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Aserrín

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Chris Offutt
Chris Offut nos lleva a un pueblo perdido de Estados Unidos, en el que un joven con un pasado familiar oscuro se decide a terminar la escuela secundaria.

Nadie de este lado de la montaña acabó el colegio. Por aquí se valora a un hombre por sus actos, no por su supuesta inteligencia. Yo no cazo, ni pesco, ni trabajo. Los vecinos dicen que pienso demasiado. Dicen que soy como mi padre, y a mamá le preocupa que puedan estar en lo cierto.

Cuando yo era pequeño tuvimos un perro rastreador al que, tras un encontronazo con un zorrino, no se le ocurrió nada mejor que meterse debajo del porche. Gemía en la oscuridad y no quería salir. Papá le pegó un tiro. Siguió apestando, pero papá se sintió mucho mejor. Le dijo a mamá que cualquier perro que no supiera diferenciar entre un mapache y un zorrino merecía ser liquidado.

—Pero sigue ahí abajo —dijo mamá.

—Lo sé —dijo papá—. Yo también quería mucho al Patata. No creo que pueda enterrarlo.

Nos miró a mi hermano y a mí.

—Ni pienses en mandar a los niños ahí abajo —exclamó mamá—. Es tu perro. Tú lo sacas.

Se tapó la nariz y se puso a dar vueltas por la casa. Papá volvió a mirarnos.

—¿Ustedes lo huelen, niños?

A mí me lloraban los ojos, pero negué con la cabeza.

—Las cosas muertas apestan —dijo Warren.

—Lo mismo que tener esposa, a veces —dijo papá entregándome su rifle—. Toma, jovencito. Guarda esto y tráeme la caña y el carrete.

Entré corriendo a buscar su equipo de pesca. Cuando salí, papá estaba de rodillas alumbrando con la linterna lo que había debajo del porche. En el rincón del fondo estaba el viejo Patata, más duro que un jamón.

—Pesca a ciegas —dijo papá—. Al final hasta puede ser divertido.

Separó las piernas, batió la caña, y la tanza con anzuelo se coló zumbando en la oscuridad. Pescó un trozo de trapo. Volvió a lanzar y esa vez enganchó al Patata, pero solo logró arrancarle un pedazo de pellejo. En el siguiente intento se le quedó trabada la tanza. Tiró con fuerza, se rompió, la caña salió propulsada hacia atrás y golpeó a Warren en la cara. Mamá corrió desde la casa al oír sus gritos.

—¿Se puede saber qué hacen? —dijo.

—Se ha roto —dijo papá—. Una tanza con una línea de resistencia de casi cuatro kilos. Y un buen plomo echado a perder.

—Ya que estás, ¿por qué no vas y haces un agujero en el suelo, como cuando pescas en el hielo?

—No sé dónde habré metido la sierra.

—¡Eso es lo peor de todo! ¡Que hasta serías capaz!

Arrastró a Warren por los escalones de tablones grises y se metieron en casa. Papá partió la caña contra su rodilla.

—Nunca debí tener hijos —dijo antes de lanzar la caña destrozada pendiente abajo.

Un ave chilló hacia el cielo. Papá me agarró de los hombros y se inclinó para mirarme a los ojos.

—Yo quería ser doctor de caballos, ¿pero sabes qué?

Sacudí la cabeza. Sus dedos me hacían daño.
—Dejé los estudios antes de entrar en el instituto porque no tenía nada que ponerme. Igual que el resto de mi familia. Hasta el último.

Me soltó y me quedé mirando cómo su espalda encorvada desaparecía entre los árboles. Las hojas anchas de los álamos susurraban a su paso.

Unos años después, papá renunció a su rifle y se unió a la iglesia. Le regaló a Warren un cachorro, que se cayó del porche y se rompió una pata. Papá se pasó todo el día llorando. Yo me asusté, pero mamá dijo que su llanto era la prueba de que aún no había perdido el norte. Me dijo que tenía que sentirme orgulloso. Ese domingo papá se subió a un banco de la iglesia en mitad de la misa. Yo creí que había sido tocado por la Gracia Divina y que iba a ponerse a hablar en lenguas extrañas. El predicador interrumpió su sermón. Papá miró a su alrededor y juró por lo más sagrado que curaría la pata rota de nuestro cachorro o moriría en el intento. Mamá lo obligó a sentarse y a cerrar el pico. Yo me volví a asustar.

Después de la misa, papá llevó al cachorro hasta el nogal que había en la cumbre y estuvo todo el día intentando recomponer la pata. Seguía imprecando a Dios cuando mamá nos mandó a la cama. Encontró a papá por la mañana. Se había quitado el cinturón y se había ahorcado. En el suelo, a sus pies, estaba el cachorro con todas las patas rotas. Seguía vivo.

