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La historia del Power Ranger rojo

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Hay historias que narran otra historia. En este caso el juego de palabras llega al infinito. Tanto, que el autor de este relato todavía no llegó al final. ¿Confuso? Adrede.

A mí me gusta escuchar las historias de las historias. O sea, no solo me gusta que me cuenten una historia, también me gusta escuchar cómo nació esa historia. A quién se le ocurrió, por qué se le ocurrió y cómo pasó de ser una idea más o menos sin forma a una historia completa. La que estoy por contar es la historia de una historia. La historia del guion de una película. De mi primera película.

Todo empezó en diciembre del dos mil diez. A mí me gusta decir «del dos mil diez» y no «de dos mil diez» porque suena mejor y las cosas prefiero decirlas como suenan mejor y no como es correcto. También prefiero escribir los números con letras, porque «dos mil diez» no es un número, es el nombre de un año, y los nombres escritos con números son un asco.

En diciembre del dos mil diez yo había pegado mi primer laburo en un programa en la tele argentina. A decir verdad, mi segundo laburo, porque el primero había sido en un programa muy chico, en un horario marginal (domingos a la medianoche) y encima era un programa cultural, así que no lo veía nadie. Este otro programa iba todos los días de nueve a diez de la noche, era una ficción y lo veía todo el mundo. Era una cagada sideral, pero considerando las circunstancias, yo estaba muy contento. Se llamaba Herederos de una venganza (hasta el nombre era choto) y era un culebrón copia fiel de la idea platónica de culebrón: chica ama chico y no pueden estar juntos por razones más bien pedorras, pero aparentemente desgarradoras. Ciento setenta y nueve capítulos de trunca pasión hasta que en el capítulo ciento ochenta comen perdices y cogen sin forro. Fin. Las circunstancias que me hacían estar feliz de escribir semejante cagada eran, para empezar, una gruesa cantidad de biyuya, que no solo cubría todos mis gastos, sino que también me permitió salir corriendo a comprarme un aire acondicionado, una bicicleta y un plasma. Las circunstancias también incluían mis ganas de hacer algo que saliera al aire y no otro guion comprado por una productora para guardar en un cajón, y que la autora que me convocara fuera S.C., responsable de éxitos como Locas de amor Trátame bien. En definitiva: un proyecto que era una mierda, pero que estaba comandado por alguien groso, que tenía aire asegurado y por el cual yo iba a cobrar buena guita. Así que ahí estaba yo, escribiendo (dialogando) el episodio nueve de Herederos de una venganza y, lo tengo que aceptar, ya me tenía los huevos llenos. En solo nueve episodios se me había agotado la paciencia para escribir giladas de venganzas y pasiones y gente que escucha secretos atrás de una puerta. Y esto no es una forma de hablar. En todos los episodios de Herederos de una venganza del uno al nueve hay alguien escuchando un secreto atrás de una puerta. Y en todos hay una escena con Romina Gaetani en bombacha, o en baby doll, o en toalla saliendo de la ducha. Y no de casualidad sino por explícito pedido de la productora. En fin. Ahí estaba yo, escribiendo el episodio nueve de Herederos, Luciano Castro en cueros, Romina Gaetani medio en pelotas, los dos mirándose como cerdos en celo, pero sin tocarse por alguna razón pedorra y aparentemente desgarradora. La verdadera razón era que los protagonistas no pueden coger en el episodio nueve, pero eso hay que enmascararlo con alguna excusa. Creo que era que él no podía dejar de pensar en su esposa muerta, o algo así, no importa, el hecho es que hacía treinta y nueve grados de calor, y como los tipos de la instalación no se habían dignado a venir, mi aire acondicionado descansaba en una caja mientras a mí me chivaban las manos sobre el teclado. En solo nueve episodios pasé de estar contento por mi nuevo trabajo a querer matarme y matar al hijo de puta que había creado Herederos. En ese contexto tenía que pensar un diálogo medianamente inteligente, cosa casi imposible de hacer cuando te sudan las manos y los personajes están medio en bolas. Si yo pudiera grabar un video-diccionario con definiciones audiovisuales de términos abstractos, la palabra frustración estaría representada por un guionista tratando de escribir una tira diaria con treinta y nueve grados de calor y un niño llorando de fondo. Porque —y acá es cuando realmente empieza la historia—, además del calor, me estaba fumando los llantos del hijo de mi vecina, que lloraba a full pulmón revienta alveolo Pantera doble bombo. El hijo de mi vecina se llama Fermín. Es adorable. Negrito, regordete, divino. Pero cuando llora lo querés ahogar en la bañadera. Lo adoptaron de Formosa, creo, y tiene esa característica que siempre me sorprende de los niños adoptados: se parece mucho a sus padres. En especial a su padre. Así que ahí estaba Fermín llorando al taco, dándole forma a mi entrada de video-diccionario y eso me impedía pensar en una línea de diálogo más o menos verosímil. De pronto paró y sentí el alivio. Silencio. Ahora sí, a escribir. Y entonces otra vez el llanto. La dejé pasar, me tomé un jugo de naranja con mucho hielo, me di un baño. Cuando volví a la computadora, Fermín seguía llorando. Como veía que esto no se iba a solucionar en el corto plazo, dejé mi silla, me puse una remera y fui a tocarle el timbre a María Elena, la madre de Fermín.

