Antes de leer Wikileaks, la guerra y la verdad, de Ignacio Escolar.
¿Cuánto tardan dos presidentes en darse la mano?
Lo primero que hicimos fue borrar con un trapo húmedo la pizarra blanca, en donde estaban todos los contenidos del número uno. Adiós Altuna, buenas tardes Hornby, chau Meneses, buena suerte a todos, la pasamos muy bien en aquellos meses. Ahora Chiri y yo estábamos otra vez con doscientas páginas en blanco.
Habíamos vuelto de Argentina, del calor de enero, muchos asados, gente a los gritos, presentación en Mercedes, un poco de playa, increíbles los culos de allá, uno nunca se acostumbra a esa entronización del culo que hay en Buenos Aires. Y ahora estábamos de nuevo en un pueblo del pirineo catalán, a dos grados bajo cero, y en silencio.
—¿Vamos a seguir con el capricho de no ponerle un sumario a la revista? —me pregunta entonces Chiri—Los ojos piden sumario, necesitan saber.
—Hace un par de días —le digo— un lector muy histórico del blog que se llama Mauricio, ecuatoriano viviendo en Alemania, profesor, muy buen tipo, me mandó un mail largo con la crítica del número uno.
—¿Le gustó?
—Bastante. Pero entre lo que no le gustó está la portada y la ausencia de sumario. Escuchá lo que me dice: “El único inmenso defecto de la revista es su ausencia de índice. En cuanto a la portada, es tan horrible que es una verdadera antipublicidad, lo cual quizá sea una virtud. En todo caso, estoy seguro que a casi nadie le gustó la portada de la revista y votaría definitivamente por un mejor diseño, pero, puesto a elegir, sigo pensando que aún más importante que esto es poner un índice.”
—No le gustó una mierda, la revista.
—Sí, le gustó —le digo—, te estoy leyendo solamente el párrafo crítico. Mauricio necesita un sumario y una portada con palabras, cosas que le digan lo que encontrará adentro. Agarrá una revista cualquiera de arriba de la mesita.
Chiri agarra tres.
—¿Qué hay entre el editorial y la primera nota larga? —le pregunto.
Chiri empieza a pasar páginas:
—Publicidad, publicidad, publicidad, publicidad, publicidad… y un sumario.
—A mí me llama muchísimo la atención que nadie se queje de eso. Desde hace años, los contenidos empiezan en la página treinta. Pero hay un acuerdo tácito entre el editor, el auspiciante y el lector. El lector se hace el boludo y pasa esas páginas sin verlas. El editor también se hace el boludo y no le dice al auspiciante que nadie mira su publicidad. Y el auspiciante se hace el boludo también, porque no le importa que el lector mire su reclamo.
—En la televisión pasa lo mismo —me dice Chiri—. ¿Vos conocés a alguien que entienda las publicidades de los autos? ¿O de los perfumes?
—A mí me parece —y me acerco un poco para decir esto, porque es casi una teoría conspiranoide—, me parece, querido amigo, que el ser humano hace cada vez más cosas sin saber por qué las hace.
—No me gusta que me hables al oído, alejate.
—Perdón.
—Entiendo lo que decís —me conforta Chiri—. Es como el experimento de los monos y las bananas. ¿Lo conocés?
—No.
—Ponés a seis monos en una jaula grande. En el medio de la jaula una escalera. Arriba de la escalera seis bananas. Cuando un mono quiere subir la escalera, le tirás chorros de agua fría a los monos que están abajo. Si otro mono quiere subir, otra vez manguereás a los de abajo. Entonces los monos ya no dejan subir a nadie. Después sacás a un mono y ponés otro mono nuevo. Los demás no lo dejarán subir la escalera. Sacás a otro mono viejo y ponés un segundo mono nuevo. Y así hasta que los seis monos son nuevos. Estos seis monos nunca vivieron la experiencia de la manguera, pero de todas formas no suben a buscar la banana. No saben por qué. Pero no suben.
—¿Vos me querés decir con esto —le digo a Chiri— que Mauricio, nuestro lector crítico y amigo, necesita que esta revista tenga un sumario porque en la antigüedad le tiraron chorros de agua fría a sus abuelos?
—No. Te digo que hay cosas que hacemos sin saber ya por qué.
—Hay una costumbre de ese estilo que a mí me fascina mucho —le digo a Chiri—, y ocurre cuando se encuentran dos presidentes de países. Un presidente invita al otro, y se saludan en la entrada. ¿Te suena la imagen?
—Sí, claro. Pasa a cada rato.
—Bien. Entonces los dos presidentes se ponen de costado, de cara a los fotógrafos, y se dan la mano.
—Sí.
—¿Cuánto tardan dos seres humanos normales en darse la mano?
—Dos segundos.
—Exacto. En cambio dos presidentes tardan de quince a veinticinco segundos. Se estrechan las manos y sonríen, muchas veces, para que los fotógrafos puedan sacar las fotos. Son dos títeres patéticos en ese momento, ellos lo saben, los fotógrafos lo saben, nosotros también lo sabemos. ¿Por qué lo hacen?
—Ni idea.
—Supongo que en la antigüedad las máquinas de fotos eran lentas. Es muy posible que lo hagan por eso. Pero en esa época, en la que es posible fotografiar la explosión de una gota de leche contra el suelo, no tiene mayor sentido que dos presidentes eternicen su saludo para que salga la foto. Sin embargo, lo hacen.
—Cuando una costumbre pierde sentido —me dice Chiri—, la empiezan a llamar protocolo.
—¡Exacto! O diplomacia. O monarquía. O guerra. La diplomacia está llena de esas ridiculeces también. O por lo menos lo estaba hasta que llegó Julian Assange con Wikileaks, y le mostró a todo el mundo que los presidentes no tardan veinticinco segundos en darse la mano, que en realidad ya se habían visto antes, ya habían conversado lo que tenían que conversar, ya habían pactado guerras o inversiones clandestinas, y que ahora, mientras se dan la mano y sonríen, lo que hacen es teatro. El fotógrafo que pide la foto eterna también lo sabe. Nosotros, que vemos la foto en los diarios, también sabemos que esas sonrisas son falsas. Vivimos en la era de la teatrocracia, y lo peor es que parece que no nos importa.
—Entonces —dice Chiri—, ¿vos decís que ponerle sumario a la revista es como una convención diplomática?
—Sí. Es hacer lo que hay que hacer. Entonces no lo hagamos. No le pongamos nada. Vayamos directamente a lo que importa. Levantemos el telón y que empiece la farsa.
Antes de leer Shakira y Piqué, ¿un nuevo idilio eterno?, de Daniel Samper Pizano.
Fútbol y prensa rosa: los extraños placeres del mundo frívolo
Nosotros siempre pensamos en Orsai como una revista literaria, o como mucho de crónica narrativa, pero en estos meses el tema de Wikileaks empezó a meterse en nuestra conversación desde el costado antropológico. ¿Cambiaría el mundo, realmente, después de saber, con datos irrebatibles, que la gente de corbata es hipócrita de verdad? La última frase del texto de Escolar es agridulce.
—El artículo de Ignacio es muy limpio, muy intenso —me dice Chiri—. Se nota muchísimo que es un periodista de raza, que le apasiona su profesión desde chico.
—¿Sabías que la FAPE, que es la Federación de Asociaciones de Periodistas de España, le negó el carné a Ignacio Escolar porque no terminó la carrera de comunicación?
—¿De verdad? ¡Qué ridículo!
—Una pelotudez enorme —le digo a Chiri—. Sobre todo si te ponés a pensar que Nacho mamó el oficio desde la cuna. Su padre es el periodista Arsenio Escolar, director de 20 minutos. Y Nacho, sin título oficial, fue director del diario Público; creo que es el director de un periódico nacional más joven de la historia de España; y trabajó en muchísimas redacciones. Pero no es periodista porque no tiene diploma…
—Esa gente también le negaría el carné al polaco Kapu!ci»ski porque no estudió periodismo. Alguien tiene que decir, de una vez por todas, que esa carrera no existe.
—¿Te acordás cuando quisimos estudiar periodismo en el Círculo de la Prensa, en Buenos Aires?
Hablamos un poco de esa época. Las sobremesas de trabajo son muy arduas entre Chiri y yo. No nos podemos concentrar demasiado en un solo tema, porque siempre nos vamos por las ramas. En 1989 dejamos Mercedes y nos fuimos a la capital a estudiar periodismo. Era una época política muy grave de la Argentina. Todo el mundo hablaba de crisis económica, hiperinflación, desabastecimiento, y nosotros descubrimos que únicamente nos interesaba la sección de espectáculos de los diarios y el suplemento de los deportes. No aguantamos mucho estudiando periodismo. Antes de un año a mí me echaron del Círculo de la Prensa. Nunca tuve el título. Pero en Argentina sos periodista con gran facilidad: si firmás doce artículos en alguna parte ya te dan un carné.
—Eso es leyenda urbana.
—Pero si Nacho Escolar hubiera nacido en Argentina, sería periodista. Y punto.
—A los ojos de Estados Unidos —me dice Chiri—, Julian Assange tampoco es periodista, y Wikileaks no es un medio de comunicación legítimo.
—¿Y qué van a decir los yanquis? Tuvieron que salir a pregonar esa idiotez para que Assange no pudiera ampararse en la libertad de prensa.
—¿Viste alguna vez la cara de border que tiene Lynndie England, una de las torturadoras de Abu Ghraib, en las fotos que publicó Wikileaks?
—¡Tremendo! Esa chica se hizo famosísima por una pose: las dos manos imitando una pistola y señalando algo horrible, mientras que la boca muestra una sonrisa enorme y tiene un cigarro encendido. Hay millones de imitaciones en la red. Seguro era la idiota de su pueblo.
—Una demostración cabal de que los que van a la guerra, indefectiblemente, son los más pavos.
—Los verdaderos enfermos mentales del mundo.
—Esta chica y su novio hacían cosas muy feas —me explica Chiri—. Ponían a los prisioneros en posiciones sexuales y les sacaban fotos, los hacían masturbarse, los paseaban con collares de perro, los cubrían de mierda humana y los sodomizaban con palos. Lo peor que te puede pasar: caer en manos de gente perturbada en una guerra.
—¿Estamos hablando de la misma guerra en la que estuvo Sayid, no?
—¿Qué Sayid? —me pregunta Chiri, haciéndose el desentendido.
—Sayid Jarrah, el torturador atormentado de Lost que le gusta a tu mujer.
—¡A mi mujer no le gusta Sayid!
—Sí que le gusta, me lo dijo a mí en secreto.
Chiri odia que su esposa María, la diseñadora de estas páginas, piense que Sayid Jarrah es lindo.
—Ok. Es la misma guerra, la del Golfo —confirma Chiri—. Lo que pasa es que a Sayid los norteamericanos lo obligaron a torturar a sus compañeros de unidad, contra su voluntad.
—¿Qué pasa? —pregunto— ¿Todo el mundo torturaba en el Golfo?
—Parece que sí: en los interrogatorios de presos de Abu Ghraib también participaron subcontratistas privados.
—Ahora me explico la bronca de los iraquíes contra el protagonista de Buried. ¡Cómo no lo van a enterrar vivo a ese muchacho que decía ser un inocente contratista civil! ¿Y The Hurt Locker? ¿Te gustó?
—Es otra versión de Hollywood de la guerra de Iraq, qué se yo… Me pregunto si en algún momento veremos, en los cines del barrio, la historia del soldado Bradley Manning copiando información secreta mientras escuchaba a Lady Gaga.
—Estoy harto de escuchar hablar de Lady Gaga —le digo a Chiri—¿Quién carajo es Lady Gaga? ¿Por qué de repente la gente es famosísima de un día para el otro? Antes las cantantes tardaban mucho más en ser famosas.
—Es la de ese video largo que vimos la otra vez y que nos dio la impresión de que ya éramos viejos y habíamos perdido el tren de la vida. Una chica rarísima, Lady Gaga. Dice ser hermafrodita, y apareció en la entrega de los premios MTV con un vestido hecho de carne cruda.
—¿Carne cruda? ¡Qué espanto! —me asusto— Tendríamos que hacer una revista completamente frívola, Christian Gustavo. Hablar de Lady Gaga, del discurso de Ricky Gervais en los Golden Globe, del flamante romance entre Shakira y Piqué, de por qué Leo Sbaraglia se puso una gorra en los Goya para parecer inteligente, de hasta cuándo los relatores de fútbol españoles van a decir “el Boca” y “el River”…
—Ah, qué temas maravillosos —suspira Chiri.
—Tendríamos que hablar menos de la guerra, menos de la hipocresía del mundo, y hablar más de las cosas simples que nos atontan y nos distraen.
—¿Un dossier sobre el porro?
—No. La prensa rosa, el fútbol y sus aledaños, el mundo sutil de las celebridades. Si en el fondo es lo único que nos importa.
—No es verdad —dice Chiri—. A mí me importa lo que está pasando en el mundo árabe. Los turcos, lo egipcios, los libios.
—Mentira. No te importa.
—Sí me importa.
Miro a Chiri a los ojos. No sabe mentir cuando lo miro a los ojos.
—Está bien —me dice—. Hablemos de cosas importantes de verdad.
Antes de leer La era del hielo, de Sergio Marchi.
