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La gran estafa

Escribe
Rafa Fernández
Rafa Fernández, que nos acompañó en la primera edición de Orsai, regresa a las páginas de la revista con un cuento inédito sobre una aventura en el tiempo. Disfruten.

1955

—No. No vamos a grabar ninguna. Todas las canciones que nos has traído son una soberana mierda —dijo el ejecutivo de la compañía de discos al joven Elvis Presley que, sonrojado, había ido a verlo a su despacho—. Para convertirte en el mejor artista de todos los tiempos, en el que más discos venda, necesitas componer temas propios. No podemos basar tu carrera simplemente en que interpretes los éxitos populares de los putos negros, esos animales. La gente ha de admirarte. El público ha de verte como un portento de la música. Tienes que convertirte en el orgullo del pueblo americano. Lo tienes todo para triunfar: físico, voz y personalidad… Solo te falta lo que marcará la diferencia con el resto de intérpretes: la genialidad del compositor puro. Que de tu garganta salgan canciones nunca antes escuchadas, vomitadas directamente por tu corazón. Así es como te convertiré en una leyenda de la música a los ojos del planeta.

Elvis Presley tenía un temperamento fuerte. Mientras escuchaba hablar a ese ejecutivo racista deseó saltar de la silla y machacarle la cabeza por decirle la verdad sin tapujos: porque él también sabía que sus composiciones eran una soberana mierda; solo servía como altavoz del ritmo inventado por la gente de color, tan de moda en el país: el rock and roll. No obstante, se limitaba a seguir con la cabeza gacha y darle la razón: porque aquel ejecutivo racista le había dado a la discográfica diez hits rotundos y seguidos. Crítica y público habían adorado esas canciones: se habían convertido en clásicos instantáneos desde que la radio las había emitido por primera vez. Un éxito sin precedentes. Ese ejecutivo tenía un olfato colosal para la música. Conocía el secreto del éxito. Y se había acercado a Elvis asegurándole que le convertiría en el artista más famoso de todos los tiempos.

—No puedo hacerlo mejor —repuso Elvis, dolido en el orgullo—. En estas composiciones he dado lo mejor de mí. Se lo dije cuando me ordenó que le trajera canciones propias. No soy un compositor. Solo soy un buen intérprete de rock and roll.

—Irás a ver al Señor Tarareador inmediatamente —ordenó el ejecutivo racista de la compañía de discos—. Te reunirás con él y volverás aquí con grandes éxitos debajo del brazo. El Señor Tarareador es milagroso: te convertirá en el artista que más venda en el mundo.

—¿El Tarareador? ¿Quién es ese? —preguntó Elvis Presley—. ¿Por qué si es tan grande jamás he oído hablar de él?

—Nunca firma las canciones. No desea que nadie repare en él. Tiene un pasado… complicado: no desea que se le conozca en el mundo del show business. Sin embargo, todo el mérito de lo que compongáis juntos será exclusivamente tuyo ante la ley. Aquí tienes la dirección de su casa. Te espera mañana, a las nueve de la noche. No vayas antes porque su piel no soporta la luz del sol. Lleva tu guitarra. No le digas a nadie a dónde vas. Es muy importante lo que te estoy diciendo: si quieres no solo que esto funcione, sino seguir con vida, no le digas a nadie a dónde diablos vas y con quién te vas a reunir. Esto no es una advertencia. Te estoy amenazando de muerte.

Elvis advirtió que aquel ejecutivo no bromeaba, que era un asesino, que había asesinado con anterioridad y que eso no le quitaba el sueño: matar era parte de su vida, así resolvía las complicaciones que se le presentaban.

—¿A qué artistas ha ayudado el Señor Tarareador hasta ahora? —preguntó Elvis.

—A los últimos diez número uno seguidos que le he conseguido a esta compañía —contestó el ejecutivo racista—. El Señor Tarareador es el secreto de mi éxito. Para conservarlo a mi lado soy capaz de cualquier cosa.

Era la segunda vez que el ejecutivo le amenazaba de muerte. Si mantener la boca cerrada sobre aquellas reuniones —pensó Elvis— era el único precio que debía pagar para convertirse en la mayor estrella de todos los tiempos, no veía dónde cojones estaba el problema: él no era ningún bocazas. Estaría encantado de componer canciones junto a un genio en el que no recaería nada del mérito ni de la gloria que merecía.

Para demostrar que estaba de acuerdo con el trato y que no se sentía intimidado por sus amenazas, Elvis bromeó:

—Antes dijo que ese Señor Tarareador no soporta la luz del sol. ¿No estaremos hablando de un vampiro, verdad? Ja, ja, ja.

—¿Un vampiro? No digas gilipolleces, Elvis Presley. Esto es la vida real. Y la vida real siempre supera a los personajes que imaginan los escritores chiflados.

El Señor Tarareador vivía en una casa modesta, en el sur del centro de San Francisco. Elvis Presley tocó, puntual, en la puerta de la casa: eran las nueve de la noche. El sol ya estaba muerto… «hasta el día siguiente, en caso de que haya día siguiente», pensó.