María Elena me abrió y ahí estaba Fermín llorando como si le hubieran amputado un dedo sin anestesia. Antes de que pudiera quejarme, María Elena me explicó todo. A Fermín se le había perdido un juguete, el juguete que más quería en el mundo, y estaba desconsolado. Un Power Ranger Rojo que tenía desde que nació. Fermín es un niño que llora bastante, en especial cuando su padre lo deja para irse a trabajar. No sé si es algo en particular de los niños adoptados, o solo de Fermín, pero cada separación de su padre suele estar seguida por cinco minutos de llanto incontrolable. Usualmente esto para cuando Fermín se abraza a su Power Ranger Rojo: una especie de chupete psicológico para la pérdida del padre. Yo lo sé porque María Elena es ama de casa y yo guionista. O sea que pasamos mucho tiempo solos en nuestras casas sin compañía de ningún adulto y cada tanto nos juntamos a tomar mate. Ella para tomarse un recreo de Fermín, yo de Luciano Castro.

Entonces lo que había pasado es que el padre se había ido de la casa y al no haber Power Ranger Rojo que lo consolara, Fermín no paraba de llorar. Y no había perspectivas de que se detuviera en el futuro próximo. Yo no me moría de ganas de volver a mi escena de Herederos, pero tenía que entregar ese guion en un rato, y el tiempo se me estaba acabando. Así que tomé cartas en el asunto, me acerqué a Fermín y largué una serie de monerías a ver si el pibe se distraía. No logré nada. Traté de jugarle al fútbol. Nada. María Elena me miraba con la ternura de quien aprecia el esfuerzo pero lo sabe inútil. Entonces tuve un rapto de inspiración y le dije a Fermín: «Yo sé dónde está tu Power Ranger Rojo» y Fermín dejó de llorar de inmediato.

María Elena me miró sorprendida. El Power Ranger estaba perdido, y no había modo de que yo supiera dónde estaba a menos de que me lo hubiera robado. Así que aclaré: «Tu Power Ranger se fue de viaje». Fermín me miraba intrigado, pero sin llorar. Seguí explicando. «El Power se fue de viaje. Se tuvo que ir a los apurones y no tuvo tiempo de despedirse. Yo me lo crucé en el ascensor y me dijo que te explicara a vos por qué se tenía que ir.»

María Elena me miraba más con incredulidad que otra cosa, pero lo importante es que Fermín no lloraba. Estaba serio, me miraba fijo, y sin dejar de mirarme me preguntó: «¿Por qué sé fue el Power?». Entonces proseguí: «El Power se fue porque la semana pasada le llegó una carta de su papá. El papá del Power le escribió a su hijo y le contó que estaba muy enfermo y que no sabía cuánto tiempo le quedaba de vida».

El golpe fue realmente bajo, pero ahora tenía toda la atención de Fermín. Este truquito se lo sabe cualquiera que haya visto películas para niños con los ojos abiertos. El fantasma del protagonista en las películas infantiles suele ser, en muchos casos, la pérdida de uno o ambos padres. Simba, Faivel, Nemo, Dumbo, Bambi, y siguen las firmas. La jugada de poner en peligro, hacer desaparecer o directamente matar al padre es tan vieja como efectiva. Por eso no me sorprendió que Fermín quedara atrapado por mi relato de la posible muerte del padre del Power Rojo. Seguí con la historia y le conté que, en la carta, el papá del Power le pedía a su hijo que lo fuera a visitar para estar de nuevo todos juntos: el Power Rojo, su mamá y su papá. Fermín estaba triste, pero había dejado de llorar. Crisis superada. Me fui hasta la puerta, saludé a María Elena y ahí Fermín largó un «¿y cuándo va a volver el Power?». La puta madre, pensé, inventáte algo. «El Power —dije— tiene que viajar muchos días por el espacio exterior para llegar a ver a su papá. No sabe cuándo va a volver. Pero prometió mandar una carta apenas pueda.» Fermín compró la mentira y por un momento pareció satisfecho. Antes de que me pudiera ir, Fermín ya estaba repreguntando: «¿Cuándo va a llegar la carta?». El pibe me había clavado un Tramontina en el ventrículo derecho y antes de que me lo pudiera sacar, le dije que no sabía pero que ni bien la tuviera iba a venir a leérsela.

