«Sesenta y nueve», grita el animador. Luego estira el cuello y la cabeza, como si fuese una tortuga, y con la mirada busca al ganador por cada rincón del cabaret. Con una mano sostiene la bolsa blanca y arrugada de la que sacó el número.
Con la otra toma el micrófono.
—El ganador tiene un pase gratis con la niña que quiera. Puede elegir entre todas las bonitas mujeres que tenemos.
La «rifa» costó mil pesos colombianos, algo así como cincuenta centavos de dólar. El ganador no aparece y vuelve a sonar reggaeton. El animador está de pie en la pasarela. En cada esquina hay dos caños para que las chicas bailen y junten propinas. Abajo, en las mesas redondas, los hombres beben cervezas y eligen a alguna mujer para que les haga un striptease individual. Para encerrarse con una de ellas deberán subir por la escalera pegada a la cabina del disc jockey. Y pagar cincuenta y cinco mil pesos colombianos. O treinta dólares.
Yo estoy atrás. Arriba. En una esquina hay tres escalones que llevan a un espacio pequeño, en el que entran dos mesitas con sillones de cuero. Los que me acompañan cuentan que es un sector VIP. O las personas que yo acompaño, mejor dicho, dicen eso. Estaba reservado para nosotros. «Nosotros» somos cuatro colombianos y yo.
—¿Quieres un chow? —me dicen. Chow es un striptease.
—No, con la cerveza estoy bien.
En la mesa ratona hay dos paquetes de cigarrillos, dos botellas de aguardiente y unas rodajas de naranja. Es la segunda vuelta de cervezas. Abajo, a menos de dos metros, hay tres policías de uniforme. Miran como si estuviesen controlando el tránsito y las mujeres fueran automóviles. Están juntos: comentan, se ríen, les hacen caritas a las chicas. Pregunto cómo puede ser que estén aquí.
—Quédese tranquilo, socio. Usted disfrute, la noche es suya. Yo manejo la mafia de esta zona. Varios locales de esta cuadra son míos. Esos hombres nos hacen de seguridad —dice el de mi derecha. Que no es mi socio. En Bogotá, socio es como decir «amigo».
El de mi derecha se llama Rolf. A cada rato me pregunta si estoy bien, si quiero algo más de beber, de qué mujer quiero el chow, si tengo ganas de disfrutar gratis el pase con dos niñas a la vez. Y a cada rato me saluda chocando los dedos primero y los puños después. Yo respondo a todo de un modo cordial pero mecánico. En realidad Rolf no me interesa tanto. Quiero hablar con otro. Vine hasta aquí, barrio Santa Fe, zona roja —o «de tolerancia»— de Bogotá, para entrevistar a un «apartamentero internacional». Y lo tengo a dos sillas de distancia. Está en silencio.
A principios de 2012, en Argentina, las páginas policiales de los diarios informaban, día por medio, sobre numerosas detenciones de asaltantes colombianos. Siempre actuaban en los barrios más caros de Buenos Aires. La Policía los sorprendía —cuando lograba hacerlo— al huir de departamentos a los que habían ingresado cuando los dueños no estaban. Pero nadie podía precisar cómo es que violaban la entrada. Si usaban parafina, si tenían cerrajeros amigos —y cómplices—, o qué.
Los casos se habían vuelto tan frecuentes que, a mediados de 2012, el ministro de Seguridad de La Nación, Sergio Berni, salió por la televisión rodeado de periodistas y hablando del asunto.
—Hemos apresado en lo que va del año a cuatrocientos cincuenta extranjeros de nacionalidad colombiana. Se dedicaban al robo de departamentos. No es un dato menor. Ahora hay algunos que fueron detenidos diez veces por la Justicia y que recuperan su libertad. La ley de migraciones no nos permite expulsarlos. Pero las informaciones que tenemos nos advierten que se están yendo del país por los apresamientos que venimos realizando. Lo que ocurre es que la ciudad de Buenos Aires es una de las más pobladas del mundo. Eso la hace un ámbito propicio para que estos delincuentes vengan a delinquir.
Eso dijo. Pero nadie decía más nada. Porque nadie sabía más nada. Nadie siquiera sospechaba cómo hacían para entrar en los departamentos. Ni cómo hacían para robar a los pocos días de llegar a un país en el que, en muchos casos, nunca antes habían estado.
Una noche cualquiera sonó el teléfono de mi casa. Una locutora advertía que la llamada provenía de una línea ubicada en un establecimiento penitenciario. Era «el Pato» Verón. Llamaba desde la cárcel de Ezeiza. Desde hace años el Pato es una fuente que me ayuda con los temas policiales. Esa noche lo escuché durante media hora. Me dijo lo de siempre: que el Servicio Penitenciario Federal lo seguía amenazando de muerte y que había hecho la denuncia ante el Juzgado, pero que además estaría bueno publicar algo en un diario. El Pato había formado parte de una banda de presos que a finales de los noventa salía de la cárcel a robar autos. Debían llevarlos al penal y desguazarlos para los directores de la Unidad. Como a muchos de los presos que llaman a casa, lo escuché. Y antes de cortar se me ocurrió preguntarle si por casualidad estaba con algún colombiano. Me habló de un hombre preso por narcotráfico desde hacía más de un año. El tipo compraba cocaína en el Bajo Flores y la despachaba a Europa.
Le pedí que me lo pasara y el Pato empezó a los gritos.
—Sí, esperá…Eh, ¡colombianito…! ¡Colombianito, vení! ¡Vení para acá!
Yo escuchaba y me imaginaba la situación. Un colombiano cenando en la mesa del pabellón, y un preso que lo interrumpía para que hablara conmigo.
—Ahora te voy a pasar con un amigo periodista que se porta bien conmigo, que te quiere hacer unas preguntas. Hablá con él, dale.
Me dijo «hola» y se presentó como Juan Sebastián. Yo sentía que no quería hablar conmigo, que lo hacía para evitarse un problema con el Pato, líder de un pabellón compuesto por cuarenta presos. Pero me llevé una sorpresa. Juan Sebastián era esa clase de tipos que comienzan respondiendo con monosílabos y a los que después de un rato hay que cortar para que dejen de hablar. Yo escuchaba y tomaba apuntes. Anoté que esos ladrones colombianos que robaban departamentos en Buenos Aires eran conocidos como «apartamenteros internacionales», que viajaban por todo el mundo haciendo lo mismo y que los destinos más comunes eran Austria, Japón, Nueva York, México y Ecuador. Cada vez que presentía que estábamos promediando la última pregunta yo soltaba cautamente una duda nueva, y Juan Sebastián respondía. No parecía preocuparle siquiera la sospecha de que esa conversación pudiera estar siendo grabada.
