Pascal Dorien vivía en Bel Air, el Bagdad de Haití, como algunos le llamaron, pero eso sería Cité Pendue, un barrio aún más indigente y brutal, donde cientos de chicos de la escuela secundaria que participaron en un concurso nacional de arte sacaron fusiles M-16, decapitaron cadáveres y escribieron cosas como «No es de buena educación disparar en los cortejos fúnebres» y «Estoy feliz de haber entregado mis armas. ¿Y tú?». Bel Air era en realidad un barrio de clase media. Tenía algunas iglesias protestantes y católicas, templos vudú, restaurantes, panaderías, tintorerías, y hasta cibercafés. Durante un tiempo no hubo guerras de pandillas; había solo una pandilla, cuyo cuartel general estaba en un almacén vacío y grande, pintado con murales de serpientes, leones y cabras, y Haile Selassie y Bob Marley. Las dos docenas de jóvenes que vivían en el almacén lo llamaban Baz Benin, por razones que solo al que se le ocurrió el nombre conocía a ciencia cierta. Esa persona, Piye, fue asesinada cuando un equipo de fuerzas especiales le disparó varias balas en la nunca, una noche, mientras dormía en su cama. El tiroteo fue en represalia por una serie de secuestros seguidos de muerte, algunos de los cuales habían sido cometidos por los hombres de Baz Benin y otros, no. (Los hombres de Baz Benin usaban entre ellos apodos de la realeza Nubia, también sugerían, en criollo, actos de amenaza: «Piye», por ejemplo, significa «saqueo»).
Los padres de Pascal eran dueños de una tienda y restaurante en Bel Air. Tenían un patio apenas más grande que los de sus vecinos hacinados, por lo que lo habían cerrado con láminas de metal corrugado oxidado, y allí, en cuatro mesas largas de madera, debajo de una serie de bombillas que colgaban de una ventana enrejada en el segundo piso, servían hasta treinta clientes por noche, si los clientes rotaban con rapidez. Vendían arroz y frijoles, por supuesto, y plátanos fritos y harina de maíz, pero su especialidad, durante mucho tiempo, fue carne de paloma frita.
Los padres de Pascal se habían mudado a Bel Air en un momento en que el barrio estaba habitado, en su mayoría, por campesinos que vivían allí temporalmente para que sus hijos pudieran terminar la escuela primaria. Pero a medida que los árboles de las provincias se convertían en carbón y las montañas cedían, licuándose en barro arrastrado hacia el mar, ellos, como los demás, se quedaron y criaron a sus dos hijos y al menos mil palomas que, a lo largo de los años, vendieron vivas o muertas.
El padre de Pascal había sido criador de palomas desde que era niño en Léogane. Había suspendido la actividad brevemente en los años ochenta, cuando algunos soldados vinieron y se llevaron sus aves, porque se rumoreaba que estaba criándolas para enviar mensajes a los invasores armados de la República Dominicana. Pero cuando la dictadura se derrumbó, sin ninguna ayuda de sus palomas, comenzó de nuevo. Para ese entonces la mayoría de sus clientes eran jóvenes nerviosos que querían hacer un ritual antes de su primera relación sexual: cortar la garganta de la paloma y dejarla sangrar en una mezcla de leche condensada Carnation y bebida carbonatada con gusto a malta. A veces sus padres venían con ellos, y después de que sus hijos habían tapado sus narices y tomado la bebida, los padres se reían y decían, mientras el cuerpo sin cabeza de la paloma seguía girando en el suelo, «Siento lástima por esa chica».