Socialité: persona con habilidades para destacar en la sociedad
Chiri es un reservorio particular de la memoria. Si Google devuelve los archivos del mundo, Chiri recupera los archivos privados. Se acuerda de cualquier cosa que haya pasado en nuestras vidas entre 1982 y 1997. Yo en cambio no. Hubo dos circunstancias que me produjeron lagunas: primero Chichita, que me pegaba mucho y siempre en la cabeza, y después las drogas pesadas. En cambio la madre de Chiri no le levantó nunca la mano al hijo, y por eso este, en la juventud, nunca se tuvo que meter químicos abajo de la lengua, ni entre medio de los párpados, ni adentro de la nariz.
—¿Te acordás qué fue lo primero que leímos de Daniel Samper Pizano, y cuándo fue?
—Me acuerdo como si fuera hoy —me contesta Chiri—: era un libro que se llamaba Mafalda, Mastropiero y otros gremios paralelos, que nos pasó Cristina Canata.
Cristina Canata fue profesora nuestra del secundario. Posiblemente la persona que más libros interesantes nos dio a leer entre los catorce y los diecisiete años.
—¡Cierto! —recuerdo de golpe— ¿Una antología de textos, no?
—Con ilustraciones de Fontanarrosa. Un libro que se editó solo en Argentina, en Ediciones de la Flor del gran Daniel Divinsky. Pero no me acuerdo demasiado, fue hace muchos años.
—En el libro había un par de artículos sobre García Márquez.
—Sí. Y probablemente alguno sobre fútbol…
—¿Así que Samper es hincha del Barça?
—Eso parece —me dice Chiri—. Según cuenta él mismo, además de fanático del Barça, es hincha del glorioso Independiente Santa Fe de Colombia, de Rosario Central de Argentina, de Botafogo de Brasil, del Arsenal de Inglaterra y del Mwbutii FBC de Burundi.
—¿Fue presidente de Colombia, también?
—No, ese fue su hermano, Ernesto. El no tiene nada que ver con la política, me parece.
—Todo lo contrario a Antonito de la Rúa. ¡Qué cara de pánfilo tiene ese muchacho, por favor! ¿Qué es Antonito de la Rua, además de radical?
—Él dice que es asesor de imagen —me explica Chiri—. Pero en realidad es un socialité.
—¿Perdón?
—Me lo explicó la novia de Korochi, que es socióloga: los socialité son personas con habilidades para destacarse socialmente porque sí, pero que no tienen ningún mérito más allá de eso.
—Como Paris Hilton, digamos.
—Exacto. Así Antonito se benefició a Shakira, trabajando de socialité.
—¿Sabés por qué se separaron? —le pregunto.
—No. Contame.
¡Ah, cómo me gusta encontrar a Chiri con un bache de información! Siempre es él el que me explica todo, pero en algunos terrenos de la frivolidad absoluta yo tengo, a veces, ciertos datos privilegiados.
—Parece ser —le digo, haciendo un silencio teatral— que él no quería tener un hijo con la colombiana, y esa fue la gota que colmó el vaso… Estuvieron once años juntos, muy fructíferos. Compraron casas en la isla de Capri, en Las Bahamas, en Punta del Este, en Miami, en Nueva York, en Barcelona…
—Y ahora Antonito estará negociando la división de bienes. Siempre cae parado ese muchacho…
—No lo sé. Lo que sí tengo clarísimo es que Samper se equivoca cuando dice que el comentarista porteño se burla de Piqué por resentimiento, porque le robó la novia a un argentino. ¡Mentira! No creo que haya un solo argentino que se identifique con el pánfilo de Antonito y que sufra su ruptura amorosa como propia.
—Es cierto —dice Chiri—. Yo estoy totalmente a favor del noviazgo entre Shakira y el Piqué. ¡Me encanta la pareja que hacen!
—¿Cuál fue, al final, la primera revista en publicar la foto del beso entre ambos?
—Una de estas que tienen portadas llenas de letras y adentro muchísima publicidad. Es decir, no fuimos nosotros. ¡Ojalá hubiéramos sido nosotros!
—¿Pero no éramos una revista literaria?
—¡La literatura me importa una mierda! Soy capaz de contratar a una agencia de detectives para que sigan a Shakira y Piqué día y noche.
—¿Sabías que la revista Interviú publicó que, en el 2008, Piqué, Etoó, Deco y Ronaldinho fueron espiados por una agencia de detectives contratada por Laporta, cuando era presidente del Barça?
—¿Encontraron algo? —pregunta Chiri.
—Parece que en todos, menos en Piqué.
—Para mí que a Piqué le avisó el abuelo que algo iba a pasar…
—Es una posibilidad.
—Ya que estamos hablando de paparazzis te recomiendo un video de Lady Gaga de su primer álbum, The Fame, que se llama, precisamente, “Paparazzi”.
—¿Me estás hablando en serio? —le pregunto— ¿Qué te pasa con Lady Gaga? Ayer también la nombraste.
—No tengo la menor idea, pero algo me pasa.
—Pensé que me ibas a recomendar un documental. Hay uno que se llama Teenage Paparazzo, dirigido por Adrian Grenier, el actor que hace de Vincent Chase en la serie Entourage. Es sobre un paparazzi de catorce años que trabaja en Los Angeles. Muy loco de ver.
—Lo que vos digas. Pero el mejor paparazzi del mundo, para mí, es el que tomó en pleno vuelo a Charly García cuando se tiró de un noveno piso. ¿Quién grabó eso? Habría que darle un premio a ese señor.
—Creo que fue un video aficionado, pero los primeros que pasaron las imágenes fueron de Crónica TV, como siempre. No existía YouTube en ese momento. Ahora todo está en YouTube.
—¿Sabés en qué momento se me ocurrió pedir un textos sobre Charly García para este número? —me pregunta Chiri.
—No.
—Cuando vi su último video en YouTube. Uno que se llama “Deberías saber por qué”. Tuve la necesidad inmensa de saber qué carajo había pasado con mi ídolo de la juventud, quién lo asesoraba, por qué había llamado a esos actores, a ese guionista. ¿Esa era la famosa recuperación?
—Los lectores españoles del blog se quejaban, el otro día, de que tuviéramos un texto largo sobre García en este número —le cuento a Chiri—. Dicen que no es un músico conocido en todas partes, y que a veces tendemos a ser demasiado argentinos en nuestras elecciones.
—Bah —dice Chiri—. El que quiera saber cosas de gente muy conocida que vaya a las revistas del corazón. Nosotros no somos frívolos.
—¿Desde cuándo?
—Desde este momento.
Antes de leer El botón que copia los tomates, de David Bravo.
La juventud de ahora ya no compra discos y casetes, ¿o todavía sí?
—Te acordás que cuando éramos chicos había gente que menospreciaba a Charly diciendo que era puto? —dice Chiri— La gente grande veía muy mal, por ejemplo, que se vistiera de rosa, que tuviera el bigote de dos colores y que pusiera caritas a la cámara cuando cantaba. ¿Qué época rara, no?
—Pero lo del bigote nunca fue adrede. Creo haber leído algo de una crisis de ansiedad. ¿Vos sabés esa historia?
—Sí —me dice Chiri—. Charly tiene una enfermedad en la piel que se llama vitíligo, que tiene que ver con mala pigmentación. Marchi lo cuenta en su libro No digas nada. Dice que a finales de los años cincuenta los padres de Charly se fueron a Europa sin él, y al pequeño Carlitos la historia le pegó de abandono. Tuvo una crisis nerviosa y eso le provocó vitíligo. De ahí el bigote bicolor.
—No leí el libro todavía. Marchi me dijo por mail que me lo iba a mandar.
—¿Sabías que se hizo un libro de psicoanálisis sobre la biografía de Marchi? El autor se llama Marcelo Mazzuca. Una de las hipótesis de su trabajo es que Charly necesitaba escribirse, porque su identidad estaba empezando a difuminarse. Por eso en los noventa García le pide a Marchi que escriba su biografía completa.
—¿Cómo se llama el libro? —Una voz que se hace letra. Una lectura psicoanalítica de la biografía de Charly García.
—¡Me encantan los títulos largos! Un día voy a escribir un libro con un título larguísimo, y me voy a sentir poderoso.
—La máquina de hacer pájaros es el nombre más largo de una banda de García —me dice Chiri.
—¿Sabés de dónde sacó ese nombre? —le digo— De una historieta de Crist, el ilustrador del primer texto de este número de Orsai. “García y la máquina de hacer pájaros” era una historieta que aparecía en Hortensia, en los sesenta.
—Qué lindo —dice Chiri—, cómo se entrecruzan los autores de este número. En YouTube hay una entrevista del año noventa y tres a Charly, después del famoso recital de Ferro. Charly está vestido de rosa…
—¡Yo vi ese reportaje! —grito, porque muy pocas veces vi algo de lo que Chiri me cuenta— Me acuerdo que en un momento mi abuela Chola se acercó al televisor y me preguntó: “¿quién es el mariposón ese?”.
—Es alucinante escucharlo hablar en esa entrevista. Está lúcido, tenía su carrera totalmente enfocada. Recién había cumplido treinta y dos años. Casi me había olvidado de ese Charly.
—Lo que pasa es que el Charly de los noventa fue tan potente que se terminó devorando a los otros. Imposible no pensar ahora en el Charly que cae del noveno piso, por ejemplo.
—¿Conocés el backstage de esa historia?
—Algo. Sé que fue en un hotel de Mendoza, y que ese día había una conferencia de prensa de un ministro…
—Del ministro Flamarique.
—¿Por qué te acordás de esos detalles? —me enojo.
—Porque soy flaco. Los flacos nos acordamos más cosas que los gordos.
—Eso no es verdad —le digo—. ¿De qué estábamos hablando antes de todo esto?
—Del salto de Charly a la pileta. La conferencia era en el segundo piso. Flamarique hablaba con los periodistas frente a una ventana grande. En un momento frena el discurso y dice: “Muchachos, acaba de pasar volando Charly García”. Los periodistas dejaron al ministro y se fueron corriendo a la pileta. Pensaban que iban a encontrar a Charly muerto, pero lo encuentran nadando tranquilamente. “¿Qué sentís cuando te tirás? ¿Libertad?”, le pregunta un imbécil. “No: vacío, y después agua mojada”, le dice Charly, con los pelos pegados a la cara.
—¿Había alguien con él cuando se tiró?
—¿Del Entornus? Ni idea, habría que preguntarle eso a Sergio Marchi.
—¿Pero por qué todos miramos a Marchi como si él tuviera alguna respuesta?
—No lo sé, pobre Marchi —dice Chiri.
—¿Sabías que Pipo Cipolatti, un clásico del Entornus, estuvo en la tercera fila del Adiós Sui Generis en el Luna Park? Un fan que llegó a ser amigo del ídolo.
—¿Tiene pruebas?
—Según él —le cuento—, no sólo aparece en la contratapa del volumen dos del Adiós, en vinilo, sino que también se lo puede ver en tres ocasiones en la película que hizo el Bebe Kamin sobre el recital: pelando una mandarina, discutiendo con un vecino de fila y cantando “Blues del levante” en situación alocada. Es palabra textual.
—Qué lindos esos discos en vivo, los del Adiós.
—Esos discos están en Mercedes. Todos los discos que nos compramos de Charly solista, de Serú, de La Máquina y de Sui Generis, todos, están en Mercedes.
—Era una bestialidad cómo comprábamos discos en esa época —dice Chiri—. La juventud de ahora ya no compra discos, ¿o sí? ¿Somos los grandes los que descargamos música, o los pendejitos también?
—Yo me compré Piano bar en disco de vinilo en el 85. Piano bar en casete en el 89. Piano bar en compact disc en el 98. Es decir, lo compré tres veces. Hace cuatro años, cuando el compact disc murió, me descargué Piano bar de internet.
—Sos un maldito pirata hijo de puta —me dice Chiri—. Ojalá te metan preso a vos y a toda tu familia. ¡Le estás sacando la comida de la boca a mucha gente de la industria!
—Si un día me meten preso lo llamo a David Bravo para que me defienda. ¿Lo conocés personalmente a Bravo?
—No. Solamente por fotos.
—Es el mejor abogado español, el que más entiende sobre el tema de descargas ilegales, piratería, todos estos temas que están ahora tan en la palestra. Yo lo vi personalmente un par de veces: es una cabeza gigante en un cuerpo muy chiquito. Una inteligencia pura. Nadie le puede ganar una discusión sobre nada.
—¿Es para tanto?
—Sí. Es increíble. Una lucidez un poco rara, lateral. Está a años luz de toda la gente de corbata que sospecha que entiende sobre copyright. A veces hay debates en televisión sobre los temas de derechos, y me da un poco de pena los que debaten contra él. Se los come crudos, parecen pajaritos mojados.
—¿Por eso lo llamaste para que escriba en el número dos? —me pregunta Chiri.
—Por eso.
—¿No era que estabas en contra de los abogados?
—De todos, menos de este. Chiri me mira fijamente a los ojos. Yo no pestañeo.
—Ok —dice—. No hay más preguntas.
Antes de leer Mujica, el presidente imposible, de Josefina Licitra.