Elvis estaba ansioso por convertirse en el cantante más famoso del mundo. América necesitaba un héroe blanco que destronara a los negros de ese maravilloso ritmo que habían creado y él sabía que el primer blanco en conseguirlo sería coronado como el «rey del rock». Cuando la puerta se abrió, Elvis pudo ver por primera vez a la persona que lo convertiría en eterno: el Señor Tarareador. Le causó espanto. Su aspecto era como el de los supervivientes de un terrorífico incendio, pero sin rastro de las cicatrices rojizas u oscuras en la piel. Parecía como si ese hombre hubiera ardido en un gran fuego… blanco. El Señor Tarareador era un hombre muy alto. El tono rojizo de sus labios había desaparecido. Toda su cara estaba decolorada; su piel —arrugadísima— era de un color blanco antinatural. Tenía dos agujeros en lugar de ojos. Elvis pensó que de meter sus dedos por aquellos agujeros podría tocarle los globos oculares, porque a simple vista no se veían, pero el Señor Tarareador no era ciego. Su cara producía repugnancia. Era un deformado, un monstruo. «Haría muy bien en llevar una máscara que le oculte el rostro. Me va a costar mirarle a la cara sin que advierta asco en mis ojos», pensó Elvis.

—Así que tú eres Elvis —saludó el Señor Tarareador.

—Así es.

—Gracias por traer la guitarra. Si me lo permites te tararearé una canción. Es una canción que no necesita casi acompañamiento. Con una guitarra y unos pocos coros bastará para convertirse en un súper éxito. Si de verdad te gusta y te atreves a hacer lo que te voy a decir, la canción será tuya. Solo tuya.

—¿A qué se refiere?

El Señor Tarareador lo invitó a pasar al interior del salón de su casa. Tenía una salud delicada, se movía como un viejo de noventa años. Cerró todas las ventanas y se sentó en el mismo sillón en el que estaba Elvis. Aclaró su garganta carraspeando y, sin más preámbulos, comenzó a cantar una mágica canción. Algunas partes parecían no tener letra aún (o el Señor Tarareador no las recordaba) así que en esos momentos canturreaba un «ta, ta, ta». Era bellísima. Un canto de amor estremecedor. Una canción que, sin duda, se convertiría en la banda sonora de millones de historias de amor.

—Se llama Love me tender —dijo el Señor Tarareador.

Elvis Presley gritó emocionado:

—¡Qué gran canción! ¡Sí! ¡Será mi primer gran éxito mundial! ¡Es fabulosa! ¡Es la puta hostia! ¡Cántala otra vez! ¡Es justo lo que necesito! ¡La quiero aprender! ¡La quiero estrenar!

—¿Te gusta Love me tender? ¿De verdad?

—¡Claro!

—¿Tanto como para matar por ella? —pre-
guntó el Señor Tarareador.

—¿Qué… estás queriendo decir?

—Yo no soy el autor de esta canción. El autor es un muchachito de diecisiete años llamado Reynoldo Doforno. Ayer le hizo por primera vez el amor a la chica de su vida y en este mismo momento está componiendo Love me tender con las palabras que ella le dijo antes de tener sexo. Si le matas hoy, esta canción se convertirá en un éxito tuyo. Si no, mañana Reynoldo Doforno la cantará en una fiesta donde, por casualidad, habrá un amigo de un amigo de un cazatalentos de Tamla Records. Firmará un contrato con esa compañía en las próximas semanas. Reynoldo Doforno será un artista de un solo éxito, jamás conseguirá componer otra canción de tanta calidad, pero obtendrá la inmortalidad en la historia de la música gracias a esta única canción.

—¿Me estás tomando el pelo? Esto es un disparate sin pies ni cabeza. Mira: si eso fuera verdad podría registrarla ahora mismo y esta canción ya sería mía. Da igual que ese chaval firme un contrato con Tamla Records mañana por la noche o cuando sea. La canción será mía y solo mía si la registro ahora mismo.

—Por supuesto… No asesines a nadie si no quieres. Pero en la organización a la que pertenecí nos enseñaron a no dejar testigos ni cabos sueltos cuando cometemos un delito. Dejar cabos sueltos trae problemas siempre. Esto es un robo que podría traer consecuencias. Piensa en esto: imagina que tú eres un escritor. Imagina que escribes un libro durante años, con mucho trabajo. Lo terminas y comienzas a enviar copias del original a editoriales, esperando que alguna te descubra y lo publique. Pero a las semanas lees en una revista una reseña de un libro que está batiendo éxitos en ventas. Es un libro que se titula igual que el tuyo. Incluso tiene la misma trama. Vas a una librería, lo compras. Compruebas que es tu libro. Que lo han plagiado palabra por palabra. Da igual que lo hayas registrado. Hay un registro de la propiedad intelectual anterior al que tú hiciste, en beneficio de otra persona. Te han robado tu libro. Solo tú lo sabes. Si lo dices en voz alta, para el resto del mundo serás un mentiroso. Seguirás viviendo en la miseria mientras otro tipo, el que te robó, vive en un castillo riéndose de ti. ¿Cómo te quedarías? ¿Qué harías?

