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Arrancamuertos

Escribe
Laura Ortiz Gómez
Se cuentan de a cientos los cadáveres en la selva militarizada y Bayron intenta saldar las cuentas pendientes entre los vivos y los muertos.

A Byron Andrés la noche se le vino encima el último año de bachillerato. Los días se densificaron, se hicieron opacos, casi se podían tocar con los dedos pegachentos. Después de la muerte de su abuela Alba, lo extraño se derramó por toda la casa. Salió de la muerte un líquido viscoso que lo impregnó todo. Una pátina de miedo que hacía que todo movimiento fuese pesado y detenido. Como si a la abuela Alba le hubiera salido de su cuerpo muerto un viento caliente, desértico. Por algo decían que nació en Villavieja, Huila, donde solo había polvo y calor.

Byron se sintió esquinado por el miedo y la furia. Luego se vio golpeado por un coletazo de culpa. Siempre pensó que cuando Alba muriera vendrían la tristeza y las lágrimas y esas cosas bonitas. Esa niebla que ponen en las películas cuando la gente recuerda el amor. Una bomba de nostalgia que hiciera el duelo tolerable, dulce y, a su manera, bello. Pero no podía llorar. De sus huesos brotaba miedo, miedo duro y puro. Los músculos se le tensaban, los tendones se templaban y desarrolló un bruxismo permanente. Byron dormía poco y con frecuencia lo despertaba un ardor total, como si su cama estuviera en llamas.

Doña Alba murió a la medianoche de un domingo, por lo que no se dieron cuenta hasta la mañana del lunes. Afuera llovía con furia, con granizo. El repiqueteo sobre el techo Ajover ensordecía a Byron más que los gritos de su madre y el runrún de los vecinos metiches. Byron supo que estaba muerta con solo mirarla en su camita, hecha un bollo asimétrico con las cobijas. Afuera su pierna de pollo, llena de lunarcitos. Los brazos enredados en las sábanas y la mueca. Esa mueca. Byron supo que doña Alba luchó contra la cama y se le escapó decir: «Ay, Albita, no tuvo paz ni muriéndose». Su madre se volteó como un gato y le zampó un cachetadón. Los vecinos corrieron a neutralizarla o abrazarla. No estaba claro. Byron no lloró. El llanto histérico de su madre, lleno de hipos, cubría la cuota de ambos.

Doña Estela llegó de la morgue sola, al atardecer. Byron le trajo un café con leche y unas galletas Festival. Ella se quedó muda mucho rato mirando el agualeche y los pedazos de crema rosada flotando. A Byron lo impresionó su joroba tan triste, de niña grande y sin querer; por unos minutos, le perdonó todo. Ahí de la nada le soltó: «Lo del funeral son dos millones, papito». Y se soltó a llorar de una manera terriblemente honesta, no como el llanto telenovelero de la mañana. No. Ahora lloraba de verdad, como una niñita huérfana. Byron se quedó sin aire. El llanto, proveniente del centro de la infancia de su propia madre, se sentía como un gancho izquierdo en el estómago. Sintió que se le descolgaban el corazón y el hígado y el páncreas. Igual se paró, fue a esculcar el ropero de su abuela y trajo la caja metálica de galletas de Navidad. Sin mirarla a los ojos, le entregó a su madre todo lo que venía ahorrando Albita para pagar por su libreta militar.

La madre de Byron dejó de hablar del fotoestudio vestido de bachiller que encargaría, de alquilar la toga y el birrete, del arroz con pollo para los invitados, de invitar a toda la parentela y de pedirle prestado a Sandra para comprar tres petacos de cerveza. Doña Estela se cobijó bajo la luz del televisor. Con su cara pegajosa, resplandeciente, lloraba a intervalos. Byron no sabía si lloraba por la abuela o por la trama, daba lo mismo, tampoco sabía qué decirle. Se sentaba ahí junto a ella a mirar novelas, una tras otra, sin verlas. A mirar un vacío luminoso. A oler el sancocho de los vecinos. A escuchar los carros bajar frenando por las calles inclinadas. Byron estaba seguro de que su madre también sentía la privación, la vacuidad, la irrealidad avanzando sobre la casa, pero nunca hablaron de eso. Hablaron solo lo justo en los meses que siguieron a la muerte de la abuela, como si tuvieran miedo de despertar a la masa que los espiaba.

Por esos días vinieron unos gomelos al colegio. Parecían salidos de otro planeta, o sacados directamente de una de las telenovelas de su mamá. Tenían los poros cerrados, la piel lisa, las camisas polo impecables, y olían a champú. Parecían hechos en la misma fábrica, pero con pequeñas variaciones. Todos en el salón hicieron silencio. Un silencio que estaba cargado de burla, de sorna, de miedo. Los gomelos no solían aparecer así, en la mitad de la jornada, con sus ojitos de venado, frente al tablero, frente a una turba de jóvenes llenos de ganas de reír o de herir. Eran una aparición. La profesora Juliana dijo que los jóvenes universitarios venían a darles una charla vocacional. Byron se sintió espiado, miró al suelo y se vio el zapato. Uno de los gomelos dijo con voz de animador de juego de concursos: «Y entonces, muchachos, ¿qué quieren hacer ustedes cuando se gradúen del colegio?».

―Andar en carro, tener novias tetonas y tomar trago caro como usted ―dijo González, que nunca desaprovechaba una oportunidad para demostrarles a los demás que los veía claritos como el agua. Y que nunca, nunca tenía miedo. O que solo tenía miedo.