El Hombre Corbata, el falso, el ruin, ya está en franca decadencia
—Hay muchísima información en el texto de David Bravo —le digo a Chiri—, pero si tuviera que quedarme con una sola idea, me quedo con esta: “la posibilidad que nos dan las nuevas tecnologías de compartir e intercambiar cultura es un invento digno de fiesta”. No lo había pensado nunca de ese modo. Tenés que ver los debates en YouTube de David Bravo contra los dinosaurios, son imperdibles. Por más que Bravo les diga y les explique que es imposible frenar la circulación de cultura, ellos siguen dale que dale.
—Porque se les está acabando el negocio. Para ellos la cultura libre debe ser como la langosta bíblica, o como un tsunami… Es decir, un castigo.
—Es muy extraño que siempre se ponga la metáfora de duplicar tomates, o naranjas, o manzanas, siendo que son productos imposibles de duplicar. Una canción, una película, sí se puede copiar. Un tomate no. Es extraño que no se les haya ocurrido la metáfora de los yogures.
—¿Los yogures? —pregunta Chiri.
—Sí. No sé si te acordás que, en los ochenta, se puso de moda entre las madres la máquina de hacer yogur.
—¡Sí, qué asco! Mi vieja se compró una.
—Mi mamá también. Necesitabas un yogur comprado, para hacer seis.
—Me imagino a los fabricantes de yogur poniendo el grito en el cielo en esa época, intentando que la máquina de yogures no se popularizara.
—Sí —le digo—. Seguramente intentaron algo. Finalmente el invento no funcionó porque los yogures de la máquina eran horribles. Pero cada vez que alguien usa la metáfora de los tomates duplicados, yo pienso que debería usarse la metáfora del yogur.
—Está bueno lo que hizo Radiohead.
—¿Qué es Radiohead?
—Es una banda inglesa —me explica Chiri.
—¿Qué hizo?
—Puso a la venta en la web su último disco, The King of Limbs. Vos entrás a la tienda virtual de la banda y decidís cómo lo vas a descargar, si en formato MP3 o WAV. Además, el video del primer tema (“Lotus Flower”) lo presentaron en YouTube, sin compañías ni tiendas ni intermediarios.
—¡Mandaron a todos a cagar!
—Hace unos años hicieron lo mismo con In Rainbows, con la diferencia de que vos decidías a qué precio lo descargabas. Incluso tenías la posibilidad de bajarlo gratis.
—¿Cuántos casetes habrán copiado los músicos de Radiohead de chicos? —me pregunto— ¿A cuántas de esas cintas vírgenes le deberán parte de lo que son?
—Justicia poética. Eso mismo se pregunta David Bravo en Copia este libro (un libro que obviamente te podés descargar en PDF). Dice que la mayoría de los creadores no serían lo que son si antes no hubiera existido lo que ahora se llama piratería.
—Tiene razón. Yo me robé la Obra Poética de Borges de la biblioteca del colegio, cuando estábamos en tercer año, ¿te acordás?
—Sí. Y yo te la robé a vos —me dice Chiri—. Y en la Escuela Normal Superior de Mercedes todavía te están buscando para que devuelvas ese libro. ¿Vos sabías que la bibliotecaria te busca?
—Sí, sabía —le digo—. Pero ahora tengo a David Bravo para que me defienda.
—David Bravo, en su libro, cita una anécdota del libro Gerardo Masana y la fundación de Les Luthiers, de Daniel Samper Pizano.
—¡Qué casualidad! ¿Y qué dice?
—Dice que la primera vez que Samper escuchó a Les Luthiers fue en 1975, gracias a una mano misericordiosa que le dio un casete que alguien había copiado de otro casete, que a su vez alguien había copiado de otro, y así…
—…hasta el infinito y más allá.
—Gracias a esa mano misericordiosa (que es la mano pirata de hoy, te dice David) Samper escribió años después ese hermoso libro que se llama Les Luthiers de la L a la S, que nosotros leímos recopilado en Mafalda, Mastropiero y otros gremios paralelos.
—El que nos recomendó Cristina Canata en 1987… Mirá vos. El mundo es un pañuelo. Todo cierra, Christian Gustavo.
—Menos las estadísticas —me dice Chiri—. Las estadísticas no tienen en cuenta a las obras que nacen gracias a ese pasamanos que, para muchos, está matando la cultura.
—Yo soy optimista —le digo—. Creo de verdad que las cosas están cambiando. Y me parece que, por primera vez, están cambiando con naturalidad.
—No entiendo.
—Antes las revoluciones eran muy esforzadas —le digo a Chiri—. El Hombre Corbata era demasiado invencible. Los pueblos sojuzgados hacían pequeñas revoluciones pero no pasaba nada realmente. Desde el Renacimiento, la cultura fue de los ricos, de los mecenas. Las guerras, de los poderosos. Las personas corrientes siempre fuimos monedas de cambio. Y ahora, de repente, hay comunicación de base, pero de verdad. El Hombre Corbata intenta controlar, pero ya le cuesta, ya no puede como antes. ¿No te da esa impresión?
—Sí, pero no soy tan optimista como vos —me dice Chiri—: el diablo también usa Twitter. No solamente el pueblo. Los presidentes siguen dándose la mano durante treinta segundos, y fingiendo sonrisa, y hablando en secreto. El final del texto de Escolar me pone la piel de gallina: “la gente ya sabe la verdad, pero la guerra eterna no terminó”.
—¡Pero la gente ya sabe la verdad! —le digo— Y eso es la primera vez que ocurre, en toda la historia humana. El Hombre Corbata está en decadencia. El careta, el falso, el ruin. Ya no tiene todo el horizonte para hacer sus trapicheos.
—Los presidentes de los países siguen siendo Hombres Corbata —me pelea Chiri, muy testarudo—. ¿No los ves por la televisión?
—Hay algunos que ya no usan corbata —le digo.
—Son los menos.
—Pero son. En Latinoamérica hubo un ritmo frenético de bota y corbata durante todo el siglo veinte. Bota, corbata; bota, corbata. Y ahora, de a poquito, aparece gente como Lula, Evo, Kirchner, Mujica, Chávez… Yo no entiendo mucho de política, pero sí entiendo de indumentaria. Y me tranquiliza bastante que esta gente use chaqueta, campera o chaleco. Que se escapen del protocolo, que vuelvan locos a los guardaespaldas.
—El caso más contundente es el de Mujica, el presidente de Uruguay —me dice Chiri—: le tiene tirria a la corbata, no hay dios que le obligue a ponerse una.
—Yo siempre, de chiquito, quise ser uruguayo —le confieso—, pero desde que está Mujica de presidente, todavía más. ¡Cómo me gustaría vivir al amparo de un presidente como el Pepe!
Antes de leer Apuntes de viaje de Marcos López, de Marcos López.
Una Latinoamérica propia, mezclada y genuina
—Qué cagada que el presidente de Uruguay sea reacio a las nuevas tecnologías. ¿Te imaginás al Pepe Mujica con su propia cuenta en Twitter? —fantasea Chiri.
—Sería un tremendo dolor de cabeza para la gente de prensa de su gobierno, me imagino… Pero ya hay presidentes latinoamericanos dándole a los deditos con la Blackberry.
—Me imagino que Lula fue pionero.
—Sí —le digo a Chiri—, @presidente_lula fue el primero, pero lo siguieron otros que están en el poder ahora mismo: @FelipeCalderon, @Sebastian Pinera, @AlvaroUribeVel, @Chavezcandanga y, por supuesto, @CFKArgentina.
—¿Y conversan entre ellos?
—Nadie sabe a ciencia cierta si en realidad son ellos, o gente del entorno —le digo—. Yo, personalmente, creo que Chávez es él mismo, y que muchas veces Cristina Fernández también es ella misma. Hay una conversación entre Chávez y Cristina en la que te das cuenta que sí son ellos, sin duda.
—¿Y Mujica, no?
—Mujica no quiere saber nada ni con corbatas ni con twitters. Hace un programa de radio, todas las tardes. Pero no usa las redes sociales.
—Para mí es un tremendo desperdicio que Mujica no esté en la nube —se queja Chiri—. No estamos perdiendo algo muy bueno. Escuchá frases suyas: “A pesar del ruido, el mundo hoy no va a cambiar”. Otra: “Los pobres no piden mucho, piden algo, sobre todo que no los jodan”. Y una más: “A la burguesía yo la quiero ordeñar”. ¿Cuántos caracteres hay en esas frases?
—Para Twitter, alcanza y sobra —le digo.
—En los viejos tiempos Mujica habría hecho maravillas con las redes sociales. Probablemente la historia de Tupamaros sería distinta.
—Probablemente no: seguro.
—Pero en el fondo lo entiendo, no es una herramienta natural para él. Yo lo conocía un poco, pero el perfil de Josefina es tan hermoso, tan objetivo también, que me dio una visión muy íntima del personaje.
—Es un perfil impecable —le digo—. A Josefina le pedí, como a todos, un texto de cuatro mil palabras. Y cuando volvió de Montevideo y se puso a escribir, me mandó un primer borrador de ocho mil. Pero era tan bueno, tan contundente, que no hubo manera de cortarlo.
—¿Cómo vas a cortar semejante texto? —dice Chiri—. Es la crónica más larga de la revista, pero es imprescindible. Te muestra al Pepe como es: un hombre de la tierra, un botánico amateur que habla con las plantas… ¿Será cierto eso? ¿Que habla con las plantas?
—Cien por cien —le digo—. Pero no habla con las plantas como Chichita o como esas viejas que tienen un jardín al frente… Mujica conversa con los vegetales de igual a igual. Cuenta que un simple yuyito, por su color, le dice si hay nitrógeno o algún otro mineral en sus tallos…
—¡Qué hombre hermoso! Tiene mucho sentido que haya sido ministro de agricultura en Uruguay, ¿no?
—Y ahora, que es presidente, tiene mucho sentido que siga siendo chacarero —le digo.
—¿Qué pasa con los mandatarios uruguayos? Tabaré Vázquez tampoco dejó de ejercer como médico cuando fue presidente del paisito.
—Seguirá siendo como antes —recito—: “Un país donde los presidentes andaban sin capangas”, como dice Mario Benedetti en “Hombre preso que mira a su hijo”.
—¡Qué lindo poema ese! ¿Viste que Josefina nombra al ruso Mauricio Rosencof?
—Sí —le respondo.
—Rosencof escribió La Margarita, el libro de poemas al que le puso música Jaime Roos.
—Me encanta ese disco. Lo escuchás de un tirón y es una película entera, una historia de amor alucinante.
—Vos sos un gordito maricón…
—No. Si yo fuera macho también me emocionaría ese disco. La última canción, esa que dice “¿qué puede pasar?”, te juro, me sigue poniendo los pelos de punta cada vez que la escucho…
—Es cierto. Más si te ponés a pensar que Rosencof escribió todos los sonetos de La Margarita mientras estuvo preso, en papeles de cigarrillo y con el tubo finito de una Bic sin carcasa. Los poemas se salvaron entre los dobladillos de la ropa sucia.
—Esa es otra película —le digo a Chiri—. Como la de los ciento once presos escapándose por un túnel en Punta Carretas.
—Hay un documental de History Channel que se llama Tupamaros: la fuga de Punta Carretas, que está muy bueno —me cuenta Chiri—. Pero película, que yo sepa, no. Y están los dos tomos de La fuga de Punta Carretas, de Eleuterio Fernández Huidobro. Él y Rosencof también escribieron Memorias del calabozo.
—Qué gente interesante, los uruguayos —digo—. Cuando éramos adolescentes y estábamos fascinados por toda aquella literatura latinoamericana del realismo mágico, yo me sentía más cómodo con Felisberto Hernández y con Juan Carlos Onetti, y también con la revista Marcha de Carlos Quijano… ¿Vos te acordás? Nuestro verdadero contacto con Latinoamérica siempre empezó por Montevideo, por sintonizar canal 12 en las noches sin tormenta, y por leer textos orientales de cuando no habíamos nacido.
—Es que en realidad —me dice Chiri— estábamos más cerca de esa literatura que de, por ejemplo, Pedro Páramo o esa novela gorda de Lezama Lima que nunca pudimos terminar de leer.
—Paradiso.
—Esa.
—Es muy diferente la Latinoamérica de cuando nosotros éramos chicos a esta de ahora —le digo a Chiri—. O por lo menos tengo otra sensación. Antes solíamos tener una mirada muy argentina, como ausente y europea de todo aquello, y ahora parece todo más mezclado y genuino.
—Es la mirada de las fotos de Marcos López —me dice Chiri—. La América profunda del siglo XXI, colorida, llena de mística, pero al mismo tiempo pulmonar y loca.
—Desde el primer día que empezamos a pensar en la revista —le confieso a Chiri—, quise llamar a Marcos López para pedirle un fotorreportaje. Sobre lo que él quisiera. Pero nunca me animé, lo vi siempre como inalcanzable. Fue muy loco que él haya llegado a nosotros, y no al revés.
—Sí. Y además con textos propios. Un lujito. Marcos López nos había mandado un mail cuando este número dos ya estaba en marcha. Un mail humilde, corto y generoso: “Hola, felicitaciones por la publicación. Tengo un texto que, si les interesa, se puede publicar con algunas fotos mías”.