Tanto Warren como yo dejamos de ir a la escuela. Él consiguió un trabajo y ahorró. Yo me adentré en el bosque en busca de hongos, ginseng y raíces de podófilo. He estado en sitios en los que ni un conejo se atrevería a meterse.

El pasado otoño, Warren remolcó una casa rodante hasta una hondonada y se instaló allí. Me dijo que yo solo servía para cuidar a mamá. Dos veces por semana me acercaba andando a la oficina de correos de Clay Creek, al pie de la montaña. Era lo único que teníamos, aparte de la iglesia, y ambos edificios estaban pegados pared con pared, entre el arroyo y la carretera. Casi todo el mundo acudía a los dos sitios, pero mamá y yo nos dividíamos. Yo recibía más correo que ella, y ella tenía evangelio para tirar para arriba. Yo estaba suscrito a un montón de revistas y las leía y releía, incluidas las cartas de los lectores y los consejos para el hogar. Dejaron de llegarme porque nunca pagué.

Algunos días llegaba temprano a la oficina de correos para echar un vistazo a los criminales buscados. Sesenta fotografías abrochadas juntas, como si fuera un almanaque; caras de gente normal y corriente. Debajo de cada rostro figuraba la lista de lo que había hecho el retratado, dónde tenía cicatrices y si era negro o blanco. Me parecía de lo más raro mostrar una fotografía de alguien y precisar su color. Por aquí somos, sobre todo, de color parduzco. Yo no tendría el menor inconveniente en hablar con alguien que fuese de otro color, pero esa clase de gente nunca asoma el hocico por aquí. Nadie viene. De aquí, la gente se va.

Una tarde vi un anuncio en la oficina de correos para presentarse al examen GED. Decía que cualquiera podía rendirlo para obtener el título de secundaria en un centro estatal del pueblo, y eso me hizo pensar en lo que me había contado papá sobre abandonar la escuela. Nunca leyó nada aparte de la Biblia del rey Jacobo y cerca de un centenar de mapas. Papá coleccionaba mapas igual que otros crían perros; mapas grandes y mapas pequeños, preciados o de escaso valor. Se ponía a estudiarlos sobre un tocón hasta bien entrada la noche. Quería saber dónde quedaba la Tierra de Nod y quién vivía allí. El predicador le había dicho que se había perdido en el Diluvio. Papá no pensaba igual.

—Todos los sitios tienen que estar en alguna parte —decía.

Me pasé dos días deambulando por el bosque sin poder quitarme de la cabeza lo del examen GED. Estuve a punto de pisar una serpiente azul que tomaba sol sobre una roca. Nos quedamos un rato mirándonos, ella disparando su pequeña lengua bífida y yo sin poder pensar en otra cosa que no fuese presentarme al examen. La mayoría de la gente sale corriendo en cuanto ve una serpiente, sin pararse a considerar si es venenosa o si está viva. Con el examen pasaba algo parecido. Desaprobar no me haría ningún daño, y aprobarlo haría que todos los habitantes de la montaña supiesen que yo no era lo que creían que era. Puede que incluso cambiasen de parecer con respecto a papá.

A la mañana siguiente, fui hasta Rocksalt y me paré en la vereda. La gente me miraba desde los coches al pasar. Tenía la mano sobre el picaporte del local del examen y estaba empapado en sudor. Abrí la puerta. El aire era fresco y las paredes, blancas. Tras una mesa de metal había una señora pintándose las uñas de rosa. Me miró y volvió a centrarse en sus uñas.

—La barbería está aquí al lado —dijo.

—No quiero cortarme el pelo, señora. No me vendría mal, pero no he venido al pueblo a eso.

—Por supuesto —dijo como si se estuviera burlando de mí.

Hablaba muy deprisa y no siempre pronunciaba bien las palabras. Me pregunté qué la habría traído a las montañas. Las cosas debían de estar poniéndose muy feas si la gente de la ciudad venía a buscar trabajo aquí. 

—Vengo a presentarme al examen —le dije.

—¿Quién te envía?

—Nadie.

Se me quedó mirando un buen rato. Movió la mano como si estuviera espantando moscas y cuando se le secó el esmalte, abrió un cajón y me entregó un cuaderno de ejercicios. Era del tamaño de una revista, con anillos negros de plástico.

—Vuelve cuando estés preparado —me dijo—. Estoy aquí para ayudar.

