La mirada fija sobre el tablero de ajedrez. Las manos apretadas contra las mejillas rosadas. Concentrada, replegada en sí misma, una nena de nueve años se preparaba para empezar la partida. Vestía su pulóver de la suerte —tejido por su madre unos días antes de comenzar el torneo— y llevaba consigo un pequeño tigre de madera: un amuleto.
El reloj hacía tic-tac: era el único sonido en la sala.
Ella movió.
Decenas de varones adultos observaban incrédulos la escena. Su oponente —también mayor— sabía que no era una partida más: movió. Y luego movió la nena. Y pasado un tiempo llegó el desenlace.
—Jaque mate —dijo ella.
La criatura, que acababa de ganar un torneo internacional y que en pocos años llegaría a ser la mejor ajedrecista de todos los tiempos, se llamaba Judit Polgar. Y era el resultado de un experimento.
El experimento Polgar. Así lo llamaban y lo llaman, en honor al padre de Judit Polgar —Laszlo Polgar—, quien hace ya varias décadas acuñó una hipótesis: los genios no nacen, se hacen. Y había que hallar la ecuación que hiciera posible ese logro. La clave, pensó Laszlo entonces, estaba en la especialización temprana: en dar a los niños muchas horas diarias de entrenamiento y someterlos a una educación alejada de la escuela formal (algo que no sería sencillo en la Hungría comunista, que es donde nacieron y vivieron los Polgar).
Nadie sabe si fue puntería o coincidencia, pero lo cierto es que Lazlo confirmó su hipótesis con sus tres hijas. Judit, Sofía y Susan —de menor a mayor— terminaron siendo un trío de campeonas de ajedrez.
De las tres, Judit fue la que más se distinguió. El motivo: a los nueve años ganó su primer torneo internacional y a los quince años, cuatro meses y veintiocho días rompió el récord de Bobby Fischer (quien había mantenido el podio por treinta y cuatro años) y se convirtió en la Gran Maestro Internacional más joven de la historia, un título que la Federación Mundial de Ajedrez (FIDE) solo otorga a los mejores jugadores.
Ironías del destino, Fischer había pensado hasta entonces que las mujeres ajedrecistas eran —por definición— principiantes. Pero se equivocó no solo con Judit, sino con todas las hermanas Polgar. Susan, Sofía y Judit se volvieron tan imbatibles que en 1988 —cuando Judit tenía doce años— fueron sumadas al equipo olímpico de ajedrez femenino. Ese año la prensa bautizó a la delegación con el nombre de “Polgaria”.
Y Polgaria volvió a Hungría con la medalla de oro.
Luego pasaron los años.
Es un típico día de invierno en Budapest, la capital de Hungría. El frío obliga a evitar las calles y es difícil detenerse a mirar el escenario que la ciudad ofrece. Budapest está signada por el paso del Danubio: un río que no solo impone un paisaje, sino que divide el mapa urbano en lo que hace dos siglos eran dos ciudades: Buda, en la orilla derecha, y Pest, en la orilla izquierda.
Los Polgar viven en Pest. Su departamento está ubicado en uno de los distritos más caros de la capital húngara, en pleno centro y con una imponente vista al Danubio y a sus puentes más famosos, esos que aparecen en todas las postales de viaje.
Frente a la puerta está ahora Klara Polgar: saluda y sonríe.
—Laszlo va a llegar un poco más tarde —dice en un inglés simple pero claro—. Judit llamó porque había tenido un desperfecto con el auto y nos pidió que cuidáramos a Hanna en la casa de fin de semana que tenemos fuera de Budapest y… no estaba previsto.
Judit tiene dos hijos: Hanna y Oliver.
—Puedo ver la casa de Judit desde mi ventana —dice Klara y señala las colinas de Buda, al otro lado del río.
La casa es cálida y huele a zapallo hervido. Klara también es cálida. Tiene el pelo corto y renegrido, y sus ojos oscuros llevan el marco de unas cejas finas. Aun luego de tantos años —y de tres hijos y seis nietos— Klara conserva la elegancia que se ve en las fotos del pasado, cuando acompañaba a su cría a los torneos.