—Fue muy raro que alguien que para nosotros era inalcanzable haya sido tan cercano.
Antes de leer Un país de la mente, de Luis Chávez.
Algo pasa en Costa Rica y necesitamos saber qué es
—María está alucinando con las fotos que mandó la gente para las retiraciones de tapa y contratapa —me dice Chiri, refiriéndose a su mujer, que es además la diseñadora de esta revista—. Ayer, mientras armaba esas páginas, me decía que la emocionaba ver cada foto. La del matrimonio con la revista en la cama; la de la madre con ruleros rodeada de los cinco nenes en la cocina de su casa; la de un pibe leyendo solo en La Paloma; la de una chica que se nota que es muy tímida… “Todos están dando algo”, me decía, “todas las fotos tienen su energía. Cada celdita que abrís, cada foto que importás, es una historia distinta”.
—Claro, todas las fotos cuentan una historia. Como en Blow up, ¿no? O mejor dicho como en “Las babas del diablo” de Cortázar. Por eso creo que nos gusta tanto lo que hace Marcos López, porque en el fondo Marcos es un narrador de historias.
–Y él lo sabe —me dice Chiri.
—Habla de las cosas que tiene cerca, de Argentina y de Latinoamérica; de Retiro, de Atacama, de Arequipa… Pero sobre todo habla de él mismo —sospecho en voz alta—. Dice que le gusta creer que está haciendo una crónica sociopolítica, aunque en el fondo esté pensando en el olor de su maestra de primer grado.
—Lo que está claro es que, más allá de todo, tiene una tremenda necesidad de comunicarse.
—Y lo hace de la forma que sea… Ahora, por ejemplo, está preparando una película sobre Ramón Ayala, un músico del litoral argentino, de Misiones… El trailer se puede ver en su página web.
—Lo vi —me dice Chiri—. Está buenísimo. ¿Sabías que Marcos estudió cine en la escuela de García Márquez, en San Antonio de los Baños?
—No sabía.
—Hay un libro del Gabo que se llama Cómo se cuenta un cuento, en el que Marcos aparece. Es un lindo librito; desgrabaciones del taller de guión de García Márquez, ejercicios para contar historias en grupo.
—¿Y Marcos está ahí? ¡Qué loco!
—Es uno de los alumnos del taller —me cuenta Chiri—. Lo que me gustó de ese libro es el tema de la creación colectiva. Está bueno ver cómo trabajan muchas cabezas juntas, entre ellas la de García Márquez como una cabeza más.
—Hablando de López y de creación grupal, ¿viste alguna vez trabajos del Colectivo Mondongo?
—¿Son los que hicieron a Walt Disney en plastilina?
—Esos mismos —le digo—. Pienso en ellos porque así como Marcos trabaja con la mezcla de elementos (La Última Cena de Leonardo y el Asado en Mendiolaza, por decir algo) los Mondongo hacen obras de arte con migas de pan, chicles, caramelos y comida para perros; con fiambres ahumados y escarbadientes…
—También pintaron a la familia real española con espejitos de colores…
—Es cierto.
Yo esto no lo sabía, pero algunas veces le digo a Chiri “es cierto” para que dé la impresión de que soy una persona que lee libros y diarios. Eventualmente, también pongo algunas caras interesantes.
—Trabajaron para la corona —le digo después—, como sus viejos colegas, pero ellos se cagan literalmente en eso. Hacen su camino, igual que Marcos López.
—Hay una anécdota sobre Miguel Ángel que está buena —me dice Chiri, y se toma un tiempo para prender un cigarro; yo me doy cuenta enseguida que hoy tiene muchas ganas de hacerse el conocedor de cosas—. Dicen que al pintor le importaba tres carajos el protocolo que había que seguir con el Papa Julio II, que era su apoderado. Por eso, cuando estaban juntos, el Papa tenía que sentarse muy rápido para que Miguel Ángel no se sentara más rápido que él.
—¡Claro! ¿Quién va a tocarle el culo al tipo que pintó los frescos de la Capilla Sixtina?
—Me cae bien la gente que no se deja engatusar por el brillo aparente de las cosas —me dice—. En este número de la revista hay un caso así.
—El de Luis.
— Sí —se ríe Chiri—. Qué hijo de puta: cómo nos dio vuelta un tema precioso.
Yo también me reí. La anécdota que recordábamos es simple: cuando imprimimos y distribuimos el número uno de Orsai, nos dimos cuenta que pasaba algo raro en Costa Rica. Se vendieron muchas revistas en ese país, en comparación con el número de habitantes. Es decir: si lo medíamos en densidad de población, se vendieron más revistas en Costa Rica que en Argentina. Y no solo eso. Costa Rica resultó el único país de Centroamérica que no tuvo problemas de distribución, ni tampoco impuestos raros. Las revistas llegaron con una normalidad muy distinta a otros países de la región. A raíz de ese asunto, empezamos a investigar. Chiri me dijo, una tarde de hace unas semanas:
—Che, estoy leyendo que Costa Rica es un país perfecto para ir a vivir. Le dicen la Suiza de América Central, no tiene ejército, paisajes paradisíacos…
—Pidámosle a un escritor de allí que nos explique qué pasa en Costa Rica. Y si nos convence, nos vamos todo a vivir allá —le dije.
Pusimos manos a la obra para buscar un buen narrador costarricense. Una tarde Chiri estaba tomando unas cervezas con Pedro Mairal y Fabián Casas, y ambos le recomendaron a Luis Chaves. Chiri le puso un mail al autor:
“Luis: nos llama mucho la atención Costa Rica. Es un país del que sabemos más bien poco, más allá de que no tiene ejército, que es un lugar muy pacífico y que sus habitantes poseen una altísima calidad de vida. Como si esto fuera poco, la revista se vendió muy bien allí y el ingreso y distribución de los packs no sufrió ningún percance, como sí ocurrió en otras partes. ¿Qué pasa en Costa Rica? Nos gustaría que nos cuentes tu país (básicamente a Hernán y a mí), desde tu primera persona subjetivísima. Porque si nos gusta lo que nos contás, hacemos la valija y nos vamos a vivir ahí, tan pronto como en España vuelva a ganar la derecha. Un saludo, Chiri”.
La respuesta de Luis Chaves, velocísima, no se hizo esperar.
Nos escribió diciendo que odia Costa Rica, y que si fuera por él se iría ya mismo de ese lugar.
Pero lo contó con tanta gracia en su mail, que nos dejamos de textos turísticos y le pedimos cuatro mil palabras sobre el porqué de su hostilidad hacia ese lugar tan paradisíaco que, de lejos, parece un sitio en el que cualquiera quisiera vivir.
Antes de leer Postales de Burning Man, de Gustavo Faigenbaum.
Miles y miles de personas van a un lugar donde no hay nada
—Luis se acerca a Sauma como un discípulo y terminan siendo amigos —le digo a Chiri—. Una amistad tranquila, con espacio para la conversación; una larga sobremesa sin interrupciones.
—Me gustó que nos haya llevado a la casa de Sauma: abrir con él los portones de rejas, subir los escalones de entrada, conocer al maestro…
—Coincido con lo que piensa de “Biromes y servilletas”, es una canción que no quiere parecer poesía…
—Y que por eso lo es.
—Diego Papic dice en su blog que él hubiera entregado un brazo a cambio de haber escrito esa canción.
Chiri empieza a cantar el principio de esa canción: “En Montevideo hay poetas / que sin bombos ni trompetas / van saliendo de recónditos altillos / de paredes de silencios de redonda con puntillo. / Salen de agujeros mal tapados / y proyectos no alcanzados / que regresan en fantasmas de colores / a pintarte las ojeras y pedirte que no llores”.
—Qué hermoso es Masliah, con esos bigotes y esa voz tan rara —me dice Chiri—. Pero cuidado, que Luis Chaves es un gran poeta, también.
—En su texto para la revista hay una imagen que me quedó grabada. Cuando cuenta que él y Sauma cruzan en diagonal geométrica la plaza Roosevelt y se paran de golpe en el círculo central, y dice, Luis: “Dos cabezas fugazmente iluminadas por la llama de butano con que encendimos la tocola”. ¿Qué será la tocola?
—Tocola sería nuestra “tuca”, el final del porro —me dice Chiri—. Linda imagen esa.
—¿Sabés realmente que tocola es tuca, o te lo estás inventando para que te admire?
—No, boludo —me dice—. Le pregunté a Luis un par de cosas sobre el argot de Costa Rica. ¿Sabés qué significa “mae”, por ejemplo?
—No tengo la menor idea.
—Es algo parecido a nuestro “che”, pero de uso más amplio. Hace cincuenta años solo se usaba entre hombres; ahora lo usan las chicas también. Pero es informal.
—Es decir que un presentador del noticiero no diría nunca “mae”.
—No. Y averigüé otras cosas. Por ejemplo que la palabra “playo” —algo que no le pienso contar a José— quiere decir puto. “Güila” significa nene, pendejo, hijo, novia o novio (depende el contexto); “wata”, agua; “zaguate”, perro de la calle; “carajillo”, alguien joven; “tuanis”, algo buenísimo (ahora medio demodé). Y “meneca”: una mujer muy muy linda.
—Qué falto de información que estoy —le confieso a Chiri—. Yo solamente sabía que los “ticos” eran los habitantes de Costa Rica; y que los “nicas”, sus vecinos pobres de Nicaragua.
—¿Y sabías que entre los dos hay bronca?
—Como todos buenos vecinos que se odian…
—Lo que pasa es que ahora ticos y nicas tienen un conflicto más complicado. Están discutiendo por un río en Isla Portillos, que está en el medio de los dos países. Hace unos días los nicas le metieron el ejército en la isla.
—¡No! —me espanto— ¿Y los ticos qué hicieron? ¿O qué van a hacer, si no tienen ejército? ¿A quiénes van a mandar a pelear a la frontera? ¡Ojalá que Luis tenga una escopeta para defenderse de verdad!, no como la escopeta del abuelo de Garcés…
—¿Pero será verdad todo esto? —pregunta Chiri— ¿Existirá realmente Costa Rica? ¿No será un país que solo está en la mente de Luis Chaves?
—Cuando nació internet —le digo— mucha gente se dio cuenta que el juego de crear países imaginarios era más habitual de lo que se suponía. Hay páginas enteras ahora de amigos (generalmente drogados) que crearon países con sus banderas, sus himnos, sus estampillas, sus mapas, sus guías de teléfono…
—O sea que no éramos solamente nosotros —me dice Chiri, recordando que en los noventa creamos una isla ficticia que se llamó Mao Sempsacional.
—No —le digo—. La tara era global, lo que pasa es que no había internet para compartirlo. Ahora en cambio, si buscás “Imaginary Country” en la Wikipedia, vas a ver la cantidad de monguis y pichones de arquitectos que encontrás.
—Burning Man es algo así —me dice Chiri—, pero mucho más palpable.
—¡Ah, Burning Man! ¡Qué ganas más grandes tengo de ir en septiembre!
Escuché por primera vez la historia de Burning Man hace muy poco, cuando estuve en Buenos Aires para supervisar la distribución de la revista. Mis socios logísticos en Argentina, los que se encargan de que Orsai llegue a la casa de los lectores, son Gustavo Faigenbaum y Gerry Garbulsky. Ellos me contaron la historia, increíble, de una ciudad que se crea cada año en el desierto de California. Miles y miles de personas van a un lugar en donde no hay nada, pero nada, y construyen allí una ciudad temporal. Ocurre en septiembre, y la entrada es libre y gratuita, porque no hay vigilantes ni autoridades. Un día llegan autos, casas rodantes, camiones, motos, gente, familias con hijos, herramientas, grúas, y durante una semana de locura se arma allí una ciudad semicircular. En medio, la estatua de un hombre gigantesco que quemarán el último día. Se parece un poco a la algarabía de San Juan que cuenta Serrat en “Fiesta”: un sitio en donde el noble y el villano, el prohombre y el gusano, bailan y se dan la mano sin importarles la facha. Pero con menos aires españoles y más locura norteamericana.
Cuando le conté esto a Chiri, ya de regreso en casa, empezamos a buscar información en internet, y entonces Burning Man nos pareció alucinante.
—Mirá —me decía Chiri—. Está prohibido usar dinero durante toda esa semana. Se usa el trueque.
—Además cualquier droga está permitida, y sin embargo nunca hubo incidentes, y ya van más de veinte ediciones. La idea empezó en 1986. Gustavo y Gerry estuvieron allí más de una vez, y lo que me contaron en la sobremesa de Buenos Aires me dio muchísimas ganas de que estuviera en la revista. Entonces les pedí una crónica del evento, las sensaciones íntimas, los detalles. Y por supuesto, las fotos que habían sacado en la última edición de Burning Man.
Lo que yo no sabía es que Gustavo Faigembaum escribía tan bien, y eso fue una yapa a la historia. Cuando recibimos la crónica de Burning Man nos maravilló todavía más que antes, e incluso pensamos —después de leerla— que el mundo tiene detalles que no están nada mal. Que todavía hay esperanza de que surjan países y pueblos imaginarios en el medio de la nada.
Y que sean mejores que los que ya tenemos.
Antes de leer La sonrisa burlona, de Diego Papic.