Tardé cinco horas en regresar a casa y el calor no me afectó ni un poco. Para entonces, alguien que me había visto en el pueblo ya se lo había contado a un vecino que, a su vez, se lo había ido a contar a mamá en el grupo de oración. Así son las cosas por aquí. Un hombre estornuda y el estornudo llega a su porche antes que él.

—He oído que tienes pensado ponerte a estudiar para ser más inteligente que nosotros —me dijo mi madre—. Podrías ponerte a leer la Biblia, ya que estás.

—Ya me la he leído. Dos veces.

—Por lo menos no he criado a un pagano. Después de cenar me puse con los ejercicios. Lo que mejor me salía era la comprensión de lectura, lo peor, las matemáticas. Los hombres pueden lograr que un lío de cifras equivalga a una cosa distinta. Quizá por eso hay gente a la que le gustan tanto las matemáticas. Pero, por mucho que uno sume, una pila de leña para el horno nunca equivaldrá a un árbol. Todo eso hacía que me preguntase dónde iba a parar el aserrín en los problemas de matemáticas. Después de tanto cálculo, no quedaba ni rastro del trabajo, nada que limpiar, nada que mirar. Una secuencia de números era como una de esas bolas que regurgitan los búhos y que te encuentras en la mitad de una pista de caza. Sabes que el ave ha pasado por ahí, pero no qué dirección ha tomado.

Warren se metió en el jardín con su camioneta 4×4 tocando la bocina. Antes de que construyeran la fábrica de coches en Lexington, trabajaba en el pueblo. Ahora se pasa cada día tres horas al volante para ir al trabajo. Tiene una antena parabólica, un microondas y un reproductor de video.

Sus botas resonaron en el porche y la puerta principal se cerró de golpe. Entró en nuestro viejo cuarto.

—¿Qué pasa contigo, hermano? ¿Nos lo guardamos todo dentro y no nos atrevemos a contarlo, o qué?

Sacudí la cabeza. Tras la muerte de papá, Warren hacía lo posible por caer bien a todo el mundo. Yo, a la inversa.

—He oído que te ha picado el gusano del sabelotodo —dijo—. Y que vas a presentarte a ese examen en el pueblo.

—Lo estoy pensando.

—Deberías olvidarte y ponerte a trabajar en lo que sea. Así podrías llevar unas botas de piel de cocodrilo como estas.

Se arremangó la botamanga del pantalón.

—¿De dónde las has sacado? —le pregunté.

—De Lex. Tienen un centro comercial del tamaño de dos pastizales. Me las compré apenas las vi en la góndola. Y las pagué al contado.

—Te estafaron, Warren. Hace cerca de diez años que no fabrican cosas de cocodrilo. Están protegidos por el gobierno.

—¿Y cómo es que sabes tanto?

—Lo leí en una revista.

Warren frunció el ceño. A lo único que le daba credibilidad era a lo que salía por la tele. Para él, la gente de los anuncios era gente real. Supe que estaba furioso porque una vena del cuello se le hinchó gruesa como una lombriz.

—Debería patearte el culo con estas botas —me dijo.

—Y seguirán sin ser de cocodrilo.

—Pero seguirán siendo nuevas. —Me pisoteó los zapatos de trabajo que había pedido a través del catálogo de Sears and Roebuck—. Por el amor de Dios. Sigues usando estos putos pisamierdas de catálogo.

—¡Warren! —chilló mamá desde la cocina.

Que la gente dijera palabrotas horribles no le importaba mucho, pero lo de pronunciar el nombre del Señor en vano es algo que no podía
tolerar. Papá lo hacía solo para molestarla.

—¿Sabes para qué te va a servir ese examen? —dijo Warren—. Para volverte aún más lento de lo que eres.

Salió pisando fuerte, arrancó la camioneta y entró en el camino revolucionando el motor y cambiando bruscamente de marchas. Se alejó dejando una densa humareda de polvo a sus espaldas. Vi cómo la luna se alzaba por encima de Redbird Ridge. La noche trepaba por el valle. Salí y me senté en el viejo tocón donde papá se ponía a leer sus mapas. Antes la oscuridad me daba miedo, hasta que papá me dijo que era lo mismo que el día, solo que con el aire de otro color.

En una semana ya había hecho los ejercicios dos veces y estaba listo para presentarme al examen. Todos los habitantes de la montaña sabían lo que me traía entre manos. El predicador le garantizó a mamá un dulce lugar en el cielo por todas las penas que estaba teniendo que padecer en la tierra. Le aseguró que yo era demasiado testarudo para salir bien parado.