El hogar de los Polgar está lleno de recuerdos de esos tiempos. En las paredes, las imágenes de las hermanas de pequeñas, sosteniendo trofeos, comparten espacio con diplomas y premios.
—Esta es nuestra historia, está todo colgado acá —explica Klara. Y la palabra «todo», en este caso, equivale a mucho.
En las paredes puede verse un currículum interminable: Judit tuvo victorias clave frente a campeones mundiales como Borís Spassky, Anatoli Karpov, Garry Kasparov, Veselin Topalov y Viswanathan Anand. Además, es la única representante femenina en el top 20 de la FIDE, al que llegó a trepar hasta el octavo puesto en 2005 (Judit es la única mujer que ingresó al top 10). Esta clase de triunfos hicieron que muy temprano en su carrera dejara de competir con mujeres y nunca se molestara en conseguir el título del Women’s World Chess Championship (el campeonato femenino mundial), aun cuando ya a los doce años su rating era mucho más alto que el de la campeona. Ganadora siete veces de los Oscar del Ajedrez y elegida la Mejor Mujer Ajedrecista del Siglo XX, Judit también es señalada como una de las personas más inteligentes del mundo, con un coeficiente intelectual de ciento setenta, superior al de Bill Gates o al de Stephen Hawking.
Aunque esto último no está en las paredes. Ni en ninguna otra parte.
En el piso de la casa de los Polgar hay unos post-it amarillos con anotaciones en húngaro. Y en un rincón hay una pila de VHS sosteniendo un manojo de papeles. Se trata, sin embargo, de un caos organizado. O al menos eso es lo que explica Klara:
—Los papeles en el piso son los más importantes para Laszlo, así que no hay que levantarlos, hay que dejarlos donde él los puso —comenta frente a un fallido intento de contribuir al orden.
Unos minutos más tarde suena el timbre. Klara se levanta y le abre la puerta a su marido. Él deja su gorra y su campera y saluda mientras se saca los zapatos, cumpliendo con una costumbre que se repite en las casas de las familias húngaras: el adentro, dicen, no debe mezclarse con el afuera.
Laszlo lleva anteojos de marco fino y una barba blanca y tupida. Las canas no son novedad: ya durante la adolescencia de sus hijas empezó a perder color, y también pelo. Ahora, a los sesenta y seis años, la calva acentúa las líneas redondas de su rostro. Luego de saludar empieza a hablar en un tono de voz fuerte: ese timbre de los maestros de escuela.
Laszlo habla en húngaro, a un ritmo lento y con pausas para que Klara interprete. Es un ejercicio que ambos tienen aceitado después de tantos años de dar entrevistas. Por momentos, más que traducir, Klara completa y adorna sus frases. Porque Laszlo habla poco. Solo se explaya cuando se mete a explicar su nuevo proyecto de vida: el Súper Ajedrez Estrella Polgar, una nueva variante del juego clásico, hecha esta vez sobre un tablero hexagonal de treinta y siete casillas.
—Por favor, mencione el ajedrez estrella en esta nota. Es más rápido e interesante, tiene ochenta movimientos —dirá Laszlo en unas horas, cuando termine la entrevista.
—¿Puede publicar las instrucciones también? —agregará Klara.
Los dos se mostrarán ansiosos. Pero ahora Laszlo no da grandes signos de entusiasmo. Durante la charla parece inquieto: lo distrae el olor de la comida o alguna cuestión relacionada con su Súper Ajedrez Estrella. Cada vez que lo menciona cambia su tono de voz, para que quede claro que ese —y no otro— es el tema del momento.
Laszlo siempre está tramando algo. Es una costumbre que ya viene del colegio secundario. En ese entonces observó a su alrededor y vio que aquellos compañeros que tenían una familia que los motivaba se destacaban más que los que tenían peor suerte. Luego las posibilidades de triunfar en el futuro eran mucho más altas.
Esa diferencia despertó su interés. Laszlo empezó a revisar libros tratando de encontrar historias de niños prodigios como la de Mozart. Así, antes de haber terminado siquiera la educación formal, empezó a escribir los primeros capítulos de su método: el que le permitiría fabricar niños genios.