Era un ritual que los padres de Pascal no aprobaban. Pero por cada ave que era asesinada así se les pagaba lo suficiente como para comprar dos más. Añoraban en silencio los días en los que la gente compraba palomas como mascotas para sus hijos. Luego comenzaron a añorar los días en los que los clientes eran padres e hijos, porque de repente sus clientes eran solo hombres jóvenes y fornidos que se reunían en lo que en un principio llamaron «organizaciones populares» y luego pandillas. Los pandilleros, que también se hacían llamar chimés —quimeras o fantasmas— eran, en su mayoría, chicos de la calle que no recordaban haber vivido en una casa, chicos cuyos padres habían muerto o habían sido asesinados durante la dictadura, dejándolos solos en una ciudad superpoblada y sin ley. Más tarde, a estos jóvenes se les unieron deportados de los Estados Unidos y Canadá y algunos hombres de más edad del barrio, del tipo aspirantes a músicos de rap. Los lugareños de más edad estaban «conectados», es decir, los empresarios y los políticos ambiciosos los usaban para engrosar las filas de las manifestaciones políticas, dándoles armas para disparar cuando se necesitaba una crisis y retirándolos cuando se necesitaba calma. A veces, antes de estas manifestaciones, venían tantos hombres a buscar la mezcla de leche, malta y sangre de paloma que a los padres de Pascal los tentaba la idea de cerrar el negocio y no abrirlo más. ¿Cómo era que se habían convertido en aquellos en cuyo patio se torturaban y masacraban palomas? Finalmente liberaron sus últimas dos palomas. Durante un tiempo, las aves volvieron al nido pero entonces alguien en el vecindario debió haberlas atrapado, y los padres de Pascal nunca vieron a las aves de nuevo.
Aun así, con el dinero que habían hecho con las palomas, los padres de Pascal pudieron ampliar su menú. Compraron la casa de al lado y agregaron unas cuantas mesas más. El padre de Pascal compró una camioneta, que conducía de ida y vuelta entre Léogane y Puerto Príncipe, llena de gente y ganado. Sin embargo siempre estaba en el restaurante para la hora más ajetreada, desde las siete de la tarde hasta la medianoche, cuando los pandilleros, muchos de los cuales, para esa época, habían abandonado la política por el tráfico de drogas, ocupaban todo el lugar. Ver a estos niños pasar de ser vendedores a consumidores de lo que les gustaba llamar «el polvo del hombre blanco», verlos volverse irreconocibles entre ellos, hizo que los padres de Pascal se desanimaran y se asquearan, pero mantuvieron el restaurante abierto, ya que, y esto lo reconocían a menudo, la desgracia que había destruido el barrio que una vez había sido una especie de refugio para los pobres les permitió prosperar y enviar a sus hijos a la escuela, escuela que compartían con los herederos de la pequeña clase media del país. A pesar de que no podían permitirse lujos extras —vacaciones en los centros turísticos de Jacmel y Labadie, o veraneos en el extranjero con parientes emigrados— sus hijos estaban haciendo contactos que algún día podrían ayudarlos a conseguir buenos empleos y matrimonios. Con el fin de que sus hijos se fueran un día sin tener que mirar hacia atrás, los Dorien tuvieron que quedarse.
Jules, el hermano mayor de Pascal, ya había cumplido ese sueño. Había salido durante mucho tiempo con una chica cuyos padres estaban en Montreal. La muchacha había prometido que tan pronto como consiguiera su visa se casaría con Jules, para así poder mandar a buscarlo una vez que llegara a Canadá. Mientras tanto el gobierno había cambiado otra vez y las Naciones Unidas tuvieron que formar una nueva fuerza policial. Jules se había enrolado, a pesar de que era flacucho, medía apenas un metro y medio, y tenía una cabeza desproporcionadamente grande, un rasgo distintivo de la familia que le había ganado el apodo Tèt Veritab, Cabeza de Melón. Pero Jules se dio cuenta de que no podía ser un policía y vivir en la habitación que compartía con Pascal encima del restaurante de sus padres en Bel Air. Cada vez que arrestaban a un miembro de la pandilla del barrio lo culpaban a Jules. Así que se había ido a vivir con los tíos de su novia durante unos meses, luego se casó y abandonó el país. Pascal se había quedado, por supuesto, y una vez que Jules se fue, nadie lo molestó ni a él ni a sus padres.
Cuando no estaba ayudando en el restaurante o yendo a clases de computación en una escuela de formación profesional, Pascal trabajaba como redactor de noticias para Radio Zòrèy, una de las emisoras más populares del país. Como había crecido en Bel Air y había sido testigo de primera mano de los cambios allí vividos, Pascal imaginó que se convertiría en el tipo de periodista que podía hablar sobre el geto desde adentro. Una noche se le ocurrió una idea, mientras se dirigía desde la pequeña cocina de concreto que sus padres habían construido del lado de la calle —para tentar a los transeúntes con apetitosos olores— hasta la mesa donde Tiye, un jefe de pandilla, manco y calvo, bebía una cerveza y fumaba un cigarro enorme. Tiye (que significa «matar») tenía un brazo artificial de plástico y acero bajo una camisa blanca de manga larga y subía y bajaba expertamente su cerveza con los ganchos de metal brillante de la prótesis. Rodeado por tres entusiastas «lugartenientes», Tiye contó cómo, en la época en la que tenía ambos brazos, había abofeteado a un hombre, apretándole la cabeza entre los brazos y golpeándole los oídos. Se reía tan fuerte mientras contaba esto, que tuvo que secarse algunas lágrimas de los ojos.
