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Las mellizas Bugatti

Escribe
Alejandra Laurencich
A las mellizas Bugatti les gustaba el frío y la lluvia, las tormentas y la luna, la noche y la oscuridad. Pero no podían leer en paz.

Habían pasado apenas unos años desde el día en que todos los televisores del mundo mostraron las imágenes de un hombre caminando por la luna. El astronauta Neil Armstrong se había visto flotando, como en cámara lenta y sin más preocupación que la de desplazarse suavemente por un lugar vacío donde no se escuchaban ruidos, no había gente ni problemas.

Así se sentían las mellizas Bugatti cuatro o cinco años después, en las tardes de verano: como astronautas, flotando ingrávidas, lejos de la tierra. Solo que las hermanas Bugatti no estaban en la luna sino en el altillo de su casa de veraneo. Y no caminaban por ninguna parte, sino que leían, recostadas, bien cómodas y en silencio. Devoraban las aventuras de sus héroes y heroínas, que tanto podían ser Mafalda como El principito, Jo o Amy del libro Mujercitas, como Lucrecia Borgia, la envenenadora, o Paul Getty III, el hippie que había sido secuestrado por la mafia italiana, nieto del avaro millonario que se negaba a pagar el rescate y del que todas las revistas hablaban.

Era la hora de la siesta, y en la casa los grandes dormían. Qué armonía, qué placidez. Leer era para las mellizas estar en un espacio diferente al de todos los días, más cerca del sitio que prometía el cura los domingos: el paraíso, premio de los redimidos. Tiradas cada una en una cama, haciendo pendular los pies, sintiendo el viento caluroso que entraba por la pequeña ventana a ras del techo, eso sí podía llamarse un premio, y aunque las mellizas no entendían mucho qué significaba lo de los redimidos, se contentaban con disfrutar del paraíso.

Pero, como sucedía todos los santos días (así decía la mamá de las mellizas cuando algo le daba bronca, por ejemplo: ¿todos los santos días tengo que decirles que se laven sus propias mallas?), exactamente a las tres y media de la tarde, las mellizas escucharon, proveniente de la planta baja y subiendo por el hueco de la escalera, el inconfundible ruido a ojotas surcando las baldosas, y eso anunciaba una sola desgracia, la voz de su madre ordenándoles:

—¡Chicas! Pónganse la malla que vamos a la playa.

Horror. A las mellizas Bugatti les daba odio ese amontonamiento de sombrillas, lonas y familias al que sus padres las sometían cada día de sol, y a veces, cuando hacía mucho calor, hasta dos veces por día. A las mellizas les daba odio el sol, odio la gente que hacía deportes bajo el sol, los chicos que jugaban a la pelota o a la paleta, les daban odio los clubes y el movimiento. A las mellizas Bugatti les gustaba el frío y la lluvia, las tormentas y la luna, la noche y la oscuridad. Las mellizas Bugatti querían vivir así como estaban ahora, tiradas en las camas del altillo, leyendo revistas o libros, escuchando música o mirando los pósteres con grupos de rock que sus hermanos mayores habían pegado en las paredes. Porque el altillo no era el cuarto que les pertenecía a ellas, sino a ellos, los Bugatti adolescentes, que a esa hora estarían con sus amigas y sus amigos en playas a las que ellas jamás iban, porque sus padres decían que quedaban muy lejos y que no valía la pena semejante caminata hasta allá.

El cuarto donde las mellizas Bugatti dormían por la noche era el cuarto de la Nona, así le llamaban a su abuela, y en ese cuarto de la planta baja, que daba al porche delantero de la casa, dormían las tres. Tres camas ubicadas en paralelo: las mellizas a los costados y en el medio la cama de la Nona. Y la Nona roncaba. Su ronquido se parecía a la máquina que se usaba para cortar la ligustrina de la casa. Cuando se encendía esa máquina nadie en las cercanías podía hablar. Porque las palabras se perdían en el ruido infernal de ese motor. La Nona roncaba como esa máquina. Y las mellizas, por turno, se ocupaban de pinchar su brazo con algún elemento duro, un lápiz, un zapato, una aguja de tejer o, a falta de elementos disponibles, con el mismo dedo, para que por un momento el ruido se detuviera y volviese la calma. Pero unos minutos después, recomenzaba con más fuerza. Y así durante las dos primeras horas de la noche, hasta que las mellizas, por cansancio acumulado, quedaban dormidas.

