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Azul

Escribe
Juan Games
Azul relata la historia de la sobrina del narrador, una joven ciega que utiliza una cámara de fotos instantáneas como su ventana al mundo.

No soy bueno pintando uñas. Supongo que es falta de práctica nomás. De todas

formas ella insistió en que le pintara las de los pies. Quiso el esmalte azul; como su

nombre, dijo, y se sentó en el sillón cerca de la televisión. Arrimé la mesa ratona para

que ella pudiera apoyar las piernas y me acomodé en el piso, con el esmalte ya abierto.

Mientras pintaba, Azul escuchaba Toy Story que la pasaban por televisión.

—¿Y? ¿Cómo quedaron? —me dijo cuando terminé.

Le miré los pies. Ni una sola cutícula se había salvado.

—Bastante bien —dije.

—¿Ya se puede tocar?

No esperó mi respuesta y se estiró para palpar la uña del dedo gordo. Todavía estaba

húmeda.

—Uy ¿La arruiné?

Había quedado marcada su huella pero le dije que no se preocupara, que la uña

seguía impecable. Ella apoyó la mano manchada en el sillón y dejó una marca azul en el

medio del almohadón. Me imaginé que la casa de mi hermana Maggie en Panamá debía

tener manchas por todos lados. La mire a Azul; movía los dedos de los pies para que se

le secaran más rápido. Le soplé las uñas.

—Ya está. Esmalte seco —dije después de unos segundos.

Ella estiró las manos y se recorrió los dedos.

— Guau. Quedaron buenísimas, ¿no?

—Buenísimas —le contesté.

—El azul siempre queda bien. Mamá dice que combina con todo.

— La verdad que sí —dije. Pensé que le podría haber pintado las uñas de rojo y ella

igual iba a estar contenta, convencida de que eran azules.

— ¿Tío, vos de qué color te las pintarías?

—Mmm… que difícil. Capaz que verdes.

—¿Por?

—No sé. Me gusta, me tranquiliza…

—Las plantas son verdes.

—Exacto.

—¿Y azul? ¿Por qué no te pintarías de azul?

—Si, obvio. De azul también.

—Si querés, yo te puedo pintar.

—¿Te parece? —vi que el deseo se le escapaba por toda la cara — Bueno, está bien.

—¿Las de las manos?

—Las de los pies mejor.

Ahora, los dos con las uñas decoradas, estábamos listos para encarar el día.

—Pará. Pasame mi cámara de fotos —dijo.

La Navidad anterior le habían regalado una cámara instantánea, tipo Polaroid, pero

más moderna. En Panamá había ido con Maggie a una exposición de fotógrafos ciegos y

había quedado encantada cuando su mamá le contó qué era lo que se veía en cada una

de las fotos. Al salir de la exposición había dicho que cuando fuera grande ella también

quería ser fotógrafa.

Le alcancé la cámara. Sus dedos la recorrieron e identificaron el lente y el flash. La

acomodó de forma vertical y la acercó a sus pies.

—Tenés que poner los tuyos al lado de los míos…

Obedecí rápido y ella, sin usar el visor, disparó.

Mientras esperábamos a que la imagen apareciera Azul me contó que le encantaban

todos los ruidos que hacía la cámara, desde el click del botón, hasta el pitido del flash

cuando se cargaba. También me dijo que estas fotos le gustaban porque le habían

contado que al principio no se ve nada, como si por unos segundos todas las personas

que esperan que aparezca la foto fueran un poco ciegas.

—¿Ya se ve algo? —dijo.

—Si, todavía está clara, pero se va formando…

—¿Qué?

—La mesa. Y el vaso de Sprite. Y acá abajo, justo en el borde, aparecen tus deditos

con las uñas azules.

—¿Y los tuyos?

—Mi dedo gordo, acá en el rincón, como queriendo colarse.

—¿Es linda la foto?

—La verdad que sí. Muy linda.

Azul me palpó el brazo hasta llegar a mi mano y me puso la foto en la palma.

—Entonces te la regalo.

Para que ella pudiera ser lo más independiente posible durante la semana en que se

iba a quedar en casa tuve que reacomodar un par de cosas siguiendo sus indicaciones.