Pascal, escuchando subrepticiamente, deseó tener una cámara de video, o por lo menos una grabadora. Quería que el resto del país supiera qué hacía llorar a estos hombres. No pueden seguir siendo chimès para nosotros por siempre, pensó. Su programa en Radio Zòrèy, si alguna vez se lo daban, se llamaría Fantasmas. Sería controvertido al principio, pero pronto miles lo sintonizarían. Una especie de voyeurismo enfermo los mantendría a la escucha todos los días, durante semanas, durante meses, con la periodicidad con la que se transmitiera. La gente reorganizaría sus horarios para poder escuchar el programa. No podrían dejar de hablar de él. «¿En qué anda la gente de las barriadas ahora?», dirían. Luego se sentirían estimulados a encontrar formas de aliviar los problemas de esa gente. El programa también incluiría psicólogos, sociólogos y urbanistas.
Al amigo de Pascal, Max, le gustaba este argumento de venta del programa. Max era un chico de clase media que vivía en otro tipo de barrio, mezcla de riqueza y desesperación. Max no era rico, como la mayoría de los chicos a los que su madre les daba clases en el Lycée Dumas, en las colinas de Puerto Príncipe, pero tampoco históricamente pobre, como Pascal, y eso se notaba en el pequeño pendiente de oro que siempre usaba en la oreja derecha. Max había comenzado en la emisora como dj de la tarde, cuando el rap Kreyòl —el hip-hop de los barrios pobres— estaba empezando a llegar a las radios. A veces, Pascal le prestaba a Max un CD de uno de los raperos aspirantes de Baz Benin y Max lo pasaba en su programa de música de una hora de duración.
«Estoy contigo, pero no voy a poder convencer a la gerencia», decía Max. Le hacía compañía a Pascal mientras traducía los cables de las agencias de noticias de ese día a lenguaje criollo coloquial para que el locutor los leyera. «¿Quién patrocinaría un programa como ese?».
«El gobierno debería patrocinarlo», decía Pascal. «Estaría ofreciendo un servicio público».
Pero, tal como su amigo lo había predicho, el gerente de la emisora lo rechazó. Unas semanas después, mientras Pascal mecanografiaba el guion de las noticias de la tarde, escuchó al gerente de noticias, un hombre tartamudo que había sido portavoz inepto de la policía, hablando sobre un programa llamado Homme à Homme, «Hombre a hombre». El programa consistiría en una serie de conversaciones en el estudio entre pandilleros y empresarios. «Van a discutir a fondo sus diferencias», escuchó que decía el gerente de noticias, «con la ayuda de un mediador entrenado».
El primer programa enfrentó al propietario de una fábrica de hielo que había sido robada por lo menos una vez a la semana durante los últimos seis meses con un líder de la banda de Cité Pendue, que se creía que había organizado las «redadas».
«¿Y qué esperaba?», le decía el jefe de la pandilla al líder empresarial. «Usted fabrica hielo mientras nosotros vivimos en el infierno».
El mediador, un haitiano-estadounidense que había sido entrenado por el FBI como negociador en casos de toma de rehenes, propuso lo obvio: que el empresario vendiera su hielo a un precio menor para la gente que vivía cerca de la fábrica, y que el jefe de la pandilla respetara la propiedad de los demás.
Pascal no estaba en la emisora durante la grabación, pero oyó parte del programa en su casa. No pudo oír todo el asunto porque estaba ayudando en el restaurante esa noche y las burlas de Tiye y su pandilla a los dos invitados de Homme à Homme eran demasiado ruidosas. Muchos de los pandilleros conocían el plan de Pascal —se había acercado tímidamente a algunos de ellos como posibles invitados para su programa—, y, mientras Pascal les servía cervezas, se burlaban de él, diciendo: «Hombre, te robaron la idea». Algunos de ellos trataron de retenerlo mientras colocaba las botellas en la mesa, como si quisieran exprimir la ira que sabían que crecía en su interior. Cuanto más se reían de él, más se enojaba. Se podía ver en la capa de sudor que se extendía en su rostro. Tiye seguía riendo cuando dijo:
—Pascal, hermano, no me gusta la forma en que ese masisi dijo que los chicos de Cité Pendue tienen que dejarlo tranquilo con el hielo. Debería ir a buscarlo y patearle el culo.
