Hubo una época, que para peor fue larguísima, en la que Chiri ejerció un extraño poder sobre mí. Me va resultar difícil explicar esto, por lo que me pido tres páginas en lugar de una. La desgracia empezó al inicio de la edad del pavo, a los doce o trece años, en una plaza de Mercedes cercana a las vías. Chiri se puso a tararear La batalla del movimiento, una canción infantil en donde el juglar indica acciones que el oyente debe cumplir. «Esta es la batalla del movimiento / a mover los pies sin parar un momento», dice la primera estrofa, y entonces hay que mover los pies. Más tarde se agregan las manos, la cabeza, los hombros, la cintura y todo lo articulable.
Cuando Chiri empezó a cantar, esa tarde iniciática, yo decidí —¡cuánto me arrepentiría después!— cumplir con los requisitos de los versos para hacerlo reír con mis monerías. Y lo conseguí. Mi amigo se divirtió mucho con mis aspavientos frenéticos, tosió y se carcajeó horas enteras, porque en la infancia yo le dedicaba mucha energía corporal y gestual a provocar la risa mortal ajena, que es una risa en la que el otro debe pedir tregua, con el gesto colorado, pues ve cercana la muerte por asfixia.
Cuando nos reíamos tanto con una nueva rutina inventada a solas, a la semana la ejecutábamos para otros. Siempre fue así: ocurría con las canciones en mao, con diálogos que los demás sospechaban improvisados y con trucos a dúo de toda índole. Pero en este caso puntual, La batalla del movimiento se transformó en algo peligroso, porque Chiri decidía unilateralmente el comienzo del sketch. No hacía uso de la complicidad para inaugurar la broma. No me consultaba nunca, ni con palabras ni con gestos. Iniciar la pantomima —cuyo esfuerzo físico era casi todo mío— era su decisión personal. Y, hasta el día de hoy, yo nunca supe por qué me sentía obligado a responder.
En mi cabeza, acceder sin chistar al llamado musical de Chiri tenía la gravedad de una tradición religiosa. Si él empezaba a cantar La batalla del movimiento era mi deber reaccionar de inmediato, dar un salto atlético y ponerme a mover los pies, las manos, la cintura y todo lo que a él se le ocurriera, durante el tiempo de su antojo. A Chiri no le importaba que yo pudiera estar cansado, o desanimado, incluso sentir bochorno por la presencia de extraños o sin ganas de hacerme el payaso. Si él empezaba, yo debía seguirlo. Es más: él prefería activarme cuando menos dispuesto me veía, porque al contrario que el grupo, que festejaba mis morisquetas, Chiri se reía a causa del poder que yo le había conferido. Él disfrutaba porque había descubierto que yo siempre, sin importar el contexto, iba a activarme.
Y entonces —como ocurre con quien se sabe poderoso— empezó a elegir los contextos con crueldad. Es cruel activar el Parkinson enajenado de un gordito de catorce años frente a las chicas más lindas de un cumpleaños de quince, por ejemplo; eso no ayuda a conseguir novia en la adolescencia. Es cruel activar a un gordito frente a sus padres y abuelos, a la salida de misa. Es cruel activarlo en el Museo de Ciencias Naturales de La Plata, una tarde lluviosa de excursión escolar. Y sin embargo todo esto ocurrió hasta el final del secundario.
*
A los dieciocho años nos fuimos a estudiar a Buenos Aires, vivíamos en un departamento de Almagro y creo que allí fue donde nació la versión adulta de La batalla del movimiento, que se llamó Gozá putita y tenía un mecanismo similar, aunque su componente de humillación había evolucionado.
Como todo, la primera vez ocurrió por casualidad. Había quedado media pastafrola en la heladera y yo había llegado hambriento. Chiri me miró arrancar tres porciones y ponerlas en un plato. Sin esperar nada, para subrayar el momento, me dijo en voz alta esas dos palabras, «Gozá, putita». A mí me pareció divertida la gracia de confundir gula con lujuria, y escenifiqué la situación. La risa de Chiri, al verme en posturas sexuales con una pastafrola, despertó a todos los vecinos del edificio. Le hizo mal esa risa, me contó después. Yo pude notar que le costaba soltar el aire y volver a aspirar para seguir riéndose: se le había formado un embotellamiento de carcajada en la boca del estómago, y el aire no podía ni entrar ni salir. Me pedía con las manos, haciendo el gesto del minuto en el básquet, que por favor me calmara, pero yo no me calmaba sino todo lo contrario: me refregaba el dulce de membrillo por las tetas y chillaba como una morsa, y él tenía los ojos llenos de agua y un gesto horrible de dolor feliz. Tosió, tosió mucho, y de repente se fue al baño a vomitar. Esos síntomas eran muy conocidos para mí:
«Jorge querido —me dije cuando estuve solo en la habitación— si esto se convierte en sketch de grupo, es porque te lo buscaste».
