helados, estaba perdido. Todas las mañanas había que salir en bicicleta con el uniforme blanco de Sancor y la heladera llena de palitos y bombones (lo que más se vendía) y también las tacitas que los demás vendedores nunca conseguían vender por su alto precio.
Todas las mañanas, con algo de vergüenza, evitando las calles donde podía ser reconocido por algún vecino, cargaba la heladera en la bicicleta, me ponía la chaqueta blanca y la gorra, atravesaba Barracas y me iba hasta la Boca.

La calle Caminito y el Museo Quinquela Martín eran visitados por centenares de turistas y escolares en excursión. Era un punto de venta excelente, pero ningún otro vendedor se había atrevido a elegirlo. Los vendedores de Noel, que iban con carritos lujosos y mucha mercadería, pero con precios menos competitivos que los nuestros, tenían la exclusividad de la zona, ya que habían arreglado un porcentaje con la pequeña mafia que manejaba los negocios de la calle Caminito.

Tuve mucha suerte. Durante tres días pasé desapercibido, casi invisible para los competidores.

Yo vendía los helados sin mucho aspaviento pero con elegancia, y si la cara del cliente me daba permiso, le cobraba el doble. El tercer día me gané la lotería. En la primera hora de trabajo vendí todo el cargamento (incluidos los vasitos) y tuve que llamar de urgencia a Don Roque para que me trajera otra heladera en su camioneta. Antes del mediodía vendí la segunda carga. Fue el record nacional para un vendedor de helados Sancor. Se discutió durante varios días y nadie recordaba una venta tan grande realizada durante tan corto tiempo.

De inmediato me convertí en el rey de los heladeros.

Esa noche, Don Roque, que adoraba el dinero más que a su propio hijo, me dio un sitio en su mesa del bar y me convertí en su protegido. Como todos los tipos malos y ambiciosos, Don Roque podía conquistarte el corazón si se lo proponía. Cuando abrió las puertas de su rostro feroz y me sonrió, sentí como si fuera el auténtico padre que había estado buscando. Un hombre que le iba a dar un rumbo a mi destino.

Y así fui conociendo la fauna del bar.

El tipo más querido de Kinteto era un taxista al que llamaban Queso y Dulce. Había pasado un par de años en la cárcel y esa reclusión lo había convencido de retirarse del delito. Sin embargo le gustaba la pelea, era un peleador callejero de gran prestigio. Enorme, muy alto y fornido, pero como contraste tenía una cabeza muy pequeña y todas sus facciones se apretaban en ese rostro diminuto. Manejaba un taxi y lo suyo consistía en joderle el bolsillo a los turistas extranjeros o del interior que pescaba cerca de las estaciones. Cuando tomaba unos tragos de más buscaba camorra. Nunca con los jeques del bar. Siempre con paraguayos peligrosos o con cualquiera que le pareciera pesado. La conversación de Queso y Dulce, si se la escuchaba superficialmente, aparecía como sin relieve, sin fondo ni superficie. Después descubrí que, al igual que todos los habitantes de ese clan, era una forma de hablar en clave, un poco para probarte y otro poco para pasarte por arriba.

Me hice muy amigo del Viejo Chaina. Tenía setenta y cinco años y se había jubilado de los hechos grandes. Nunca me cansaba de escuchar las historias delictivas de su juventud. Dudo mucho que haya historias más interesantes de ser escuchadas que aquellas que se refieren a asaltos a bancos, tiroteos y fugas. A través de su voz escuché por primera vez la leyenda del Gauchito Gil, una historia que sigo escuchando hasta hoy en la boca de los periodistas e intelectuales más despreciables.

El trabajo del Viejo Chaina, el único que le permitía la edad, consistía en trascurrir las mañanas en la estación Constitución mezclado entre la chusma de turistas que partían o llegaban de Mar del Plata. Era muy hábil para la punga y robar los equipajes era un juego de niños para él. El grave problema del viejo eran los policías ferroviarios, que también se ocultaban disfrazados entre la chusma para atrapar a tipos como él. Todas las tardes, cuando el Viejo demoraba su regreso, empezaban las apuestas sobre si había caído preso o no.

El más cínico en ese juego de apuestas era el tipo más elegante, al que llamaban Pototo, del que se comentaba era puntero de los radicales y su especialidad consistía en sacar a todo el mundo de la comisaría a cambio siempre de algún favor.

Agotado por la tensión, el Viejo Chaina siempre aparecía con maletas a veces llenas de bombachas o vaqueros sin valor y, en ocasiones afortunadas, con valiosos equipos de fotos y trajes caros.

La mejor mercadería se la disputaban sobriamente Pototo y Don Roque. Pototo era un tipo que me resultaba difícil de tragar, me indignaba su porte canchero, su capacidad de percibir la debilidad de cada persona y exponerla públicamente. Unas semanas después, sin embargo, me hizo un favor inolvidable.