—Exacto —intervino uno de los lugartenientes.
—Pascal —dijo otra persona—, deberías patearle el culo al tipo que te robó el programa.
En ese momento sonó el teléfono móvil de Pascal. Era Max.
—Hombre —dijo Max— ese tipo te robó la idea y, ¿sabías que cuando lo puse en evidencia me despidió?
—No deberías haber dicho nada —respondió Pascal—. Ahora que perdiste tu trabajo, probablemente yo pierda el mío también.
Tiye y sus muchachos cantaban: Tenemos que patearle el culo.
—La verdad es que ya me lo saqué de la cabeza —le dijo Pascal a Max, mientras le pasaba una bandeja vacía a su cansado padre, que acumulaba la última comida de la noche en un plato para comer él mismo, con un cigarrillo colgando de sus labios—. Homme à Homme no es el programa que quería hacer. Yo quería hacer algo más carnal, más personal.
Después de terminar de hablar por teléfono, Pascal esperó a que Tiye y su banda se fueran. Su madre y las chicas del barrio que había contratado lavaban los platos sucios. Preguntó si podía ayudar, pero se negaron. El severo rostro de su madre, más oscuro que el fondo de la olla quemada que estaba fregando, nunca cambiaba. Era como si el calor de la cocina lo hubiera derretido y sellado. Incluso si nunca volvía a trabajar en su vida, la belleza que poseía cuando conoció a su padre por primera vez no volvería.
Esa noche convenció a su madre para que se vaya a dormir un poco más temprano que de costumbre, y luego él mismo se metió en la cama. En su habitación, donde había dos catres enfrentados en paredes opuestas, que él y su hermano habían pintado de color rojo brillante, sintió la ausencia de Jules en las entrañas. Si fuera más joven se hubiera puesto a llorar, como lloran los niños por sus madres.
Irse había sido más fácil para Jules de lo que todos habían supuesto. Los pandilleros lo habían amenazado cuando él era policía y por eso había pedido asilo político en Canadá apenas llegaron los papeles de su esposa. Ahora Jules vivía en Montreal, mientras Pascal dormía solo en esa habitación ridículamente roja, con la ropa colgando de los clavos que él y su hermano habían clavado en las paredes. Jules llamaba solo una vez por semana, los domingos por la tarde, a pesar de que podría haber llamado más a menudo. Pascal y sus padres tenían teléfonos móviles ahora, y los mantenían cargados y con minutos utilizables, esperando. A veces, mientras su madre ventilaba los vapores de la comida que cocinaba, dejaba escapar un largo suspiro mientras decía: «Me pregunto qué estará haciendo Jules ahora». La verdad era que Pascal siempre se preguntaba lo que estaba haciendo Jules. Incluso estaba pensando en pedirle a Jules que lo mandara a buscar. Si él se fuera, pensó, sus padres podrían finalmente dejar el restaurante y volver a Léogane, donde podrían criar palomas otra vez, para soltarlas por la mañana y verlas regresar a salvo al atardecer.
Pascal se fue a la cama con todos estos pensamientos arremolinados en la cabeza, molesto, decepcionado por el programa de radio. Ahora sería mucho más difícil venderle la idea a otra emisora. Los programadores podrían decir: «Pero Homme à Homme ya está saliendo al aire. No queremos darles a estos pandilleros tanta relevancia». Se durmió pensando que tendría que redefinir su idea, afilarla un poco. Tal vez tendría que sumarle música. Max podría ayudarlo con eso. Podrían pasar hip-hop urgente, palpitante, con influencias de reggae y, entre canción y canción, dejar que los vecinos hablen.
Todavía estaba durmiendo la mañana siguiente cuando una docena de policías, miembros de las fuerzas especiales, con los rostros cubiertos por pasamontañas, derribaron la puerta principal de la casa de sus padres, subieron a su habitación, le vendaron los ojos y lo arrastraron fuera de la cama. No le permitieron siquiera sacarse el pijama y vestirse, mientras su madre lloraba descontrolada y su padre gritaba que se estaba cometiendo una gran injusticia.