El curso soltó la carcajada. El gomelo miró a la profe Juliana con carita suplicante y ella, entre resignada y ofuscada, salió a defenderlo. Algunos siguieron con la risita, hasta que Soraya, con sus cuatro meses de embarazo, gritó: «Ay, ya, maduren. ¿O es que no van a hacer nada con sus tristes vidas?». Byron sintió un puño en la garganta, se le cerró la tráquea y se le vinieron ganas de llorar. Vio a Soraya en dos años, con otro tipo de mierda y otro chino, y otro y así. La vio temblando en la cama con un niño a cada lado, rezando para que el tipo no llegue. Byron Andrés sintió rabia, se deshizo de la visión, pensaba desde hacía rato que el futuro era un invento de las películas, o de tipos con camisa tipo polo. El futuro era una trampa, una tramoya, una fantasía de los profesores.

Los compañeros comenzaron a alzar la mano y a responder. Uno a uno iban diciendo lo mismo, pero también iban subiendo la apuesta: «Yo quiero ser parte de la Policía Nacional». «Yo quiero ser soldado profesional ». «Yo quiero ser sargento mayor del Ejército». «Yo quiero ser policía forense». «Yo quiero ser detective del CTI», «Yo quiero ser brigadier de la Fuerza Aérea». «Yo quiero ser gaula». Byron Andrés no sabía de dónde sacaban tanta terminología, tantos nombres técnicos de tombo. John Pajoy dijo de golpe: «Yo quiero ser patrullero de Policía». Y vio con total precisión cómo se desataba una carcajada cruel, de dientes relumbrantes. «¡Camine pal CAI!», gritó Bermúdez. González intervino: «Sueñe en grande, John, diga: “¡Yo quiero ser mayor general, hijueputas”! ». La carcajada no decaía. Byron supo que a John le acababan de cambiar el apodo, por lo que quedaba del año sería Mi General. Lo vio en el recreo, tratando de caminar con la cabeza arriba, resistiendo las burlas, haciendo una mueca parecida a una sonrisa. Sintió otra vez ganas de llorar, pero las contuvo mirando sus zapatos.

Byron comenzó a sentir el aire de la irrealidad avanzando como un viento seco que chocó sobre el salón. Sus compañeros le parecieron figuritas de plastilina que flotaban tiesas en un espacio gris. Vio pedazos de músculos abiertos supurando sangre y agua amarillenta. Vio callos en los pies y en las manos. Vio un niño de siete años que se arqueaba bajo el peso de un fusil calibre seis milímetros que parecía acariciarle la mejilla. Una vieja desdentada llorando con hipo sobre un cajón mientras las rancheras sonaban muy débiles y atravesaban un racimo de flores de tela. Vio caras sucias y polvos de afán. Vio anos fisurados y un cajero que anunciaba un saldo en rojo, titilando sin parar. Un zumbido avanzó por el colegio y sacudió todo el barrio. Byron pensó que se desmayaba y alcanzó a ver a su abuelita bailando un sanjuanero entre los pupitres y acariciando la panza de Soraya. Se sostuvo fuerte de la mesa, cerró los ojos y respiró con todos los pulmones.

Les pasaron unas hojas para rellenar que tenían una sarta de preguntas ridículas. «Yo sueño con: ______. Para mi vida deseo: ______. Lo que más quiero es: ______».

Byron solo escribió: «No quiero sentirme tan raro».

Después arrugó la hoja, la escondió en su bolsillo y sintió tristeza por todos en el salón. Tristeza por el naufragio colectivo de las buenas intenciones, que chocaban unas con otras y se hundían muy lentamente. Se dejó arrastrar hasta el fondo por las corrientes más calientes del silencio. Dejó que el cuerpo fuera tomado por un dolor muy antiguo, más viejo que su abuela. Un dolor fermentado que hacía que los brazos pesaran y tocaran con sus yemas el fondo gris y arenoso de nada. Con la boca muy cerrada, Byron sintió que no tomó aire hasta llegar a su casa.

Encontró a su mamá viendo una novela sobre la guerra. Su mirada estaba fija y lánguida. Un mayor del Ejército con cara rectangular besaba a una mujer de pelo largo y ropita apretada. Celebraban con restregadera el éxito de una operación contraguerrillera. Byron sintió un latigazo de rabia y la nariz se le llenó del olor dulzón de su abuela muerta. Se fue rápido para la cocina y mientras contemplaba un plato de arroz con tajadas grasientas, lo asaltó un pensamiento rabioso que le mordió una pierna. Pensó que hubiese sido más fácil enterrarla en el patio, junto con Motas, Canela y Zeus. Imaginó la mano huesuda de su abuela acariciando pelos fantasmas por entre cascotes negros. Byron cerró los ojos y estuvo varios minutos rodeado por el silencio rugiente de la tierra. Se supo malo, el peor. Tal vez merecía toda esa oscuridad que lo rodeaba.

El día del reclutamiento del Ejército, la mamá de Byron se pegó al rosario de la abuela y apagó el televisor. Le dijo que expusiera que su dentadura era débil y que mostrara los pies torcidos hacia adentro. Los militares lo desnudaron, lo auscultaron, lo pesaron, lo midieron, le sopesaron los testículos y le revisaron la boca. Como no traía papeles que demostraran sus mínimas desviaciones físicas, no hubo caso, salió apto. Byron Andrés sería un soldado raso, como la mayoría de sus compañeros. Nada de gaulas, ni sargentos, ni forenses, ni detectives. Una mano de adolescentes rasos desperdigados por los montes del país. Como tirar diminutas pepitas de oro al cielo para que caigan en la espesura de un pozo.