—¿Y por qué los apartamenteros viajan a robar? —dije.
—Pues en Bogotá no hay mucho dinero. A plata de aquí, es muy difícil que un bogotano tenga guardados más de veinte mil pesos. Y el que cuenta con ese dinero es mafioso, o familiar de mafioso, o víctima de mafioso. Muchos manes se han tenido que mudar por asaltar a un mafioso.
Los apartamenteros, dijo Juan Sebastián, solían parar en hoteles familiares de los barrios de Congreso, Once, Monserrat y San Telmo. La Policía ya los tenía ubicados, por eso pagaban piezas por día y no se movían en grupos de más de tres personas.
—¿Y de qué parte de Colombia provienen esos ladrones?
—Los que están viniendo a Buenos Aires son de tres barrios del centro de Bogotá: barrio El Belén, barrio Quiroga y, en especial, barrio Las Cruces. Las Cruces es históricamente un barrio de buenos apartamenteros.
Después de hablar con Sebastián me pasé la noche entera conectado a internet. Quería saber más. Y encontré el primer antecedente. Era de 1960. La policía estadounidense había detenido a una banda de colombianos que asaltaba departamentos en Miami. A los pocos días ese dato me sería confirmado por el historiador colombiano Eduardo Saenz Rovner: «Esa fue la primera banda colombiana especializada en robar casas en el exterior, identificada por autoridades policiales; los tipos llegaban, hacían su trabajo y se regresaban a Colombia».
Esa noche en vela leí sobre detenciones de apartamenteros en distintas partes del mundo. En junio de 1997 una banda de colombianos había ido a juicio en Tokio: les adjudicaban robos a trescientas veinte viviendas por un valor aproximado al millón setecientos mil dólares. En abril de 2004, la policía estadounidense había capturado a cincuenta y dos miembros de una pandilla que había robado en más de trescientas viviendas en Nueva York. Se estimaba que el botín había superado los dos millones quinientos mil dólares, por lo que este operativo fue uno de los mayores relacionados con este tipo de bandas. En octubre de 2011, los diarios hablaban de colombianos tras las rejas en Taiwán. Y en junio de 2012, la policía de Tailandia había detenido a otras dos agrupaciones.
Después estaba España: un caso aparte. Los enlaces a noticias de apartamenteros detenidos en la Península Ibérica eran muchos. Uno de ellos databa de febrero de 2010. Además de dar los nombres y las edades de los tres colombianos detenidos en Cataluña, la nota sumaba algunos detalles importantes. Decía que la banda habría robado más de cuarenta departamentos. Que concretaba los robos con autos alquilados. Que los miembros cambiaban sus identidades. Que les habían secuestrado más de cuatrocientos objetos robados y un mapa con treinta y ocho ciudades en las que habrían cometido más robos. Y que tenían en mente viajar a Italia.
Esos —esta clase de organizaciones— podían ser los que estaban entrando a los departamentos de Buenos Aires. Y la posibilidad de encontrar un patrón que uniera todos estos casos me desveló. Durante meses me pasé leyendo sobre bandas detenidas en otros países. Le escribí a una persona que trabaja en la Procuración Penitenciaria. Me dijo que hasta 2010 había habido un promedio de treinta colombianos detenidos en cárceles federales. Pero que desde ese año en adelante el promedio se había elevado a ciento treinta: poco más de un cuatrocientos por ciento. No podía parar de sorprenderme. Los colombianos estaban eligiendo Buenos Aires. Y lo hacían silenciosamente. Las revistas colombianas habían publicado entrevistas a famosos narcotraficantes, pero no decían nada sobre apartamenteros que robaban en distintas partes del mundo. Para avanzar, debía buscar fuentes nuevas. Las que tenía no eran suficientes o habían desaparecido.
Cuando el Pato volvió a llamar a casa, Sebastián ya había sido expulsado a su país.
El animador vuelve a gritar.
—Seguridad, seguridad, allá, seguridad…
«Allá» es delante del baño, donde un gordo de camisa y pantalón de vestir le pega un cachetazo a mano abierta a otro. Se separan y la cosa no pasa a mayores. Antes de que llegue la «seguridad» el animador vuelve a gritar.
—Vamos hermanitos… no peliemos… ¡Pidamos cervezas y condones, cervezas y condones, cervezas y condones! ¡Y disfrutemos de la noche!
Me siento en una película de Estados Unidos. Sospecho que todo gordo mayor de cincuenta años y de bigotes y camisa dentro del pantalón puede ser narcotraficante o familiar de Pablo Escobar. Busco los típicos gestos que hace una persona cuando está consumiendo cocaína. Pero no los noto. Les pregunto a los que me acompañan.
—Socio, la cocaína en Colombia tiene otro efecto. Cuando estuve en Argentina llegué a olerla y me dieron ganas de vomitar. No me animé a probarla —dice uno.
Juego a descifrar la ocupación de cada cliente. Me pregunto de dónde saldrá todo el dinero que se gasta en las chicas.
—Socio… ¿huele? —dice otro.
No entiendo qué me preguntan. Hasta que entienden que no entiendo y me hacen un gesto, levantando la nariz.
—No, con la cerveza estoy bien.
La cerveza aquí se toma con hielo. Y es personal. En Colombia no existe el envase de litro. Cada uno se compra su porrón y bebe tranquilo, sin convidar. Así que bebo. Y miro.
El que tengo a la derecha, Rolf, el que hablaba mucho y decía manejar la mafia de la zona, ya no me habla. Anda a los besos con una mujer con aparatos de ortodoncia que está sentada en su muslo.
El que está a mi izquierda se llama Hugo y es el líder de la hinchada de un club colombiano de Primera División. Es el único de todo el lugar vestido con ropa deportiva y ya tiene los ojos achinados de tantas medidas de aguardiente. Por él estoy aquí. No en Colombia, sino aquí, en este lugar. Con esta gente.