En ese entonces Laszlo no tenía hijos. Ni siquiera tenía esposa. Por esa época Klara vivía en un enclave húngaro en Ucrania y solía escribirse cartas con compatriotas para practicar el idioma. Un día, de casualidad, se cruzó con la madre de Laszlo durante un viaje. Ese fue el único azar en la historia. La madre pensó que Klara podía ser la mujer ideal para su hijo y decidió ponerlos en contacto. Se conocieron por carta y en 1965 se encontraron por primera vez en Budapest. Allí Laszlo le fue confiando detalles de su método, que luego publicaría en su libro Educando Genios.
—Él hablaba, yo lo escuchaba. Me decía que el sistema educativo no era bueno y que le gustaría educar a sus hijos en el hogar —recuerda Klara, mientras gira la cabeza para revisar la olla que está sobre el fuego. A pocos metros de la mujer están las fotos. Son de las nenas cuando eran chicas. En algunas imágenes Laszlo viste ropa informal y en otras lleva el traje de las competencias. En casi todas, eso sí, tiene la misma actitud: las manos en los bolsillos. Como si —luego de haber hecho una siembra— esperara que las cosas siguieran su curso.
Para el tiempo de aquellas fotos, varias etapas —en rigor— se venían cumpliendo tal como estaba planeado. Por empezar, la madre de Laszlo había dado en el blanco y la empatía entre Klara y Laszlo había sido un éxito. Klara era la candidata ideal: no solo hablaba idiomas y era pedagoga —al igual que Laszlo—, sino que recibía de buen modo las excéntricas ideas del hombre, que se las transmitía por carta. Así que pronto se resolvió el resto: Laszlo y Klara contrajeron matrimonio y se propusieron criar hijos genios.
Eso también les salió bien.
El encuentro con Judit Polgar, la mejor ajedrecista de la historia, sucedió unas semanas antes de la charla con el matrimonio Polgar. A diferencia de sus padres, Judit no abrió las puertas de su casa y eligió dar la entrevista en un café dentro de un shopping de Buda. El local, ubicado en un subsuelo, estaba atestado de gente.
—Podemos probar en otro lado, conozco otro lugar —sugirió Judit.
El otro lugar era prácticamente el mismo lugar: quedaba unos pisos más arriba, en un patio de comidas dentro del shopping. Mientras subía por la escalera mecánica y el sol de la tarde le pegaba en el rostro, lo que podía verse era esto: una mujer joven —de treinta y seis años— y sencilla —pantalón de vestir, blusa de algodón— conservando muchos de sus rasgos de niña.
Judit tomó asiento en el nuevo espacio. Allí había menos ruido. Buscó una carta de jugos naturales y le echó un vistazo: cada bebida iba acompañada por su información nutricional. Judit analizó los datos y eligió la opción que se ajustaba a la dieta que estaba cumpliendo por aquellos días. Luego de un descanso por maternidad, Judit había vuelto a las pistas y al entrenamiento fuerte. Eso significaba, entre tantas cosas, que debía cuidarse.
—Llevo una vida muy ocupada —dijo—. Más de lo que me gustaría.
Judit parecía relajada pero hablaba a un ritmo rápido: estaba en cierto estado de concentración. Sus gestos eran sobrios y las manos, con una fina capa de esmalte en las uñas, estaban quietas sobre la mesa. Su modo de mostrarse recordaba a su juego: la paciencia y el cálculo estaban en ella.
Casada con Gustav Font, un veterinario al que conoció gracias a su perro, hoy Judit vive en una casa en Buda junto a sus hijos, Oliver y Hanna. Pero por afuera de eso, entrena. Viaja por el mundo participando en torneos de élite y lleva adelante proyectos vinculados con el ajedrez: acaba de publicar el libro Como vencí a Bobby Fischer y es impulsora del programa de ajedrez en las escuelas de la Unión Europea. También tiene varias publicaciones acompañadas con ilustraciones de Sofía, la hermana del medio.