Desde ese glorioso día le tenemos respeto al pueblo yanqui
—Te acordás de Uqbar? ¿Y de su región ficticia, Tlön? ¿Ese universo alternativo del que habla Borges, que termina por invadir el mundo y reemplazarlo por otra realidad?
—Como el universo paralelo de Fringe —propongo.
—Algo así —me dice Chiri—, pero mucho más complejo y documentado. Y hasta posible, te diría.
—¿No será ese el propósito secreto de Burning Man, su objetivo final?
—¿Cuál?
—Expandirse lentamente, como una mancha de aceite sobre el mantel, hasta arrasar con todo…
—No me molestaría que Burning Man se convierta en un planeta total —dice Chiri, y busca en el libro de Borges la página justa—: “con sus arquitecturas y barajas, con el pavor de sus mitologías y el rumor de sus lenguas, con sus emperadores y sus mares, con sus minerales y sus pájaros y sus peces, con su álgebra y su fuego”.
—Con sus mujeres en tetas y drogas de diseño —digo yo, poniéndome de pie—, y fiestas tecno- rave y alquimistas que multiplican helados… ¡La tierra que habitamos es un error, querido Christian Gustavo, una incompetente parodia!
—Por suerte existe Burning Man, al menos una vez por año y durante siete días… ¿No será la utopía de la que hablaba Tomás Moro?
—Puede ser —le digo—. Todo lo que Moro quería de la vida pasa en ese lugar: buena onda, bienestar para todo el mundo, intercambio despreocupado de bienes. El reverso de lo que mostró Fritz Lang en Metrópoli. Lástima que Burning Man dure tan poquito…
—Pero a lo mejor, para que tenga sentido, tiene que ser así, como dice Hakim Bey en Temporary Autonomous Zone.
—¿Eso qué es? —le pregunto.
—Un ensayo escrito en los noventa que te podés bajar en PDF.
—¿Pero quién es Hakim Bey?
—Es un viejo jipón de barba blanca, que en realidad se llama Peter Lamborn Wilson; Hakim Bey es un seudónimo. Algunos dicen que es el padre ideológico de los hackers. Él se define como un anarquista ontológico y sufí.
—¡Qué cosa más rara! ¿Y qué dice?
—Propone el concepto de Zonas Temporalmente Autónomas, lugares que se construyen fuera de la estructura social y que no quieren perdurar en el tiempo, porque eso haría que las cosas se vuelvan rígidas y estructuradas. También piensa que esas zonas tienen que ser discretas, no tienen que llamar la atención del Estado.
—Por eso en Burning Man levantan campamento temprano…
—No sé si será por eso o porque, después del descontrol y la liberación, al otro día todo el mundo tiene que volver a laburar…
—¿Eso es una ironía? —le pregunto— ¿Vos querés decir que nada va a cambiar? ¿Qué la gente ya sabe la verdad pero que el mundo choto sigue existiendo igual, como dice Nacho en la nota de Wikileaks?
—No: yo creo que hay esperanzas —me dice Chiri—. Hakim también habló de Zonas Temporales Permanentes, o más o menos permanentes. De algunas aldeas y comunidades que experimentan, por ejemplo, con técnicas de permacultura, ese tipo de cosas, y que ya están dando algunos resultados interesantes, aunque sin cantar victoria.
—¿Sabés que creo? —le digo— Creo que tendríamos que hacer nuestro propio Burning Man, acá, en los prados de Cataluña. Pero que sea un lugar permanente, como esto último que dice Hakim. ¿No te parece?
—¿Por qué no? Armenos un mundo alternativo, y vayámonos todos a vivir ahí.
—Estados Unidos es un país muy raro —le digo—. Por un lado tienen las leyes de Texas, a los imbéciles de Bush, padre e hijo, a esos gordos que no hacen otra cosa que comer hamburguesas y mirar béisbol… y por el otro lado tienen Burning Man, o el blues…
—O Edgar Allan Poe —me dice Chiri.
—O las mejores series de televisión del mundo —le digo, para que vea que yo también pienso cosas.
—Bueno —matiza Chiri—, pero también tienen series como Beverly Hills 90210, o Glee, o cagaditas así.
—Pero a la hora de la verdad, lo hacen bien —le digo—. ¿Sabés cuál fue el minuto de mayor encendido de televisión en Estados Unidos, de todos los tiempos?
—La llegada del hombre a la luna —me dice Chiri.
—No. Te hablo de ficción. El día que más yanquis al mismo tiempo estaban viendo la tele a la misma hora y en el mismo canal.
—Ni idea.
—Fue el catorce de mayo de 1998 —le digo, haciendo gala de mi fanatismo cronológico—. Record absoluto de audiencia. Se emitía el capítulo final de la comedia Seinfeld.
—Qué loco.
—Yo vivía con mi abuelo Marcos, que me tenía encerrado en su casa.
—Dejá de decir esa mentira, no seas hijo de puta.
—No, es verdad —le digo—. Fueron épocas duras, lo cuento mejor en un texto de Orsai que se llama “Don Marcos”. Me encerraba a la noche, para que no me fuera a drogar a otra parte. Entonces yo me quedaba mirando series del canal Sony. Adoraba Seinfeld, no podía creer que hubiera, en ninguna parte del mundo, cuatro personajes que pensaran tan parecido a mí sobre el mundo, que fueran tan desesperadamente malas personas… Yo me reía mucho, y era de madrugada. Y una vez mi abuelo vino y se quedó mirando Seinfeld conmigo. Y no entendió una sola palabra.
—Pobre… ¿Cómo iba a entender?
—Yo creo que se dio cuenta que, para mí, ver Seinfeld era peor que drogarme. O que por lo menos me dejaba la cabeza igual de idiota.
—Lo más probable.
—Pero me acuerdo bien de ese catorce de mayo. Vi el capítulo doble final en directo, sin subtítulos, de pura ansiedad. Fue un hecho histórico, que posiblemente se escriba en los libros de Historia dentro de muchos años.
—Estás exagerando un poco —me dice Chiri.
—No. Seinfeld cambió el mundo, lo digo en serio. Y a mí me cambió la visión pragmática de los Estados Unidos de América.
—¿Por?
—Es increíble que un país a primeras luces tan estúpido, se detenga en masa para ver la mayor obra de arte de la comedia mundial. Desde ese día yo le tengo un cierto respeto al pueblo yanqui. Si inventaron Seinfeld, y además lo vieron con pasión, no pueden ser tan pavos.
Antes de leer En busca del corso, de Gonzalo Garcés.
Nunca había visto a nadie leer tanto como en esa semana
Hace tres o cuatro años empecé a tener una adicción bastante peligrosa a las series de televisión. Empecé con dos o tres muy puntuales, y de a poco me descubrí viendo doce a la semana. No me asusté en absoluto, porque creí que lo podía controlar. Cuando fueron quince series semanales sí me preocupé un poco, y cuando llegué a veinte la que se preocupó mucho fue mi mujer. Entonces decidí trabajar como crítico de televisión durante un tiempo, para que esas horas muertas representaran, al menos, un ingreso económico.
En esos tiempos, en que escribía un blog llamado Espoiler para el diario El País, llegué a ver veinticinco series semanales, y algunas veces las miraba dormido. Ahora ya no trabajo de ver televisión, pero todavía me dura la deformación profesional de sentarme en un sofá, prender la tele, y no poder levantarme para ir a dormir.
—¿A vos también te pasa? —le pregunto a Chiri— Estás tirado en el sofá viendo la tele, medio dormido, y pensás que te tendrías que ir a la cama ya mismo.
—¡Pero no te vas!
—Exacto: seguís ahí sin moverte, con el control remoto en la mano, los ojos chinos, mientras que con la otra mano te rascás las bolas… Y encima hacés fuerza para que el sueño no te gane de mano. ¿A vos también te pasa, entonces?
—¡Milimétricamente! —me dice—. Yo pensé que era una cosa que solamente me pasaba a mí.
—No: yo creo que es un regalo del progreso, es algo que desde hace unos años nos pasa a todos los mortales. Una nueva capacidad que tiene el hombre moderno, así, de repente.
—¿Por qué pasará?
—Yo también me lo preguntaba, querido amigo, hasta que vino Seinfeld y me mostró la verdad: esto sucede porque el dedo que aprieta los botones del control remoto es la última parte del cuerpo en quedarse dormida.
—Cuánta razón —exclama Chiri.
—Seinfeld siempre tiene razón. Y además nunca te va a mentir, como dice Papic.
—Y Larry tampoco.
—Larry David mucho menos, porque el pelado no está programado para mentir. No sabe. Y eso, precisamente, lo hace tan querible.
—¿Será pura casualidad que Seinfeld y Twin Peaks, las dos series que cambiaron la televisión para siempre, se hayan estrenado el mismo año? Una historia lisérgica y extraña, y una sitcom sobre nada… David Lynch por un lado, Larry y Jerry por el otro. Dos clásicos de la pantalla.
—Y del papel —le digo—. Hay una web en donde están todos los guiones de Seinfeld, en inglés. Se llama Seinfeld Scripts. Las nueve temporadas completas, a razón de veinte episodios por temporada, a razón de treinta páginas por episodio. Si te imprimís las nueve temporadas, te queda un libro de cinco mil páginas que te cuenta, mejor que casi todos los libros de la época, lo que nos pasaba en el fin de siglo.
—Una obra monumental escrita por dos outsiders, como dice Papic.
—Y eso es lo bueno. El pelado, por ejemplo, antes de revolucionar la televisión, vivió un tiempo de arreglar televisores. Fue una de las cosas que hizo, además de manejar un taxi y vender corpiños calados en una boutique.
—Mirá vos…
—Parece que ya estaba predestinado a meter las manos en ese aparato inútil y tratar de recomponerlo, pieza por pieza. Eso es empezar desde abajo.
—¿Y ahora qué pasa, eh? —se pregunta Chiri— Yo no veo mucha innovación en la tele… —Tenés Mad Men, tenés Breaking Bad, la nueva de Scorsese está muy bien, en unos meses llegará Dustin Hoffman con una serie sobre adictos a las carreras de caballos, también hay alguna que otra buena comedia, pero es verdad: no hay nadie que esté revolucionándolo todo, como hizo Jerry Seinfeld en su momento. Aunque quizá sea demasiado pedirle a la historia de la tele otro Jerry Seinfeld.
—¿Mirás alguna vez la televisión verdadera? —me pregunta Chiri— La televisión de antena, quiero decir, la que ven las viejas.
—No. Solamente veo cosas que me bajo de la computadora y fútbol. Si no fuera por el fútbol ni siquiera tendría antena.
—Todavía hay intelectuales que creen que es inteligente no tener televisión en la casa —dice Chiri.
—A mí me parece que confunden “televisión” con “televisor”. Lo que no hay que tener es antena, pero el artefacto televisor es maravilloso. Podés ver a Scorsese haciendo cine o a Iniesta poniéndole un pase en vertical a Messi. Eso no puede ser malo.
—¿Cómo es posible entender el mundo sin televisor?
—Ojo —le digo—. El verdadero intelectual lee libros como nosotros vemos tele, con la misma pasión. Yo no me olvido más de una semana de 2003, o 2004, en que Gonzalo Garcés estuvo parando en casa. Él vivía en París, y tenía gira de prensa en Barcelona, y lo invité a quedarse para que no estuviera solo en un hotel. Gonzalo no ve tele, ni sabe que existe. Es un devorador de libros. En el tiempo que estuvo en casa, Cristina y yo éramos fanáticos de Gran Hermano. Cenábamos viendo eso, porque todavía era algo un poco novedoso. Yo me acuerdo que Gonzalo alucinaba con la televisión, le parecía algo fuera de lo común. No era uno de estos tirifilos que fingen que no les importa la tele. Realmente no sabía lo que pasaba en esos monitores. Y yo creo que descubrió un mundo.
—¿Lee mucho, Garcés?
—Es una bestia peluda —le digo—. Yo nunca había visto a un tipo leer tanto como en esa semana que estuvo en casa. Se iba a La Central, que es la mejor librería de Barcelona, y volvía todos los días con cinco libros nuevos. Se metía en el baño a cagar y se los leía a todos. Salía sonriente, se sentaba y me empezaba a hablar de lo que había leído. A veces paraba para poner canciones de Charly García y bailar. Usaba el escobillón de micrófono y se miraba en el reflejo de las ventanas.
—Es una amistad muy extraña la de ustedes —me dice Chiri—. Porque él es un señor muy elegante, muy leído, un tipo de mundo, mientras que vos sos un gordo desastroso que siempre anda en piyama y no sale de su casa.
—En realidad nos vimos muy pocas veces en la vida —le explico a Chiri—. Pero siempre con ese cariño profundo de la gente que se ha conocido de un modo especial. Vos estabas esa noche.
—Claro —me dice Chiri—. ¿Puede ser que hayan pasado veinte años de todo eso?
Antes de leer Radowitzky en el Fin del Mundo, de César Calero.
Hay algo en la ficción pura que empieza a aburrir
—A Garcés lo conocí cuando teníamos menos de veinte años —le digo a Chiri—, y lo primero que me acuerdo de él ocurre en un ascensor. Él me dice que me parezco a Roberto Arlt, yo le digo que no me parece para nada, y él me responde que mi voz es igual a la de Arlt. ¿Cómo puede saber cómo era la voz de Arlt?