Con Hugo nos conocimos hace seis meses, un tiempo después de mi charla telefónica con Juan Sebastián. Su equipo —el de Hugo— había jugado un partido en Buenos Aires por la Copa Libertadores. Y la hinchada del club al que pertenezco los había visitado en la tribuna. Fueron dos barras juntas, amigas, compartiendo la misma popular. Un compañero del club me había contado que esa misma noche, después del partido, algunos colombianos cenarían en mi club. Y fui. Nos presentaron. Hugo comió un bife de chorizo con papas fritas. Estaba hambriento. Eran las doce de la noche; yo ya había comido. Lo único que quería era escucharlo.
—La de los manes es una carrera. Comienzan atracando fuera del barrio, después asaltan a los comerciantes con armas. El tercer paso es robar carros. Y después, sí, puede llegar la posibilidad de viajar y ser un internacional —dijo.
Hugo los llamaba «los internaca», y no tanto «apartamenteros». Decía que muchas bandas estaban compuestas por familiares y que en cada país había un jefe que ordenaba quién podía viajar y quién no. El líder les daba la bienvenida y ponía todo a disposición del apartamentero: un lugar para vivir, un auto legal para robar, documentos y pasaportes falsos. Todo lo que necesitaba un ladrón colombiano en un país que apenas conocía de nombre.
Esa misma noche Hugo y yo nos hicimos amigos en Facebook.
Y hoy me pasó a buscar por el hotel en el barrio La Candelaria. Hugo me advirtió que iba a estar con un apartamentero. Era un favor que él me hacía, en respuesta a un favor que yo a su vez le había hecho seis meses atrás. Aquella noche de partido, en la tribuna hubo incidentes entre dos «parches» (facciones) de la hinchada colombiana. Y, en el medio del lío, los hinchas de mi club habían robado una bandera de la barra contraria a la de Hugo y se habían ido de la cancha sin llegar a dársela. La bandera quedó en Argentina. Durante meses durmió en una casa de Boedo. Hugo me la pidió por mensaje privado de Facebook. Pasé a buscarla y la guardé en mi equipaje.
Al llegar a Bogotá yo le entregué la bandera. Y le dije que necesitaba hablar con un apartamentero. No le dije que era a cambio de ese favor; pero se lo di a entender. Hugo invitó a su amigo esta noche: se llamaba —se llama— Edgar. Pero me dijo que a Edgar debía hablarle yo. Que él me iba a presentar como un amigo hincha del club del que su barra es amiga. Y que después quedaba en mí convencerlo. O no.
Así que aquí estamos. Hugo, Rolf, Edgar, otro del que no sé el nombre, y yo. Me levanto para despejarme. Voy al baño. En el medio tomo otra cerveza, solo, para mirar el lugar. Y pensar. Cuando vuelvo, Rolf sigue a los besos con su nueva chica y Hugo no está: se levantó para hablar por teléfono.
—Lo está regañando su mujer —suelta Edgar.
Es la primera vez que me habla. Ambos reímos y decimos cosas sobre Hugo («es un dominado», etcétera) y yo aprovecho para sentarme al lado de Edgar. Estamos entonados. Le hacemos señas a la moza y seguimos pidiendo cervezas y aguardiente. Mientras tanto hablamos de mujeres y de ropa. Llevo un sweater que compré en la zona de San Andresito esta misma tarde y se lo digo a Edgar. Él responde que quiere ponerse un negocio ahí.
—Noto que muchos de los que merodean los comercios deben ser mafiosos o algo así; siento que es una pantalla —digo.
Edgar me da la razón.
—Muchos internacionales ponen sus comercios con el dinero que roban por el mundo —dice.
Luego calla y bebe.
—Oye… —vacila—, ¿tú trabajas en un periódico?
Le explico que sí: que soy periodista. Y le digo también otras cosas.
—Pues bien —dice Edgar, finalmente—, creo que puedo ayudarte. Pero tú me aseguras que esto será confidencial.
Llegué a este bar no solo con la ayuda de Hugo, sino también con el apoyo de Daniel: otra fuente con la que hablo cada tanto en Buenos Aires. Me vi con Daniel cinco meses antes de viajar a Colombia, en un boliche del centro porteño al que —entre otros— solían ir «los paisanitos» a festejar un buen robo. El lugar se llamaba Big Flow Internacional y quedaba a pocas cuadras del Obelisco. El dato, a su vez, me lo había pasado Juan Sebastián en aquella charla telefónica desde Ezeiza.
No me animaba a ir solo a Big Flow, entonces llamé a Daniel. Él, como dije, era una fuente que me ayudaba siempre. O no tanto. Me ayudaba apenas cuando yo quería saber algo. Nunca me llamaba de un modo espontáneo para ofrecer información que podía interesarme. Y él tenía de la mejor. Se movía por la zona de Congreso. Todos sus amigos eran peruanos o colombianos que andaban en el delito. Daniel había estado preso casi cuatro años en la cárcel de Devoto. Lo habían detenido en el aeropuerto de Ezeiza con ocho kilos de cocaína que debía llevar a Barcelona.
—¿Ves? —me dijo Daniel en el bar. Tenía que hablar en voz alta para hacerse escuchar. De fondo sonaba bachata—. Aquellos que están en la mesa y hablan con el DJ son apartamenteros; vinieron hace poco. O estos dos que van a pasar ahora por acá: el morrudo, pelado, de campera Dolce & Gabbana y el de botas, pantalón blanco y remera Armani. Son buenos escaladores. El que está allá, en la punta, de camisa blanca y anteojos, bailando con una rubia, es narcotraficante. Los dos que se saludan chocando los dedos y después con un golpe de puños, ¿los ves? Esos son pincharruedas.
Daniel los conocía bien. A ellos y a mí, por eso estaba sentado conmigo. Daniel y yo teníamos —tenemos— un vínculo. Creo que era por eso que él evitaba ofrecerme información. Daniel era el compadre de mi tío. Y pienso, hoy, que si no me contaba muchas cosas era porque ni siquiera las sabía mi tío; y no quería que mi familia se enterara de nada. Daniel alquilaba un taxi, como mi tío. Pero lo que menos hacía era subir pasajeros. Se la pasaba haciendo entregas de cocaína. Cuando le pregunté por Big Flow me dijo que iba seguido con su «señora». Hacía un mes que se habían conocido. Ella era colombiana.