En el momento en que llegó a la comisaría más cercana, una pequeña multitud de periodistas de televisión, radio y periódicos —entre ellos su jefe— lo estaban esperando. La noche anterior, explicó la portavoz de la policía —una mujer de voz chillona—, se había producido un tiroteo en Radio Zòrèy. Habían visto a cuatro hombres con fusiles M-16 y ametralladoras saltar desde la parte trasera de una camioneta de color canela. Habían disparado a las puertas y ventanas del edificio de tres pisos, matando al guardia nocturno. La policía había arrestado a Tiye, el famoso jefe de Baz Benin, y él había mencionado a Pascal como el cerebro de la operación, la persona que lo había enviado a él y a sus hombres a hacer el trabajo. A Pascal no se le permitió hablar en la conferencia de prensa. Tuvo que quedarse de pie, como un decorado amenazante, rodeado por el todavía encapuchado equipo de fuerzas especiales, con las muñecas irritadas, esposadas a sus espaldas.
Hacía mucho calor en la habitación donde fue llevado para ser interrogado, con hedor a vómito fresco en el aire. Además de la silla de metal oxidado en la que lo obligaron a sentarse, con las manos esposadas aún, había una luz fluorescente cuyo parpadeo penetraba el paño negro que le cubría los ojos.
Durante el interrogatorio fue golpeado repetidamente en la nuca.
—¿Conoces a Tiye? —le preguntó uno de sus interrogadores, chupando de un cigarro y soplándole el humo en la cara.
—Sí —respondió Pascal, tosiendo. Sus pulmones parecían cerrarse. La presión forzó pedazos de la cena de la noche anterior hacia la chaqueta del pijama y, cuando se le permitió doblar el cuello hacia abajo, a su falda.
Las preguntas continuaron.
—¿Cómo conoces a Tiye?
—Él vive en mi barrio y, a menudo come en el restaurante de mis padres —tartamudeó.
—Eres un hombre grande, ¿eh? Tus padres tienen un restaurante en los barrios pobres. Tengo hambre ahora. Dame de comer. Dame de comer.
Los oficiales reían mientras él se atragantaba y lloraba. Para sus oídos, no había diferencia entre sus risas, sus burlas, y las de Tiye y su pandilla. Podrían haber intercambiado lugares y nadie se habría dado cuenta.
—¿Cuánto le pagaste a la banda de Baz Benin para que disparara a la emisora? —preguntó alguien.
—Nada… Yo…
—¿Entonces lo hicieron gratis?
Le tiraron agua helada en la cara. Presa del pánico, trató de levantarse de la silla, pero varias manos lo empujaron hacia abajo. Entre el humo, el vómito y el agua, sintió que se ahogaba.
Después del interrogatorio, lo dejaron solo en una celda húmeda. Esa tarde, su madre y su padre fueron a verlo. Se les permitió arrodillarse a su lado en el suelo, donde yacía en posición fetal, y quitarle la venda.
—Pascal, chéri. —Su madre lloró en silencio, mientras su padre la sostenía con una mano debajo de la axila y la otra firmemente apretada contra la espalda.
—Pascal, ¿es posible que hayas hecho una cosa así? —preguntó su padre. Su voz sonaba severa, como si regañara a un hijo.
Pascal negó con la cabeza. Le dolía la garganta, y podía saborear el vómito persistente aún en la boca. Sabía que su padre necesitaba que él negara todo para poder continuar con su lucha.
—No me están pegando demasiado —dijo, para llenar el silencio—. Todavía no, por lo menos. Ya ves que no tengo manchas de sangre.
La madre levantó la camisa del pijama sucio para buscar cortes, heridas.
—La abogada que tenemos para ti —dijo su padre—, el primo de la abogada es juez. Ella dice que va a tratar de mover rápido las cosas.
Años atrás, durante la dictadura, el padre de Pascal había tenido un tic facial, un entrecerrar rápido de los ojos y un temblor involuntario en la boca. Ahora el tic había vuelto. Hacía tanto tiempo que Pascal no lo veía que casi lo había olvidado.
—Probablemente te lleven a la corte, a Parquet, esta tarde —continuó su padre, a pesar de los espasmos en la cara—. Y luego, posiblemente, podrías ir a la Pénitencier, a la cárcel, por unos días, hasta que te saquemos.