Luego están los viajes. Si bien no lleva la cuenta exacta, Judit sabe que recorrió al menos cincuenta países. En Argentina —donde estuvo siete veces— jugó uno de sus mejores partidos contra Alexéi Shirov, quien en ese entonces y desde 1990 estaba en el top ten del ranking internacional. El partido fue en 1994 y Judit lo derrotó. Tenía dieciocho años.
En las biografías de Judit —donde abundan términos como «la mejor», «la primera» o «la única»— se cuenta que las hermanas Polgar empezaron a jugar a los tres años. Hay, en general, varios mitos en torno a las niñas y su infancia precoz. Uno de ellos, relatado por el entrenador de Judit, dice lo siguiente: «una madrugada, en pleno análisis de una partida con Susan, ni ella ni el hombre podían encontrar la manera de descifrar algo y fueron a despertar a Judit. La pequeña se levantó, les mostró la solución y luego volvió a la cama».
—¿Eso fue verdad?
En el shopping, Judit no está muy segura de que aquello hubiera sucedido. Hizo un esfuerzo por recordar. Pidió permiso y tomó el papel de la entrevista, donde estaba la anécdota impresa. Lo leyó en silencio, intentando darle otra oportunidad a su memoria. Mientras lo hacía se tomaba las mejillas con las dos manos —como en sus tiempos de niña— y movía la cabeza de izquierda a derecha.
—No sé, puede ser… la verdad es que no me acuerdo —dijo mientras devolvía el papel y daba un trago a su jugo. Su rostro no demostraba sorpresa: Judit estaba, está, acostumbrada a escuchar todo tipo de historias sobre ella. Muchas llevan errores que ya ni intenta corregir, como pasó con una biografía escrita por un maestro que jamás se molestó en entrevistarla. Por este tipo de cosas, Judit es amable pero cauta. Y es su familia la que se encarga, a veces, de acortar distancias. Dentro de un tiempo, desde Missouri, Susan —la hermana mayor— encontrará un punto medio:
—Estoy muy segura de que es una exageración —dirá por teléfono—. Pero debimos haber llamado a Judy para que nos ayudara.
Ahora, por el ventanal de la casa de los Polgar se ve cómo atardece sobre el Danubio. Sentados en la mesa del living, en el centro de la casa, el matrimonio continúa recordando su historia. En un rincón de la sala puede verse una mesa de ping-pong: allí juega Laszlo con sus nietos y allí jugaron también las niñas Polgar. Cuando inició su modelo pedagógico, Laszlo tenía la certeza de que era importante el entrenamiento físico. Eligió el ping-pong porque era un deporte barato.
—Quiero mostrarle las instrucciones del ajedrez estrella —señala Laszlo. Es su obsesión del momento. Se pone de pie y busca entre sus papeles las instrucciones del juego. Klara lo ayuda, las encuentra y las acerca a la mesa. Se trata de un pequeño folleto en blanco y negro donde se reproducen algunas jugadas sobre un tablero en forma de estrella.
—Las instrucciones están en húngaro, pero también en inglés y esperanto —agrega Lazlo, y luego gira en dirección a una de las paredes. Allí, en colores azul y blanco, está el mismo tablero pero en tamaño real. Cuelga, junto a las fotos, los diplomas y los trofeos de las hermanas Polgar. Esa pared resume las obsesiones de Laszlo. Y también su condena. Detrás de las fotos y las medallas hay una contracara sombría. El experimento Polgar llegó a ser tan controversial que alguna vez las autoridades de la Hungría comunista amenazaron con internar a Laszlo en un hospital psiquiátrico.
—Nadie entendía. Ni mi madre, ni su madre, ni la sociedad —dice Klara con un hablar lento, como si buscara las palabras correctas.
Cuando iniciaron el experimento, los Polgar debieron enfrentar una serie de variables adversas que llegaron a poner en peligro la continuidad del proyecto. Decidir educar a sus hijas fuera de los cánones tradicionales no fue una decisión fácil en la Hungría comunista. Laszlo fue mirado con recelo por el gobierno y también tuvo problemas con la Federación de ajedrez, que no aceptaba que las mujeres compitieran en torneos masculinos.