—Supongo que me volvería loco.

—¿Y cómo reaccionan los locos?

—No sé. Los locos son impredecibles.

—Son un cabo suelto. Lo mejor es eliminar a ese niño ahora. Es negro y pobre. La policía no se preocupará ni investigará demasiado. Toma —dijo el Señor Tarareador extendiéndole un trozo de papel—, esta es su dirección. Ahora mismo está solo: no tiene hermanos, su madre murió y su padre es un músico de blues que trabaja en un bar toda la noche. Tienes vía libre. Para un hombre fuerte como tú ese chico no será oponente. Más aún si vas armado.

Elvis tomó el papel con la dirección de Reynoldo Doforno y salió de la casa sin hacer ninguna pregunta más. Aquel tipo estaba loco. Muy loco. Elvis Presley no sabía qué hacer y decidió llamar por teléfono al ejecutivo, director de su carrera artística:

—Le llamo para advertirle que el Señor Tarareador está loco. ¿O me va a decir que debo ir a la casa de Reynoldo Doforno y matarlo por ser el autor de la canción que me acaba de tararear?

—Es tu elección aceptar su consejo o no. Tienes dos caminos. Ir a la oficina del registro de la propiedad a hacer esa canción tuya y olvidarte del verdadero creador o ir a asesinarle para que en el futuro no te traiga problemas. Yo no me voy a meter en tu decisión. A mí me da igual. Si el Señor Tarareador te ha dado los datos de ese niño, es una cortesía de su parte. Lo ha hecho por ti: para que los cabos sueltos no te den problemas en el futuro. El Señor Tarareador es un profesional, sabe de lo que habla. Si no quieres esa canción se la daremos a otro.

—No, por favor. Me la quedo. Todo está bien.

Elvis pasó toda la noche practicando Love me tender, completó las partes de la letra que faltaban y las transcribió en una partitura. Por la mañana, nada más levantarse, fue a registrarla a la oficina de la propiedad intelectual. La primera vez que Elvis tocó esa canción en el piano, sus músicos no podían creer el súper éxito que estaban escuchando.

No fue la primera vez que Elvis elegía el camino de la oficina del registro de la propiedad intelectual, ni la única vez que salía de la casa del Señor Tarareador con grandes éxitos como Heartbreak Hotel o Don’t Be Cruel (y también con el nombre y la dirección de los supuestos compositores). Estaba claro que Elvis jamás mataría a ninguno, al contrario de lo que el Señor Tarareador le aconsejaba. Ni siquiera investigó si realmente existían esas personas.

«Posiblemente sí que existan», se decía Elvis. «Seguramente son negros que le caen mal o hijos de alguien con el que ha tenido problemas: él o el ejecutivo racista de la compañía. Querrán que les asesine yo para incriminarme y tenerme agarrado por los huevos: para que siempre les pertenezca y nunca pueda irme de la compañía. No voy a caer en esa trampa. No soy tan imbécil como para cometer asesinatos por sus canciones. Por muy buenas que sean».

Un año antes

El ejecutivo racista sabía que el Señor Tarareador no era un loco. Era una persona muy inteligente, estaba en su sano juicio. Era evidente que, por su mala salud, ansiaba dinero para poder llevar una vida agradable. Hacía cuatro meses que se habían reunido en su despacho por primera vez: unas semanas después de que el Señor Tarareador le hubiera tarareado el primer gran éxito a uno de sus artistas. Ese día fue cuando conoció su historia:

—Trabajé para la CIA durante años. Agente secreto. Del nivel más alto que existe. Me refiero a alto secreto de verdad. Bombas atómicas, creación de virus mortales, tecnología extraterrestre.

—¿Tecnología extraterrestre? ¿Me estás tomando el pelo? —sonrió el ejecutivo racista.

—Tal como lo oyes. De vez en cuando nuestras fuerzas aéreas consiguen localizar y derribar naves extraterrestres. Y dentro de una de ellas encontramos una máquina del tiempo.

—Estás chalado.

—Piensa lo que quieras. Los hechos hablarán por sí solos y terminarás descubriendo que no miento.

—Si no fueras el cocreador del súper éxito musical que ha salvado mi culo dentro de esta compañía te sacaría de aquí a patadas. Prosigue.

—La CIA me propuso el honor de ser el primer ser humano que viajara por el tiempo: al pasado y al futuro. Por supuesto, acepté. ¿Quién no ha soñado con hacer algo así? Ya habían probado la máquina varias veces con diferentes animales y estos habían regresado en perfecto estado físico y psíquico. O eso creían. Lo cierto es que se creó un nuevo departamento. «Agente de campo de viajes en el tiempo». Hice decenas de esos viajes. Las misiones que me ordenaron fueron una decepción. Nada de traer a Jesucristo al presente o matar a Hitler cuando era un niño. Me encomendaron misiones de espionaje que tenían como único objetivo convertir a los Estados Unidos de América en la primera potencia económica mundial. Y vamos camino de conseguirlo, ya ves cómo están las cosas actualmente.