—En los noventa eras parecido al actor Roberto Antier —me dice Chiri—, no sé si te acordás, pero de ningún modo a Roberto Arlt ni tampoco a Robert De Niro, como dice Gonzalo en el cuento. A lo mejor, bajo las bombitas de colores del carnaval mercedino, dabas ese efecto; pero lo dudo.
—Los amigos del barrio le decían a De Niro “Bobby leche” (Bobby Milk, que suena mejor), porque de chico era blanco como un papel.
—Vos también eras bastante pálido en esa época.
—Pero en carnaval, en verano, viraba al amarillo. No sé qué habrá visto Garcés…
—A veces también te ponías naranja.
—Eso era cuando me bajaba la presión.
—Garcés habla de una calle vagamente iluminada de naranja, que para mí debe ser la calle treinta y dos, la que pasa por la esquina de tu casa.
—“Luces mortecinas de pueblo de provincia”, también dice.
—Lo debe haber sentido realmente así, como lo cuenta: una expedición muy extraña a los extramuros del oeste de la provincia.
—Totalmente —le digo a Chiri—. Incluso creo que debe haber sentido miedo caminando con nosotros para el corso. El clima enrarecido, bombos lejanos, bocinas de cancha… Gente que nunca viste en tu vida, que aparece solo en carnaval; todo el pueblo en la calle, sin necesidad de caretas… Para peor, en el tenebroso pueblo donde nacieron Videla y Agosti.
—Y que se vanagloria de ser Capital Nacional del Salame.
—¿Eso es porque vos naciste ahí?
—Pobre Garcés —se desentiende Chiri—, se queja de que no fuiste a buscarlo y que después te le apareciste en una bici de nena…
—¡Eso no es verdad! Cuanto mucho habré caído en una motito Zanella de mujer, la de Chichita. Lo que ocurre es que en el blog yo cuento que vos te lo culiaste cuando él estaba dormido, y se quiso vengar poniéndome en una bicicleta de mujer.
—También dice que se imaginó pasando el resto de su vida en Mercedes, en lóbrega soledad…
—¿Y si en una de esas sigue allá? —fantaseo— ¿Qué pasa si hay un Garcés envejeciendo en Mercedes? Al otro Garcés, como dice Borges, es a quien le ocurren las cosas…
—¿Te parece?
—¿Por qué no? Lo veo viviendo en una casa modesta, con un jardincito descuidado delante, asomando la cabeza de vez en cuando: para charlar de libros con Andrés Monferrand o bajando al centro únicamente las noches de corso; un castigo de los dioses del carnaval por menospreciar el ritual.
—Y por haber corrido a un inocente niño con un palo… Me acuerdo de Emilio Gauna, el personaje de la novela de Bioy.
—El sueño de los héroes.
—Esa —me dice Chiri—. Me acuerdo de todo lo que le pasa durante esa tercera noche del carnaval de 1927…
—Yo cada vez que pienso en El sueño de los héroes me acuerdo del tango “Siga el corso”. Porque las dos obras cuentan una historia parecida, ¿no? Un carnaval, una noche pintoresca, una mujer misteriosa detrás de un antifaz…
—Me gustó mucho la crónica de Garcés —me dice Chiri—, aunque no haya podido ir a Nueva Orleans. —Él estaba triste por eso —le digo—. Tuvo algunos inconvenientes familiares, pero siempre fue una excusa: Río de Janeiro, el Mardi Gras, Venecia. Cualquier carnaval estaba bien después de veinte años. Incluso pensó en escribir una ficción, estuvo a punto, pero no…
—Por suerte. Ese final en el corso de Bordeaux, imprevisto, me parece alucinante. ¿Fue así de verdad?
—Absolutamente —le digo—. Me contó por teléfono que se encontró de golpe atravesando aquel corso sencillo, de pueblo: un espejo deformado del corso mercedino. Nunca se hubiera imaginado un final así para la crónica. Fue algo raro… A mí también me gustó muchísimo.
—¿Será por eso que ya casi nadie lee novelas? ¿Porque en la ficción todo es más simple y menos complejo que en las historias reales?
—No tengo la más puta idea —confieso—. Pero yo también, desde hace bastante tiempo, prefiero las historias reales. Hace unos meses, cuando en el blog pusimos la opción de que los lectores nos mandaran cuentos o crónicas narrativas para poner en la revista, recibimos más ficción que relatos periodísticos. Pocas crónicas, mucho cuento… No me acuerdo cuántos, vos llevabas la cuenta.
—Recibimos en total trescientos cuarenta archivos —me dice Chiri—. El setenta por ciento eran cuentos y el treinta, crónicas.
—A lo que iba —le digo, retomando—. Después de leer todo, lo que más nos terminó gustando fue una crónica narrativa que, creo yo, tiene mucho de cuento literario.
—La crónica de Radowitzky —me dice Chiri.
—Hay algo ahí —le digo—. Cuando me la diste a leer, no me importó mucho si de verdad el autor había estado en Tierra del Fuego, o si de verdad su abuelo entrevistó al anarquista ruso a principios del siglo veinte.
—Cuidado —me dice Chiri—, porque César Calero me mandó fotos suyas en Ushuaia.
—Sí, pero no me importa. El relato es inteligente y es emocionante. Y, sobre todo, es probable. Hay algo en la ficción que nos está empezando a aburrir, y es la improbabilidad. En estos tiempos en los que internet nos ofrece cincuenta historias reales por día, pensar en la opción de leer un libro de ficción que sale de la cabeza de un tipo, no sé, a mí cada vez me cuesta más.
—Yo miro más documentales que películas, casi —me dice Chiri.
—¿Será la edad? Nuestra edad, quiero decir, esto de cumplir cuarenta años. ¿O serán los tiempos?
—No sé. Pero la crónica de César Calero sobre Radowitzky tiene muchas de las características de los textos que, ahora, prefiero leer.
—¿Le preguntaste a Calero cuánto hay de verdad en todo lo que cuenta?
—Le pregunté, claro —me dice Chiri.
—¿Y, qué te dijo?
Chiri sonríe a lo Robert De Niro:
—Me dijo, en otras palabras, que a él tampoco le gusta leer ficciones puras.
Antes de leer Finlandia, de Javier Olivares y Hernán Casciari.
Casi siempre es un tronco, pero cuidado: a veces es Finlandia
—En 1906, un anarquista francés se adelantó a Twitter —me explica Chiri—. Se llamaba Félix Fénéon y publicaba artículos de ciento cuarenta caracteres en el diario Le Matin, bajo el título “Nouvelles en trois lignes”.
—¿De qué hablaba? —le pregunto.
—De todo un poco. Cosas de actualidad: suicidios, huelgas, robos, incendios… Por ejemplo este: “Catherine Rosello, vecina de Tolón, madre de cinco hijos, quiso esquivar un tren de mercancías. La atropelló un tren de pasajeros”. O este otro: “Una loca de Puéchabon (Hérault), la señora Bautiol, despertó a sus suegros a mazazos”. Hace poco todos estos pequeños textos fueron publicados en castellano, en un libro de editorial Impedimenta.
—Leyendo la nota de Calero me acordé de la comuna anarquista que quiso fundar Macedonio Fernández, a finales del diecinueve.
—¿En una isla, no?
—Si, en una isla cerca de Paraguay —le digo—: Macedonio y algunos amigos, entre ellos José Ingenieros y el padre de Borges… ¿Te imaginás si hubieran llegado a fundar esa colonia utópica? ¿Qué habría sido de la vida de Borges creciendo ahí, en medio de la jungla?
—Borges habría sido Benjamin Linus, sin duda.
—Lo único que queda de ese proyecto, dice Piglia en un documental que vi el otro día en YouTube, es un libro que se llama La nueva Argentina, de Julio Molina y Vedia: un personaje muy interesante.
—¿Quién era? —quiere saber Chiri.
—Era un convencido total de la causa. Fue uno de los primeros ingenieros recibidos en Argentina (el número veintitrés), pero dejó la profesión porque no quería seguir colaborando con la construcción de un mundo que ya estaba condenado, decía.
—¡Qué muchacho interesante!
—Vivía en una casa desarmable, de aluminio y madera, que la llevaba en un trailer o arriba del tren, en pedazos sueltos. La instaló en Munro, y ahí vivió un tiempo. En una nota que leí, sus nietos cuentan que los chicos del barrio le tiraban piedras a la casa, porque les parecía rara, y él salía a correrlos con un sable del general de Vedia, que luchó con Roca; un sable todo oxidado. Hay un cuento de Borges, “El Congreso”, sobre un tipo que quiere formar una sociedad nueva, que está inspirado en él… ¿Sabés hasta qué edad vivió?
—No.
—Hasta los noventa y nueve años… Murió en 1973.
—Algo del eco de esta gente (de Molina y Vedia, de Macedonio, de Radowitzky) tiene que haber quedado, ¿no? —se pregunta Chiri.
—Pensá en Burning Man, en el software libre, en Reclaim the Streets, en el movimiento okupa… No son cosas que hayan nacido de un repollo. En realidad —le digo a Chiri—, un poco sin querer y otro poco a propósito, en este número de Orsai nos pusimos a hablar de anarquía y de segundas oportunidades. Mundos ácratas, espíritus sin gobierno, Wikileaks, código libre, el alma de Charly García yendo de la cama a la pileta de un hotel, la fiesta irreal de Burning Man, todo eso, puede ser tranquilamente un sueño afiebrado de Radowitzky en el catre de una cárcel, en el Fin del Mundo. —Pobre Simón, le tocaron tiempos jodidos —me dice Chiri—. A lo mejor, si hubiera nacido en nuestros noventa, ahora estaría resistiendo el desalojo de una casa, cosas menos complicadas…
—Calero cuenta que estuvo preso con el Petiso Orejudo, nuestro asesino serial más célebre.
—No te olvides de Yiya Murano (la envenenadora de Monserrat) ni de Robledo Puch…
—No me olvido —le digo—. Todavía tengo grabada las crónicas de Osvaldo Soriano sobre el “ángel rubio de la muerte”. Pero lo que te iba a contar es que encontré una página muy divertida sobre el Petiso Orejudo. Se llama petisoorejudo.com.ar. Es un trabajo muy bien hecho, con buena información: desde un cuadro detallado con todos sus asesinatos hasta una indagatoria en la que el Petiso cuenta, con lujo de detalles, cómo mató a sus víctimas. Escalofriante, pero recomendable…
—Sigo pensando en el pobre Radowitzky —suspira Chiri—, preso en el culo del mundo y compartiendo la mesa con presos como el Petiso… ¿Habrá peores exilios que ese?
—Yo, cuando era chico, practicaba para mi cadena perpetua. Me imaginaba que tarde o temprano me iban a meter preso, entonces me encerraba en mi habitación con una manzana, y fantaseaba con que esa era toda mi comida. Y me queda ahí, pensando. Preso.
—Eras un enfermo desde siempre —me dice Chiri— ¿De verdad te podrías acostumbrar a una cadena perpetua?
—Siempre pensé que tengo una capacidad de adaptación gasolera. Que, si me dan tiempo, le puedo encontrar el lado bueno a cualquier cosa. Pero me tienen que dejar pensar un rato, hasta que mi esencia optimista dé con la clave. Pero estoy convencido de que en algún momento de la falta de libertad, digo: “Bueno… Esta es mi cárcel, toda la vida va a ser así, el 17.672 es un tipo interesante, cuenta anécdotas divertidas…”
—”…aquél maniático rompe el culo que es una maravilla…”
—Sí, es verdad. Y te voy a decir algo bastante grave, Christian Gustavo. Si la vida va a ser eso, si la cadena perpetua viene sin las dos horitas de hotel por semana por buena conducta, y está todo mal y ya no hay más mujeres, creo que también me podría adaptar a que me guste uno.
—Es muy duro lo que estás diciendo.
—Para vos. Yo no tendría el prejuicio de “oh, me van a romper el culo todo el tiempo”; no voy a llorar toda la vida. Creo que me va a gustar más hacer culitos, pero quién te dice que no me gusten las dos variantes… ¡Pero si es todo lo que hay! No hay más nada que eso.
—¿Querés que deje de grabar? —me consulta Chiri— No podemos poner esto en la revista.
—No, grabá —le digo—. ¿Qué problema hay? Si a vos te dicen que la única posibilidad que te queda en tu carrera poética es el soneto (la cárcel del soneto, diría Rosencof), no tenés por qué perder el tiempo de tu vida manifestando a favor del verso libre. Hay que tratar de hacer el mejor soneto del mundo, pasarse las noches intentando buenos sonetos. Sonetos que, con la experiencia que da la práctica y la pasión, puedan leerse de corrido y parezcan versos libres.
—Es una suerte que nunca te hayan metido preso por mucho tiempo —dice Chiri.
—Sí. Casi siempre ha sido un tronco, pero uno nunca sabe. A veces es Finlandia.
Antes de leer El padrino, de Fabián Casas.
Los padrinos son arqueros suplentes en un Mundial
—Con la mano en el corazón: si lo que atropellabas esa tarde en la quinta del tío Toto era realmente tu sobrina y no el tronco de un árbol, ¿de verdad te hubieras ido a Finlandia?