Laszlo tuvo que recorrer pasillos burocráticos —con carpetas y explicaciones bajo el brazo— para lograr conseguir la autorización para salir del país y competir. El miedo del gobierno era que los Polgar no volvieran más. Pero la victoria olímpica de «Polgaria» marcaría el inicio de otra historia. En lo que algunos describieron como la escenificación perfecta de un cuento de hadas, los Polgar —luego de competir— volvieron a pisar tierra húngara como héroes nacionales y comenzaron su escalada social. Hoy viven en un barrio turístico, rodeado de malls exclusivos, locales de última moda y hoteles de lujo. Sin embargo su departamento —ubicado en un edificio antiguo y restaurado, y con una vista privilegiada de la capital—, conserva un aura sencilla, con muebles de distintas épocas y sin una clara unidad estética.
—Mis padres atravesaron muchas cosas difíciles —recordó Judit días atrás—. Para los tiempos que decidieron educarnos en casa, obviamente no era una forma de criar y educar niños. Igual siempre tuvimos comida en el plato. Claro que al principio no comíamos carne todos los días y más que nada era comida barata, pero estaba bien.
El dinero y las trabas burocráticas no fueron el único escollo de los Polgar, en un comienzo. También estaba el antisemitismo. En ese caso, el problema tenía un nombre concreto: Bobby Fischer. Ya retirado de las pistas, el ajedrecista pasaba su tiempo tramando teorías conspirativas. Para las hermanas Polgar, con familiares perseguidos por el Holocausto, la locura de Fischer se hacía difícil de aguantar.
—Estaba enfermo, completamente paranoico, su mente estaba llena de ideas frenéticas; siempre hablaba de conspiraciones de rusos y judíos en su contra —contó Judit en el shopping. No exageraba. En declaraciones radiales, Fischer (que todavía hoy es una leyenda del ajedrez) llegó a asegurar que era perseguido por los judíos día y noche: «Me quieren poner en la cárcel, están robando todo lo que tengo, todo el tiempo mienten sobre mí» dijo. También se refirió a ellos como «bastardos mentirosos» y «criminales», para terminar sentenciando que «son una amenaza para todo el mundo».
Los Polgar sobrevivieron también a eso, y la razón probablemente haya estado fundada en la tenacidad de Laszlo. El hombre se movía con un objetivo fijo. Nada lo corría de su eje. Antes del éxito de Polgaria, y una vez que logró conseguir el permiso del gobierno, montó su «laboratorio» en su pequeño departamento dentro de un clásico monoblock comunista en Angyafold, un distrito de clase trabajadora en Pest. Allí, las paredes estaban cubiertas por análisis de partidas de ajedrez, había un inmenso archivero de madera —lleno de mínimos cajones—, y los estantes —que iban del piso al techo— estaban repletos de libros con jugadas y estrategias, incluidos los títulos que él mismo había escrito.
La habitación de las niñas no escapaba a la lógica del resto de la casa. Allí no había pilas de juguetes ni osos de peluche ni amiguitos a la hora de la merienda, ni ninguna otra postal común de la infancia.
—Para los chicos es importante tener amigos no de la misma edad, pero sí de la misma capacidad intelectual —dice Laszlo en su casa.
—No tuve osos de peluche pero sí tuve acceso a animales de verdad: en los viajes pude abrazar a un koala y acariciar a un canguro —dijo Judit en el shopping.
Al principio del experimento, Karla y Laszlo se encargaban de casi todo. Pero a medida que el dinero comenzó a llegar, se sumaron entrenadores profesionales. El método Polgar incluía sesiones de deporte —sobre todo ping-pong— y hasta recreos para contar chistes. Las niñas, además, todos los años debían rendir un examen oficial: aprendían lo básico muy rápido y luego volvían a concentrarse en el tablero.
Klara tuvo un rol fundamental en esta historia. Apuntaló la vida familiar y se ocupó de enseñarles idiomas a las niñas. El único que no estaba a su cargo era el esperanto: ese era territorio de Laszlo, quien aprendió la lengua para entrar en la fraternidad que suponía el idioma y recibir alojamiento gratis durante los viajes a los torneos.
Judit, de cara a estas anécdotas, acepta que la mayoría de la gente encuentre su historia un poco rara.