A Byron lo asignaron a Mitú, al batallón de Selva número treinta. Apenas bajó de la avioneta sintió el golpe de humedad del río Vaupés, que le abrazó los pulmones y le hizo desviar la cara. Bajo sus botas podía sentir un calor espesado por muchos días de sol sobre el pavimento. La tierra, abajo, latía como el corazón de un perro viejo. Byron sintió que todo el peso del uniforme caía sobre sus rodillas, que sudaban muchísimo en la comisura. Un olor podrido, ligeramente dulzón, entraba al cuerpo a ráfagas. Un olor muy parecido al que había dejado la muerte de la abuela en la casa, pero más intenso, más reposado, más penetrante.

Ahí comenzó la gritadera del sargento. Órdenes y más órdenes. Como si las palabras se hicieran más cortas y afiladas. Hablar perdía su zigzagueo. El lenguaje militar parecía un idioma trunco, corto, poco paciente. Un idioma sólido: o esto o lo otro. Fin. El sargento tenía que gritar para competir con el sonido de los pájaros, agudo, que pitaban como advirtiendo un horror invisible y atemporal. Y las chicharras, que enloquecían el aire caliente y sonaban parecido al crepitar de un fuego enorme que se tragaba la selva.

Los primeros días no fueron tan terribles o fueron menos terribles de lo que Byron pensaba. Con todo el sopor encima, los muchachos se comportaban como si estuvieran de paseo. La novedad de dormir todos juntos, la noviecita de este, los juegos de celular del otro, los intercambios de gustos musicales, la recocha, los jueguitos, el chiste, la competencia. Todo hacía un colchón para la angustia. A Byron le gustaba escuchar los acentos de sus compañeros, que formaban una música muy diversa. Pensaba en la mano de pájaros del monte, con sus colorcitos y sus plumajes. Todos orgullosos en sus dos patas, armando bulla entre ramas. Y los pájaros tomaban cara de soldados rasos, y a los soldados les salía un poquito de alas. Unas alas raquíticas y tristes. Unos muñoncitos que empujaban contra el uniforme, siempre sudado, con olor permanente a trapo mojado con testosterona tibia.

Pero la cosa se enrareció rápido. Los pichones de soldado se irritaron pronto. Comprendieron en cuestión de semanas que la cosa iba de pisar para no ser pisado. La vida dependía de congraciarse con la crueldad de los superiores y, a su vez, ejercer presión sobre los pollos más chicos, más frágiles, más propensos al llanto. Y también estaba el aburrimiento, que se mezclaba con los aullidos furtivos de mono, con el motor omnipresente de las motos, con el vaho soporífero del río, con la humedad mohosa en los sobacos. Unas ganas tremendas de quitarse las botas hirviendo y lanzarlas al agua y huir.

Los apodos fueron subiendo de calibre, disparando en los lugares más dolorosos. Los muchachos se ensañaron con García, porque el miedo se le veía en la cara todo el tiempo y también porque no tenía celular y se pasaba las tardes mendigando una llamada. Byron no quería mirarlo, lo impresionaba su tristeza transparente. Una noche, atontados por el calor, se hizo silencio en el cuartel. García había conseguido que alguien le regalara una llamada. Los que estaban despiertos oyeron clarito cómo García intentaba acariciar con la voz a su bebé recién nacido. Trataba de consolar su cuerpito tomado por la fiebre con frases apuradas, ahogadas. Los camarotes se calentaron y el tiempo se ralentizó. Cuando García colgó la llamada, en la total oscuridad, pasó de mano en mano una chocolatina derretida y manoseada hasta llegar a él. Una ofrenda de paz anónima. Una solidaridad impune. Byron se quedó muy tieso para no llorar, se dio vuelta en las sábanas sudorosas y pudo sentir un cuerpo sentándose en su cama. Abrió los ojos para ver a su abuela Alba, que cosía una muñeca de trapo y le bordaba unos ojitos negros. Las chicharras hicieron un silencio grande como un hoyo, y los camarotes se hundieron unos pocos milímetros en la baldosa. Ninguno pudo dormir del todo. Una vigilia ardorosa se mezclaba con el olor a meo que reptaba desde las letrinas.

A Byron lo asignaron a hacer guardia en el pueblo, que era otra forma de sudar y aburrirse y sudar y ponerse triste viendo a los muchachos esperar como carroñeros la salida de las niñas de la escuela. Para distraerse se salía a veces de su puesto y caminaba, mirando caras, jardines, veraneras, tiendas, viejitas en mecedora y niños en chanclas. También le gustaba escaparse para comprar cigarrillos. En una de esas huidas se topó de frente con una señora muy vieja, con el pelo largo y muy negro, retinto. Sin una sola cana pero con millones de arrugas. La piel tan rugosa, un pedazo de cordillera. La señora lo miró muy fijo y de la nada le dijo: «Hace años la vida se hizo insoportable». Sin esperar respuesta, sacudió las manos como quien se quiere sacar arena y siguió su camino, con la cara como un palo.

Byron temía cerrar los ojos. Cada vez que parpadeaba se le aparecía la cara tremenda de la vieja del pelo negro. Lo realmente insoportable era tener su extraña presencia pegada en la retina. Ahí, en la molestia y el miedo, Byron se dio cuenta de que le dolía la muela. Al comienzo, el dolor era como un manto presente en toda la boca, pero aún manso. Soportable. Pero a medida que avanzaba la noche y los sonidos de la selva se hacían más filosos, el dolor se hizo cada vez más agudo, más persistente. Pasada la medianoche, el dolor se había encarnizado y le tomaba con fuego todo el nervio de la mandíbula derecha. Byron, que había hecho mucho esfuerzo por aguantar en silencio, comenzó a mugir. En este punto ya veía la cara de la vieja sin canas sin siquiera cerrar los ojos. Estaba ahí mirándolo sin parar desde las tablas del camarote de arriba. Cuando los gallos comenzaron a cantar y se alborotó el pajarerío en el monte, comenzaron los escalofríos violentos que le sacudían las piernas en espasmos de pescado. Y por dentro lo recorría algo tan caliente que, en un punto, anestesiaba. Alcanzó a sorprenderse del avance de la caries que, en cuestión de horas, parecía estar carcomiéndole el hueso e internándose en el cráneo. Después se desmayó.