Arrancamos con la heladera: los lácteos en el estante de arriba, el pan y el fiambre en el

medio, las verduras y frutas en el cajón. Después corrimos muebles de lugar, guardamos

las sillas que sobraban y desenchufamos cables que atravesaban el paso. Su memoria era

bastante ágil y se acomodó rápido a la distribución de la casa; al segundo día ya

caminaba por el living sin su bastón. Al tercer día me desperté y no la vi en su cuarto.

Fui al living y a la cocina. Nada. Me asusté.

—¿Azul? —grité.

—¡Hola! —escuché su voz, pero no la veía.

—¿Dónde te metiste?

—Estoy acá afuera.

Había salido de casa y estaba sentada contra la pared del pasillo del PH.

—¿Vos me querés matar de un susto? —dije.

—Shhh… —Apuntó hacia arriba.

En el reborde de la medianera un pájaro había hecho su nido. Se asomaba para

vigilarnos mientras su pichón no paraba de piar.

—Está cantando así hace horas —dijo Azul.

—Debe querer desayunar. Nosotros podríamos hacer lo mismo.

—Yo ya me comí dos mandarinas.

—¿Con el permiso de quién?

—Mío —Sonrió y me extendió su mano para que la ayudara a pararse.

—¿Estaban ricas?

—Muy. Las dos tenían nueve gajos.

Esa noche la invité al teatro Colón. Una amiga me había regalado las entradas así que

allá fuimos, a sentarnos arriba de todo. Azul escuchaba fascinada los ruidos que subían

de la gente que se acomodaba. Me pidió que le describiera el lugar; yo traté de

explicarle lo alto que estábamos. Le conté de las caras apoyadas al borde de los palcos,

del piano, de los músicos que iban entrando.

Los de la orquesta empezaron a afinar sus instrumentos y Azul quedó hipnotizada.

Me pidió que no hablara más y se agarró fuerte de los apoyabrazos de la butaca, como si

se preparara para el arranque de una montaña rusa. Entró el director de orquesta, el

público aplaudió y Azul me preguntó que estaba pasando. —Ahora sí —le dije —,

preparate que ya está por arrancar.

A los pocos minutos, cuando los trombones sonaron por primera vez, Azul levantó

los brazos y movió el torso en una especie de baile torpe. Me di vuelta para ver si le

estaba tapando la vista a alguien. La señora sentada atrás de ella me hizo un gesto de

reproche. Le toqué el hombro a Azul.

—¿Qué pasa? —dijo. Tenía una sonrisa que parecía cubrirle toda la cara.

—Nada… quería saber si estabas bien.

—Súper bien. Estoy bailando.

—Ah… Genial.

Siguió moviéndose. Yo cerré los ojos y traté de concentrarme en la música. No volví

a mirar hacia atrás.

El resto de los días nuestra rutina fue bastante parecida. Nos despertábamos, Azul

escuchaba un rato al pajarito del nido y me preguntaba si había cambiado desde el día

anterior.

—No, sigue igual de desplumado.

—Pero canta más fuerte.

—Sí, como si cada día tuviera más hambre.

—Es un gordinflón.

Después desayunábamos y salíamos a pasear. Un día fuimos a lo de mis padres,

estaban los tres hijos de mi hermana Lucía. Mientras yo hacía el asado Azul vino

llorando. Manuel, el mayor de los chicos, la traía agarrada de la mano.

—Fue sin querer.

—¿Qué le hicieron?

Mamá la abrazó y trató de calmarla.

—Pidió ser arquera y bueno…

—¿Y vos le diste un pelotazo, boludo?

—Se me escapó…

—Pedile perdón.

—Ya le pedí.

—Bueno, pedile de vuelta…

—Perdón Achu. Fue sin querer.

—¿Por qué no juegan a algo más tranquilo? —dijo mamá.

—Es que es re aburrido…

—¿El qué?

Manuel bajó un poco la voz.

—No se puede jugar a nada con ella.

Miré a Azul. Lo había escuchado. Me agaché y agarré la pelota.

—Muy bien, se acabó el futbol.

—¿Por qué? —preguntó el menor de los tres.