—¿Y qué tiene que ver la música con todo esto?

—A los pocos meses de usar la máquina vimos que los animales que habían utilizado en las pruebas comenzaban a sufrir daños en la pigmentación de la piel. Sus caras se deformaban: se derretían como si estuvieran hechos de cera. También empezó a ocurrirme a mí. Cuando empecé a sufrir esos efectos de deformación en la piel y me debilité físicamente me despidieron. Continuaron haciendo viajes en el tiempo, pero solo uno por agente. Comprobaron que así no enfermaban. Me «jubilaron», me dieron una cantidad de dinero humilde pero suficiente como para que no tuviera que trabajar por el resto de mi vida. Sin embargo, todo ese dinero no compensa la enfermedad que sufro y que me ha convertido, físicamente, en una abominación humana. La «enfermedad del viajero del tiempo» es dolorosa, no tiene cura. Me han jodido la vida.

—Es una historia cautivante, sin duda, pero sigo sin entender qué…

—… ¿tiene que ver esto con la música? Decenas de esas misiones tenían rumbo al futuro. Cuando regresaba de los viajes por el tiempo, me registraban minuciosamente. Temían que trajera al presente una prueba de que los viajes estaban sucediendo: por ejemplo un almanaque de resultados deportivos, un periódico, fotografías, etcétera. Cuando me jubilaron debido a mi enfermedad, les hubiera encantado borrarme de la memoria todos mis recuerdos pero no hay nada aún inventado para borrar la memoria. Salvo un tiro en la cabeza, claro. Me advirtieron que si utilizaba mis recuerdos del pasado o del futuro para revelar a la prensa lo que estaban haciendo, enriquecerme o dar información al extranjero, me localizarían y me pegarían ese tiro en la cabeza.

—Sigo sin entender qué tiene que ver toda esa fantasía con la música y conmigo.

—¿Sabes? Me encanta la música. Soy de los que tienen las emisoras musicales puestas todo el rato. En aquellas misiones yo no paraba de escuchar la radio. Si hubiera sabido que me iban a jubilar tan pronto, habría memorizado los resultados deportivos de los siguientes años. Pero nunca me ha gustado el deporte. En cambio, soy un fanático de la música. De toda la vida. Memoricé, sin propósito alguno, solo por placer, un montón de canciones. Y recuerdo el nombre de sus cantantes. Soy un agente secreto de la CIA: tengo una memoria asombrosa. Recuerdo un montón de canciones que aún no han sido compuestas y que van a convertirse en clásicos. Puedo cantar esas melodías para tus músicos. Ellos pillan la canción con sus guitarras y la cantan antes de que el artista original ni siquiera la haya compuesto. No quiero publicidad ni salir en los créditos de las canciones. Para eso te necesito a ti. Sé que eres un tipo peligroso. Trabajaré para ti, con tus músicos y me pagarás por debajo de la mesa. Si alguno de tus músicos habla de mí tendrás que asesinarlo. Tengo memorizadas más de treinta canciones. Recordar esos número uno puede darnos tanto dinero como si recordara quién va a ganar la liga de béisbol cada año. ¿Quién se dará cuenta de lo que estamos haciendo? Ningún compañero de la CIA repite viaje al futuro. Ninguno sabrá que el creador de la canción ha cambiado. No van al futuro para escuchar música sino para realizar misiones de espionaje económico. Y si un día reparan en ello estoy seguro de que ya habré muerto de esta enfermedad o de viejo. Espero ser el más rico del cementerio.

—Bueno. Si esa es tu locura… no voy a ser yo quien te la cure. Adelante. Mañana te mandaré a unos cuantos músicos para que les tararees nuevas canciones.

—Pero has de prometerme que si alguno va hablando por ahí de mí le asesinarás. Yo ya no tengo fuerzas para encargarme de eso personalmente.

—Ok. Lo prometo.

—Si no lo haces, desapareceré para siempre y dejaré de darte hits.

—Sin problemas.

—Hay un movimiento musical, que han inventado los negros, que va a tener mucha repercusión. Me refiero al rock and roll. Me sé unas decenas de canciones de esas. Si puedes mandarme negros…

—¿Negros? Ninguno de mis grupos son de negros, me dan asco los putos negros. No trabajo con ellos. Huelen mal.

—¿Qué tienes contra los negros?

—Un bate de béisbol.

—Bueno. Como quieras. Solo era una sugerencia. También me sé otras canciones, más melódicas. Muy mal lo tienen que hacer tus cantantes para estropear las canciones que les voy a tararear, para evitar que se conviertan en clásicos con sus voces.