Tardaron un par de horas en darse cuenta de su ausencia. Nadie lo extrañó en la bañada, ni en la limpieza, ni en el desayuno. Recién en la formación notaron que no estaba. Lo encontraron boca abajo, inconsciente, volando de fiebre. Lo tiraron en una camilla coja, que reconcentraba décadas de sudor de soldado, en la enfermería del batallón. Ahí estuvo todo el día sin que nadie lo revisara, entrando y saliendo de pesadillas espesas. Por momentos Byron cedía y dejaba que la mente le flotara en esa sopa hirviendo. Alcanzaba a decirse: «Bueno, así es como me muero». Pero casi inmediatamente le agarraba un pánico que le cerraba la tráquea y pujaba como agarrándose de su propio cuerpo. «Ni por el putas así, no en este batallón de mierda, así no». A la tarde, cuando al delirio se sumó el jején, apareció una enfermera que le dio ibuprofeno y agua de a gotitas. Le sobó la cabeza un ratito y desapareció.

Cuando bajó un poco la fiebre, a la media mañana del siguiente día, Byron se bajó como pudo de la camilla y caminó agarrándose de la pared. Fuera del consultorio encontró a un dragoneante sacándose pedazos de carne con un palillo y escuchando la radio. Cuando vio a Byron, no se sobresaltó. Le dijo que se acostara, que la cosa iba para largo porque en el pueblo se había muerto el último dentista. Le pasó otra caja de ibuprofeno y un caldo turbio con galleticas de soda. Byron no replicó. El dolor, que ya era un ente en sí mismo, se había sentado en el centro de su cuerpo y lo sometía todo. El tiempo se convirtió en un dolor sólido que avanzaba recto, como una topadora de carne. Byron durmió. Un pico de sufrimiento lo despertó en la noche cerrada. Temblando, se tiró de la camilla al suelo frío y reptó por el cuarto hasta alcanzar un balde. Vomitó sin parar, hasta que vio caer su propia muela en el fondo de la bilis. La muela como una perla gris, carcomida toda, iluminando la noche.

En una duermevela sintió un tacto idéntico a la mano manchada de Alba en su frente. La sintió ahí, cuidándole la fiebre, como solía hacer cuando era niño y tenía ataques frecuentes de amigdalitis. Recordó esas tardes larguísimas en las que le enseñaba a bordar punto de cruz y a coser a mano y a máquina. El cuchicheo de la radio siempre prendida, sus historias interminables de parientes en el Huila, que iban tejiendo un interminable y enroscado árbol genealógico. Y sobre todo recordó esa frase que siempre le repetía: «Pierda cuidado, mijo, que yo sé que mi Dios lo tiene para cosas grandes. Un muchacho tan dedicado, mire nomás cómo cose».

Amaneció sin delirio, sin tembladera y con el dolor mermado. La enfermera lo ayudó a cambiarse de uniforme, pero le dejó los calzoncillos hediondos de miedo. La fiebre no bajaba. Ahí ya comenzaron a preocuparse y vinieron algunos cabos y un par de sargentos a verlo. Le hacían abrir la boca, lo auscultaban, le metían un termómetro por el recto, mientras Byron escuchaba los cánticos y el trote violento de los soldados en las canchas. La enfermera estuvo más atenta y lo inyectaron varias veces. Pero a Byron le era muy difícil volver, cada vez que rozaba la cordura y la fuerza, venía una ráfaga de fiebre a arrastrarlo por las patas. «No está bien, pero tampoco está grave», decía la enfermera. Así, no hacían mucho más que mirarlo de vez de en cuando y la mayoría del tiempo olvidarlo, como a un chéchere de rincón, como a una silla mueca.

Mientras duró su tiempo en la enfermería, le traían cada tanto una bandeja con comida y le seguían poniendo algunas inyecciones. De a poco, Byron se acostumbraba a la fiebre permanente, aunque sentía que su cerebro ya no era del todo sólido. Podía sentirlo haciendo oleajes dentro de su cabeza. Miraba mucho la puerta: esperar se había vuelto el tiempo. Entró una sombra de sargento, se acercó muy rápidamente y pegó su cara a la de Byron. Abrió la boca y, sin más, dijo: «Hola, niño. Soy el soldado Cepeda y quiero que me escuche. Fui herido, me morí por una mina y una granada y desde eso casi no puedo dormir». Byron se asustó más de lo que se había asustado en los últimos días de pesadilla. Pegó un grito bien agudo, pero nadie vino a salvarlo, como ya era costumbre. Volteó la cara y apretó las muelas y los ojos. No podía ser que hubiera otros, la enfermería apenas tenía una cama. Al abrir los ojos, el hombre seguía ahí, con la boca muy abierta. Byron quiso decirle algo, pero le salió una voz ronca que decía palabras sin significado. Al hombre le sucedió lo mismo. Estuvieron así un rato, gritándose cosas incomprensibles a la cara. Hasta que el soldado Cepeda cerró la boca haciendo un ruido como de aplauso seco. Dio media vuelta y se fue.