A la siesta entonces tomaban prestado el cuarto de sus hermanos para leer. Adoraban estar ahí. En eso sí se parecían las mellizas Bugatti, y no en lo que decía toda la gente: son dos gotas de agua. Como si dos gotas de agua no fueran diferentes entre sí.

—¿Puedo terminar de leer que ya me falta una página? —gritó, para que se la oyera en la cocina, la osada de las mellizas.

El padre, que hasta ese entonces no había pronunciado palabra, pero que —la melliza sabía— cuando abría la boca era para dar por terminado un asunto o comenzar a repartir bifes —así llamaba la madre de las mellizas a los cachetazos— lanzó su respuesta rápido, como si hubiera disparado una flecha por el hueco de la escalera:

—¡A ver cómo les tengo que decir que se pongan la malla! ¿En qué idioma les tengo que hablar?

Se dirigía a las dos, como si el pedido de quedarse leyendo una página más hubiera sido expresado por ambas mellizas y no por la más osada. Era una costumbre familiar esa de hablarles a las dos como si fueran una sola persona con dos cuerpos. Parece que están apurados hoy, pensó la osada, abandonando su valentía para buscar rápidamente las ojotas. Sin embargo, antes de abandonar el altillo, tuvo coraje suficiente para enrollar la revista con la nota que estaba por terminar. La que contaba con lujo de detalles cómo habían sobrevivido —comiéndose partes de sus amigos y rezando— unos estudiantes jugadores de rugby cuyo avión había caído en la cordillera de Los Andes hacía unos meses. Habían estado setenta y dos días soportando temperaturas de treinta grados bajo cero por las noches, el hambre, y las amenazadoras avalanchas de nieve. Cómo los habrían rescatado. Metió la revista bajo la remera, podría seguir leyendo mientras se cambiaba.

Las mellizas Bugatti bajaron y vieron el deprimente espectáculo de todas las tardes: la vieja sombrilla pasada de moda apoyada contra la pared en su funda de lona desteñida, la canasta en la que su madre ponía ciruelas e higos que sacaba del jardín para comer en la merienda, algunas cremas como el Sapolán Ferrini, toallitas más pequeñas y ya algo descoloridas —para sacudirse los pies y esa clase de cosas— y la silla playera apoyada contra la pata de la mesa. Sobre la mesa también estaban las dos mallas: una azul con estrellitas y círculos verdes y una verde con estrellitas y círculos azules. El mismo modelo pero de otro color. Porque a las mellizas Bugatti las vestían iguales. Total, tienen el mismo gusto, decían todos en la familia. Pero qué parecidas, son dos gotas de agua.

—¿Yo puedo ponerme la enteriza? —dijo la coqueta de las mellizas, que no era la que había intentado quedarse leyendo una página más.

La osada de las Bugatti que no soportaba las modas y que hubiera deseado ser varón, para andar vestida así nomás, y no tener que ponerse todas esas pavadas que a su hermana le encantaban, la miró con una mirada fulminante. Porque la «enteriza» a la que se refería su hermana era una de las dos mallas iguales que les había traído su tía Mary (debían pronunciar Mérui, poniendo la lengua como una rosca contra el paladar) de Miami. Las mallas eran blancas, con lo cual todo lo que se les metía entra la piel y la tela se traslucía, fuera arena, caracolitos, lunares y otras cosas peores como la raya de la cola o los redondelitos de las tetas. Y esto podían comprobarlo cada una mirando cómo lucía el modelo en el cuerpo de la otra. Ni hablar de cuando se metían en el mar. Parecían mallas transparentes. Pero eso no era todo, una banda roja cruzaba la blancura traicionera de la malla y con grandes letras cursivas decía: Miss Universe. Con esas mallas, y de a dos, eran el centro de atención de toda la playa. Otra de las cosas que compartían las mellizas Bugatti: la vergüenza cuando los demás las miraban. Ay qué rubias y pecosas, son dos gotas de agua.

—Está bien, pónganse las mallas blancas —dijo la madre.

La osada, la menos coqueta, chilló:

—Yo no pienso ponerme otra vez esa porquería.

—Que ella no se la ponga porque parecemos de un concurso —apoyó su hermana.