Y así fue. Desde la semana siguiente me empezó a activar con el gozá putita en los bares, en las cenas con compañeros de trabajo, en los casamientos de los amigos. Sus momentos preferidos ocurrían cuando yo estaba a punto de darle el primer mordisco a un alimento deseado. Si Chiri notaba que yo desenvolvía un alfajor con nerviosismo, por ejemplo, o me servía impaciente un guiso de aroma seductor, o si estaba a punto de abrir un balde de Chomps tras el bajón de porro, es decir, si veía brillar en mí el espíritu del gordo insaciable frente a lo sagrado, me miraba y me decía al oído, con acento español: «Gozá, putita…».
Y entonces yo, sin transición ni pausa, sin importarme quién hubiera enfrente, empezaba a emitir sonidos de enorme satisfacción sexual, soltaba los jadeos destemplados del orgasmo en su cúspide, y al mismo tiempo me restregaba el manjar por la boca, por los labios, por las mejillas, por el cuello, y desparramaba la vianda sobre el mantel o sobre la alfombra y la frotaba contra mi cuerpo. Ocurrió frente a amigos benevolentes al principio, más tarde en fiestas más numerosas, pero con el tiempo Chiri se fue animando a activarme frente a públicos desconocidos, o en entornos más solemnes. Perdimos trabajos que ya teníamos asegurados, nos echaron de restaurantes antes del segundo plato, desperdiciamos helados de kilo y medio en épocas de penuria, nos hicieron bajar de vagones comedor y nos echaron de alquileres compartidos por culpa de un gozá putita a destiempo. Lo más doloroso, quizá, ocurrió durante el casamiento de mi hermana: mi abuelo don Marcos —un hombre conservador y recto al que nunca vi reír— estaba sentado a nuestra mesa. Nadie sabía que el pobre viejo iba a morir meses más tarde. Lo vimos llegar muy serio: se sentía a disgusto por tener que presenciar el matrimonio de una nieta embarazada. Chiri no debió susurrar gozá putita esa noche. Pero lo hizo. Todavía hoy me arrepiento: la última imagen que tuvo don Marcos de mí, su primer nieto varón, fue verme meter la cabeza en una fuente con salsa de vitel toné, y emerger con gesto de excitación carnal.
Esa noche de casamiento fue la única vez que dudé. Cuando escuché a Chiri decir las dos palabras susurradas supe que soltar alaridos sexuales frente a don Marcos era un límite que no debía traspasar. Pero hubo algo más fuerte y tuve que hacerlo. En esa época nadie hablaba aún del Trastorno Obsesivo Compulsivo, pero pude haber padecido esa dolencia. Al menos eso diría un psicólogo. Yo no lo creo. Prefiero pensar que se trataba, o que se trata, de un acto de fe.
Visto ahora, con el tamiz de los años, creo que Chiri tampoco podía detenerse. Sabía que estaba siendo cruel, conocía mi sufrimiento interior, pero no podía remediarlo. Mi vergüenza a veces era tremenda, pero jamás dejé de activarme, nunca, ni en la infancia, ni en la adolescencia ni en la adultez. Yo pensaba que si Chiri se quedaba cantando solo La batalla del movimiento, o si me susurraba gozá putita y yo no reaccionaba con fervor, es decir, si yo rechazaba el mandato, nuestra amistad se podía romper. Esto es lo más difícil de explicar, y por eso me llevó tres páginas.
Yo creía que nuestra amistad podía arruinarse. Pero no por voluntad mía o suya, no hablo de enojos ni de traiciones. Sin ese mecanismo de lealtad a toda costa, la amistad se ponía en juego, se resquebrajaba. No en ese momento sino después, del mismo modo que el aleteo de una mariposa puede causar un terremoto en Japón años más tarde. Y lo sigo pensando, cada vez lo creo con mayor certeza, porque han pasado treinta años, tenemos hijos en la edad del pavo, y el gozá putita ronda todavía en las sobremesas adultas. No pienso que haya sido un trastorno del comportamiento, ni una sugestión patológica. Estoy convencido de que si un día de mi juventud, cualquier día entre mis doce y mis treinta años, hubiera dejado de activarme con La batalla del movimiento, o con el susurro del gozá putita, hoy no estaríamos jugando con placer a hacer una revista que amamos.