Las horas pasaron líquidas y Byron no pudo retener ninguna noción del tiempo. Presintió a otro hombre, pero esta vez la sombra no cobraba nitidez, era más grande y parecía vigilarlo desde su cara sin ojos. Cada vez que Byron hacía un movimiento mínimo con su cuerpo, la sombra también se movía, acechándolo. Se lo contó a la enfermera cuando vino a inyectarlo. Ella habló como si Byron no estuviera ahí: «A este ya se le está corriendo el champú». Tiró la jeringa usada a la basura y se fue sin más. Byron intentaba no moverse para no turbar al tipo sombra, controlaba la respiración apretando el abdomen. Luchó con el cansancio, bajo ningún término quería cerrar los ojos frente al tipo. Estuvo así, clavándole la mirada por mucho tiempo. Su silueta ganaba espesor y oscuridad. Byron descubrió que el color negro podía ganar en negro, tanto que el cuerpo era una especie de abismo. Afuera relinchó un caballo asustado y el cuerpo sombra del hombre se partió en cuatro. Cuatro pedazos de hombre gordo y cuatro personas separadas a la vez.

Los cuatro se abalanzaron sobre Byron y, al tiempo, comenzaron a gritarle cosas, componiendo un coro de pánico: «Yo tenía un hijo, ¿usted no lo ha visto?». «Esos hijueputas siempre me quisieron robar la casa». «No sé por qué me metí los dedos en la herida, de pronto pa’ ver qué tan hondo entró la bala. Me morí así, con los dedos dentro de mi nalga». «Eso fue como un quemonazo. En ese momento odié ser de Sanidad porque no actué como una persona cualquiera, sino que pensé: laparotomía, peritonitis, me atravesó el intestino, me imaginé todo lo que había visto en mis pacientes en ese tipo de heridas». «A mí me dijeron que dé pronto en el Bienestar o en los hospitales. Pero yo no sé si yo me le perdí a él o él a mí». «Porque pa’ ni mierda servían. Tenían treinta hectáreas, todas abandonadas, puro yuyo. Esos eran malparidos, pero peores los otros que entraron a la noche y con lista en mano. Al personero lo mataron ahí. Justo ahí». «Es muy incómodo eso porque, si quiero defecar, como dicen, se me unta toda la mano de caca». «Traté de contener la hemorragia con mis manos y le dije al soldado: “Me dieron, me dieron”».

Byron se sentó y se arrinconó contra la ventana de la enfermería. Mientras los cuatro gruñían y se soltaban en chorros interminables, el viejo gordo de la sombra reía descontrolado. Se hizo un ruido indivisible entre los que no se callaban y la sombra que se carcajeaba. Insulto y risa y miedo.

Byron se cubrió la cabeza y enterró las orejas en los hombros. Volteó la cara y vio a su abuela Alba con medio cuerpo salido de un hueco en la tierra. Llovía a cántaros. Salió a correr, en parte para alejarse de los espantos verborrágicos y en parte para agarrarse de su abuela. Cuando logró salir del edificio, se encontró con un hueco en la tierra que se iba llenando de agua de lluvia. No había abuela Alba, solo había un puto charco café. Sintió náuseas, se arrodilló en la tierra mojada y vomitó todo lo que tenía en el estómago mientras la lluvia lo mojaba. Sintió voces a su espalda. Ahí venían a la carga esos cuatro, que lo abordaron pronto. Y siguieron con su lamento infinito y simultáneo: «Yo les dije que esos no eran de fiar, pero ni chistaron. Y, vea usted, yo tenía razón. Terminaron sacando a la mitad de la gente y a la otra pa’ la fosa. Pa’ quedarse con el rejunte de parcelas porque dizque ahí pelechaba muy bien la palma esa africana». «¿Usted sabe si era niña o niño? A mí me dijeron que tenía una marca de nacimiento en los genitales. ¿Pero quién le mira ahí a una criatura? Yo no. Yo nunca le miré. Créame cuando le digo». «Y cuando quiero comer también es un problema, porque me toca con una sola mano y eso es muy antihigiénico y trabajoso. Porque la que me quedó libre fue la derecha y yo soy zurdo para todo menos para disparar». «La cirugía tocó a palo seco porque en esa salita no tenían anestesia, me echaban un chorro de aguardiente en la herida y otro en la boca. Y yo le iba diciendo a la enfermera cómo hacer. Muy mierda mi suerte, que me tocó hasta dirigir mi propia cirugía».

A Byron le arremetió otro vómito violento, echaba bilis por la boca mientras resistía el acoso de las voces. Cuando no quedó más para vomitar, sintió un impulso de sacarse las voces de encima repitiéndolas en la tierra. Se pegaba de un monólogo y lo iba repitiendo, todito en el hueco de agua sucia. Los cuatro se fueron apaciguando y hasta se diría que esperaban su turno para que Byron soltara su retahíla en la tierra. Estaban en ese hablar delirante cuando llegaron corriendo cuatro cabos, lo inmovilizaron, lo ataron con una cobija y lo tiraron en una celda. El sargento mayor dijo que estaba loco y que era muy peligroso tener un loco suelto en un sitio con tantas armas. 

El chisme llegó rápido al cuartel. Los compañeros, que ya casi lo habían olvidado, lo recordaron de golpe y se impresionaron. El que más se inquietó fue García, pues él siempre había pensado que quien había mandado la chocolatina esa noche había sido Byron. Pocos durmieron. Adivinaban en el destino de Byron su propia locura, porque a veces esas chicharras imparables y las botas y el sudor los hacían sentir al puro borde de lo «sano». García fue el primero en visitarlo, un poco por solidaridad y otro poco por egoísmo. En todo el batallón ya se había inflado la leyenda de Byron y decían que podía hablar con los fantasmas, y él tenía una cuenta pendiente muy grande, que le pesaba como una casa.