Desde Montreal Jules le había dicho a sus padres qué decir y qué hacer. Jules había llamado a la abogada, que había representado con éxito a muchos de sus viejos compañeros en la policía en casos de corrupción, y le estaba pagando él mismo. También había llamado a muchos de sus amigos de la policía y a sus exjefes, entre ellos el Secretario de Estado, en cuyo reporte de seguridad había trabajado brevemente. Luego había llamado a la gente de Tiye, diciéndoles que Tiye debía haber entendido mal. Pascal nunca les habría pedido que dispararan a la emisora de radio. Si habían querido hacerle un favor, habían fallado.
Todas las personas a las que pudo contactar Jules, incluso el segundo de Tiye, le dijeron que se quedara tranquilo. El caso en contra de Pascal era un lamayòt, humo. No iba a quedar nada. Dale un par de horas más. Deja que se enfríe.
Pascal estaba en una vía rápida, al parecer. Después de que sus padres se fueron, un juez vestido de negro entró y le informó los cargos que se le imputaban. Por la tarde se presentaron más cargos. Ahora se decía no solo que era el autor intelectual de los disparos a la emisora de radio, sino alguien al que la policía había estado buscando durante mucho tiempo. Habían encontrado en él a un chivo expiatorio para una serie de crímenes no resueltos.
Debido a los gastos adicionales, la abogada pidió más dinero. Tenían que considerar comprar un juez, dijo ella. «Veinte mil dólares». Dólares norteamericanos.
«Esto es una especie de secuestro», gritó Jules por teléfono desde Montreal. Jules no había comido en todo el día. En su desesperación, estaba abandonándose también. Temía que su hermano se pudriera en una celda superpoblada en la Pénitencier o que desapareciera antes de que él llegara. Los padres de Pascal consideraban vender su negocio para comprar la liberación de Pascal. Esa noche, después de haber dormido durante la hora de la cena en su celda, con la cara apretada contra un surco fresco en el suelo, Pascal vio una fila de botas negras brillantes marchar hacia él. Le vendaron los ojos otra vez y lo echaron en el asiento trasero de un jeep de la policía.
—¿Quién lo protege? —preguntó el oficial que lo había empujado dentro del jeep—. ¿Qué le van a decir a la gente?
—Que cometieron un error —contestó otra voz.
Lo dejaron frente al restaurante de sus padres, a las diez de la noche.
Resultó que Tiye, había hecho algún trato con la policía por su liberación y la de Pascal. Se rumoreaba que después de convertirse en el jefe de Baz Benin, Tiye había recolectado pruebas altamente incriminatorias de mucha gente relacionada con las drogas, desde un policía de calle hasta los jueces del Tribunal Supremo. Cierto o no, se decía que tenía una gran cantidad de archivos, de videos y cintas de audio, de copias de los contratos y estados de cuenta bancarios, que guardaban familiares suyos en Miami. El día que lo mataran, o que lo condenaran por un crimen, ellos enviarían los archivos a un periodista determinado en el Miami Herald, que publicaría todo. Más tarde, esa noche, Jules festejó en el teléfono.
—Mamá y papá tendrán que irse ahora —dijo.
Pero Pascal no estaba seguro de adónde irían.
—¿De vuelta al campo? —se preguntó en voz alta, para que su hermano escuchara—. ¿A las colinas? ¿Contigo?
Esas eran todas las posibilidades, le dijo Jules. «Las posibilidades de urgencia», agregó. «A veces es fácil abandonar el hogar».
Pascal, ya duchado y limpio, yacía acostado en la cama mientras sus padres lo cuidaban, dándole agua, jugos, cremas para la piel. Era casi medianoche. Su madre no había cocinado esa noche, pero sus clientes igual habían ido a buscar cigarrillos y bebidas y a ofrecerle sus condolencias por la detención de Pascal y sus felicitaciones por su liberación.
Cuando Pascal terminó de hablar por teléfono, una de las chicas de la cocina se acercó para decirle que el señor Tiye estaba abajo y quería verlo.
—Nosotros iremos primero —dijo su padre, y el tic volvió en una versión más suave.
Sus padres salieron obedientemente, los cuerpos tensos con un nuevo nivel de preocupación. ¿Qué podría querer Tiye ahora? ¿Quería que se le pagara?