—Bueno basta, no den más vueltas y pónganse la malla de una vez —dijo el padre y les dio las mallas que estaban sobre la mesa, que no eran las blancas sino la azul con estrellitas verdes y la verde con estrellitas azules, y agregó:

—Rápido, que quiero llegar a la playa antes de que se vaya el sol.

Todos sabían que el sol, en verano, desaparecía del cielo a eso de las ocho de la noche pero esa frase parecía gustarle mucho al papá de las mellizas, y le daba un sentido dramático al tener que apurarse, como si el sol fuera alguien que se estuviera por tomar el tren de vuelta a la ciudad y pudiese llegar a quedar solo en la estación con las valijas, sin parientes que lo despidieran antes de la partida. Porque en los años que las mellizas Bugatti eran chicas, la gente iba a acompañar a los amigos o a los parientes a la estación de tren cuando se iban a la ciudad, o al aeropuerto cuando se iban a Europa.

Pero ninguna de las mellizas se apuró cuando el padre dijo esa frase. La coqueta agarró la malla con bronca y se fue al cuarto donde la Nona aún dormía la siesta con la boca abierta. La otra se encerró en el baño a cambiarse. Desenrolló la revista que llevaba bajo la remera y la desplegó sobre el inodoro. Retomó la parte en la que uno de los muchachos sobrevivientes, uno de los que más lindos le parecía, Fernando Parrado, contaba cómo habían encontrado al arriero que les salvó la vida, después de diez días de caminata. Diez días. Leyó la nota hasta el final y miró las fotografías con detenimiento. Otro de los lindos, Roberto Canessa, se veía acostado en una camilla, mientras era revisado por los médicos en Los Maitenes. La melliza se quedó mirando el cinturón sobre el vaquero. Ancho y con hebilla grande, como los que usaban sus hermanos. Cerró la revista con ansias. Terminar una lectura siempre la dejaba así, satisfecha por un lado pero, por otro, presa de un vacío muy grande que solo podía aliviarse con otra lectura. Quería seguir leyendo algo sobre el asunto, algo sobre rescates. Recordó el manual de primeros auxilios. Necesitaba tiempo, una treta que demorara la salida hacia la playa y le permitiera un rato más de lectura. Podría decir, como hacía a veces, que estaba descompuesta. Una excusa bárbara para que nadie la molestara. Antes de sentarse en el inodoro, escondió la revista detrás de la cortina del baño, abrió el botiquín y buscó el manual de primeros auxilios que su abuela guardaba allí por si ocurría una desgracia en la familia o en el barrio. La melliza se bajó la bombacha hasta los talones, se sentó, y se puso a leer el manual. Pasó las páginas, rápido, hasta la parte de la respiración boca a boca.

Aspire profundo, y ponga su boca sobre la boca de la víctima. Presione su boca firmemente contra la boca de la víctima para que no escape el aire.

La ilustración que acompañaba las instrucciones era más parecida a un beso en primer plano (como los que se daban las parejas en las novelas de la noche, las novelas que no les dejaban ver) que a una cuestión de vida o muerte. Se imaginó haciéndole esa respiración boca a boca a Roberto Canessa. Él acostado en la camilla y ella, vestida de enfermera, socorriéndolo.

—¡¿Qué pasa que no salís?!

La cabeza de su madre asomaba como una mancha borrosa por el vidrio esmerilado de la puerta del baño, el que estaba en la parte de arriba, y al que solo se llegaba poniéndose en puntas de pie. La más varonera de las mellizas Bugatti —que era la menos coqueta y la más osada también— advirtió ese fisgoneo maternal porque la cabeza de su madre apareció acompañada no solo por la pregunta sino por impacientes golpes en la puerta: pum, pum, pam.

—¿Qué pasa tanto tiempo, nena?

—¡Vamos que se va el sol! —se escuchó la voz del padre.

—Me duele la panza —gritó la melliza desde el baño.

Imaginó la cara de su madre del otro lado de la puerta, el gesto de pena y preocupación que coincidía con el tono desesperado:

—Ay, pero, che. Cómo puede ser. Todos los santos días tiene dolor de panza esta criatura —y agregó algo que asustó seriamente no a una sino a las dos mellizas Bugatti:—, va a haber que llevarlas al médico, así no podemos seguir.