Encontró a Byron acurrucado en la cama de la celda. Parecía un pajarito asustado, con la cara demacrada, los ojos muy abiertos y el cuerpo hecho un capullo entre una sábana. García se acercó a la reja y lo saludó con ternura, hablando suave para no asustarlo. Byron pareció despertarse de un sueño que atravesaba con los ojos abiertos, se incorporó y se acercó a la reja. Se saludaron dándose la mano a través del barrote, como si fueran dos señores en una reunión de trabajo. Un saludo incómodo y raro y delicado. García le pasó una caja de cigarrillos, un encendedor, un libro viejo y seis chocolatinas. Byron acunó los regalos en sus manos y reprimió las ganas de llorar. Hablaron un rato del calor del Mitú y los chismes de los compañeros, hasta que García se animó a revelar sus intenciones:

—Vea, Byron, yo le creo que usted ve fantasmas. Yo no creo eso de que se chifló. Por eso lo vengo a ver. Yo cargo una culpa muy verraca, porque yo le daba muy duro al trago. Mi mamá se enfermó de cáncer y yo tenía que cuidarla, pero me ponía a beber. Un día, de la perra, me quedé dormido al pie de ella. Cuando me desperté, estaba tiesa y fría y morada. Quién sabe cuántas horas estuvo la cucha ahí muerta, y yo roncando al lado. Ahora la Yésica dice que el bebé está enfermo por mi culpa. Que yo dejé morir la cucha y que ahora ella quiere que nuestro hijo se muera.

Byron lo miró en silencio un rato largo. Le temblaba el labio inferior y tenía los ojos vidriosos, como si fuera a llorar o como si la fiebre no hubiera parado nunca. Pensó que sí, que todo en el mundo cargaba con una cadena muy larga de culpas que crecían como una avalancha, y que iba a sepultarlos a todos. Sintió que, por más que corrieran, la violencia, tan vieja en el mundo, tarde o temprano los alcanzaría. Lo vio tan triste a García que abrió la boca para consolarlo, le quería decir que no era su culpa. Pero de su boca salió otra voz, una voz muy ronca, que dijo:

—Lo que pasa es que su mamá se quedó pegada a la botella vacía de aguardiente. Lo que usted tiene que hacer es vaciar una en la tierra y luego enterrarla. Pierda cuidado, mijo, que yo sé que su hijo se salva.

García puso cara de desconfiado, pero a la noche hizo lo que Byron le dijo. Sintió tristeza y alivio, como si por fin llegara al final de un guayabo que duró años. La Yésica le dijo al día siguiente que iban a dar de alta al bebé. Así de rápido pasó el primer milagro. García le contó a Rodríguez, y Rodríguez a la mitad del batallón. Uno a uno, los soldados comenzaron a escabullirse para ir a consultar a Byron. La dinámica se repetía, los muchachos le contaban de algún pariente muerto, de alguna culpa muy tremenda, y él abría la boca y terminaba diciendo cosas que no quería decir. El batallón se llenó de entierros inusuales, era común ver en los potreros a tres o cuatro soldados enterrando todo tipo de cosas: calzoncillos, escapularios, cartas, cordones, platos y hasta una tarjeta de débito. La celda de Byron se iba llenando de ofrendas: velas de cebo, estampitas, flores y peluches de Mickey Mouse, Winnie Pooh y el Hombre Araña.

Cuando la situación llegó a oídos del sargento mayor, quiso ir a comprobar los poderes del adolescente en vivo y en directo. Su confesión fue la más sórdida y la más larga. Le contó con pelos, señales y mocos cómo habían fusilado a veinticuatro campesinos en el galpón trasero del batallón y cómo los habían enterrado en una fosa detrás del edificio administrativo. Para terminar, trató de justificarse:

—Yo le juro que sí pensaba que eran mugres guerrilleros y es que la presión era mucha. Todos los hijueputas días teníamos que reportar bajas al general. Una competencia jodida, ¿sí me entiende? Nos quebraron y los quebramos. Lo difícil fue conseguir tanta cal y luego echarla con las manos encima de esa torre de cuerpos. No sabía si me ardían más las manos o los ojos o la nariz. Créame que uno abrió los ojos, tendría veinte años, y me miró. Ese muerto me miró. Me miró a los ojos con un gesto que yo no sé cómo decirle. Es que no hay una palabra para decirle lo que había en esos ojos. Ya luego llegaron los otros con el papeleo y me hicieron firmar un montón de hojas y dijeron listo, ya quedó todo legal. Pero a mí no se me quita esa mirada. Es como un percudido en el cuerpo que no se me va, por más cloro que le ponga.

Byron sintió terror y por primera vez quedó mudo. El sargento comenzó a impacientarse, movía mucho las manos y los pies. Se acercó a los barrotes y metiendo la cara le dijo:

—¿Es que no me va a decir nada, malparido? ¿No se supone que usted es como un brujo o alguna mierda? Hable, hijueputa, hable.

Byron se paralizó, no le respondía ningún tejido del cuerpo. El sargento abrió la celda y le dio un puño que le reventó la nariz. Ordenó que lo encerraran en el calabozo, sin luz y sin comida. En total oscuridad, con la nariz sangrando y un sabor ferroso en la boca, Byron supo que lo iban a matar al amanecer, lo iban a echar a esa misma fosa. Ni siquiera tuvo fuerzas para llorarse a sí mismo. Ni siquiera sintió compasión por el fin de su vida tan corta y tan gris. Ni siquiera pensó en su madre. Tampoco sintió rabia por morir en el cochino Ejército. Solo sintió compasión por su abuela Alba, ella que siempre le decía: «No, mijo, usted no puede prestar servicio, a usted allá me lo matan». Tenía razón la abuela, pero no sirvió de nada. Pasó las horas con el oído muy agudo, con la piel tensa, esperando el disparo.