En el patio, Tiye y sus lugartenientes ya estaban en una mesa, con las bebidas que les habían servido las chicas.
—No hay necesidad de que paguen esta noche —dijo el padre.
Tiye tenía un par de tipos adicionales para su protección. Lo escuchaban con atención mientras describía por lo que había pasado.
—Tenía miedo de que me dispararan
—decía—. Como cuando se llevan a algunos chicos a los bosques en Titanyen y los matan. Tenía miedo de que eso me pasara a mí.
Lo dijo casualmente, con desinterés, con una especie de aire divertido que indicó que, si eso pasara, no sería un gran problema. Quizás esa es la forma en la que Tiye y sus hombres enfrentan lo inevitable, pensó Pascal. Cruzando el patio con las piernas temblorosas, se dio cuenta de que compartía eso con ellos. Quizá Tiye había tratado de enseñarle eso cuando lo entregó y luego lo rescató. Un día todos serían fusilados. Como el guardia nocturno en Radio Zòrèy, como el predecesor de Tiye, Piye. Como casi todos los jóvenes que vivían en los barrios pobres. Un día alguien, alguien enojado y poderoso, alguien obsesivo y maniático, un jefe de policía o el jefe de una pandilla, un líder de la oposición o un líder de la nación, podía decidir que ellos, y todos los que vivían como ellos o cerca de ellos, tenían que morir.
Pascal se detuvo frente a la mesa de Tiye y le tendió la mano.
—¿Sin resentimientos? —dijo Tiye, golpeando el puño contra su pecho, cerca del corazón, a modo de saludo.
Pascal notó, y no por primera vez, que las encías de Tiye eran de color rojo brillante, como si tuviera una infección perpetua o como si hubiera estado comiendo carne cruda.
—¿Te pegaron? —le preguntó Tiye a Pascal.
—No fue tan grave—dijo él.
Tiye no estaba usando su prótesis de brazo y la manga de su camisa color amarillo brillante colgaba. Con su otra mano le hizo una seña al hombre que estaba sentado junto a él para que se levantara y Pascal pudiera sentarse.
Pascal volvió a mirar el lugar en el que faltaba el brazo de Tiye. Le pareció ver algo blanco, como si asomara un pedazo de hueso pulido. Inclinó la cabeza para ver mejor, tratando de no ser obvio. Estuvo a punto de revisar su propio cuerpo para ver si le faltaba algo.
En sueños, Pascal había imaginado un primer programa de radio con un segmento sobre extremidades perdidas. No solo la de Tiye, sino las de otros también. Abriría con una discusión sobre cuántas personas en Bel Air habían perdido extremidades. Luego pasaría de las extremidades a las almas, con el número de personas que habían perdido familiares (hermanos, padres, hijos) y amigos. Estos eran los fantasmas reales, diría, extremidades fantasma, mentes fantasma, amores fantasma que nos persiguen, porque los usan y luego los abandonan, porque están desolados, porque son violentos, porque son despiadados, porque no tienen opciones, porque no quieren ser expulsados, porque son pobres.
Fue su madre la que trajo las últimas cervezas a la mesa y por primera vez en su vida Pascal pudo ver entre sus cejas fruncidas un desdén por las personas a las que les servía. Ella evitó los ojos de ellos cuando levantó las botellas de la bandeja de metal y las puso entre los ceniceros de concha de coco, sobre el mantel plástico estampado de hibiscos. Pascal esperó a que regresara a la cocina antes de levantar su bebida hacia Tiye y golpear el cuello de la botella contra la suya. La botellas chocaron con fuerza. Pascal vio una chispa rápida y el cuello de la botella se rompió, dejando un hueco irregular en el vidrio. Un fragmento cayó sobre la mesa con un chorro de cerveza, otro cayó al piso de arcilla endurecida.
Tiye mostró sus encías de color rojo brillante y señaló a Pascal con su botella de cerveza intacta.
—Querías averiguar cómo sería ser como nosotros —dijo—. Pensé que era bueno darte esa oportunidad.
Tiye llenó su boca con cerveza y la revolvió ruidosamente, como si estuviera haciendo gárgaras con enjuague bucal.
—No te preocupes —le dijo a Pascal, pero también, al parecer, a sí mismo—. Esta noche, mientras yo esté aquí, no nos va a pasar nada.