—Pero no es un dolor de panza para médico. No me duele así de fuerte —la melliza pasó la página del manual y buscó rápido: Lipotimias, que era otra de las partes que le encantaban—. Me parece que pueden ser las ciruelas que me hiciste comer hoy. Demasiadas ¿viste? yo te dije. Pero si me quedo con la panza tapada en la cama, calentita, se me pasa seguro.

—Nadie les hizo comer demasiadas ciruelas —dijo su madre desde el pasillo—. Y ni se les ocurra que las vamos a dejar en casa con este día precioso. Mañana vamos a llevarlas al médico y se acabó el problema.

A través de la puerta la melliza escuchó a su hermana que salía del dormitorio de la Nona y decía:

—Llévenla a ella sola al médico, si yo no tengo ningún dolor y comí un montón de higos.

Las cosas habían llegado a un lugar peligroso:

—¡Ya se me pasó! —gritó la melliza que estaba en el baño y se cambió enseguida la malla mientras salteaba la lista de los síntomas que acompañaban a las lipotimias para leer las indicaciones de socorro, imaginando aún el cuerpo de Canessa sobre la camilla.

Afloje la ropa para facilitarle la respiración. Indique que respire profundamente, tomando aire por la nariz y exhalándolo por la…

—¡Si no salís ahora vamos a ir al médico esta misma tarde!

—¡Pero ya salgo, che!—gritó.

Cualquier sacrificio sería mejor que ir al médico. Porque esa era otra de las cosas que odiaba. Todos los médicos terminaban diciendo: —«Lo que necesitan estas chicas es vida social, deberían ir a algún club, hacer deportes. ¿Por qué no las anotan en una colonia de vacaciones?». Qué espantoso les parecía a las mellizas ese conjunto de palabras: colonia de vacaciones. Había algo escondido en ellas, algo que tenía que ver con el orfanato o el ser pupilo, algo sospechoso que no tenía nada de lo que ellas consideraban vacaciones: leer en el altillo, comer alfajores de nuez y chocolate blanco, jugar a la escoba de quince con la Nona o al truco con los hermanos, salir a comprar revistas y libros al kiosco de la vuelta los días de lluvia con su mamá, todas cosas que se podían hacer sin moverse casi nada. Odiaban los deportes de club como el vóley, el básquet, la natación. Era raro porque el mar les gustaba mucho, el agua, el sonido del agua cuando sumergían la cabeza y jugaban a buscarse a tientas bajo las olas. Pero para las Bugatti el mar era una cosa y la playa era otra. Ojalá no estuvieran uno al lado de la otra, pensaban. Porque en el mar podían ir a alguna zona donde no hubiera tantos chicos, pero en la playa había que pasar entre ellos, soportar sus miradas y a veces sus pelotazos a propósito, o sus bombitas de agua en la época de carnaval. Detestaban a todos esos chicos groseros y tontos que las señalaban cuando iban hacia el mar. Odiaban esos gritos de: Eh, mellizas, quién es quién. O peor aún, aquel de: ¿Dónde dejaron a la otra? que aludía a unas trillizas famosas de la época, que también tenían pelo rubio, flequillo y pecas como ellas, pero que ni por asomo podían ser sus hermanas, ni siquiera sus amigas, porque las trillizas cantaban por la tele, haciendo muecas, mohines y sonrisas, y las mellizas Bugatti pensaban que era vergonzoso cantar delante de alguien, y eso sí lo conocían bien, porque en las reuniones familiares todos les pedían que cantaran una canción que a ellas les gustaba mucho y que decía así: Estos son Nicola y Bart, con amor los recordarán, y su final es nuestro también, pues mueren por la libertad…, y repetía la estrofa diecisiete veces. Sus hermanos la escuchaban en un disco de Joan Baez, una hippie pacifista que cantaba con una voz de ángel en inglés, y ellas la habían cantado a los gritos, en su versión al castellano, una tarde de sábado, cuando creían que estaban solas en toda la casa. Cuando terminaron de cantar dos o tres estrofas, se abrió la puerta y los aplausos de su madre las hicieron ponerse coloradas. Desde entonces, en cada fiesta familiar les llegaba el pedido: «¡Que-canten-que-canten!» y para alentarlas, siempre alguien decía la misma frase: ¡Pueden llegar a ser famosas como Las trillizas de oro! Las mellizas odiaban a Las trillizas de oro.