Mi amigo Gerardo tenía un compadre en Matías, también pendejo y también en busca de su destino, y ambos se dedicaban al choreo que estaba de moda en aquellos años: los pasacasettes. A buen precio se los compraba la mafia de Caminito que estaba regenteada por el dueño del local de artesanías que dominaba la calle. Yo a veces los acompañaba para tratar de aprender, pero como veía la yuta en cada sombra terminaron por echarme de esas rondas nocturnas.

El hermano mayor de Matías era El Huevo, un muchacho “grande”, también pesado, pero con una gran nobleza. (En la cárcel aprendí que señor se le dice a los asesinos, muchachos a los asaltantes y pendejos a los iniciados; mientras que jefe se le dice solo a los carceleros). El Huevo tenía un ojo que parecía estar durmiendo, pero que nunca sabías si también te miraba. Le decían Huevo porque ese ojo maltrecho tenía la mirada de un huevo duro. A mí me quería mucho y en varias ocasiones me ayudó en ciertos enfrentamientos. Después yo lo traicioné vilmente. El Huevo era cuidadoso y se dedicaba a todo un poco, y —si bien no era su preferencia— si había que ir de caño, iba de caño.

El consuelo de la muchachada era Marga, una prostituta joven, morena y sensual, de pechos grandes y generoso trasero. No se acostaba con nadie del bar. Como muchas prostitutas, ella dividía el mundo entre clientes y amigos; trabajaba en los bares de la Estación Constitución donde tenía protección policial.

Me falta mencionar al Gallego. Era el único que andaba siempre calzado. Recién salido de la cárcel, apareció repentinamente en el bar y su presencia cambió el clima. Jamás me prestó atención y los muchachos me aconsejaron que ni siquiera lo mirara a la cara. Era un “ojos de hielo”, como llaman en la cárcel a los asesinos despiadados. Uno de esos tipos que te matan por nada. Por suerte no iba seguido pero, cuando se instalaba, todo el bar giraba alrededor de su presencia; hasta Don Roque era amable con él y siempre intuí que también le tenía miedo.

Una tarde tremenda fui testigo de la humillación de mi amigo Gerardo. El pibe se sentó en la mesa de los grandes e hizo seguramente algún torpe comentario. El Gallego, sin decir palabra, le cruzó el rostro con un fuerte revés. Llorando por la humillación, Gerardo se fue del bar y desapareció durante algunos días.

Peligroso ascenso en la heladería

Recuerdo mis días como heladero y me da compasión ese tipo que yo era. Con tal de sentirme alguien ante los ojos del bar me bastaba con vender helados.

Después del éxito inicial, en los siguientes días comenzaron los problemas en La Boca. Primero fue el vendedor de Noel, un grandote con cara de buldog que me patoteó con la amenaza simple de cagarme a trompadas si me aparecía otra vez por ahí. Estremecido de miedo regresé al bar y conté mi desgracia. Por fortuna, Don Roque no esperaba de mí que yo enfrentara al enemigo. Al otro día, en la camioneta, me acompañaron el hijo de Don Roque, El Huevo y Gerardito.

Al buldog de Noel lo reventaron a trompadas, lo amenazaron de muerte y le exigieron que abandonara la zona para siempre. El gordo desapareció, pero el apriete no me devolvió la gallina de los huevos de oro. La mafia se cobró venganza. Estaba vendiendo con Gerardo una primaveral mañana cuando la policía vino por nosotros. En la comisaría nos pegaron unas cuantas cachetadas y si bien Pototo nos sacó enseguida, logrando que no mancharan más mis antecedentes, yo perdí el gusto por La Boca.

Así que me vi obligado a abandonar mi centro comercial preferido y salir a explorar nuevos territorios. Primero emboqué la salida del colegio en Las Catalinas, y como no alcanzaba para hacer la diaria atravesaba la ciudad a gran velocidad hasta llegar a otra escuela, en la calle Entre Ríos casi San Juan. Había más competencia. Pero yo tenía muchos trucos para ganarle a mis competidores. Sorteaba helados gratis. Y al principio de mi campaña varios niños se llevaron gratis un helado junto a la compra de otro. Después comencé a trampear los números y nadie sacaba un premio. Los niños se arracimaban alrededor de mi bicicleta y cada tanto me veía obligado a sacar un número premiado y regalar dos o tres helados. Conseguía buenas ventas, pero mis ganancias disminuyeron y el recorrido diario me agotaba. Realizaba aquel esfuerzo solamente para mantener mi prestigio.