Daniel aceptó acompañarme. No me costó: le gustaba salir todas las noches. Las bachatas, en aquel bar, seguían sonando. El ambiente era demasiado tranquilo. Lejos estaba de ser como esos lugares en los que hay peleas entre barrios o equipos de fútbol. Los colombianos bailaban bien pegaditos a sus mujeres. La mayoría bebía ron o cerveza. Daniel tomó la jarra de litro de cerveza y se sirvió en su vaso de plástico. Cada tanto me decía cosas que me interesaban:
—Cuando un argentino cruza a un colombiano en la cárcel, lo primero que hace es amenazarlo. El chamuyo es que no se piensen que están en las FARC y lo llevan al teléfono. Lo hacen llamar a su país y les exigen dinero que llega por Wester Union, a cambio de seguridad.
Eso ocurre, contaba Daniel, apenas el colombiano ingresa al penal. Luego a la mayoría los llevan a pabellones exclusivos para extranjeros. Ahí están más tranquilos. Entre ellos, además, son solidarios. Y cuando están fuera de la cárcel viven todos en las mismas zonas. Ya no lo hacen en la Capital —no, al menos, desde la declaración del ministro de Seguridad— pero sí ocupan el conurbano. Viven en localidades como Quilmes, Ezeiza, El Jagüel y San Miguel. E incluso algunos forman parte de bandas que duermen y pasan sus días en un albergue transitorio de Moreno.
—Es un perfil muy distinto al argentino que se dedica a lo mismo —me dijo Daniel—. Fuman marihuana pero consumen muy poca cocaína, y no le dan tanta importancia a la ropa deportiva. El ladrón argentino se compra las Nike más caras, pero a ellos les gusta otra cosa. Llevan Ecco, Dolce & Gabbana, Armani… El colombiano tal vez se vista mejor. Y las mujeres también.
Escuché a Daniel hasta las cuatro de la mañana. Después cada uno se fue a su casa. O yo, al menos, me fui a la mía. Él no sé. Antes de vernos me avisó que a la salida tenía que hacer unas cosas y no podía llevarme. Así que me volví en otro taxi. Y en el viaje me puse a pensar que Daniel hablaba siempre sobre otros, pero nunca contaba nada sobre sí mismo. Si alguna vez tenía que responder, decía que él se dedicaba a la droga, al menudeo y para «pucherear», porque con el taxi tenía que estar doce horas para ganar doscientos pesos.
Luego pasó el tiempo. No supe nada más de él hasta que una mañana, un par de meses después de nuestro encuentro en el Obelisco, me llegó un mensaje al teléfono.
—«¿Estás?» —me había escrito mi tío.
Respondí que sí.
Me llamó a los pocos segundos. Me contó que Daniel estaba en una comisaría en la zona sur del conurbano. Era el único detenido de una banda que había entrado a robar en un departamento. Daniel era el piloto. Manejaba su taxi.
Con mi tío fuimos hasta la pensión en la que vivía Daniel. Quedaba en Almagro. Mi tío conocía a la dueña y pasamos a la habitación. Quería sacar todo lo que pudiera comprometerlo en el caso de que hubiera algún allanamiento. No tenía nada. Lo único que nos llamó la atención fue una hoja de cuaderno. Decía: «Si algún día me muero, avisar a estas personas».
Había una lista de cinco hombres y mujeres, con sus respectivos teléfonos. Uno de ellos era mi tío.
Mi tío se había enterado de la detención por la novia de Daniel. La colombiana. Ella había estado en el robo. Quedamos en vernos con ella en un bar que tenía mesas de billar al fondo. Las paredes estaban decoradas con filetes y no había mozos; te atendía un viejo que no se acercaba; esperaba tus señas desde atrás del mostrador. Mara llegó con el pelo húmedo —como si recién se hubiera terminado de duchar— y hablando por celular. Escuchaba por los auriculares del teléfono. Se había puesto una camisa de jean clara y tenía las cejas pintadas. Se sentó y lo primero que dijo fue que en la comisaría le estaban pidiendo treinta mil pesos para liberar a Daniel. Mara era —es— parapsicóloga. Unos apartamenteros la habían invitado a atracar porque ella tenía el don de saber dónde estaba el dinero. Como a la banda le faltaba un piloto, ella lo había propuesto a Daniel.
—Yo le dije: ¿Te animas? ¿Estás seguro de que quieres hacer esto? Pero resultó siendo un marica, se le apagaba el carro del miedo que tenía. Argentinos… no se puede confiar en ellos para hacer buenos atracos…
La charla duró treinta minutos y después nos fuimos: mi tío tenía que trabajar. Mara se quedó esperando al abogado. Habían arreglado una cita. Antes de partir, sin embargo, Mara se hizo tiempo para preguntarle a mí tío si se animaba a ser piloto de la banda.
—Te agradezco —dijo él—, pero soy un poco cagón.
Me volví con el número de Mara agendado. Sentía que podía ser la entrevistada que me faltaba y que tanto venía buscando. Pero cuando días después la llamé para encontrarnos y hablar sobre las distintas modalidades de trabajo dentro del rubro «apartamenteros» nunca me contestó. Mara había desaparecido. No solo para mí sino también para Daniel, que la extrañaba desde la alcaidía de un penal del conurbano.
Al principio yo no sé cómo lo hago; solo sé que lo intento. Les aclaro en un comienzo, por ejemplo, que no tengo problemas con cambiarles el nombre. Porque a mí me interesa que me cuenten su historia, y no su nombre. Porque me da lo mismo poner Juan, Martín o Lucas, siempre y cuando ellos me cuenten qué hacen, por qué lo hacen, cómo lo hacen, si dejarían de hacerlo y qué hacen con lo que ganan haciendo eso que hacen y que a mí me intriga.
Yo no sé cómo lo hago, pero sé que lo intento y que después de lo del nombre viene el monólogo. El mío. No los dejo abrir la boca y hasta siento que me olvido de que soy periodista. Les digo que mi trabajo pasa por contar historias y que mi trabajo tiene un límite: sé que no quiero, con esas historias, beneficiar a la policía. Sé que no soy policía.