Lo estuve pensando en el bosque y resolví que igual no era tan malo ser testarudo. Yo no soy de los que arrancan flores silvestres para encerrarlas en casa, donde morirán mucho antes. Y no me verán talar un árbol que dé buena sombra en verano para que no me falte leña en invierno. Con lo del examen era la primera vez que me obstinaba en hacer algo en lugar de emperrarme en lo contrario. Justo en eso papá y yo nos diferenciábamos. Él era un cabeza dura en cosas sobre las que no tenía ni voz ni voto. Por la mañana recorrí la mitad del camino a pie antes de que parase un coche y me dejase ante la misma puerta del local del examen. La señora se sorprendió al verme. Me inscribió en un formulario y me pidió quince dólares. Me quedé callado.

—¿Tienes el dinero del arancel? —me
preguntó.
—No.
—¿Trabajas?

—No.

—¿Vives con tu familia?

—Con mi madre.

—¿Ella trabaja?

—No.

—¿Reciben asistencia social?

—No, señora.

—¿Cómo se las arreglan entonces tú y tu madre?

—No hablamos mucho.

Ella apretó los labios y sacudió la cabeza. Alzó la voz y comenzó a hablar con lentitud, como si yo fuera sordo.

—¿Y de dónde sacan el dinero tú y tu madre?

—Nunca nos ha hecho mucha falta.

—¿Y la comida?

—La cultivamos.

La señora dejó el lápiz y se apartó de la mesa inclinando la silla hacia atrás. En la pared, a sus espaldas, colgaba un retrato del gobernador en corbata. Me puse a mirar por la ventana la ferretería de la vereda de enfrente. Cuando papá murió, debía la mitad de una motosierra que acababa de comprar. Nos llegó una factura después del funeral y mamá tuvo que vender una colcha que había hecho su tía abuela para pagar la deuda.

Me estaba estrujando la cabeza sin llegar a ninguna conclusión.

Ya no había nada que vender. Warren me daría el dinero, pero jamás me atrevería a pedírselo. Me di vuelta para marcharme.

—Jovencito —dijo la señora—. Puedes presentarte de todas formas.

—No necesito su ayuda.

—Para los que viven en la indigencia es gratis.

—Estaré en deuda con usted —le dije—. Se lo pagaré antes de las primeras nieves.

Me hizo pasar por una puerta a un cuartucho sin ventanas.

Me apretujé en un pupitre y me dio cuatro lápices amarillos y el examen. Cuando terminé, me dijo que volviese en un mes para ver si había aprobado. Me dijo con voz dulce que podía presentarme al examen tantas veces como fuese necesario. Yo asentí y me marché del pueblo de vuelta a casa. No podía pensar ni sentir. Me vino bien caminar.

Lo estuve pensando en el bosque y resolví que igual no era tan malo ser testarudo. Yo no soy de los que arrancan flores silvestres para encerrarlas en casa, donde morirán mucho antes. Y no me verán talar un árbol que dé buena sombra en verano para que no me falte leña en invierno.

Cada noche mamá expresaba su preocupación por que me estuviese olvidando de mis orígenes, creyéndome superior a los míos. Warren ya ni me dirigía la palabra. Me dedicaba a deambular por las montañas pensando en todo lo que sabía acerca del bosque. Soy capaz de identificar un pájaro por el nido y un árbol por la corteza. El olor a pepino significa que anda cerca una víbora cabeza de cobre. Las moras más dulces son las que están más próximas al suelo, y como postes para cerca lo mejor es la madera de falsa acacia. Me hacía gracia tener que haberme presentado a un examen para enterarme de que vivía en la indigencia. Creo que ese conocimiento fue lo que hizo que papá perdiese para siempre el apetito. Cuando murió, mamá quemó sus mapas, pero yo salvé el de Kentucky. El lugar donde vivimos no aparece en él.

Me pasé tres semanas sin salir del bosque. Cuando por fin me acerqué a la oficina de correos, la correspondencia aún no había llegado. Estábamos a primeros días del mes y había un montón de gente esperando los cheques del gobierno. Los más ancianos estaban adentro, sentados, apartados del sol, y el resto, a la sombra de los sauces, junto al arroyo. Uno de los chicos Monroe le dio un codazo a su hermano y me señaló.

—Pero si es el letrado —dijo—, tomándose un descanso de sus libros. Oiga, letrado, ¿pretende volverse inteligente y rico de la noche a la mañana?

—Sí —dijo su hermano—. Va a abrir una casa de putas y va a dirigirla en persona.

Todos se rieron, incluso un par de ancianas con moños como piñas abiertas. Decidí olvidarme del correo y volver a casa. Entonces el primer chico me sacó de quicio.