Don Roque empeoró más mi destino. Haciéndome sentir como un hombre muy afortunado ante la oportunidad que iba a ofrecerme, una noche, después del tercer whisky, me pidió que trabajara los domingos, esta vez manejando un pesado bicicarro, para vender postres helados a las familias del Barrio Las Catalinas. Aclaró que me hacía el ofrecimiento exclusivamente a mí y que ningún otro heladero iba a competir conmigo. Si lograba hacer clientela, el porcentaje que lograría con aquellas ventas duplicaría mis ganancias actuales.

Esa noche regresé a mi casa agobiado por la propuesta. Otra vez la vida me acorralaba contra las obligaciones. Detestaba trabajar tanto como estudiar. El estudio degenera las propias ideas y el trabajo es pura esclavitud. Pero negarme significaba perder la simpatía de Don Roque, abandonar el bar y quedar otra vez expuesto a la nada. Siempre tuve pánico al anonimato. Esa era la nada para mí: andar sin rumbo entre nadie.

En esas noches sucedió un hecho que me unió un poco más a la pandilla de Don Roque. Al Kinteto concurría una nutrida clientela de paraguayos que habitaban en una pensión cercana. Formaban también un grupo cerrado que evitaba meterse en problemas con la mafia del bar, pero cuando se emborrachaban perdían los modales. Eran tipos que no sabían lo que era el miedo o, si lo sabían, se reían de él. En el Chaco he visto a cuatro paraguas, espalda contra espalda, peleando con una multitud.

Esa noche tres paraguas empezaron a hacerme bromas pesadas desde otra mesa refiriéndose a la hermosa chica que estaba conmigo. Las bromas fueron subiendo de tono a medida que yo trataba inútilmente de hacerme el desentendido. Hice que mi compañera se sentara de espaldas a ellos y ese gesto aumento la presión de las groserías verbales. El episodio fue percibido por Carlitos, el hijo de Don Roque, que le fue a contar al padre. Este apareció con una expresión feroz en su rostro. Y con un gesto de su dedo deslizándose lentamente por su garganta acalló a los paraguayos. Un rato después, a unas cuadras de ahí, mis agresores recibieron una apretada y nunca más aparecieron por el bar. Entonado por aquella demostración de lealtad, ese domingo salí a vender los postres helados.

Si bien no fue una buena tarde, hice varios contactos y sobre todo me hice popular, ya que regalé porciones de postres a los vecinos para que conocieran nuestra mercadería. El objetivo principal era ganarme la simpatía de los porteros para que me dieran acceso a sus edificios, así que traté de convencer a Don Roque de hacer una inversión. La idea era regalar un postre a los porteros que me parecieran apropiados, pero Don Roque era muy amarrete y se negó a regalar nada.

Comenzaron las desgracias. El día de la primavera fue una jornada de terror, hubo desmanes en toda la ciudad. Los heladeros que fueron a vender al Parque Pereyra Iraola fueron saqueados por las hordas de estudiantes y uno de ellos, en el tren colmado de pasajeros, fue testigo de una violación pública a dos adolescentes. Yo me conformé con la calle Santa Fe, que era la avenida elegida por los estudiantes para producir todo tipo de quilombos. Se pelearon como en Beiruth y mi carga también fue saqueada.
En esos días conocí a Marisa y me enamoré. Ya en el primer encuentro surgió el plan que iba a atravesarnos el destino. Eso es el amor: un plan de ellos dos que los terceriza.

En la picazón de la concha y de la pija, en el temblor de los besos y caricias, se esconde inadvertida, como una serpiente, la convivencia futura. Es el único modelo que existe: hacerlo igual que nuestros padres, repetir la tragedia que oscurece la luz del mundo. La seguridad es el principal enemigo del éxtasis. En cuanto el plan “vamos a vivir juntos” se inicia, el amor se esfuma como un pedo en el aire de las conversaciones. El amor es una promesa milagrosa que jamás podrá cumplirse.

En esos días suicidé mi oficio de heladero.
Uno de los porteros de Las Catalinas era un borracho sexópata que me invitaba a su cueva en el sótano del edificio para hablar de mujeres y tomar unos tragos. En aquella época yo era capaz de sostener una charla con el tipo más idiota del mundo y hasta demostrar interés.

A este portero le gustaban las púberes de doce o trece años, no más. Y yo, con tal de recorrer el edificio ofreciendo mis postres, le daba manija a sus fantasías. Luego de mi recorrido me metía en la portería y me quedaba allí bebiendo hasta el atardecer. En cierta ocasión el sujeto me dejó un largo rato solo en la portería mientras atendía distintos problemas del edificio.

Desde niño fui un experto revisor. Era como un detective y tenía un excelente olfato para encontrar las guaridas secretas del dinero, las golosinas o los objetos de valor. Apenas di un paseo por la cueva enseguida encontré, en una caja de madera malamente escondida en el ropero, las copias de las llaves de todos los departamentos. Cada una de ellas llevaba una etiqueta que señalaba el número y la letra del departamento.