—¡Vamos que se va el sol! —gritó el padre golpeando la puerta del baño.

Antes de salir, la melliza tomó la precaución de guardar cuidadosamente el manual de primeros auxilios en el botiquín, no fuera a ser que descubrieran la lectura prohibida, y la trampa para ganar tiempo. Acomodó el librito detrás de la Carqueja Trop y de la Colonia Gelatti, que le gustaba usar a su abuela y que tenía un olor asqueroso, y salió.

Hasta el mar había que caminar ocho cuadras. Ocho cuadras con el solazo de las tres de la tarde partiendo la nuca. La melliza más vaga escuchaba el ruido de los cuatro pares de ojotas contra el asfalto y pensaba que así debía sonar el ruido de los pasos de los soldados que marcharon a morir en la guerra de Vietnam, o que habían marchado en la güera, como llamaba su abuela a la Primera Guerra Mundial, la que siempre recordaba con alguna anécdota triste en los almuerzos o las meriendas, y con la que seguramente soñaba cuando gritaba ¡Foira! ¡Zu!, algunas noches en las que había comido demasiadas anchoas, según su nuera, la mamá de las mellizas.

Ocho cuadras. La melliza más vaga que no era la más coqueta, miraba las pantorrillas fuertes de las piernas de su papá, el paso casi marcial que llevaba sobre el asfalto caliente de la calle. Porque la familia de las mellizas nunca iba a la playa por la vereda. Estaban de vacaciones y en vacaciones se puede hacer lo que uno quiere, decía el papá. Menos leer, pensaban las dos mellizas al mismo tiempo cuando le escuchaban decir esa frase, y en eso sí coincidían las dos hermanas. No entendían cómo podían interrumpirles tanto las lecturas. Ya fueran las novelas policiales de Agatha Christie, las revistas Dartagnan y Patoruzú, los libros de los hermanos Grimm adaptados en la colección Sigmar, las revistas Gente y Siete días, las Selecciones del Reader´s Digest, los cuentos de Poe y Lovecraft que les sacaban a sus hermanos, las poesías de Neruda, los libros de Hesse y hasta la revista del colegio Fray Mamerto Esquiú, que traía su abuela de la parroquia y que era lo más aburrido que pudiera leerse pero que salvaba en caso de emergencia. Los grandes siempre encontraban una excusa para quitarles su material de lectura, la savia vital que las transportaba al paraíso o a la luna. Las Bugatti no entendían cómo resultaba tan difícil concluir una lectura en una familia que se la pasaba diciendo que la lectura era una de la virtudes que había que inculcarle a los hijos, que la lectura hacía bien y alimentaba la inteligencia, que si los chicos leyeran más y vieran menos televisión no serían tan infelices como la juventud de ahora, que si en vez de repartir comida a los pobres se repartieran libros, entonces el mundo cambiaría de la noche a la mañana, y cosas por el estilo.

Cuando llegaron a la playa tuvieron que soportar el ritual de siempre antes de poder sentarse a leer. El padre clavó el eje de la sombrilla que era pesadísimo porque era de hierro y no de aluminio como los de las sombrillas nuevas, y lo fue hundiendo más y más en la arena con un movimiento de palanca exagerado que las tres mujeres miraban de pie, quietas y en silencio, como si, concentrándose, pudieran colaborar en la tarea; luego la madre le pasó al padre la lona familiar y la lona fue desplegada en toda su amplitud sobre la arena, después llegó el turno de abrir la silla de la madre (que era transportada hasta la playa no por la madre sino por las dos mellizas, a veces una de ida y la otra de vuelta, según sus propios arreglos, o una cuadra una y otra la otra, o la que perdía alguna apuesta en algún juego), la madre acomodaba entonces la canasta sobre la lona, sacaba las cremas y esas cosas y todos se desvestían hasta quedar solo con la malla.

Se sentaron.