El ejecutivo racista llegó a creer al Señor Tarareador cuando este le consiguió su séptimo hit consecutivo.

—Ningún ser humano puede tener tanto talento —se dijo—. Maldita sea… ¡Me ha tocado la lotería! Esto hay que explotarlo bien. Si le doy todos esos hits a muchos grupos diferentes, desaprovecharé esta oportunidad. Si le diera todos a un solo cantante, este se convertiría en un fenómeno de masas, en una máquina de hacer dinero: ventas de discos millonarias, películas, conciertos por todo el mundo, colonias en su honor, camisetas con su cara, exclusivas en revistas…  El mundo entero le admiraría. ¡Millones y millones de dólares!

Y el elegido, ya que tenía voz de negro y le gustaba el rock and roll, fue Elvis Presley. El Señor Tarareador le surtió de canciones y Elvis se convirtió en un mito viviente. En el «Rey del rock».

Sin embargo, en 1962, el ejecutivo racista firmó un contrato en exclusiva con Parlophone para surtir de canciones a un grupo con mucho potencial: The Beatles.

—Dos muchachos del grupo, Paul y John, volarán desde Manchester para verte regularmente, Señor Tarareador. Olvídate de Elvis Presley. Ya no le verás nunca más.

—¿Por qué?

—Se ha convertido en tal estrella que los mejores compositores de la industria le ofrecen sus mejores canciones. El desagradecido ya no nos quiere pagar lo que le pedimos por nuestros grandes éxitos. Dice que no nos necesita. Con esta discográfica inglesa hemos firmado un contrato por el doble de dinero a cambio de cada número uno que les consigamos.

—Perfecto. Voy a hacer a esos chavales más famosos que a Jesucristo —dijo el Señor Tarareador.

Y en los meses siguientes el Señor Tarareador tarareó para Paul McCartney y John Lennon: She loves youI want to hold your handSomething (Paul y John le regalaron la autoría a otro de los integrantes del grupo: George Harrison), A hard day´s nightHelpStrawberry fields foreverAll you need is loveHey JudeGet backCome togetherHere comes the sun Let it be. También les dio el nombre de los verdaderos compositores de todos esos grandes éxitos para que los asesinaran.

—Hay dos tipos de criminales —les instruyó el Señor Tarareador—: los que dejan cabos sueltos y los que no. A los que no dejan cabos sueltos les suele ir bien. Los otros siempre terminan con problemas.

Al igual que Elvis, ni Paul ni John decidieron que era necesario ocuparse de esos cabos sueltos. Se limitaron a estrenar aquellas canciones como propias y vender millones y millones de discos. La Beatlemanía golpeó al mundo como antes había golpeado la Elvismanía.

1964

Por no pagar el precio que el ejecutivo racista pedía, el Rey del rock se quedó sin cantar todos los grandes éxitos que encumbraron a The Beatles. Grabó nuevas canciones, pero mediocres si se comparaban con los sencillos de The Beatles. Su declive comenzó a agudizarse aún más cuando decidió abandonar la música rock y entregarse por completo a la canción melódica. The Beatles se convirtió en un fenómeno interplanetario; Elvis, en un espectáculo más de Las Vegas. Naturalmente se enteró de que el ejecutivo racista y, por lo tanto, el Señor Tarareador trabajaban en exclusiva para The Beatles. Presley, en un ataque de envidia, declaró a un medio de comunicación que The Beatles ejemplificaban lo que él concebía como una tendencia «antiestadounidense» y que realizaban una apología del uso de las drogas, asunto que podría perjudicar a toda una generación de compatriotas.

—Deberían prohibir sus discos en Estados Unidos —declaró.

Los odiaba a muerte. Todos esos grandes éxitos deberían haber sido suyos. Se había equivocado al no pagar lo que le había exigido el ejecutivo racista para que aquel chiflado con ansias asesinas le siguiera tarareando grandes éxitos. Ahora, debido a ese contrato en exclusiva con Parlophone, nada podía hacerse. Su mala decisión le había condenado, sin remedio, a comenzar el declive de su carrera.

—Hijos de puta…

En un concierto, celebrado en 1970, Elvis Presley dejó de pensar que el Señor Tarareador era un chiflado. Interpretaba Love me tender cuando cuatro hombres irrumpieron en el escenario donde celebraba uno de sus conciertos. El equipo de seguridad privado reaccionó de forma inmediata, logrando detener a tres de ellos. No al cuarto. El cuarto, de raza negra, llevaba un cuchillo. Derribó a Elvis, lo tiró al suelo y se puso encima de él para hundírselo en la garganta. Elvis necesitó de todas sus fuerzas para frenar el movimiento del cuchillo que trataba de acabar con su vida.

—¡Yo compuse esa canción! —le gritó el negro a la cara— ¡Love me tender es mía! ¡Todos los que me rodeaban creyeron que yo era un fraude! ¡El amor de mi vida me abandonó! ¡Arruinaste mi vida! ¡Tú me mataste, tú me mataste!