Ahí, a veces, recuerdo que soy periodista. Y ahí empiezo a ver la cara que les va cambiando y a entender que sí: que sé lo que hago. Que sé cómo lo hago. Y que la situación es toda mía y solo falta el remate. Entonces tiro todo lo que sé. Todo. Para que sepan que no soy cualquiera, que me la paso hablando con delincuentes como ellos, que esto no es un hobby, que esto es lo que más me gusta en la vida.
Suele funcionar.
De la actividad de Edgar, el tipo que me escucha, yo sé mucho. Y eso, en parte, se lo debo a Daniel. Le pregunto a Edgar por Juan Sebastián. Le nombro el Módulo 1 pabellón 4 de la cárcel de Devoto de Argentina, donde hay muchos colombianos que pelean con facas contra venezolanos. Le hablo de la noche en la discoteca Big Flow y de los «paisanitos» bailando bachatas bien agarraditos a las chicas. Le digo que me dijeron que ellos usan las marcas Armani, Ecco y Dolce & Gabbana. Que en la zona de Pilar hay un colombiano que les alquila autos legales para ir a robar. Que en Argentina a los colombianos ladrones se les dice «colochos». Que escuché que muchos apartamenteros son de Las Cruces, el Belén y Quiroga.
Edgar me escucha y me mira a los ojos. Y dice «sí», o en realidad no dice nada: me mira más intensamente y mueve la cabeza para arriba y para abajo.
—Pues está bien informado, socio —dice.
Ahí me callo y tomo aire. Hablé mucho.
—Pues a la orden. Pregunte lo que quiera. Usted está con mis socios. Si está aquí, es de confianza.
Desde hacía meses que yo venía hablando solo; imaginando que tenía una conversación con uno de estos tipos. Así como cuando era chico imaginaba y practicaba declaraciones a mujeres, el periodismo había logrado que hiciera lo mismo, pero con delincuentes.
Solo me quedaba escuchar.
Si a los doce años a Edgar le hubieran puesto una cámara enfrente, como a Diego en Villa Fiorito, hubiese dicho:
—Mi sueño es llegar vivo a los veinticinco y viajar a robar a otros países.
Porque su carrera haciendo atracos comenzó a los quince años, pero ya desde muy chino que su referente era «el Mono Jimmy»: el internacional más exitoso de Las Cruces. El Mono Jimmy viajó por Brasil, Bolivia, Marruecos y España, y hace años que se retiró del delito. Nunca cayó detenido y supo invertir su dinero. Con los dólares traídos de los viajes compró casas que hoy alquila y comercios de los que vive. El Mono Jimmy es de los pocos internacionales que han decidido seguir viviendo en Las Cruces y hoy disfruta sin correr riesgos. Y sin buscárselos: se mueve por el barrio con chaleco antibalas.
Edgar me contó esta historia en el bar y se sigue explayando, ahora, al día siguiente, mientras damos un paseo por Las Cruces: el barrio que me mencionó Juan Sebastián aquella noche desde Ezeiza.
En Las Cruces —como en tantos otros lugares como este— hay un lema no dicho: si sos buen ladrón tenés que viajar a delinquir. Luego están las especialidades. Están los que hacen «escapes»: suben a colectivos o caminan las calles más céntricas de la ciudad y roban billeteras y celulares sin que las víctimas lo noten. Están los que hacen hurtos: en general son mujeres que prefieren hurtar ropa que luego envían para vender en los centros comerciales de Bogotá. Y están los apartamenteros.
Las Cruces, por lo tanto, es un barrio de asaltantes. Y de raperos. Y en este caso una cosa tiene que ver con la otra porque el rap fue difundido por los asaltantes. Todo empezó a fines de los ochenta, cuando una pandilla llegó de Nueva York con casetes.
—Esto es lo que se escucha en el Bronx —dijeron.
Los más chinos admiraban a esos tipos que desaparecían del barrio y volvían a los meses con los bolsillos llenos de dólares. Fueron ellos quienes comenzaron a escuchar y luego a hacer rap en el barrio. A los cinco años, en 1995, varias bandas de rap de Las Cruces empezaron a presentarse en distintas ciudades de Europa. Tanto es así que se instaló una frase: «Ser rapero y no ir a Las Cruces es como ir a Nueva York y no ir al Bronx».
Pero a Edgar —cuenta mientras subimos una lomada— no le gusta mucho el rap. Se crió no tanto con esa música como con dos imágenes que dice que recuerda: la de su padre obrero viviendo al día. Y la de las pandillas compuestas por familiares que llegaban de Nueva York o Miami con gruesas cadenas de oro y dijes de Jesucristo.
Siendo de Las Cruces, entendió Edgar, uno tenía dos opciones para recorrer el mundo: ser rapero o ser asaltante. Y a Edgar el rap no le gustaba, y sabía que si llevaba la misma vida de su papá nunca iba siquiera a poder salir del barrio.
Edgar hizo su elección. Hasta ahora, él dice, mal no le fue.
Cuando nos encontramos, veinte minutos atrás, Edgar pasó a buscarme por el hotel en un Honda Civic. En cinco minutos ya estaríamos en Las Cruces. En el estéreo sonaba reggaeton. Un indigente se acercó a pedir monedas en un semáforo. Edgar pegó un grito:
—No hay nada, socio, ¿qué?
Edgar tiene una chaqueta de The New York Yankees, un jean estrecho y un pelo que parece no crecer nunca; corto y en forma de rulos, como si fuera el pelaje de una oveja. Lo que no tiene son tatuajes. Tomamos Coca Cola. Una botellita para cada uno. Y cuando no hablamos, miramos lo que pasa en el barrio. Miramos a los chicos de ocho o nueve años en la canchita de fútbol: no juegan a la pelota sino a lastimarse con la punta de las lapiceras. Miramos los carteles que anuncian en las paredes el próximo festival de hip hop. Miramos a ese pibito que corre hasta una escalera y baja y se le pierde al policía que llega en moto a los pocos segundos.
Y cuando no tenemos qué mirar, Edgar habla. Y yo escucho.
Me cuenta que el primer viaje fue por obligación. Porque a Edgar la policía ya lo tenía marcado. Hacía meses que, cada vez que lo frenaban para pedirle identificación, le sacaban el dinero que llevaba encima. Dice que conoce de memoria el ruido de las motos de la policía. Que cuando lo escuchaba en su barrio salía corriendo a la casa.
