Tengo conocimientos anacrónicos que no deberían estar en mi cabeza. Sobre todo, porque no son datos que le correspondan a mi edad. Se trata de frivolidades de los años treinta a los años sesenta: cantantes y letras de tango, nombres de locutores de radio, programas de televisión anteriores a mi nacimiento, versos pornográficos ingenuos, mitologías de pueblo, leyendas improbables, y cosas así. Algunas noches de insomnio me pregunto: ¿por qué me sé de memoria estos versos, o me emociona esta historia tan mala? ¿Por qué recuerdo los nombres de estos actores cómicos? ¿Por qué puedo silbar esta melodía, o reírme de este chiste con referencias antiguas? Y la respuesta suele ser siempre la misma: debo de haber escuchado esto de alguno de mis cuatro abuelos. Nunca digo «mi abuelo me contó» ni «mi abuela me dijo», porque la mayoría de las veces solo los escuchaba hablar en la mesa sin que supieran que yo estaba atento, o los oía conversar con otros adultos mientras yo sentía curiosidad y aburrimiento (las dos cosas a la vez). Yo, en silencio, con cara de nada, y ellos, hablando de las cosas de su época. Todo lo que sé de turf (que es muchísimo más de lo que debería), todo lo que sé sobre la pesca de río, todo lo que sé acerca del cantante Francisco Fiorentino, todo lo que sé sobre «los cinco grandes del buen humor», todo lo que sé de revistas antiguas, y juguetes de madera, y tejido a crochet, y la cantante Milva, todo lo escuché de ellos o lo supe al revisar sus cajones durante las horas interminables de la siesta. Cuanto más viejo me hago, mejor me acuerdo de los detalles. Y también me da por pensar que, si en aquellas épocas yo hubiera tenido una tablet o un teléfono inteligente como el que usan ahora los niños de siete años mientras sus abuelos hablan de su época, hoy recordaría solo cosas de mi propia infancia: la Pantera Rosa de mi iPad, el Tom y Jerry de mi TikTok, la Gachi Ferrari de mi Instagram… Porque no estaría atento a las conversaciones de mis abuelos. Y creo que ahora los abuelos tampoco conversan, sino que están con el Gardel de su Facebook, etcétera. Ya casi nadie conversa mucho, y no lo digo como queja. Solo señalo estas vaguedades desde esta revista anacrónica de papel, en un mundo ya sin papel, porque quizás esta revista siga en tu cajón cuando seas un abuelo. Porque quizás dentro de mucho tiempo un nieto o un bisnieto la lea. Y no sepa de qué hablábamos hoy, este hoy que fue hace tanto, tanto tiempo.
Hernán Casciari