—¡Claro que me hubiera ido, si soy un cobarde! Finlandia es la metáfora de lo más lejos, lo más frío, lo más aburrido y lo más triste del mundo. Me hubiera borrado del mapa para siempre. Finlandia es un castigo personal que se me ocurrió justo después del golpe, con las manos todavía agarrando fuerte el volante del auto. Cuando no sabía que eso que había golpeado era un tronco.
—La historieta quedó buenísima —me dice Chiri.
—Alucinante. Javier Olivares le da su propia mirada al cuento, lo hace real. Lo ubica realmente en Finlandia.
—Le quita el tronco.
—Sí, me pone la piel de gallina. Son unos cuadros muy intensos —le digo—. Yo no conocía al autor. Le di el cuento a leer a Horacio Altuna para que me indicara por dónde podía ir el trazo, y él enseguida me señaló a Olivares. Me mostró cosas que tiene online, y me quedé con la boca abierta.
—Olivares te hizo más flaco de lo que sos —me dice Chiri—, porque en el número uno Jorge González te engordó un poco.
—Yo creo que Olivares me mentalizó en Finlandia: en su versión, yo ya había matado a mi sobrina y estaba pagando mi culpa. Entonces comer, esa acción gozosa, me daba un poco de vergüenza. Si yo hubiera matado a mi sobrina hace muchos años, te juro que ahora sería flaco.
—Ah —me dice Chiri—. ¿Por eso sos gordo? ¿Porque no mataste a nadie?
—Obvio.
—Si hubieras matado a tu sobrina, también podrías haber elegido el destino de Wakefield. ¿Te acordás de Wakefield?
—¡Sí! El cuento de Hawthorne. El tipo que deja a su mujer por una semana, se instala a la vuelta de su casa y se pasa escondido ahí veinte años enteros, sin volver y sin que nadie sepa nada de él.
—De vez en cuando espía su casa y a su mujer —recuerda Chiri—, siempre de lejos, y un día se la cruza por la calle, pero él está tan flaco, tan barbudo, tan cambiado, que ella no lo reconoce.
—Es verdad —le digo—. Hubiera sido mucho más cómodo para mí ser un Wakefield. Pero en ese momento pensé en Finlandia. Uno nunca sabe qué pensar en esos momentos.
—Hawthorne también pasó muchos años recluido (incluso vivió un tiempo en una comuna utópica, como la que proyectó Macedonio). En el ensayo que escribe Borges sobre Hawthorne, en Otras inquisiciones, dice que, para Malcolm Cowley, Wakefield es una alegoría de esa reclusión.
—Y dice también que en ese pequeño relato ve prefigurado el mundo de Kafka. Aunque Kafka, aclara, modifica y afina la lectura de Wakefield.
–¿Cuántos escritores han vuelto a esta historia? Hammett en El halcón maltés, Eduardo Berti en La mujer de Wakefield, Paul Auster en Fantasmas… De hecho muchas novelas de Auster parecen una reescritura de Wakefield, ¿no? Esas historias de tipos que se escapan o que directamente se esfuman sin dejar rastros.
—Ahora me acuerdo de un librito de Hawthorne con prólogo de Auster que se llama Veinte días con Julián y Conejito. Es un extracto de los cuadernos de notas de Hawthorne, donde cuenta tres semanas que pasa solo con su hijo Julián, de cinco años, y con su mascota (el conejo del título), cuando su mujer y sus dos hijas se van solas a visitar a unos parientes que viven lejos. Hawthorne cuenta cosas de la vida cotidiana, nada del otro mundo, la relación con su hijo, los paseos, el conejo… Por ahí, una tarde, les cae de visita Herman Melville, porque eran vecinos.
—Qué loco —dice Chiri—, ser Hawthorne y tener de vecino a Melville. Estados Unidos es un pañuelo.
—Y no solamente eso: Melville le cuenta a Hawthorne cómo va con la escritura de Moby Dick, qué maravilla… Veinte días con Julián y Conejito es una obrita breve, muy tierna. Nada más que las observaciones que hace Hawthorne en esos días de soledad con su hijo. Notas escritas al pasar, sin ningún propósito de perdurar; pero mientras las leés estás ahí, con ellos…
—Me acuerdo de una entrevista en la que Auster cuenta una experiencia que le hizo entender la relación de los hijos con la literatura. Había alquilado una casa, y él escribía todas las mañanas mientras sus hijos jugaban en el parque. Estaba escribiendo La música del azar, creo. El día que escribió la última frase, prendió un cigarrillo y miró la pila de papeles sobre el escritorio. Estaba eufórico, porque sabía que por fin había escrito algo que a él mismo le parecía realmente bueno. Abrió la puerta y, mientras se repetía a sí mismo que era un genio, vio a su hija en el medio del parque, en cuclillas, totalmente desnuda, levantando con las manos un sorete que acababa de cagar. Eso fue lo primero que hizo después de terminar la novela: limpiar el culo de su hija.
—Se escribe diferente cuando se es padre.
—¿Por qué?
—En mi caso —le digo— la existencia de Nina hace que escriba con la convicción de que ella, alguna vez, leerá esas páginas. Cuando ocurrió aquella anécdota de Finlandia yo no tenía hija. Es decir, yo no era padre. La única criatura cercana que había en mi vida era Rebeca, esta sobrinita de tres años. Que para peor era la primera nieta de mis padres, la primera hija de mi hermana…
—…y tu ahijada —me recuerda Chiri.
—¡Es verdad! Además yo era, y soy, el padrino de esa chica. Ser padrino es como ser arquero suplente en un Mundial. Vos sabés muy bien que hiciste ese viaje al pedo, que no vas a ser culpable de las derrotas ni partícipe de las victorias, que solamente estás ahí por si ocurre algo malo y grave, pero tenés que estar. Tenés que ponerte los guantes, las rodilleras y sentarte en el banquito a ver los partidos. Un padrino es un padre suplente, que no sirve para nada.
—Pero ojo —dice Chiri—. Casi siempre es un tronco, pero a veces es Goycochea en Italia 90. A veces un padrino acaba siendo fundamental en la educación del ahijado.
—Fabián Casas tuvo un padrino así: de la categoría de los padres, uno de esos que dejan huella y que confirman lo que venimos hablando.
—¿De qué venimos hablando?
—De segundas oportunidades, supongo. Me parece que estamos hablando de eso desde el principio.
—Mirá vos —me dice Chiri, pensativo—. No me había dado cuenta.
Antes de leer Educando al extraño, de Santiago Rocagliolo.
Un hombre que no sabe ser buen padre no es un hombre
—Hace varios años —le cuento a Chiri— había una sección en el blog Orsai que se llamaba El Lomo.
—Me acuerdo vagamente, yo en esa época tenía una librería.
—Era una especie de blog global en el que los lectores recomendaban libros, películas y discos. Escribían reseñas y los demás comentábamos. Yo escribía poco ahí, prefería leer recomendaciones de otros. Allí una vez Xtian Rodríguez recomendó a Fabián Casas. Yo no lo conocía. Lo que recomendó, creo, fue un cuento que se llama “El bosque pulenta”.
—¡Ah, qué cuento hermoso! —se excita Chiri.
—Yo quedé fascinado con esa historia, o mejor: con la narración coloquial de Fabián. El cuento empezaba así —le leo a Chiri—: “Se trata de dos chicos que salen a la vez por las puertas traseras del mismo taxi y, por miles de motivos, no se vuelven a ver más. Uno de ellos soy yo, el que cuenta la historia. El Otro es Máximo Disfrute, mi primer amigo, maestro, instructor, como se le quiera llamar. Mi mamá y su mamá trabajaban en la misma fábrica de ropa interior femenina. Lo primero que recuerdo es que estamos debajo de algo. Puede ser la mesa inmensa del dormitorio de mis viejos”.
—Imposible que lo dejes de leer —dice Chiri.
—Tiene todos esos elementos de las anécdotas que se empiezan a contar en las sobremesas largas. Cuenta las cosas como dios manda, sin detalles pesados ni frases cargadas. Pone, por ejemplo “por miles de motivos”, o también dice “como se le quiera llamar”, y también escribe “estamos debajo de algo”. Cosas que parecen fáciles de hacer, pero que son todo lo contrario. No sé si será igual cuando habla, no lo conozco personalmente.
—“Esa gente no escribía así: era así”, como dice Abelardo Castillo de Kafka, de Arlt. Yo estuve una sola vez con él, cuando le pedí el texto para Orsai. Me lo presentó Pedro Mairal este verano argentino, en un bar de Conde y Lacroze. Y después de eso tuvimos un largo intercambio de correos, hasta que envió sus páginas. Es un tipo pulenta. Y sí, habla como escribe.
—¿Estuvo a punto de escribir sobre una película, no? Una especie de diario de rodaje…
—Sí, la crónica de un rodaje de Lisandro Alonso, sobre un argumento o un guion suyo. Me dijo que se habían hecho muy amigos con Lisandro, y que tenía un montón de cosas lindas para contar.
—¿Y qué pasó?
—No sé. Tampoco me importó mucho. Y aunque me hubiera gustado leer el diario de rodaje, el texto del padrino tiene un valor increíble. Tiene el eco de algo pendiente. Me imagino a Fabián hablando en sobremesas sobre su padrino, contando la noche del apagón premonitorio, que sus amigos del barrio no le decían Bruno, sino “padrino”… Y me lo imagino diciendo, en voz alta, que alguna vez iba a contar esa historia, que iba a escribir sobre todo eso. Que lo haya hecho acá es un despelote.
—Cuando me dijiste que estaba trabajando sobre algo que se llamaba “El padrino” pensé lo más obvio: que iba a hablar sobre la película. Y me alegré por Comequechu, que cuando supiera que Casas iba a escribir sobre su trilogía favorita se iba a poner contentísimo. ¿Viste que mira la saga completa, como mínimo, cuatro veces al año? Cuando habla de los Corleone les dice la familia, pero como si él fuera un miembro más.
—Los Corleone son “La Familia”, con mayúscula. Según Comequechu, en la saga de Coppola nunca se dice la palabra mafia. Me contó que antes del rodaje unos tipos con acento italiano le dijeron a Coppola y a Mario Puzo (el autor de la novela) que mejor omitieran esa palabra en el guion, y ya que estaban también otras como “cosa nostra”. Que lo hicieran por el bien de ellos y de la película.
—¡Pero cuántos pruritos tenía la mafia en esa época! —le digo— Pensá en Roberto Saviano, que en su primer libro mandó al frente a toda la Camorra junta. Le faltó publicar la guía telefónica de Nápoles…
—Me encanta el libro de Saviano, Gomorra, pero me pega mal pensar que después de las amenazas se haya quedado completamente solo: sus amigos se alejaron, la novia lo abandonó, su familia se terminó de dispersar… Digamos: su vida se fue al carajo.
—¿Cuántos años tiene el famoso Saviano? —le pregunto a Chiri.
—Creo que treinta y uno. Pero vive rodeado de guardaespaldas, y cambiando de casa cada dos por tres, desde que tiene veintiséis o veintisiete. Se tuvo que hacer invisible a la fuerza. Una especie de Wakefield trágico, que después de todo lo que le pasó ya no sabe si está medio muerto o medio vivo. O si todo es un sueño demasiado real.
—Como el sueño que tuvo el padrino de Fabián, que dicho sea de paso pisó las tierras de Saviano como soldado. Y que en plena guerra soñó con su abuelo diciéndole que corra, y él se despertó y se salvó de que le cayera una bomba en la cabeza.
—Lástima que Saviano no tenga a nadie que lo despierte de esta pesadilla, por el momento. Y que los únicos padrinos con los que se topó en los últimos años, pobre Roberto, no hayan sido precisamente los mejores.
—Tiene razón Tom Hagen —le digo—, el consigliere de la Familia Corleone, cuando dice que la vida es muy dura para los italianos, y por eso no les queda otro remedio que tener dos padres para que los cuiden. Por eso, en Italia (y también en países como el nuestro) todos tienen un padrino. Y Fabián no se puede quejar, porque de yapa su padrino era italiano.
—Yo tengo tres ahijados —me cuenta Chiri—, y a uno hace muchísimo tiempo que no lo veo. Espero que no me hayan retirado mi derecho al padrinazgo, como hizo el Mono con Fabián. Tengo esperanzas de recuperarlo.
—Yo a mi primera ahijada casi la atropello con un auto y termino en Finlandia, así que no tengo mucha autoridad para opinar al respecto… A mí lo único que me preocupa, ahora mismo, es ser un buen padre.
—Será la edad —me dice Chiri—, pero a mí también es casi lo único que me importa.
—Justamente de eso hablábamos hace unos días con Roncagliolo: de ser buenos padres. Cuando le pedí que escribiera sobre ese tema para Orsai, y después lo conté en el blog, hubo algunos lectores que no estuvieron de acuerdo.
—Sí, leí a algunos decir que esos contenidos son para la revista Ser Padres Hoy —me dice Chiri.
—Es muy posible que esos lectores no tengan hijos —le digo—. Pero ya tendrán. Y por ahí cuando los tengan volverán a estas páginas de Orsai y verán que nuestras preocupaciones de tipos de cuarenta años no estaban tan mal encaminadas.