Pero nadie vino a verlo. A la medianoche estalló un ruidajo. Se saltó la alarma y se escucharon botas que corrían por los pasillos. También se oían, claritos, unos aullidos, unos lamentos. Una gente gritando arengas en contra del batallón. Byron pensó que tal vez era una toma, que la guerrilla se había metido adentro y que los iban a matar a todos. Se refugió debajo de su catre y aguzó el oído. Lo más extraño es que, a pesar de todo el movimiento, no se escuchaban disparos ni estallidos. Eran gritos, voces, zapateos, corridas y la alarma punzante. Transcurrieron muchos minutos así, en los que la adrenalina tomó cada órgano del cuerpo de Byron y le cabalgó las venas despertándole el cuerpo. Estaba más alerta de lo que había estado nunca, los colores se hicieron muy vívidos y los contornos de todo se tornaron insoportablemente nítidos. Una hiperrealidad. Apareció la abuela Alba caminando muy tranquila y con una sola mano y sin hacer fuerza abrió la reja del calabozo de la misma manera en que abría la puerta del cuarto de Byron para saludarlo en las mañanas, así, sin ningún esfuerzo. Le sonrió. Byron escuchó en su cabeza un «Hola, mijo» y no la vio más.

Byron saltó como un gato asustado y se escapó. Corrió por los pasillos sin que nadie lo viera, con la alarma encima de su cuerpo, ensordeciéndolo. Cuando llegó a la cancha vio una bola de gente. El sargento daba órdenes, los soldados corrían, los campesinos espectrales los perseguían y chillaban. Los espíritus eran un solo chorro de llanto incansable, se pegaban del oído de uno y luego del otro y eran un gemido interminable. Algunos se tapaban los oídos, otros intentaban pegarles, otros simplemente corrían. Los espíritus seguían y seguían en un sollozo despiadado. Un llanto infernal que sonaba incluso más alto que la alarma. De repente apareció el mayor Medina con un grupo de hombres con ametralladoras y fusiles de asalto. En la mano tenía un megáfono. Con todos sus pulmones dio órdenes a la tropa: «¡Se callan, malparidos! ¡Toda la tropa enfilar para el prado detrás del edificio administrativo!». Los soldados corrieron en tropel detrás del mayor Medina, como buscando el ala de un padre. Se organizaron alrededor de la fosa invisible y recibieron la orden de disparar sin tregua. El tiroteo a la tierra duró más de veinte minutos. Las municiones entraban en el pasto haciendo volar pedazos de hierba y polvo. Era tan ensordecedor que los espíritus dejaron de hablar, o al menos ya no se les oía. Alguien apagó la alarma y se colaron las primeras luces del amanecer. Byron seguía toda la escena desde lejos, sin poder estar seguro del todo de estar viendo lo que veía.

Cansados, los soldados se sentaron sobre la fosa y tiraron las armas al suelo. Sudaban y temblaban. Miraban incrédulos a todo lado, no se atrevían a hablar. Miraban sobre todo al mayor Medina, como pidiendo una explicación. Pero el mayor también estaba desconcertado, respiraba agitadamente, ruidosamente. Byron vio cómo los espíritus se alzaban de nuevo en llanto y en altura, cercando a los soldados que estaban tumbados en el suelo. Eran más, se multiplicaban. Brotaban literalmente de la hierba. Como plántulas que crecen a toda velocidad. Una quejadera erecta que germinaba por todo lado. Una mata de muertos que se enredaba como planta de curuba en los cuerpos de los soldados. Un siempre verde de bosque húmedo y camuflado militar. Los monos también aullaban, y las vacas gruñían y los pájaros relinchaban, y el aire era fulgor quieto. Byron caminó de frente a la espesura, guiado por algo enorme, más grande que una certeza. Se internó en la selva florecida de soldados y de muertos. Los cuerpos de los vivos y las voces de los muertos se apartaron para darle lugar. El monte se abrió de tal modo que Byron quedó en pleno centro.

El aire se llenó de aire, como si todos pararan la crecedera y el dolor para respirar. Byron se sentó como los indios. Miró para abajo y se puso a llorar. Un berrido sin sonido, con toda el agua. La fauna y la flora y los soldados y los muertos y las voces y los fulgores y la selva lo miraron. Los muertos se organizaron en una fila muy larga, de metros y metros y metros, detrás del cuerpo escuálido de Byron. Estaban como pidiendo un turno y se impacientaban. Cambiaban el peso de rodilla, tosían y zapateaban. Cada zapateo era peor, porque hacía temblar la tierra y fantasmas más viejos se despertaban y se sumaban a la fila.

El batallón entero miraba. Tantos soldados inútiles, con sus dragoneantes, cabos, sargentos, tenientes y subtenientes. Y tanto más el capitán y el mayor, que no salían del miedo y del asombro. Y ni siquiera cerraban la jeta. Un batallón entero que no servía para nada y que solo estaba esperando que los muertos esos se comieran lo que quedaba del cuerpo de Byron y se acabara la joda. También se impacientaban los soldados, porque estaba subiendo el calor y no habían dormido nada. Ya se habían dado cuenta de que lo de los muertos no se solucionaba con bala y sentían que cada minuto que pasaban frente al cuerpito de Byron la realidad se fracturaba de manera más profunda y enferma. Ver eso que no podían dejar de ver era una angustia que les tomaba los cuerpos. Cada minuto del espectáculo los alejaba de la posibilidad de regresar a ellos mismos. Pero la vaina se prolongaba y el adolescente no se movía.