Una de las mellizas buscó el libro Florecillas de San Francisco de Asís que había llevado en un bolso. Se extendió boca abajo sobre la lona limpia y comenzó a imaginar al hermoso actor protagonista de la película Hermano sol, Hermana Luna —que habían visto en el colegio el año anterior sobre la vida de San Francisco— cuando decidía enfrentar a la bestia feroz que amenazaba con devorar a todo el pueblo. La melliza lo vio encaminarse resueltamente hacia el lugar donde estaba el lobo. Cuando he aquí que, a la vista de muchos de los habitantes que lo habían seguido para ver este milagro, el lobo avanzó al encuentro de San Francisco con la boca abierta; acercándose a él, San Francisco le hizo la señal de la cruz, lo llamó y le dijo: «¡Ven aquí, hermano lobo! Yo te mando, de parte de Cristo, que no hagas daño ni a mí ni a nadie». ¡Cosa admirable! Apenas trazó la cruz San Francisco, el terrible lobo cerró la boca, dejó de correr y, obedeciendo la orden, se acercó mansamente, como un cordero, y se echó a los pies de San Francisco. Entonces, San Francisco le habló en estos términos: «Hermano lobo, tú estás haciendo daño en esta comarca, has causado grandísimos males…»

—Corréte un poco así entra también tu hermana en la lona —dijo el padre de las mellizas.

La melliza obedeció sin protestar, para no perder el hilo de la lectura. Pero antes de poder continuar echó un vistazo al diario que abría su hermana. Vio la nota sobre Patty Hearst, una mujer norteamericana de diecinueve años que había sido secuestrada por el Ejército de Liberación Simbionés y quien pasó a convertirse de una estudiante aplicada a una ladrona de bancos.

—¿Puedo leer yo también? —preguntó haciéndole un doblez en la esquina de la página que tenía la historia del lobo, y su hermana, sin contestar, le dio permiso, centrando el diario entre las dos.

En la foto del diario se veía a Patty Hearst con una ametralladora y una boina fabulosas. Ambas comenzaron a leer el artículo. Pero no alcanzaron a terminar ni un párrafo. Su padre les quitó el diario y en la voz de su madre les llegó la orden de moverse:

—Vayan a moverse, chicas, hagan algo como los demás chicos de su edad, no ven cómo los otros se divierten, y ustedes están ahí tiradas, como dos bolsas de papas.

La madre continuaba hablándole al padre, criticándolas en voz bastante baja como para no ser oída por las demás familias pero en voz suficientemente alta como para que sus hijas pudieran escucharla.

—Si siguen tan apáticas hay que anotarlas en algún club o alguna colonia de vacaciones.

Oh no. Cómo podían ser tan insistentes con el tema, pensó una de las mellizas mientras escuchaba a su hermana que proponía con un murmullo vencido: «¿Vamos al agua?».

Las dos tomaron coraje y atravesaron el gentío aterrador, la playa cubierta de lonas, sombrillas, pelotas y perros, los chicos que dejaban de paletear y les gritaban: Eh, mellizas. O las madres, que les sonreían al pasar y exclamaban: Qué divinas. Son como dos gotas de agua.

Cuando salieron del mar, llamadas por las señas y amenazas que su papá les hacía desde la orilla, tenían los labios ya morados del agua y de la risa, porque a las mellizas el mar les gustaba tanto como les gustaba la lluvia, la noche y la luna. En el mar eran felices hundiéndose bajo las olas frías, tirándose de espalda en las lomadas de agua, o haciendo la plancha los días que se podía hacerla, los de bandera celeste, con el mar bueno. Y si bien, para llegar al mar, o salir de él, tenían que atravesar esa muchedumbre mirona, cuando estaban en él, pensaban que todo valía la pena.

Se sentaron en la lona a secarse, y el padre las tapó con un gran toallón suavecito que reservaba para ellas y la madre les dio los gorros que traía en la canasta porque dijo que se estaban poniendo coloradas. Pónganse Sapolán en la nariz. Cuando ya todo el revuelo de atenciones —que atraía las miradas de la gente, según el parecer de las mellizas— se estaba calmando y las mellizas volvieron a agarrar una el diario, la otra el Florecillas, se escuchó el ruido de una bolsita de nylon a su espalda. La madre les dijo:

—Coman algo, chicas, tomen —y les repartió las ciruelas y los higos que había sacado del jardín.

El padre les retiró el diario y el libro para que no los mancharan con los jugos de las ciruelas y las semillas de los higos.

Cuando terminaron las frutas hubo que secarse las manos, y cuando se secaron las manos la madre dijo que ya era hora de irse porque había que ir al centro.

—¿Para qué al centro? —dijo la melliza más coqueta, que era también la más nerviosa (y cuyos nervios alarmaban a la Nona, que decía que no se podía tener nervios a esa edad), viendo peligrar el momento de lectura permitido antes de la cena.