Luego de tantos roces, la policía quiso hacer negocios con Edgar. Le propuso matar a cambio de trescientos mil pesos colombianos. Debía asesinar a otros asaltantes del barrio con armas que prestaba la Ley. La policía conocía el historial de Edgar: había estado en la cárcel siete años y medio —por una salidera bancaria que terminó en un tiroteo— y al mes de estar libre ya había regresado a los atracos. Ahora la policía quería más de él. Y fue por eso que Edgar decidió cambiar de aire. Se sentía perseguido y sin futuro.
Entonces un día recibió un llamado. Y una propuesta de viaje.
El destino era bueno y malo a la vez. Bueno porque había que ir nomás a Quito, Ecuador: la ciudad más cercana en la que había dólar a buen precio. Y malo porque los colombianos que ingresaban a las cárceles ecuatorianas eran muy maltratados. Había habido casos de «internacionales» quemados.
Edgar igual aceptó. Sentía que era el momento de comenzar a hacer dinero en serio; de consolidarse como ladrón. Se dijo que basta de violencia. Basta de tiroteos con otros socios, basta de tener que esconderse de los policías y basta de usar armas en los robos y tener que hacerles daño a las víctimas. Basta de farras, basta de salir todas las noches, basta de drogas. Había que robar para ahorrar en lugar de robar para gastar. Eso se dijo.
—Y aparte yo quería aprender. Yo tenía casi veintinueve años y muchos contactos que había hecho en la cárcel. Esa gente me invitó a viajar. Se viaja para aprender cosas del oficio. Yo venía de otro estilo, de la salidera bancaria, y opté por otra modalidad que son los apartamentos. Aprendimos junto a otros manes a movernos por otra ciudad y a ver cómo romper las reglas de esos países que elegíamos.
Edgar hizo cálculos: tenía un dinero guardado. Tenía unos ahorros para dejarles a su mujer y a sus dos hijas hasta que él pudiera hacer un trabajito en Ecuador. Así que ya no quedaban dudas: debía viajar. Y viajó. Era el momento de robar para ahorrar.
—Pues si en Colombia yo me robaba un millón de pesos (unos setecientos dólares) imagínese que ochocientos mil iban a la farra y me guardaba doscientos mil para los gastos diarios. Pero en Ecuador hacía al revés. Además cuando uno llega a otro país no es «pinta». Puede trabajar tranquilo que no lo conoce nadie. Ni la policía.
—¿Y no te daba miedo ser detenido e ingresar a una cárcel en otro país?
—Socio… miedo me daría si uno no conociera las cárceles de Colombia. Si los colombianos sobrevivimos a nuestras cárceles, podemos estar presos en cualquier parte del mundo.
—¿Y cómo es llegar a otro país para robar? ¿El primer robo fue en los primeros días?
—Es difícil, pero en el inicio uno tiene que confiar en los socios que lo invitaron.
—¿Pero quienes los invitan?
—Son redes. Imagínese que en China hay un chino que habla en español y recibe a los socios. En Argentina hay tres socios que brindan la casa, los carros legales y todo lo que necesita uno para robar. Uno llega y ya tiene un abogado para que lo defienda. Hay niñas bonitas que se dedican a «tomasear» por todo el mundo.
—¿Qué es eso?
—«Tomasear» es hacer inteligencia; seguir a un man, hablarle, saber sus horarios. En todos los países hay estructuras de socios para hacer asaltos.
—¿Qué te acordás del primer robo?
—Pues… dudaba. Les dije que no me parecía seguro.
—¿Y qué te respondieron?
—No, socio, nosotros aquí no vinimos a pasear, vinimos a robar.
Es el mediodía de un lunes de abril; ya estoy en Buenos Aires. Marco el número de un abogado.
—Hola, estoy en una comisaría. No puedo hablar. Voy a necesitar que me llame en una hora, ¿quién es?
Alcanzo a decir mi nombre, que soy periodista, que quiero hablar con él y que lo volveré a llamar. Una hora después, el doctor Leonardo Rombolá atiende el teléfono y se excusa: dice que un rato antes estuvo defendiendo a un apartamentero recién detenido en San Isidro. No parece molestarle hablar del tema, así que quedamos en vernos una semana después.
Los días pasan.
Es martes a la mañana y nos encontramos en su estudio. En las paredes de su oficina hay diplomas y una biblioteca judicial. Y en el escritorio hay fotos de su familia y muchos billetes de todo el mundo aplastados debajo de un vidrio. Arriba del cristal hay ceniceros —llenos—, una lámpara, un banderín de la Virgen de Luján y dos balas de nueve milímetros.
Lo que sigue es el monólogo. Hago una pregunta —¿cómo hacen los apartamenteros para entrar en las casas?— y Rombolá suelta todo de un modo torrencial.
—¿Cómo? Cuando es una casa van sin llaves. Y cuando es un departamento van con un jabón e inyectan la llave en la cerradura de la puerta. Hacen una muestra de llaves. Arman la muestra de llaves con glicerina. La arman con parafina y agua caliente, con el molde de ellos, y se va solidificando. O usan grafito, que es un lubricante. Generalmente van en dos autos. Y van, como mínimo, cinco: dos campanean afuera y tres entran. Primero te sacan los cuatro tornillos de la chapita de la cerradura con un destornillador. Para que nada les haga tope. Después usan «el taco»: una herramienta que traen de Colombia. Es como una barreta, un destornillador grande y curvo. No lo doblás con nada. Con eso palanquean, palanquean y te hacen juego en la cerradura con un destornillador aparte. Es todo un arte, yo te digo: en menos de cinco minutos te abren cualquier puerta, eh. Después la otra modalidad es en las casas. Entran levantando las persianas. Porque son todos chiquitos, flaquitos. Entra uno y abre desde adentro. Van por la guita y el oro. Nada más. Se pueden llevar cosas chiquitas: filmadoras, cámaras digitales, una netbook, pero nunca van a salir con un plasma de cuarenta y dos pulgadas.
Rombolá toma aire, o mejor dicho: fuma.
Fuma cigarrillos negros.