Aquel hallazgo era muy valioso y no pude evitar comentárselo al Huevo.

Un hormigueo casi lujurioso nos recorrió a ambos.
Don Roque, con cierta desilusión por mi actitud, porque aquel plan me sacaría definitivamente del negocio de los helados, aprobó la idea. En su confusa y caótica ambición sin límites, Don Roque todavía era incapaz de negarse a un robo.

El siguiente domingo me robé las llaves.

Engañar al portero me daba mucha adrenalina. Yo era una imitación perfecta de su mejor amigo; juntos espiábamos a una morochita tetona del segundo piso y yo lo ayudaba a babearse usando mi verborragia masturbatoria.

En esos días, Marga tuvo su crisis. Ciertos canas que la amparaban en la estación habían intentado hacerle un “becerro” (una violación masiva), y llegó al bar estremecida por el episodio. El ataque se truncó, pero igual debió soportar los excesos anales de un oficial. En cuanto tomó unos tragos nos contó su historia, una muy parecida a la que han sufrido la mayor parte de las prostitutas.
Cuando cumplió doce años y fue de vacaciones a la casa de sus abuelos en Entre Ríos, el viejo la encerró en su cuarto y la violó. Le hizo el trabajo completo y Marga siempre tuvo la sospecha de que la abuela la había entregado. Se hizo prostituta a los diecisiete años.
Esa noche nos emborrachamos junto a ella tratando de darle consuelo, haciéndole creer durante unas horas que nosotros éramos su familia.

En esos mismos días, el bar Kinteto explotó como una bomba.
Queso y Dulce, siempre camorreando, le estampó un grosero piropo a una hermosa rubia que viajaba en un Falcon acompañada por dos ofiches de civil. El auto frenó en el medio de la avenida Montes de Oca, se bajaron los dos federicos, pistola en mano, y le dieron la voz de alto. Queso y Dulce hizo honor a su sobrenombre. Avanzó hacia ellos, le cacheteó las pistolas, los escupió y se fue ovacionado por todo el bar. Los ofiches se fueron, pero la cana nunca perdona. Queso y Dulce anduvo escapando por los techos del yotivenco durante varias semanas y el Bar Kinteto se convirtió en una comisaría.

El atraco que se cometió en el edificio de Las Catalinas en varios departamentos salió en un rincón pequeño pero notable de los diarios. Viví esos días aterrorizado. Afortunadamente en Las Catalinas nadie sabía mi nombre. Me fui a vivir al departamento que Marisa alquiló en Barrancas de Belgrano, en Soldado de la Independencia y Federico Lacroze. Y ahí fue donde me mandé una de las mayores canalladas de mi vida. Sabía que el escondite del dinero robado estaba en una de las heladeras del bar, y me lo llevé todo con la idea de desaparecer para siempre.

A los pocos días, cuando El Huevo comprendió mi traición, fue a apretar a mi padre. Le dijo, simplemente, “su hijo es boleta”.

Mi padre no tuvo la menor duda en lo que veía en los ojos de El Huevo, pidió un préstamo y de esa manera tan simple mis ex compadres recuperaron su dinero, con la solemne promesa de no tocarme jamás un pelo.

Cumplieron con su palabra. Un par de años después volví al bar y me senté por última vez con El Huevo y el resto de la pandilla. Me hicieron notar de inmediato la repugnancia que mi presencia les producía, pero ninguno de ellos ni siquiera me insultó.

Adiós muchachos

Transcurrieron casi veinte años, yo ya era periodista reconocido, cuando al subir a un taxi me encontré con Gerardito, manejándolo. Estaba obeso y pelado, pero conservaba sus ojos chispeantes de niño travieso. Fuimos a tomar un café y me fui enterando de la distinta suerte de aquella muchachada. El Gallego fue asesinado por la cana en Lomas de Zamora. Estaba bajando del auto cuando lo balearon. Ni siquiera atinó a manotear su arma. El Viejo Chaina murió en un asilo. Marga abandonó el oficio, consiguió un laburo de mucama en una clínica privada y limpiando los tachos se clavó una jeringa con HIV. No se murió. Vivía a cócteles y ahora era lesbiana. Don Roque murió de un infarto y su hijo vendió la concesionaria y puso una carnicería. El Huevo estaba terminando unas largas vacaciones en Devoto. De Queso y Dulce nadie sabía nada. Un día desapareció del yotivenco con todos sus petates. Gerardo, casado y con tres hijos, era tachero y ya no choreaba.

Nos despedimos y me quedé rumiando mi tristeza. A los de mi raza siempre les iba mal, una sombra siniestra nos acechaba para malograrnos. Y pronto su garra me alcanzaría a mí.

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