Dos forzudos músicos se lanzaron sobre el hombre que no paraba de gritar. Consiguieron, con mucha dificultad, apartarlo del Rey del rock. Más tarde la policía lo identificó como Reynoldo Doforno, un pobre enfermo que vivía en la calle junto a otros mendigos.

—¿Lo conoce de algo, señor? —le preguntó la policía, divertida—. Este pobre alcohólico asegura ser el autor de Love me tender. ¿Le robó usted esa canción?

—No. Por supuesto que no le conozco de nada —mintió Elvis—. Jamás he escuchado ese nombre en mi vida.

No obstante, recordaba ese nombre como si se lo hubieran dicho el día anterior.

A partir de ese momento Elvis Presley se volvió inestable, desconfiado, paranoico. No tenía a quién contarle lo que le atormentaba una y otra vez: temía que, en cualquier momento, los verdaderos compositores de sus grandes éxitos se le tiraran encima con cuchillos para asesinarlo por haberles robado la vida de fama y riquezas que les correspondía. Cualquiera podía ser uno de esos compositores: quizá su chofer, quizás el jardinero, quizás el camarero que le servía una hamburguesa en un bar. Elvis se sintió un farsante, un timo, un cantante más sin talento. Como todos. Comenzó a necesitar Demerol y otros fuertes tranquilizantes para poder conciliar el sueño. En 1973 Elvis Presley mezcló una sobredosis de estos tranquilizantes con alcohol y murió. Encontraron su cuerpo tirado sobre un vómito, en el suelo de uno de los camerinos donde iba a realizar un concierto.

Más cabos sueltos

John Lennon sentía mucha envidia de Paul McCartney. De cara al público, ambos eran los grandes compositores del grupo musical con más éxito de la historia. Cuando el ejecutivo racista lo indicaba —tras recibir el correspondiente pago desde Parlophone—, ellos volaban en secreto desde Manchester hasta la casa del Señor Tarareador; entonces él les canturreaba uno o dos clásicos del futuro y más tarde, en la habitación del hotel donde se hospedaban, la recomponían con sus guitarras. La tarde en que el Señor Tarareador tarareó Yesterday, John Lennon estaba fumado, borracho y disfrutando de sexo con dos jovencitas californianas en la habitación del hotel. Paul decidió no faltar a la cita que les habían fijado. Acudió a ver al Señor Tarareador solo, traicionando así el acuerdo pactado con John de que ninguno de los dos acudiría, nunca, por separado a aquella casa.

—Esta canción pertenece a un pobre hombre de Pensilvania —indicó el Señor Tarareador—, a quien su mujer abandonará dentro de un año. Si la estrenas ahora, no tendrás que preocuparte por los cabos sueltos pues, como te digo, ni siquiera ha sido compuesta aún. Esta canción se hará tan popular que es imposible que ese hombre no la escuche en algún momento antes de que el dolor le haga sentarse a componerla. Escuchará ese súper éxito por la radio sin saber que él es el compositor original de esta obra inmortal.

La canción era demasiado buena y a las oportunidades las pintan calvas. Paul —repleto de codicia— registró esa canción solo a su nombre. No importó que, tras el monumental cabreo que sufrió John Lennon, se publicase en el disco «Help!» firmada por los dos. Se había corrido la voz: todo el mundo sabía que el verdadero autor de Yesterday, la canción más popular de The Beatles, había sido compuesta por Paul McCartney en solitario. Este golpe bajo originó la primera de las muchas discusiones que provocarían que The Beatles se disolviera en 1970.

Fue tras la disolución de la banda cuando John Lennon se presentó en la casa del Señor Tarareador y le ofreció diez millones de dólares a cambio de una canción que lograra sobrepasar el súper éxito de Yesterday.

—Quiero una canción que demuestre al mundo que soy mejor compositor que Paul McCartney —le pidió Lennon.

El Señor Tarareador aceptó el reto sin pestañear:

—De acuerdo. Será la última canción que tararee y luego desapareceré para siempre. La he guardado para el final porque es la mejor de todas. Es una canción que se convertirá en un himno mundial, solo sobrepasado por el cuarto movimiento de la novena sinfonía de Beethoven. Se titula Imagine y está compuesta por un tal Mark David Chapman, que vive en la calle Leelistraat número nueve, en Texas. Harías bien en matarlo. Nunca se sabe lo que puede pasar con estos cabos que quedan sueltos.

El Señor Tarareador comenzó a tararear Imagine y Lennon comenzó a llorar de emoción. Cuando terminó pagó los diez millones al Señor Tarareador y se despidieron para siempre. Sin embargo, Lennon tenía unas fuertes convicciones antirreligiosas, antinacionalistas y anticapitalistas y decidió modificar la letra original de la canción para ponerla al servicio de su ideología.

Imagine apareció por primera vez en el álbum del mismo nombre en 1971, producido por Phil Spector. Sin embargo, quizá por los cambios en la letra, no se convirtió en un súper éxito ni en un himno para la humanidad hasta que el verdadero autor de la composición ajustó cuentas con John Lennon.