—El problema es que estos chicos muchas veces se van de gira, como dicen ellos, y después a los tres días se acuerdan de laburar. Y esto no es así… o es laburo o no es laburo. Hay algunos que son muy pelotudos. Yo tengo uno que vino de joda. Le conseguí una probation y lo ves en el perfil del Blackberry que anda todos los días de joda, en fiestas distintas. Ahora está en Bogotá. Me preguntó «¿Doctor, tengo que volver?». Y yo le dije «yo te diría que sí flaco, si no la probation se te va a caer». Lo que pasa es que son muy de gastarla. Aunque hay tipos que cada vez que vuelven a Colombia llevan más de cincuenta mil dólares.
Rombolá habla y juega con las llaves de su auto. Como si estuviera siempre a punto de salir a apagar algún incendio. De algún modo lo está. En este momento lleva las causas de catorce colombianos.
—No paran de llamarme. Todos tienen cuatro o cinco causas, y este circuito es muy chico. Vienen en patota. Viene uno y siempre te dice lo mismo: «tengo un amiguito… tengo un hermanito afuera que tiene una consultita…», o te dicen «aló, doctor, lo llamo de parte de Fulanito. Estoy con un problemita». Son cinco tipos los que nombran. No más que esos. Y te digo: son jodidos los colombianos. No son violentos. Son, digamos, muy instruidos a comparación de los de acá. Es gente que viene muy preparada, sabe hablar muy bien. Cada dos días cambian el celular. Muchos tienen aspecto de ser estudiantes de la Universidad. Se empilchan muy bien, nada que ver a los cachivaches de Argentina. No se visten como wachiturros. Y cada vez vienen más, eh. Lo que pasa es que las detenciones no están apareciendo en los noticieros. Y la gente se entera de ellos por la tele. La otra vez venían de robar y los frenaron en un control sobre General Paz. Les encontraron todas las herramientas y mucho «brillo». Había mucha plata en oro. La policía los dejó ir, pero tuvieron que dejar todo el oro que habían robado.
Rombolá viste jean y sweater claro, y lleva colgando una cadena de oro y un Rosario.
—¿Y vos cobrás caro?
—Yo les digo «muchachos, traigan tres mil dólares para empezar», les pido verdes a todos. Yo sé que los tienen porque están laburando día por medio, así que con estos me hago los ahorros en dólares; no tengo que ir a las cuevas. A veces están «saladitos». Vienen y te cuentan «doctor, el otro día en diez minutos nos llevamos doscientos mil dólares de un apartamento». No sé por qué me cuentan esas cosas, porque ahí les arranco la cabeza. Yo les creo. Puede ser, claro que puede ser. Escucháme, hay mucha plata en la calle. Aparte, vamos a hablar claro: la gente no confía en los bancos. Hay gente que no la puede blanquear, que no la puede meter en los bancos. Entonces hay gente que la tiene en su casa y le hacen un seguimiento de la puta madre. Ojo, no siempre. Muchos de estos van al voleo, los colombianos, eh. Incluso hay algunos que van a boliches, pero yo les dije «muchachos, vayan a las casas y déjense de hinchar las pelotas…». ¿Diga?
Rombolá acaba de atender su celular. Del otro lado de la línea se escucha una voz pausada, llena de diminutivos y con tonada extranjera.
—Querido, ¿dónde está?
Rombolá me hace señas: es un colombiano.
—Bueno, yo ahora me voy hasta San Isidro. Cuando estoy llegando lo llamo, ¿ta? Y ahí se viene, ¿ta? Porque hay que preparar todo que mañana es la audiencia.
Pasan dos segundos de respuesta y al abogado le cambia la cara.
—No, no. Le dije que era el diecisiete de abril. Se lo marqué ahí, fíjese. El diecisiete a las diez de la mañana tenemos la indagatoria. En un rato marco y hablamos.
Corta.
—Ahí tenés. Era un colombianito. Cayó por un robo pero es un boludo…
Rombolá pone cara de fastidio, pero parece cómodo en su mundo. Ahora toma las llaves del auto y advierte que debe irse. A mediodía debe estar en los Tribunales de San Isidro, pero antes tiene que pasar por su casa, ducharse. Ponerse el traje de abogado.
Pasaron dos meses del viaje a Colombia y ahora me siento a escribir esta historia. Pongo en mi computadora a Ñejo y Dálmata, un reguetonero que había puesto Edgar en su auto aquel día en que nos vimos y paseamos por Las Cruces.
Cada tanto recibo noticias de allá. Nada cambió.
Los pibes de Las Cruces y los demás barrios desde hace rato que no aspiran a ser internacionales. Se la pasan consumiendo pegamento y pasta base y después, cuando no reconocen a nadie, terminan robando en el propio barrio. Se quedan con celulares, carteras, zapatillas, relojes. Arrebatan lo que sea para ir al expendio de drogas más cercano y sin que les importe que a la noche lleguen a su casa los familiares de ese vecino al que se le robó.
La última generación de internacionales ya no está en Las Cruces: está viajando. Y cumple con ese detalle de ser la última. De que ya no hay legado. De que no se está armando la próxima camada, como sí venía ocurriendo desde 1960.
—Ahorita el que tiene corazón de viajero, viaja solito. Se le está dando una mano al que llegue a cualquier parte del mundo en la que haya colombianos. Siempre se necesita algún socio nuevito. Pero no es como antes, que sin alguien que lo espere a uno no se podía llegar —me dijo Edgar aquella vez.
Esa ausencia de una «banda» hizo que la dinámica del robo también cambie. Que haya disputas; que a los propios colombianos les falte algo del dinero robado. Parte de la última generación de internacionales llega para robar y gastar. Robar de lunes a viernes y salir de farra hasta el domingo.
Pero Edgar era —es— de la vieja escuela. Algunas noches se daba una vuelta por las discotecas, pero en general el circuito era más simple: de la casa al trabajo y del trabajo a la casa. Edgar —me insistió— viajaba para trabajar y ahorrar.
Al principio fueron casi dos años en Quito, yendo y viniendo. Edgar robaba y cambiaba los pesos ecuatorianos por dólares y los enviaba por correo a distintos destinatarios. Un socio del barrio se encargaba de encontrar manes que quisieran poner la firma y recibir el dinero fraccionado. Ese favor se pagaba con quince mil pesos colombianos (ocho dólares) por persona y permitía repartir el monto en cantidades que no dieran problemas. Así estuvo Edgar hasta el 2009. Ahí decidió volver a Bogotá y hacer como el Mono Jimmy. Compró una casita, un auto y un comercio nocturno en el norte de la ciudad. Invirtió.