—Empecé a jugar ajedrez cuando tenía cinco años y crecí en circunstancias muy especiales e inusuales, sin ir a la escuela —dijo durante la entrevista—. Empecé de muy chica y los medios se interesaron mucho en mí. A los once o doce años pasé momentos difíciles. Los medios siempre estaban buscando cosas desagradables que me ponían incómoda y diciendo que yo no era normal. Y aun cuando no lo decían de esa manera era claro que me veían de forma extraña. Solo porque no fuimos a la escuela trataban de descubrir que estábamos locos. Lo peor eran las conferencias de prensa, con diez periodistas a tu alrededor, todos mirándote. Además, a los doce años no querés hablar de nada, ni de la escuela, ni de tu casa, y yo tenía que lidiar con completos extraños.
Para protegerse, las hermanas Polgar armaron una defensa hermética, basada en el apoyo mutuo y —aseguran— libre de rivalidades y competencias internas. La cohesión era la única forma que tenían los Polgar de seguir enteros.
—Eso me daba seguridad —recordó Judit—. Además yo no me sentía anormal: para los niños lo habitual es lo que conocen y yo estaba acostumbrada a competir con hombres adultos. Para mí lo extraño era jugar contra chicos o mujeres.
—¿Les darías esa educación a tus hijos?
—No, con mi marido tenemos una idea de crianza completamente diferente. Nosotras vivíamos en una sociedad muy cerrada: era mi familia, mis entrenadores, y no mucha más gente. Ahora es distinto. No estamos pensando en dejar nuestros trabajos y queremos seguir siendo exitosos. Además lo nuestro no fue una receta simple. Fue como una comida muy especial y extremadamente complicada: había que marinar la carne por días, con diferentes temperaturas… Si se hace con amor y cuidado, y sabiendo que cocinar ese plato de cinco días es la cosa más importante de la vida, está bien. Pero si no te interesa cocinar, o nunca cocinaste, no va a ser lo mismo.
Judit dijo esto acelerando el ritmo, como si estuviera enunciando una idea varias veces repetida. A su lado, un grupo de adolescentes pasó riendo entre las mesas, de camino al Mc Donalds. El primer local de esta cadena en toda Europa del Este y Europa Central se abrió en Budapest recién en 1998, y a solo unos metros de la casa donde ahora viven Laszlo y Klara. Para esa época en que la gente hacía cola frente a un mostrador, Judit tenía doce años y ya se estaba convirtiendo en leyenda.
Todas, de algún modo, hacían historia.
Susan ayudó a preparar el terreno: fue la primera mujer en romper la barrera de género en el ajedrez y en ganar el título de Gran Maestra con los requisitos tradicionales para hombres. A medida que crecía su rating, las circunstancias progresaban.
Sofía, aun cuando se autodefinió como «la más débil» de las tres, llegó a ser la sexta mejor jugadora del mundo.
Y Judit, a la que todos describen como la más ambiciosa y trabajadora, llegó a la cima del podio.
—¿Cuántas veces leíste el libro de tu padre?
En el shopping, pequeña y ausente entre el mundo de gente, Judit pensó unos segundos y luego respondió.
—Creo que una vez. Lo escuché muchas veces. Era parte de nuestra vida diaria, de cada entrevista, de cada pregunta de los periodistas. Me sé de memoria la forma en que mi padre piensa —dijo de un modo mecánico. La alusión al libro de Laszlo parecía hastiarla. O aburrirla. Judit miró su reloj y advirtió que era hora de irse: tenía que hacer compras y volver a casa con sus hijos. Hacía poco que había regresado de un torneo, y pronto debería subirse a otro avión para viajar a competir. Tenía pocos días para estar con su familia.
—¿Creés que tu padre está satisfecho con lo que fue su proyecto de vida? —fue la última pregunta.
—Siempre fue un maximalista. Siempre quiso más. Él piensa que si las cosas hubieran sido diferentes yo sería «campeón del mundo», por encima de hombres y mujeres. Es difícil de saber. A veces está feliz, y a veces sueña que todo podría haber sido aún mejor.
