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Timbre a las tres

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El señor director escribe en la revista como si lo hiciera en su blog: dos páginas y buenas noches. Esta vez cuenta un extraño suceso nocturno que tiene continuidad.

Festejábamos la publicación de la Orsai número ocho en el bar de Buenos Aires, que estaba lleno de lectores, de autores y dibujantes. Había venido Pablo Perantuono a hablar con la gente sobre su entrevista polémica al Indio Solari, y también había venido Eduardo Salles, desde México, para contarle a los lectores sobre sus anti-publicidades en la revista. Era la segunda vez que yo estaba en el bar, pero por alguna razón me sentía en casa. Comequechu tiene la manía de contratar camareras y cocineros mercedinos, y entonces caminar por el bar es, para mí, reconocer caradeformes. En la cocina estaba el Ruso Kehr, lo descubrí enseguida y nos abrazamos. En cada mesa había un lector, un distribuidor, un autor. Todos con pizzas o con picada de salame mercedino. Es muy raro, para mí, volver cada tanto a Buenos Aires y que, en el corazón de San Telmo, haya un antro tan parecido a los bares de Mercedes. Esto que cuento pasó el último jueves de agosto, desde las ocho de la noche. La gente empezó a retirarse a la una. A las dos ya éramos pocos, y a las tres de la madrugada nomás quedábamos en el bar Chiri, el Colorado Ulmer y yo. El Colorado fue compañero nuestro de la escuela desde primer grado, e incluso vivimos juntos los tres, en Buenos Aires, durante años. (Él fue el protagonista de un cuento mío que se llama “Instrucciones para crear mundos paralelos”, en el que le hicimos pasar un momento amargo pero imborrable dentro de un ascensor.) Yo hacía más de diez años que no veía al Colorado y estaba muy feliz de que estuviéramos otra vez charlando y fumando juntos. Estábamos los tres solos. La conversación ocurría en susurros. Entonces sonó el timbre de afuera.

Fue un timbrazo largo, imperativo. Chiri, el Colorado y yo nos quedamos quietos, sin hablar, como suele hacer todo el mundo cuando no quiere atender la puerta. No sabíamos quién había del otro lado pero nuestra conversación era tan mercedina, tan llena de códigos, que cualquier ser humano del mundo habría roto la fluidez. No queríamos a nadie más en ese patio, estábamos bien, teníamos veinte años.

Pasó un minuto y el timbré sonó de nuevo. En general nos sentimos un poco inquietos cuando no atendemos los timbres: no es compasión por la persona que está del otro lado, sino angustia de no saber nunca quién era el otro, ni qué quería.

El timbre ya no sonó nunca más, y nosotros seguimos conversando hasta que amaneció.

Dos semanas después yo me había olvidado de esos timbrazos desatendidos. Estaba otra vez en mi casa de Sant Celoni, preparando esta edición de la revista, y entonces me llegó un correo largo, de letras apretadas. Lo reproduzco.

Me llamo Juan.

Nos conocimos en la presentación de la Orsai ocho, en el bar. Llegué muy tarde (tipo una y media de la mañana) y te pedí que me firmaras la número cuatro. Comequechu ya me la había firmado. También la firmó el Chiri. Si tuviera que elegir algo de todo lo que te dije para que me ubiques, sería lo siguiente: yo leo la Orsai como supongo vos y Chiri leían la Cerdos & Peces en los noventa. Creo que fue eso lo que te dije. Para mí leer Orsai es participar de algo histórico en el momento que está pasando. La Orsai es un hecho histórico. Como lo fue la Fierro, la Cerdos o la Caras y Caretas. Pero a esas me las contaron. No son mías. Orsai es mía. De mis temas. De mi época. De mis modos de producir, distribuir y consumir cultura. Orsai me llega. A veces pienso en un futuro distante, en el que uno de mis hijos, adolescente, presumido, todavía un poco subido a los pies de la estatua paterna, le dice a sus amigos: “Mi viejo tiene la colección completa de Orsai. Y la cuatro la tiene firmada por Comequechu”.