—Tengo un cachorro enfermo en casa, letrado. ¿Eres tan bueno en eso como tu padre?

Tal y como funcionan las cosas por aquí, tenía que hacer algo más que pelear. Hay ocasiones en las que, para desquitarse, un hombre puede dejar pasar un año antes de pegarle un tiro al perro de otro hombre, pero con todo el mundo mirando no puedes hacer como si nada. Así es que me acerqué a su camioneta y le reventé una óptica. El menor de los Monroe vino corriendo, pero le hice una zancadilla y rodó en el polvo. El otro saltó sobre mi espalda y me desgarró la oreja de un mordisco. Por más que me revolvía, no podía zafarme de sus piernas. Y el muy cerdo no dejaba de darme puñetazos en la cara. Al final tuve que dejarme caer hacia atrás contra el capó de la camioneta para que me soltase. Entre dos ancianos contuvieron al otro. Atravesé el arroyo y me esfumé por la pendiente pronunciada que conducía a mi casa. No dejé de escupir sangre en todo el camino.

Mamá no dijo ni mu al enterarse del motivo de la pelea.

Warren se presentó a la noche siguiente.

—Encontré a uno en el arroyo y al otro en el nacimiento del Bobcat Holler —dijo—. No volverán a hablar así jamás.

—¿Les diste una buena?

—Te aseguro que no lo olvidarán.

Warren había recibido uno o dos golpes en la mandíbula y se le había vuelto a hinchar la vena del cuello. A mi hermano no lo derribarías ni con un palo.

—¿Sigues empeñado en tener ese examen? —dijo.

—El viernes busco los resultados.

—Yo iré a comprarme una tele a pilas.

—¿Para qué?

—Para sentarme a verla.

—Yo igual, Warren. Yo igual.

Se llevó los dedos a la zona inflamada debajo del pómulo. Se encogió de hombros.

—Pelearé por ti, hermanito. Y también por papá. Pero jamás entenderé las cosas que hacen ustedes dos.

Salió y abrió la puerta de la camioneta con los pulgares. Tenía destrozados los nudillos de ambas manos y trataba de no doblar los dedos para que no se le abrieran las costras. Una ya le supuraba un poco. Arrancó el motor en segunda para no tener que cambiar de marcha y se largó manejando el volante con las manos abiertas. Me quedé mirando hasta que el polvo volvió a asentarse.

El viernes recorrí el borde superior de la ladera que coronaba el arroyo hasta el pueblo. Rocksalt se encuentra en un amplio valle en medio de las montañas. Nunca lo había visto desde arriba y me pareció bastante pequeño, nada que pudiese dar miedo. Descendí la pendiente, crucé el arroyo y seguí por la vereda. Me quedé un buen rato plantado frente a la puerta del edificio. Todavía podía irme y no enterarme jamás de si había aprobado o no. Ambas opciones me aterraban. Abrí la puerta y me asomé.

—Felicidades —dijo la señora.

Me entregó un certificado en el que decía que había obtenido el título de bachillerato. Mi nombre estaba escrito en tinta negra. Un poco más abajo, había un sello dorado y la firma del gobernador.

—Tengo un formulario de solicitud de empleo para ti —dijo ella—. No es promesa de nada, pero ahora estás calificado. El siguiente paso es conseguir trabajo.

—Lo único que quería era esto.

—¿No quieres trabajar?

—No, señora.

Ella suspiró y bajó la mirada mientras se frotaba los ojos. Se apoyó en el marco de la puerta.

—Hay días en que no sé ni qué hago aquí —dijo. 

—Como todos —dije yo—. Por aquí lo único que esperamos la mayoría es la muerte.

—Eso no tiene gracia, jovencito.

—No, pero lo que sí la tiene es que, aun siendo así, todo el mundo se levanta asquerosamente temprano.

—Pues a mí me gusta remolonear y levantarme tarde —dijo.

Ella seguía sonriendo cuando cerré la puerta a mis espaldas.

Había hecho todo lo que un hombre podía hacer para acabar los estudios y no me sentía tan mal. A la salida del pueblo me di vuelta hacia la hilera de edificios de dos plantas. Papá solía decir que un hombre inteligente no tenía nada que hacer en el pueblo, pero ahora sabía que se equivocaba. Cualquiera puede ir al pueblo cuando quiera. El pueblo no es más que un puñado de gente que se ha juntado a vivir en el único espacio abierto entre las montañas.

Me desvié del camino y avancé a campo traviesa entre las plantas hasta llegar a la orilla del arroyo. Era el mejor sitio para encontrar botellas de gaseosa, y todavía le debía quince dólares al Estado. 

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