Volví a mi casa y ahora Fermín no lloraba. Podía sentarme a escribir Herederos de una venganza sin interrupciones. El problema era que ahora solo podía pensar en el Power Ranger Rojo.

La mejor manera de escribir algo es tener que escribir otra cosa. Por eso, obligado a narrar los avatares amorosos de Luciano Castro, me sentía impulsado a escribir la próxima carta del Power Ranger Rojo. La escribí de un tirón. Eran cuatro carillas en la cual el Power describía su nave espacial, los preparativos y el despegue de la Tierra. La revisé, la imprimí y volví a la casa de Fermín, esta vez con la carta del Power. Se la leí y el niño estaba completamente absorbido, carcomido por la duda acerca de si el Power podría llegar a casa antes de que su padre muriera. Al final de la carta, el Power se comprometía a escribir una misiva cada día.

Al día siguiente volví con otra carta. Y así durante una semana. Le conté cómo el Power se tuvo que enfrentar a unos perros salvajes de Marte que le querían comer las gomas de su nave (la nave tenía gomas porque también era carro de asfalto lunar), y también le conté la desesperación del Power cuando a su nave se le quemó una bujía en la primera rotonda después de Júpiter. En otra carta conté que en un asteroide perdido el Power conoció a un pibe que vivía solo y se la pasaba leyendo y el pibe, cansado de vivir solo, se había sumado a la aventura. Ahora que tenía con quién charlar, el Pibe Solitario no paraba de hablar. El Pibe Solitario se sabía un montón de libros de memoria y se los recitaba al Power sin olvidarse ni una coma. Esto al Power lo ponía contento porque en la nave no había radio ni equipo de música. En otra de mis cartas, la más lograda a mi entender, conté cómo el Power y el Pibe Solitario habían parado a comer en una parrilla cerca de la Galaxia de Andrómeda en la que atendía una chica muy linda pero un poco triste. El Power le preguntó qué le pasaba, pero la chica no contestó. El Power enseguida se dio cuenta de que la chica, además de ser muy linda y un poco triste, era muy tímida, y entonces le dijo que si no quería hablar que no hablara, que igual podían ser amigos y hablar de otros temas, porque él sabía que a veces no nos gusta hablar de las cosas que nos ponen tristes. La Chica Tímida se puso muy contenta porque no tenía que hablar de lo que la ponía triste y también se sumó a la aventura. En otra carta relaté el episodio en el cual la Chica Tímida finalmente cuenta lo que la pone mal. Su papá se había separado de su mamá y ahora vivía en otra ciudad con otra señora y tenían otra hija. Y aunque él la llamaba y le preguntaba por el colegio, la verdad es que lo veía muy poco y eso la ponía triste. El Power escuchó todo el relato de la Chica Tímida, y aunque él no dijo nada, ella sintió que el Power la entendía y al final del relato le dio un beso.

Seguí con las cartas día tras día. Si para el mediodía yo no tocaba el timbre, Fermín le pedía a María Elena que me mandara a buscar. Le puse a las cartas mucho más amor y más empeño que a cualquier episodio de Herederos. Y a decir verdad, eran mucho mejores. Las aventuras del Power continuaron, hasta que llegó la gran carta final. El Power se reencontraba con su padre enfermo. Pero gracias a la ayuda del Pibe Solitario, que también se sabía de memoria varios libros de medicina, lograron curarlo. El problema, contaba el Power en su última carta, era que su padre ahora estaba muy viejito y débil y no podía ir a trabajar. Entonces su hijo lo tenía que reemplazar en el negocio. El Power le contaba a Fermín que le encantaría volver, pero que no podía. Se tenía que quedar a cuidar a su papá.

No terminé de leer la carta y Fermín me dijo: «Está bien. Que lo cuide al papá». Me quedé callado intentando entender qué era lo que había pasado, pero en seguida desistí porque hay ciertas cosas que son más lindas si no las embarrás con palabras. Lo importante era que ahora Fermín no solo no lloraba, tampoco extrañaba al Power Ranger Rojo. Unos días después tomé las cartas del Power y mi propia experiencia con Fermín y lo transformé en un guion de un largometraje. Se lo di a leer a algunos amigos y después lo presenté a productoras. La tercera fue I.S., una productora argentina que hace animación. I.S. compró el guion y tiene pensado producir la película en el dos mil trece. Va a contar la historia del Power Rojo, la de Fermín y sus padres y la del guionista que a partir de crear una ficción, descubre el modo de reencontrarse con su padre, al que no le habla desde que se fue de su casa.

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