En Las Cruces, cuando nos vimos, Edgar hablaba como si fuese un economista: «En Ecuador, el cambio está uno a uno; en Perú el cambio es de dos con cincuenta a uno; en Chile, de cincuenta a uno; en Argentina, a más de ocho a uno; en Londres hay dólares como arroz en los restaurantes».
Y también hablaba como un abogado penalista: «En Perú cambiaron. Antes uno tenía hasta cuatro oportunidades de ser detenido y salía a la casa; no pisaba la prisión. En Chile se metieron los Derechos Humanos. Ahora están menos drásticos. Antes a uno lo mataban sin piedad. Y en Argentina nos están metiendo Asociación Ilícita. Eso lo está dejando a uno encerradito».
Y también hablaba como un activista de Derechos Humanos: «En Perú, las cárceles son suaves. En Bolivia, resuaves. En Ecuador sí son más rígidas. Pero uno tiene muchos conocidos porque es donde más socios hay. En Argentina, según el sector. Los presos argentinos son muy envidiosos. Se matan por usar un teléfono público. Y nadie llama para hacer negocios o mover la mafia».
Edgar me dijo que para hacer sus viajes se movía en ómnibus. No estaba solo: su pandilla estaba compuesta por seis tipos con los que se iba de gira por América Latina.
—¿Cuál fue la peor experiencia? —pregunté.
—Bolivia no nos dio lo que queríamos. Nos la pasamos haciendo más mentiritas que efectivo. De cinco trabajitos, dos salieron bien. Y en tres no encontramos el dinero prometido. Nos costó hasta conseguir hotel. La policía recomendaba en recepción pedir pasaporte y si uno no tenía cara de turista no lo aceptaban. Nos querían identificar cada dos por tres. Estuvimos un mes y por teléfono otros manes nos dijeron que fuéramos para Argentina.
Y fueron. La idea era ir tres meses y volver a Colombia. Y de Colombia ir a México y de México a Londres. Allí se decía que andaba la verdadera cúpula de apartamenteros internacionales. Por los diamantes, por las libras esterlinas y porque no estaban fichados como sí lo estaban en España.
Pero la travesía, dijo Edgar, tuvo un freno en Argentina. Una vez que llegaron no quisieron irse. Y yo podía sospechar por qué. Tiempo antes de mi viaje, los «escruchantes» argentinos —la versión nacional de los apartamenteros colombianos—, me habían contado algo que sorprendería a cualquiera. Cuando los vi, hacía una semana que habían encontrado un millón cuatrocientos mil pesos en una casa de Villa Pueyrredón. Y si bien eso era una fortuna «que solo iban a dividir entre tres a la noche tenían pensado volver a robar. «¿Para qué volver a robar a la semana de haber hecho una cifra millonaria?» pregunté. «Es que es la suerte, amigo —dijeron—. Si hacemos mucha plata sentimos que estamos de racha y es cuando más robamos».
A Edgar y sus manes les pasó lo mismo. Eran cinco hombres y una chama. En Argentina robaban todos los días; llegaban a hacer más de un trabajito diario.
—No le voy a decir que alcancé a darle al gordo —aclaró Edgar, como queriendo demostrar humildad—, pero hacíamos un promedio de veinte mil dólares a la semana para cada uno. Hemos llegado a llevarnos ciento veinte mil dólares de un apartamento. Nos enamoramos de eso y nos amainamos. Buenos Aires debía ser un trampolín para ir a México, pero no. La idea era quedarnos tres meses y nos terminamos quedando un año.
Argentina tenía eso. Los colombianos sentían que, a diferencia de otros países, podían robar todos los días porque aquí las leyes eran más blandas: se podía caer preso y salir sin pisar la cárcel. Se podía robar tranquilo.
—¿Cómo hicieron con el cepo al dólar?
—Hacíamos que nuestras familias nos visitaran y conocieran el país, y se llevaran doscientos mil dólares entre las ropas.
—¿Y cómo se hace eso?
—El que sabe, sabe. Y el que no sabe, averigua.
Al año de estar en Buenos Aires, Edgar se encontró con que tenía cuatro causas. Sin embargo nunca había pisado una cárcel: solo había pasado por comisarías. Fue en una de esas caídas, en la celda de un juzgado, que el abogado le advirtió que debía irse. Y se fue. Partió en ómnibus y con los últimos ahorros. Primero rumbo a Bogotá —donde nos vimos— y después —si todo salía bien— rumbo a México. Cuando salga esta crónica, puede que Edgar ande por México. O por Londres. O por Rusia. Se irá con el fin de hacer su última gira. Dice que sus hijas son adolescentes y que con tantos años en la cárcel y viajando, casi que no las pudo disfrutar. Hubo días del niño en los que no estuvo; hubo primeros días de secundaria en los que no estuvo. Se hicieron mujeres, y Edgar no estuvo.
—¿Hasta cuándo todo esto? —pregunté.
—Hasta que sea súper poderoso. Tengo locales, casas, auto. Pero todavía quiero más —dijo Edgar mientras íbamos saliendo del barrio.
Al tiempo de caminar —y a poco de subir al auto para irnos— Edgar me hizo un pedido. Advirtió que eso era lo único que iba a pedir luego de la charla.
—Socio, quería decirle… Si usted puede poner en su reportaje algo sobre la «Malicia Indígena»…
—¿Y qué es eso?
—Es lo que nosotros utilizamos para robar. Cuando nos preguntan por qué viajamos a robar, en especial en España, les decimos que estamos robando todo lo que ellos nos robaron durante muchos años.
Edgar dijo esto y subió a su Honda Civic. El oso hormiguero de peluche que colgaba del espejo retrovisor se movía de un lado a otro con los trompicones del auto. El oso era un regalo de sus hijas. Me dediqué a mirarlo mientras íbamos por las calles curvadas de Las Cruces, de regreso a mi hotel. Esa vez no había música. Minutos después nos despedimos con un choque de manos. Cuando subí a la habitación, puse «Malicia Indígena Colombia» en Google. Y ahí entendí solo una parte de la historia.
Uno siempre entiende solo una parte.