A lo largo de los años, muchos se acercaron a Laszlo interesados en la clave del método Polgar. Uno de ellos fue el fallecido ajedrecista argentino Gerardo Barbero, quien también logró un niño prodigio: su hijo, János Américo, consiguió una beca universitaria en Estados Unidos a los dieciséis años y hoy trabaja en un revolucionario proyecto en Silicon Valley.
Otro de los interesados fue un millonario y mecenas holandés llamado Joop van Oosterom, quien impulsó una idea para poner a prueba el método. El objetivo era que el matrimonio Polgar adoptara tres niños de Aruba y los criara del mismo modo en que había criado a sus hijas. Laszlo no veía la hora de hacerlo, pero al final tuvo que dejar la idea de lado por la burocracia y las fuertes críticas de los medios de la época, y por la negativa de Klara, quien sabía que la vida no pasaba solo por el ajedrez y que criar a tres hijos, fueran o no prodigio, caería también sobre sus hombros.
—Su mayor preocupación era que, si los entrenaba sin adoptarlos, en algún momento, especialmente cuando llegara el éxito, los padres biológicos podían cambiar de idea e interrumpir el experimento. Era algo a largo plazo y si lo hacía lo quería hacer a fondo —recordó Susan desde Estados Unidos.
—Los medios empezaron a decir que no se podían hacer experimentos con niños. Se olvidan que es algo natural y que los padres siempre educan a los hijos —dice Laszlo ahora, aún molesto por el fracaso del proyecto, mientras toma asiento en el comedor de su casa.
—¿Por qué cree que Judit fue la mejor de las tres?
Laszlo hace silencio y mira a Klara. Ella lo entiende.
—Tiene hambre —explica con una sonrisa, mientras se levanta de la mesa. La mujer va a la cocina y sirve dos platos de zapallo con crema agria.
Mientras tanto, Laszlo aprovecha esa pausa y vuelve a la carga con su nuevo proyecto, continuando una suerte de batalla dialéctica entre su presente y un pasado que parece aburrirle. Habla en un húngaro lento y Klara —desde la distancia— hace un intento por traducirlo.
Laszlo no responde sobre Judit. Pero sí dice esto:
—La campeona del ajedrez Polgar ahora es peruana, pero su madre es húngara. Las reglas se pueden encontrar en la página polgarstarchess.com.
La traducción de “polgarstarchess” es “Ajedrez Estrella Polgar”.
—¿Por qué eligió ajedrez para sus hijas y no otra cosa?
—Si pensamos en la situación actual, elegiría algo más científico: ciencias naturales, matemática, física, medicina o computación. Pero éramos pobres y muchas cosas no eran posibles.
—¿Está satisfecho con los resultados?
Laszlo piensa unos segundos. Mientras tanto toma un pote de crema agria —la base de infinidad de comidas húngaras— y rasca las sobras del fondo.
—Si no hubiéramos sido tan pobres y tan criticados y presionados, habría resultado aún mucho mejor.
—¿Entonces hoy no habría elegido ajedrez?
—No, estoy muy seguro de que no habría elegido ajedrez. Educaría al doctor que ganaría el premio Nóbel.
Luego de decir esto, Laszlo se sumerge en su plato de zapallo, lo termina y ofrece una visita al club: el emporio, sí, del Súper Ajedrez Estrella Polgar.
El club queda a metros del departamento. Es un caserón antiguo emplazado en un centro cultural, donde todos los sábados el mismo Laszlo enseña el ajedrez inventado por él. Una vez adentro, Klara vuelve a servir de guía sin perder la sonrisa que mantuvo a lo largo de toda la entrevista, y sin tampoco perder la paciencia para traducir a su marido.
En el club, una vidriera exhibe los libros que tienen a Laszlo, a Judit o a alguna de sus hermanas como protagonistas. También —como en la casa de los Polgar— hay fotos, videos, trofeos, recuerdos de campeonatos y en un salón —una vez más— varias mesas con tableros en forma de estrella.
—Esto es —dice finalmente Laszlo, como quien muestra una evidencia. Luego dice adiós y se pierde en su nuevo mundo. Que en realidad es el de siempre.