—Ay por qué lo dicen en ese tono —reprochó la madre a las dos en general, y —sin atender a la protesta de la melliza que no había hablado y que dijo que ella no había usado ningún tono, porque no había abierto la boca— les explicó que habían sacado entradas para una obra de teatro.

Ocho cuadras arrastrando los pies, con el sol de las seis de la tarde pegando en los cachetes de la cara y en los ojos, que como eran de color claro, parecían absorber toda la luz. Luego la pelea con los hermanos por quién ocupaba el baño para ducharse, la protesta por la ropa que su madre les había elegido (igual, pero en diferentes colores), el beso, perfumado a colonia Gellatti, de la Nona que se iba a la misa vespertina, y caminar hasta la parada del colectivo que los llevaba al centro. Durante el viaje las mellizas leyeron sus boletos para ver si el número que les había tocado era capicúa, es decir, que pudiera leerse igual de atrás para adelante que de adelante para atrás. Era algo que muchas veces hacían. Cuando lo encontraban guardaban el boleto para que les diera suerte, como hacía mucha gente con los capicúas. La mayoría de las veces ellas pedían: «Que mañana llueva; que nos dejen leer todo el día».

Ya sentadas en la platea del teatro antes de que comenzara el espectáculo, las mellizas se repartieron el programa con la información sobre el elenco y el argumento de la obra. Apenas habían empezado a leer cuando las luces se apagaron y empezó la función.

A la salida del teatro ellas pidieron ir a una librería a ver libros pero los papás dijeron que era tarde ya, que mejor iban a comer algo por ahí antes de que cerrara todo. En el restaurante las mellizas tardaron unos quince minutos en discutir sobre quién de las dos iba a leer primero el menú que el mozo les había dejado en el medio, como si fueran una sola persona con dos cuerpos. Pero justo cuando habían logrado ponerse de acuerdo el papá les sacó la carta de las manos y les dijo:

—¿Ustedes quieren pollo con puré, no?

Ellas protestaron porque, si bien a ambas les gustaba bastante el pollo con puré, a la coqueta y nerviosa le gustaba muchísimo más el peceto, los chorizos o las milanesas de ternera, y la vaga, varonera y osada de las mellizas —que detestaba la carne roja hasta el punto de sentir arcadas cada vez que tenía un churrasco por delante— hubiera dado cualquier cosa por un plato de ñoquis o una tarta de atún.

Pero el papá acalló las protestas diciendo:

—Bueno, basta de escándalo que el señor está apurado —y dirigiéndose al mozo, ordenó con una sonrisa—: pollo con puré para las dos.

Volvían en el taxi y la más coqueta y nerviosa de las mellizas se puso a mirar los carteles que había en las calles, a descifrar los nombres y a compararlos con otros que imaginaba, pero sintió una mano que la agarraba del hombro y la tiraba contra el respaldo, era su papá:

—No apoyes la cabeza en la ventanilla que le ensuciás el vidrio al chofer.

La melliza sintió rabia por la diferencia del trato que su papá tenía hacia la humanidad. Para ellas empujones y bifes, para los demás, toda la amabilidad. Hay que ser amable con la gente, decía él. De tan amable ya parecés un lambón, le había escuchado decir la melliza a su madre en medio de una discusión. La pelea la habían suscitado las sonrisas de su padre hacia una cajera del supermercado que le había dado mal el vuelto sin que él se diera cuenta, tan ocupado estaba en sonreírle. Lambón, repitió en el taxi la melliza. Lambón. Y se dijo que apenas llegaran a la casa buscaría la palabra en el diccionario.

Pero cuando llegaron a la casa, no hubo tiempo para ir hacia el diccionario porque la abuela las recibió, con el camisón ya puesto y todo el pelo despeinado. Protestaba, no a ellas sino a los padres, aunque les hablaba a ellas:

—Vayan dormir, que no es horra parra andar por ahí! —la Nona pronunciaba las rr como r y las r como rr—. Los chicos a esta horra tienen que estar durmiendo como Dios manda.

—Si yo no quería ir al teatro —dijo una de las mellizas, no la nerviosa sino la que tenía más paciencia frente a los retos de su abuela.

—Pero qué desagradecidas —dijo el padre.