—Porque lo digo yo. Ahora van a ver lo que es aburrirse de verdad.

Le pregunté a Azul si estaba bien. Asintió con la cabeza.

—¿Querés que vayamos a caminar por el barrio?

—Si vienen los chicos —dijo.

El viernes amanecimos y estaba lloviendo. Azul me pidió permiso para cocinar una

torta. Me dijo que ella era buenísima haciéndolas y que su mamá siempre la dejaba.

Llamé a Maggie por Skype para que nos pasara bien la receta. Compré los ingredientes

en el chino de enfrente, se puso un delantal y se adueñó de mi cocina. Sus manos

recorrían la mesada en busca de los distintos elementos, usando los meñiques como dos

antenas. Me sorprendió la velocidad con que se movían, la forma en que agarraban el

cartón de leche, una localizando la boca, y la otra inclinando el liquido sobre la mezcla.

Azul me dijo que me fuera a hacer otra cosa, que la estaba poniendo nerviosa y las

tortas con nervios salen desinfladas. Me senté a trabajar en la mesa del living, pero en

ángulo para poder verla.

Una hora más tarde, cuando le avisé que yo ya estaba con hambre, Azul se abrazó a

la heladera y me dijó que la torta todavía no estaba lista.

—¿Cuál es el punto de hacer una torta si no puedo probarla?

—Sí vas a poder probarla, pero no ahora. Hay que comerla bien fría.

—Cinco minutos más, cinco minutos menos, es lo mismo…

—¿Hola Siri, qué hora es? —dijo en voz alta.

El celular de Azul, sobre la mesada, se activó y con voz de mujer dijo que eran las

diez y media.

—¿Ves? Faltan quince minutos, no cinco. La receta pide treinta y cinco minutos de

heladera. ¡Como mínimo!

Cuando por fin pude probar la torta, los confites estaban mal desparramados, pero de

sabor no había nada para reclamarle.

El último día de su visita me desperté y la encontré en el sillón del living escuchando

un audiolibro de Roald Dahl. Le pregunté si ya había desayunado y me dijo que se había

comido una mandarina de diez gajitos y una parte del último pedazo de torta que

quedaba.

Le pregunté qué tenía ganas de hacer en su último día y abrí la puerta de entrada para

ver si estaba nublado. En el piso, frente a mi, vi al pichón. Estaba muerto. Miré para

adentro. Azul parecía distraída con el cuento. Busqué la escoba, y abrí al máximo la

canilla de la pileta para que ella no me escuchara barrer. Volví a salir. Despacio, empujé

al pájaro con la escoba hasta que logré acomodarlo sobre la pala. Ya empezaba a tener

olor rancio. Puse una capa de papel de diario sobre el piso y dejé caer al pichón arriba.

Lo envolví y entré a casa. Levanté la tapa de la basura y, con cuidado, apoyé el paquete

en el fondo.

—Achu, ¿querés que salgamos a comprar alfajores para tus amigos?

—No.

—¿No les vas a llevar ningún regalo?

Bajé despacio la tapa.

—No —dijo.

Me lavé las manos, cerré la canilla y fui a sentarme al lado de ella.

—¿Estás bien?

Tardó unos segundos en contestar.

—¿Cuándo vas a venir a visitarme a Panamá?

—Capaz en diciembre.

—Todos los años decís lo mismo…

La despedida fue un abrazo que duró varios segundos. Le dije que la quería y que la

iba a extrañar mucho. Ella me dijo que cuando llegara me iba a llamar por Skype. Papá y

mamá la estaban esperando en el auto. Abrí la puerta de atrás para que Azul subiera.

—Chau petisa.

—Chau altote.

El auto arrancó.

Entré a casa y la sentí silenciosa. Traté de trabajar, pero me costaba concentrarme, así

que fui a la heladera a buscar algo para comer. Cuando la estaba por abrir, noté un

detalle nuevo. Sostenida por un imán había una foto. La miré. Estaba fuera de foco y un

poco sobreexpuesta. Pero en el medio, sobre las baldosas, con la cabeza torcida, con el

cuerpo tieso, se veía claro la forma de un pajarito muerto.

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