Se empezó a colar gente del pueblo y nadie hizo nada. Los vivos se ponían a mirar a Byron y los muertos que venían tras ellos se formaban en la fila infinita. La vieja del pelo retinto y la cara muy arrugada fue la primera que se acercó a Byron. Dejó frente a él una totuma con chicha y le tocó con cariño la cabecita. Tras ella se sumaron más viejas, que le dejaron flores de nardo, carne deshidratada, estampitas, velas de cebo, frutas y recipientes con agua. La última vieja le colgó un collar de piezas talladas en bejuco de yaré. El sol ya estaba rallando las coronillas de todos los presentes y los soldados tenían miedo de que la lloradera recomenzara. Apareció el cura y colgó su estola morada en el cuello de Byron. Detrás del sacerdote, veinte monjas muertas corrieron a ponerse muy lejos, por allá, en el final de la fila. Una llevaba en brazos un bebé que se parecía al bebé de García.

Byron parecía un muñeco de Año Viejo, o mejor, un escuálido sacerdote apocalíptico, aguantando sol y presión. Presión del calor, de los oídos, del propio corazón. Presión del batallón, de las chicharras y las viejas. Parecía un chamán futurista, único sobreviviente de seis guerras. Solo sabía quedarse quieto, aguantando, como si su cuerpo fuera lo que detenía el caos que se armaba cuando los muertos se juntaban en una avalancha con los vivos. Se quiso morir, se le llenaron las fosas nasales de rabia. Quiso morirse para no tener que ser pared, ni tener encima tantas miradas. Se tiró para atrás. Pensó que tal vez, si corría muy rápido, podía robarle el arma a cualquier soldado desprevenido y meterse un tiro rápido en la sien. Pero supo que no podía correr rápido, que no iba a ser capaz siquiera de correr. Con los ojos en las nubes descansó un poco de las miradas. Cerró los ojos y vio clarita la imagen de su abuela Alba cosiendo a mano un cadáver.

—Papito, es muy fácil, a esta gente hay que enterrarla.

Trató de sentarse de nuevo y no pudo. Tres viejas lo ayudaron. Con un hilito de voz, dijo:

—Ya sé lo que voy a decir.

Alguien le quitó el megáfono al mayor Medina y lo fue pasando de mano en mano. Se lo pusieron con fervor en la boca. Byron habló:

—Traigan toda la tela que puedan, tenemos que hacer por cada muerto un muñeco.

La gente se movió rápido, arrancaron manteles, sábanas, fundas, trapos de cocina y cortinas de baño. No quedó un pedazo de tela en Mitú sin saquear. Trajeron todas las agujas de todos los costureros y unas cuatro máquinas de coser que cargaron entre varios. Los que tenían ganado trajeron un camión lleno de heno para rellenar. Sin chistar, sin rezongar, sin quejarse, cada persona viva se puso a armar un muñeco.

Cada muerto escogió a un vivo para coser. La fila se hizo cada vez más pequeña y Byron por fin se desplomó. Los muertos se sentaban frente a su hacedor y arrancaban a contar su vida. Todos comenzaron por el mismo lado, mi nombre es fulano de tal y en esta tierra me mataron. De ahí las historias divergían. Había de todo. Muertos de todas las capas geológicas del tiempo, muertos de todas las violencias posibles, imaginables e inimaginables. Las gentes escucharon y cosieron muñecos sin parar. Las palabras se colgaban de los hilos y se bordaban en telas floridas. Las infancias, los traumas, las búsquedas, las muertes de millones surcando mares de hebras. Y un intenso olor a nardo y un día que parece infinito y detenido. Lo más enternecedor eran los soldados bordando: sacaban la lengua para concentrarse y hasta alguien diría que recobraban la más fiera ternura de la infancia.

Las voces de los muertos se iban transformando en susurros de colibrís, en sonidos de agua en el río manso, en movimientos fríos de anguila, en viento que no arremete. Las voces menguando en la tela, decantando en las manos, reposando en la cóclea de algún paisano. Lánguidamente, se fue haciendo el silencio y el día comenzó a ceder. El mayor les ordenó a los muchachos comenzar a cavar las tumbas. Cientos de uniformados, teñidos de luces rosadas y naranjas, echaron pala hasta el anochecer, mientras Byron seguía noqueado en el desplome de su sueño.

Cuando Byron despertó, reinaba el silencio. Ese que por unos minutos se da en la selva, cuando los animales diurnos se han callado y aún no suenan los de la noche. Ese que se da en el batallón cuando los muertos por fin se disuelven en el silencio. Vio un grandísimo funeral, que refulgía a punta de velitas y linternas. Los muñecos eran depositados con cuidado en los hoyos, había quien incluso besaba y abrazaba el cuerpo de trapo antes de dejarlo con delicadeza como un huevo mudo en su tumba. Se ayudaban para tapar con pala cada una de las tumbas y pasaban de mano en mano cantimploras y pañuelos y hasta unas yucas muy saladas. Byron comenzó a sentir que la belleza lo inundaba a raudales, como si todo estuviera perdonado de una vez y para siempre. De su cuerpo se desprendía un aleteo dorado y creyó que levitaba. Pero al alzar la cabeza se dio cuenta de que el zumbido provenía de un helicóptero Black Hawk que ya abría fuego sobre sus cabezas. Así venía el Ejército a recuperar el batallón que no respondió durante todo un día.

Byron alcanzó a pensar que era cierto lo que decía Alba: «La descuridad es más larga que la noche».

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