—Vayan a dormir y obedezcan a papá

—dijo la Nona cubriéndoles las espaldas a la vez que controlaba que no se desviaran en el camino hacia el cuarto.

Las mellizas se pusieron el piyama, no tanto por obedecer a su abuela sino porque sabían que ir a la cama representaba un tiempo para leer. Una agarró el libro Florecillas y la otra —a falta del diario que por las noches estaba reservado a su papá— agarró unas de las revistas Selecciones que su abuela coleccionaba. El papá les vino a decir:

—¿Se lavaron los dientes? Vamos, que en cualquier momento llegan las caries.

—¿De dónde llegan, de Estambul? ¿Traen valijas? —había dicho la melliza más osada una vez. Y la otra, riéndose por el chiste de su hermana, había estado a punto de contestarle con un versito que pasaban siempre de propaganda en la radio y que decía algo así como que si uno pensaba viajar a esa ciudad no llevara equipaje, porque la tienda Los gallegos tenía de todo, pero antes de decir nada había recibido un coscorrón traicionero dado por su padre en la cabeza y la orden de no burlarse.

—¡Si yo no dije nada!

Otro coscorrón, más fuerte.

—Ella no dijo nada —dijo la otra para defender a su hermana de lo que se veía claramente como una injusticia.

Un bife a cada una y a dormir sin leer. Las mellizas desde entonces sabían que no tenían que burlarse de su padre cuando decía que las caries estaban por llegar en cualquier momento.

Ya con los dientes limpios se metieron en la cama, se abrió la puerta y entró la mamá que venía a darles el beso de las buenas noches. La abuela aprovechó para discutir con la madre.

—Tienen que rezar estas chicas, no tanta salida.

Una de ellas se tapó la cabeza con la frazada para no oírlas, la otra melliza aprovechó la discusión para agarrar la linterna chiquita que tenía la abuela en el cajón de la mesa de luz, al lado del cuchillo que guardaba por si entraban ladrones.

La madre se fue y la Nona dijo:

—Recen conmigo, piccolinas, que mañana les voy dar plata para que se compren carramelos.

Cuando terminaron de rezar y se pusieron a leer, la Nona les dijo:

—Vamos pagar la luz que ya es tarde —así decía la Nona siempre «Vamos pagar» y ellas se burlaban.

—No tenemos plata, Nona.

—Mañana les doy, porque mañana cobro la jubilación.

Y apagó la luz del velador.

Entonces, cuando todos dormían, cuando la noche cubría las acciones, buenas y malas, de los hombres y las mujeres, de los padres y las madres, de los abuelos y de las vecinas, cuando la luna se filtraba entre las persianas y hacía dibujos raros sobre la colcha y se escuchaba el ronquido de la Nona invadiendo toda la habitación, una de las mellizas se pasaba a la cama de la que había agarrado la linterna, la luz mínima se encendía bajo la colcha e iluminaba las letras de cualquier palabra, de cualquier oración, de cualquier libro o revista que tuvieran a mano, y las mellizas Bugatti volvían a elevarse a ese cielo profundo en el que nadie las molestaba ni las confundía, volvían a sentir que el premio a los redimidos les correspondía, como el paisaje lunar al astronauta. Y ellas, ávidas, apuraban los párrafos, antes de que su último enemigo les impidiera la lectura. Porque en diez o quince minutos más —ya se anunciaba— un sueño profundo, lleno de olas de mar y páginas de libros que nadaban hasta el infinito, iba a venir a invadirlas. Y la linterna, como una madre agotada por el trajín cotidiano, se iba a ir apagando cómplice y lentamente, hasta quedarse sin pilas.

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Como en cada número de Orsai desde el principio de los tiempos, el director de la revista escribe un único párrafo que pareciera ser en broma, pero es totalmente cierto.

Escribe

León Watzky, un fotógrafo en busca de inspiración, llega a Corrientes con la esperanza de capturar la belleza de su fauna. Sin embargo, el viaje toma un giro inesperado cuando conoce a Tabi, una mujer de belleza singular.

Escribe

En el tranquilo pueblo de Los Milagros, la vida parece transcurrir a un ritmo pausado- Sus habitantes, gente sencilla y creyente, encuentran consuelo en la fe y en las tradiciones. Sin embargo, bajo la aparente calma se esconde una historia oscura que se niega a ser olvidada.