El ocho de diciembre de 1980 Mark David Chapman esperó a John Lennon fuera de un edificio de apartamentos donde el artista se hospedaba. Cuando el cantante apareció, Mark le disparó cinco veces, alcanzándole cuatro veces en la espalda. Lennon cayó fulminado. Mark David Chapman no huyó. Permaneció al lado del cuerpo agonizante de Lennon hasta que fue arrestado por la policía. Mark David Chapman se declaró culpable del delito.

—¿Por qué lo hiciste? —le interrogó la policía.

—Porque John Lennon me robó la melodía de mi canción Imagine y no me dio ni las gracias.

En 1999, el músico George Harrison (a quien Paul y John le habían regalado la autoría del tema Something) salvó su vida milagrosamente tras ser atacado dentro de su mansión situada en las afueras de Londres. Un hombre trató de apuñarlo. El agresor, Michael Abram de treinta y tres años, fue reducido por el propio Harrison y su esposa, la mexicana Olivia Arias, que también resultó herida. Michael Abram tenía sus facultades mentales gravemente alteradas. Su madre confesó que estaba obsesionado con The Beatles y que aseguraba que George Harrison le había robado el súper éxito titulado Something.

—Demasiadas coincidencias —pensó alguien desde la CIA. El ejecutivo racista y Paul McCartney no tuvieron otro remedio que confesar; al fin y al cabo ellos no eran culpables de nada, el delito que habían cometido no existía. Un año después el Señor Tarareador apareció muerto de un tiro en la cabeza en un hotel turístico de las Islas Canarias. Aunque se abrió una investigación policial por parte de las autoridades de la isla, jamás, por supuesto, se encontró a su asesino.

Venganza

En 1978, Berry Gordy (presidente de la Motown Records) citó en su casa a un joven Michael Jackson para narrarle la historia de un crimen en el cual había participado:

—Aquel ejecutivo de Parlophone era el mayor cerdo racista de la historia —comenzó a explicar Berry Gordy—. Dios sabe que merecía la brutal tortura a la que le estábamos sometiendo en el garaje. Había violado y asesinado a la mujer de un amigo «por puta, por haberse casado con un negro». Le secuestramos entre cuatro y decidimos hacer justicia. Yo no sabía que mi amigo planeaba matarlo tras torturarlo. O quizá sí. Sea lo que sea ese ejecutivo hijo de puta de Parlophone merecía morir. No juzgo a mi amigo. Cualquiera con sangre en las venas y con tanta cocaína en la nariz hubiera actuado del mismo modo.

—¿Por qué me cuentas esto, Berry?
—preguntó Michael Jackson, horrorizado—. Sabes que odio la violencia. No quiero escuchar historias de esas.

—Porque te conozco desde que eras un niño. ¿Recuerdas, Michael? Los ojeadores de la Motown te descubrieron, a ti y a tus hermanos: los Jackson Five. Quincy Jones dijo que ibas a ser el mayor descubrimiento de la humanidad desde la invención de las patatas fritas. A los seis años ya podías rivalizar en baile con el mismísimo James Brown. Interpretabas las canciones como si fueras un adulto al que le hubieran roto el corazón mil veces. Sabes que yo te trataba como si fueras mi hijo. Incluso te viniste a vivir a mi mansión un tiempo, con algunos de tus hermanos. Por aquel entonces ya pedías el mismo deseo, una y otra vez. Cada vez que te tirabas en la piscina lo pedías en voz alta, como si creyeras que Dios o el mundo de la magia te escucharían solo en ese momento. ¿Qué pedías? ¿Lo puedes repetir para mí, ahora? ¡Era algo que me encantaba oírte decir!

—Lo mismo que continúo pidiendo cada día antes de lanzarme en mi piscina. Ser el autor del disco más vendido de todos los tiempos.

—Ese racista, para que no le matáramos nos contó una historia con la cual podíamos convertirnos en las personas más ricas del universo. Aseguró que tras mucho trabajo de investigación había conseguido localizar a un ingeniero retirado de la CIA. Un ingeniero que había sido el encargado de reparar… prepárate Michael: una máquina del tiempo extraterrestre.

—¿Bromeas? —preguntó Michael maravillado. Amaba las historias de fantasía y ciencia ficción. Entendió por fin por qué Berry Gordy le estaba contando todo aquello: para entretenerlo como más le gustaba.