El jueves salí del bar movilizado por todo el asunto y me subí a mi bicicleta completamente tomado por la situación. Contento. Alegre. Un poco pasado de rosca. Pedaleé hasta mi casa con la cabeza llena de Orsai. La revista, la experiencia, el bar, los artículos, Chiri, Comequechu, vos, Quiosquito; Orsai. Para cuando llegué a mi casa estaba aceleradísimo. “Le debería haber dicho esto. Cómo no le dije aquello.” Y después pasé de pensar en lo que había pasado a lo que podía pasar. “Tengo que mostrarle a Casciari tal texto. No, mejor tengo que mostrarle tal otro. No, que ya es muy tarde. No, que no da. No, parezco un pesado.” Me fui a bañar. Bajé un cambio. Me metí en la cama y me puse a leer la Orsai cuatro. Arranqué por la nota de Albert Casals. Me inflamé. Me prendí fuego de pies a cabeza. La leí desesperado. Cerré la revista y empecé: “¿Este pibe le da media vuelta al mundo en silla de ruedas y a mí me da vergüenza mostrar lo que escribo?”. Traté de parar un toque la máquina. Y dormirme. No pude. Al final salí de la cama, prendí la computadora y me imprimí una historia que me parece respetable. No me quedaba resma de papel y entonces la imprimí en la parte de atrás de hojas que ya había usado. Eran casi las tres de la mañana y no iba a salir a comprar hojas.

Volví a bajar. Saqué la bici. Y pedaleé por Bolívar hasta el bar. Emoción total. Corazón al taco. Le estoy llevando una historia a Casciari. “¿Y si no está? ¿Y si no me la recibe? ¿Y si la recibe y no le da ni bola? No importa.” Lo importante era estar ahí, pedaleando a las tres de la mañana, sintiendo que estaba donde pasan las cosas.

Llegué al bar y ya no recuerdo la hora. Estaba cerrado. Toqué el timbre. Y flasheé con que apareciera Quiosquito, como el domingo que me abrió la puerta a las dos de la tarde y me vendió una revista, aunque estaba todo cerrado. Pero no pasó nada. Ni Quiosquito, ni Casciari ni nada. Me quedé media hora a ver si alguien salía. Nada. Al final (¿tres? ¿tres y media? no me acuerdo) decidí darme por vencido y volver a casa.

Me quedé dormido pensando que al día siguiente iba a escribir un mail como este. Pero no lo hice. Ni el viernes. Ni en todo el fin de semana. Empecé con las excusas. “Voy a parecer un pesado. Le deben llegar un millón de mails como este. Lo que escribo es una pedorrada.” Hasta que hoy, sábado, casi las seis de la mañana, me digo casi lo mismo que me dije en la cama con el artículo de Albert. Si él puede dar media vuelta al mundo…

Así que acá estoy. Escribiendo un mail al lugar donde están pasando las cosas. El mail tiene varios sentidos. Primero, volver a decir, ahora por escrito, lo que te dije el jueves. Segundo, contar lo que me pasó. Tercero, mandarte esa misma historia que había elegido llevarte en el arrebato nocturno. Sin tocarle una coma. Como viene. ¿Para qué? No sé. Si dejo correr la fantasía, para escribir en Orsai. Es un cuento corto. Se llama “La historia del Power Ranger Rojo”. Nunca salió de mi círculo de confianza de amigos y familiares. Pero siento que si hay alguien fuera de ese círculo al que tiene sentido mandárselo, es a vos.

Te mando un abrazo, Juan.

Nunca respondí este mail. Pero esta vez no fue por pereza (como la noche de los timbrazos) sino porque decidí contestar el correo de Juan desde estas páginas y agradecerle públicamente las dos historias. Primero la historia cruzada del timbre, que nos encontró en dos planos diferentes de la misma ciudad, y segundo el cuento que Juan imprimió esa noche y yo no leí entonces, sino algunas semanas más tarde. El cuento habla sobre las historias que nacen donde uno menos se las espera. Es un relato hermoso. Habría sido más fácil pedírselo a Juan para publicarlo en algún número del año que viene, pedirle una pequeña biografía y una foto (en lugar de googlear sus datos de manera clandestina), pero a veces lo más fácil es también lo más aburrido. Es más divertido el guiño de que Juan no sepa nada hasta hoy. Mientras escribo esto, a mediados de octubre, me imagino un día cualquiera de noviembre en el que Juan recibe su Orsai número nueve y llega a estas líneas, que son la respuesta tardía a un llamado que se oyó en el bar una noche y que, por pereza, atendimos tarde. Me imagino a Juan leyendo este párrafo y creyendo ser lector de la revista. Ahora, en cinco segundos, dará vuelta esta página, la cuarenta y tres, y descubrirá en la cuarenta y cuatro que ya no es lector de Orsai. Es un autor que acaba de tocar el timbre.

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