—Está muy bien —dice Chiri—, que las revistas Orsai también sirvan en el futuro imperfecto. Además, se lo dijo don Vito Corleone a Johnny Fontane: “Un hombre que no sabe ser un buen padre, no es un auténtico hombre”.
Antes de leer La media vuelta, Episodio 2, de Víctor Correal.
El chico que quiere hacer autostop hasta las antípodas
—Con cuánta simpleza escribe Santiago lo que nos ocurre a los padres primerizos —le digo a Chiri—. Fue divertido encontrármelo, hace unas semanas. Yo no lo veía desde que los dos estábamos a punto de ser padres, y ahora él tenía un hijo de casi la misma edad que Nina. A los postres nos pusimos a hablar de ese asunto, de cómo cambian los hijos desde que nacen y hasta los cinco o seis años, de lo que cuesta educarlos, de cómo te cambian la vida, y cómo se te instalan miedos nuevos.
—Cualquiera se imagina que dos escritores hablan de otra cosa.
—No, eso es mitología —le digo—. Aunque en realidad siempre todo deriva y se convierte en literatura. Lo que me contaba Santiago era demasiado bueno para que quedara en sobremesa. Así que le pedí el texto.
—Me gusta mucho el nombre, “Educando al extraño”.
—No sé por qué, a mí siempre me llaman la atención los hijos de los escritores. Hay algo en común en la mayoría.
—Qué.
—Tienen un solo hijo —le digo—. No es que haya hecho una estadística, pero en general vas a las biografías de la Wikipedia y muchos escritores muy clásicos han tenido un hijo nada más. Supongo que el asunto de los pañales no les gustó mucho, y entonces prefirieron no reincidir.
—Sean únicos o no —dice Chiri—, pobrecitos los hijos de algunos escritores… Pienso en el texto que escribió Vera Fogwill cuando murió su padre, y que publicó Página 12. Por ahí pensás que debió haber estado bueno ser hijo de Fogwill.
—A mí me hubiera gustado haber sido el nieto mayor de Nelly Láinez, siempre lo dije y lo confirmo.
—Eso es cierto —asiente Chiri—. Pero imaginate que tu papá Roberto, que en paz descanse, te hubiera sacado a pasear adentro de una bolsa de mercado cuando eras un bebé, como hacía Fogwill con Vera, o te hubiera llevado en moto por las calles de Mercedes a toda velocidad, o a vivir una temporada con él, los dos solos, a un barco en alta mar.
—¡Es lo que pienso hacer con la Nina!
—No, no vas a hacer eso nunca con tu hija —me dice Chiri—. Te encanta decirlo, pero cuando llega el momento te da pereza y te quedás mirando televisión. Pero imaginate que tu padre lo hubiera hecho. Que en lugar de ir los sábados a lo de Peti y Negrita, o a la Liga a jugar al tenis, Roberto te hubiera llevado a la pensión de Leonardo Favio, a la casa de Caetano Veloso, a tomar whisky con Laiseca… ¿Te imaginás?
—No suena mal.
—Sin embargo, para Vera no fue fácil ser la hija de Fogwill.
—Porque Fogwill hay uno solo, me imagino.
—Y ella lo explica muy bien. Ser la hija de Fogwill, dice, “es intentar ser actor siendo hijo de Vittorio Gassman, intentar hacer cine siendo hijo de Ozu, intentar ser meditativo siendo el hijo de Osho, intentar ser persona siendo el hijo de un animal”.
—Hay muchas historias de hijos de escritores atormentados —le digo a Chiri—. Pobres pibes que crecieron a la sombra de un genio y no heredaron ningún tipo de talento.
—No es, para nada, el caso de Vera; tampoco el de Rodrigo García, el hijo de García Márquez. Se puede decir que pasaron la prueba. Pero ahí tenés a la pobre Lucía Joyce, que murió completamente loca en un manicomio.
—Claro, es uno de los casos más conocidos, porque incluso se piensa que sus problemas tenían que ver con la personalidad del viejo James.
—O la hija de J. D. Salinger —me dice Chiri.
—¿Y a esa qué le pasó?
—Escribió un libro que se llama El guardián de los sueños —me cuenta— en el que dice cosas horribles sobre su padre.
—¡Una de esas biografías escandalosas que nunca pienso leer! No soporto a los hijos, a los nietos, a las novias, cuando sacan libros biográficos sobre las miserias de sus parientes genios. Da un poquito de asco que se suban a la calesita de esa forma… Salinger debe haber sido un personaje muy particular, seguro, pero no sabemos hasta dónde esa hija está diciendo la verdad…
—Otro de los casos célebres —me dice Chiri—, célebre por lo rebuscado de la historia, es el de los descendientes de Leopoldo Lugones.
—Otro tipo controvertido: Lugones, que según Ricardo Piglia fue uno de los más grandes escritores cómicos involuntarios de la literatura argentina. “Un humorista con el genio de Mark Twain.”
—Yo creo que Piglia está exagerando un poco… El tema es que el hijo de Lugones, Polo, fue jefe de policía durante la dictadura de José Félix Uriburu en 1930, y supuestamente el que inauguró en Argentina la tortura con picana eléctrica.
—Epa…
—Y su hija, Pirí, militante de izquierda, fue secuestrada en los setenta por un “grupo de tareas” y torturada con la picana que inventó su padre.
—Una historia tremenda.
—“Soy Pirí Lugones, nieta del poeta, hija del torturador”, así se presentaba. Hay padres que pueden ser muy nocivos.
—No es el caso del padre de Albert Casals —le digo a Chiri.
—¿Ya llegamos a esa parte de la revista? Se me pasó volando. ¿Qué sabemos de Albert y su viaje?
—Víctor y Adrià me contaron que Albert sigue empecinado en llegar a las antípodas de su casa, con Anna y con la silla de ruedas, para ver si el granjero de Nueva Zelanda es buena gente y le da alojamiento, etcétera, pero que en medio de todo eso escribió un libro y va a estar unos días en Barcelona para presentarlo.
—¿Y el viaje?
—El viaje sigue —le cuento—. Lo deja en punto muerto esos días, se sube a un avión, vuelve para la presentación del libro y se sube a otro avión que lo deja exactamente en el mismo punto.
—Ese chico es un crack —me dice Chiri—. No puede tener tantas ganas de hacer cosas adentro de un cuerpito tan flaco.
—Las ganas de hacer cosas no tienen nada que ver con el volumen de los cuerpos —le digo—. Si fuera así yo sería un culo inquieto, y sin embargo acá me ves.
—Deberíamos hacer más cosas —dice Chiri—. Cuando lo veo a Albert me doy cuenta que no hago nada.
—Sí que hacés —lo aliento—. Hacés esta revista.
—Esta revista se hace sola, Jorgito.
—Es la puta verdad.
Antes de leer Las larvas, de Abelardo Castillo.
Si la literatura no es todo no vale la pena perder una hora
—Albert se acerca a su destino —le digo a Chiri—, lentamente, como si el mundo se abriera a su paso, y nosotros nos vamos acercando al final de esta charla trimestral.
—¿Esta es la última sobremesa? —me dice, y yo asiento—. Qué increíble, si usáramos casetes TDK para grabarlas tendríamos que comprar muchos. Por suerte se inventaron las grabadoras digitales.
—¿Te acordás esa vez que Rodrigo Lara fue a hacerle un reportaje a Bioy, un poco antes de su muerte, y que cuando volvió a la redacción se dio cuenta que no le había puesto pilas a la grabadora?
—No me olvido nunca de su cara —me dice Chiri—. Se puso pálido. Yo pensé que se desmayaba.
—¿Qué le habrá dicho Bioy? Es espantoso que se haya perdido esa charla.
—Una vez llamé por teléfono a la casa de Castillo y hablamos como una hora. No lo grabé porque no tenía previsto hablar con él una hora. Fue un llamado de fan, sin ninguna expectativa…
—Éramos muy fanáticos de Abelardo, en los noventa —le digo, sonriendo.
—Yo lo había visto solo una vez en persona, en una conferencia que había dado en Buenos Aires. Y esa vez no me había animado a acercarme ni a hacerle una pregunta desde el público. Las fotos de Abelardo Castillo que aparecían en los suplementos literarios (con pipa, esa enorme biblioteca detrás y a veces un tablero de ajedrez adelante) me intimidaban un poco. Un poco no, mucho.
—¿Y para qué lo llamaste?
—Quería hablar con él. Pero nunca me imaginé que me iba a atender. Pensé que iba a escuchar un contestador, o la voz de un secretario joven, como suelen tener todos los escritores consagrados, ¿no?
—Un muchacho hindú, vestido todo de blanco.
—Sí, algo así —me dice Chiri—. Pero no. Me atendió Castillo en persona, y casi me caigo de la silla del susto. Le pregunté por su taller literario, esa era la excusa íntima de mi llamado. Porque más que ir a su taller literario, yo quería conocer a Castillo en persona, escucharlo hablar; verlo moverse, en su casa, entre sus muebles…
—Eras un groupie despreciable.
—Sí. Pero lo increíble, para mí, es que él me trató con mucha amabilidad y paciencia, me explicó cómo funcionaba su taller y después hablamos como una hora.
—¿Y de qué carajo podés hablar vos con Castillo una hora?
—Bueno, en realidad habló él. Habló Castillo. Y habló de literatura, del único tema posible, a mucha velocidad y con un fervor increíble. No me olvido más el entusiasmo y la vitalidad que te transmitía al hablar, como si fuera mucho más joven que yo en aquel momento… Entiendo exactamente lo que Gonzalo Garcés quiere decir cuando escribe que Castillo “es” la literatura.
—No tengo la menor duda sobre eso. “Si la literatura no es todo para un escritor, no vale la pena perder una hora”, dice Sartre, uno de los maestros de Castillo.
—Y para Abelardo está clarísimo que si la literatura no es todo, no vale la pena perder ni siquiera diez minutos…
—Yo sé, siempre por Gonzalo, que Abelardo es muy generoso con los escritores jóvenes; como me imagino que habrá sido con él Leopoldo Marechal, cuando Castillo era un pibe. Bueno, no por nada su taller es tan célebre, aunque Castillo crea que los talleres literarios no sirvan para nada.
—Una vez leí en un reportaje que él no daba talleres literarios del modo tradicional —me cuenta Chiri—. Decía Castillo que los talleres tienen sentido si uno los entiende como si fueran la redacción de una revista literaria, donde se lee en voz alta, se discuten temas y se escriben cosas. “Un taller literario, para mí, es una revista sin revista”, decía.
—Qué lindo. Me guardo esa frase porque me encanta —me entusiasmo—. Y lo decía el tipo que fundó tres revistas legendarias. Pensá un poco: la misma persona que escribió El que tiene sed (para mi gusto una de las mejores novelas argentinas) y varios cuentos eternos, también editó las revistas El Grillo de Papel, El Escarabajo de Oro (junto con Liliana Heker) y El Ornitorrinco… ¿No será mucho?
—Además El Escarabajo de Oro sobrevivió unos trece o catorce años —apunta Chiri—. No es un dato menor para una revista literaria. Y tuvo en su “consejo de colaboradores” a Julio Cortázar, a Carlos Fuentes, a Roa Bastos, a Goytisolo… Y en la revista publicaron por primera vez Ricardo Piglia, Humberto Costantini, Pizarnik, Haroldo Conti…
—Un despelote —le digo.
—Ya entra en la categoría de leyenda (aunque es la pura verdad) que el Escarabajo se hacía en el Café Tortoni; esa era la redacción. Dicen que fue una de las tertulias literarias más importantes que pasaron por las mesas del café.
—La de ellos —acoto—, y también la peña que hacían los viejos Quinquela Martín, Juan de Dios Filiberto, Baldomero Fernández Moreno, y unos pibes jóvenes que se llamaban Jorge Luis Borges, Xul Solar y Raúl González Tuñón.
—Qué delantera.
—La primera cosa que leí de Castillo fue un cuento increíble —le digo a Chiri—. “La mamá de Ernesto”. Me voló la cabeza.
—Me acuerdo. ¿Sabés dónde lo leímos?
—No.
—En otra revista literaria que nos encantaba: la Puro Cuento que dirigió Mempo Giardinelli en los ochenta.
—Es verdad —le digo—. Odio tu memoria.
—Era una Puro Cuento de tapa azul con líneas rosas —sigue alardeando Chiri—. Ahí también descubrimos a Javier Villafañe.
—Hace unos días me llegó un mail de Mempo —le digo a Chiri—. Me cuenta lo triste que fue el final de esa revista que queríamos tanto. “Entre Cavallo y Erman González arrasaron con empresitas como Puro Cuento”, me dice Giardinelli. “A mí me costó mi casa y quedarme en pelotas con tal de que todos mis colaboradores cobrasen lo que debían y nadie me hiciera juicio”, me cuenta. ¿Y sabés qué me dice también?
—Qué.
—Me dice que “ojalá hubiésemos tenido la polenta que veo ahora en Orsai”. Es muy loco. Nosotros aprendimos a leer con esa revista, con las recomendaciones de Mempo y su consejo editorial. Cuando leí ese mail se me puso la piel de gallina.
—¿Querés que te ponga la piel de gallina otra vez? —Dale.
—Jorgito, hermano, ahora tenemos una revista y cerramos el número dos con un cuento inédito de Abelardo Castillo.