—Déjame terminar, Michael, y te maravillarás más aún. Según él, ese ingeniero, tras tanto arreglar y estudiar la máquina del tiempo extraterrestre, sabía cómo crear una nueva partiendo de cero. El ejecutivo racista tuvo que pagar cientos de millones de dólares para que el ingeniero tuviera todo lo que necesitaba para su fabricación. Y, tras un año de trabajo, ya estaba terminada y funcionando. Nos dio su localización. Ninguno de los otros negros que estaban allí creyó a ese tipejo. Pero algo me decía que un hombre en inminente peligro de muerte no podía idear una mentira tan imaginativa sobre la marcha. Nos contó que, con esa máquina, había surtido de hits a Elvis y The Beatles. Mi amigo —a quien el ejecutivo racista le había violado y asesinado a su esposa— disfrutó muchísimo matando a ese cabrón: le cortó la lengua, el pene se lo metió en la boca. Se lo hizo comer cuando aún estaba con vida. A la mañana siguiente, tras deshacernos del cuerpo, fui solo hasta el lugar donde el ejecutivo racista aseguró, entre gritos de dolor, que guardaba la máquina del tiempo. ¿Qué tenía que perder? Durante los años sesenta mi discográfica estuvo casi en la cúspide. Tenía a los mejores compositores trabajando para mí. Y solo conseguíamos que un artista o un grupo, como mucho, tuviera cinco grandes éxitos. Y de esos cinco grandes éxitos, realmente canciones excelentes nunca eran más de dos. Yo miraba de reojo todos los número uno que conseguían Elvis y The Beatles y pensaba «¿De dónde sacan tantas canciones maravillosas?». Llegué a la dirección que nos había proporcionado: un hangar en las afueras de Alburquerque. Forcé la entrada y allí estaba, lo que he traído hasta aquí y te regalo ahora, Michael Jackson. ¡Una máquina del tiempo extraterrestre!

Por supuesto, Michael no creyó que aquello fuera una máquina del tiempo hasta que la utilizó por primera vez. Berry Gordy le hizo viajar al futuro con un billete de diez dólares.

—Viaja por el tiempo y entra en unos grandes almacenes de 1988; compra un casete de grandes éxitos. Luego haces tu propia maqueta con las canciones que elijas y se la das a Quincy Jones para que te la termine de producir. Michael, lo tienes todo para triunfar: voz, cuerpo, baile, personalidad, una arrolladora presencia sobre el escenario… y hoy por hoy, tu carrera se está yendo a pique. No has conseguido un gran éxito desde hace diez años. No sabes lo que me duele verte fracasando… Con un repertorio de grandes canciones llegarías a ser una leyenda mayor que Elvis y The Beatles juntos.

Michael Jackson regresó del año 1988 con un casete de grandes éxitos. De ese casete sacó las canciones y las ideas con las que compondría «Thriller». Normalmente un disco que se convierte en un súper éxito vende dos o tres millones de copias. «Thriller», en cambio, fue el disco más vendido de la historia de la música: sus ventas alcanzaron los cien millones de discos. Los entendidos de la música aseguran que nadie podrá sobrepasar ese récord jamás, que es un récord imbatible.

—¿Qué quieres a cambio, Berry? —preguntó Michael Jackson.

—Michael. Soy un hombre inmensamente rico. No me hace falta más dinero. Lo único que quiero es ver cómo cumples tu sueño… y terminar de vengarme de ese ejecutivo racista. Ese tipejo robó un montón de canciones a un montón de negros para que Elvis Presley consiguiera coronarse rey de la música. Eran canciones que habían creado nuestros hermanos. Ahora conviértete tú en el rey de la música que los blancos han hecho popular: el pop.

Michael Jackson se coronó Rey del pop en 1991 con el lanzamiento de «Dangerous», su octavo álbum en solitario. Aun así su ambición no encontró límites. Siguió realizando viajes en el tiempo, en busca de grandes éxitos para sus siguientes trabajos, aun cuando notó que su piel enfermaba. El sano color rojizo de sus labios desapareció: para que se le advirtieran los labios debía pintárselos con carmín. Su piel negra se decoloró del mismo modo que la del Señor Tarareador. La luz del sol le provocaba un daño inmenso. Su rostro comenzó a deformarse. No tuvo otro remedio que recurrir a la cirugía estética para ocultar la deformidad que le causaba la «enfermedad de los viajes en el tiempo». Era tanto el dolor que sufría que precisaba de una gran dosis diaria de tranquilizantes para conseguir tener una vida medianamente normal. Dicen las malas lenguas que se volvió majara y que comenzó a beber sangre de niños para intentar sanar. Esto nunca se confirmó. Michael Jackson murió el veinticinco de junio de 2009, a la edad de cincuenta años, debido a una sobredosis de Demerol: el mismo tranquilizante que le trajo la muerte a Elvis Presley. La máquina del tiempo se encontró en el sótano de su rancho, Neverland. Nadie supo que era una máquina del tiempo. Berry Gordy decidió callar: no estaba interesado en que se descubriera el secreto del éxito de Michael Jackson, a quien quería como a un hijo.

Hasta que algún ambicioso músico o ejecutivo de una discográfica no descubra esa máquina del tiempo, el mundo no volverá a conocer a un portento de la música capaz de generar tantos grandes éxitos como lo consiguieron los extraordinarios —o quizá no tanto— Elvis Presley, The Beatles o Michael Jackson.

Ahora tú conoces la verdad.

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