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Belindia

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Diego Fonseca
Diego Fonseca juega con la idea de Estados Unidos como Belindia: riqueza y modernidad de Bélgica para los más educados, pobreza e ignorancia de la India para las masas.

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El próximo presidente norteamericano tendrá entre manos las brasas calientes de una crisis más grave que la Gran Depresión de 1929. En aquel tiempo, Estados Unidos marchaba a convertirse en el líder de Occidente y al mundo lo conectaban unos pocos teléfonos y aviones muy caros. La humanidad, el dinero y la información circulaban más lento. Ahora ocurre lo contrario: Estados Unidos es dominante pero está a punto de perder su hegemonía global por pasarse décadas barriendo sus problemas bajo la alfombra, vivimos 24/7 en tiempo y el dinero vuela de Tokyo a Frankfurt con un clic. No es un planeta para ser dirigido por personas de ideas estrechas.
Estados Unidos es cada vez más una economía enfocada en comercio, servicios y tecnología que en fábricas que producen autos, juguetes o licuadoras. A medida que las máquinas y los obreros más baratos del mundo absorbieron esas funciones, los trabajadores americanos menos educados se convirtieron en proletarios sufrientes. Esos obreros que apenas han terminado la escuela secundaria son los protagonistas de las líricas de Springteen en Born in USA y los documentales de Michael Moore por algo más que su valor simbólico: los que se están quedando fuera del mercado son seis de cada diez trabajadores estadounidenses. Que Apple piense el producto para que lo fabrique una empresa paraestatal de Guangzhou es un buen negocio para Steve Jobs y para China pero no para un operario industrial de Michigan.
Una provocación, el sueño de sus enemigos: Estados Unidos como Belindia. La riqueza y la modernidad de Bélgica para los más educados; la pobreza y la ignorancia de la India para las masas.
Las clases en Estados Unidos se están separando cada vez más. Entre 2002 y 2007, antes de la crisis, dos de cada tres dólares de aumento del ingreso fueron a manos del uno por ciento más rico del país, gente odiosa como Donald Trump y cool como George Clooney.
Ya durante la crisis, esos ricos perdieron mucho menos que los más pobres y que la clase media. Hoy, una familia americana promedio debe
todos los meses el cinco por ciento de su ingreso; hace cuarenta años, ahorraba el quince.
En una sociedad sobreendeudada, la libertad de los individuos para tomar decisiones se reduce a micrones.

JJ fue camionero y ahora tiene un restaurante. Llegó a la capital a apoyar al Tea Party, la última bestia negra del sistema de partidos en Estados Unidos. La primera de esas bestias negras fue Barack Obama, que atropelló a la aristocracia demócrata y republicana en las primarias y la elección presidencial de 2008. Obama venía de los suburbios del sistema político, pero mientras él llegó para ser un presidente previsible, el Tea Party quiere encender hogueras. Para ellos, una plutocracia de burócratas, empresarios y medios les robó América, la endeudó y la sostuvo sin dignidad con el dinero de los árabes, los chinos y Japón.
JJ —«me llamo James Joseph pero me dicen JJ»— se quita el sombrero de Chindits y lo deposita en el banco de madera justo al lado de su culo de camionero. Es julio, es verano y JJ se derrite bajo el sol y la humedad tropical, tan inapropiada, tan desubicada, de Washington DC.
—Este país está jodido —dice JJ—. Un francés acá, un africano allá.
El francés-acá es la estatua de un francés: el Marqués de Lafayette monta un caballo brioso, las manos al cielo, presidiendo el centro de Lafayette Square, frente a la Casa Blanca.
JJ no sabe muy bien quién es Lafayette. Lo asume: si está en un caballo y frente a la sede del gobierno federal, fue un militar importante y merece respeto, pero era francés, y por alguna razón eso es un problema.
Lafayette fue general y coronel de caballería de George Washington durante la Guerra de la Independencia. Empujó a los ingleses al agua en Virginia, escribió los borradores de la Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano en París y, después de escapar de los jacobinos, regresó a las bancas de la extrema izquierda de la Asamblea Nacional para pedir la prohibición de la pena de muerte y la eliminación de los privilegios de los nobles. Cuando murió, cubrieron el cuerpo con tierra de Virginia y plantaron la bandera de las barras y estrellas sobre él porque es un patriota estadounidense.
Pero JJ, que es un patriota libertario, no lo quiere.
—¿Cómo podemos tener una estatua de un francés justo aquí? ¿Por qué no George Washington?
El africano-allá es Barack Obama, un hombre que según JJ y millones de enojados como él hace como que es presidente sin saber bien de qué va eso. Aquí, en Lafayette Square, el enojo de JJ está escrito en negro sobre blanco en la camiseta que el sudor le pegó a la piel: «Una villa en Kenya extraña a su idiota».
JJ es obtuso. No cree en casi nada más que en Dios, en su familia, alguna idea abstracta como perseguir la felicidad y otra más naturalmente americana como portar armas. El camino a la felicidad, en la cosmogonía de JJ, pasa porque el gobierno no lo acose con impuestos y le deje hacer con su vida lo que le da la real gana. El plan de portar armas es todavía más concreto. JJ tiene dieciséis y quiere más.
—Para matar conejos y venados, esas cosas, tú sabes.
No, no sé y no quiero saber.
Un miembro del grupo se acerca. Irán al mausoleo de Abraham Lincoln, sobre el río Potomac. El tipo —hueso y músculos muertos, bigote atabacado, anteojos espejados— quiere hacer fotos en las mismas escaleras donde meses atrás Glenn Beck, un locutor de radio convertido en ideólogo informal del Tea Party, reunió decenas de miles de conservadores molestos con Obama —muy molestos— y desencantados de los líderes republicanos para que entre todos recuperen, dijo, el honor perdido de América.
—Estamos locos de rabia —dice JJ, como si hiciera falta.

En 1773, el Parlamento británico sancionó el Acta del Té para que la Compañía Británica de las Indias Orientales pudiera ampliar su monopolio vendiendo la hierba a precio reducido en las colonias. El Acta alteró los nervios de los súbditos y de los contrabandistas de té americanos; el dieciséis de diciembre un grupo de ellos asaltó tres barcos de su Honrosa Majestad en Boston y arrojó la carga de té a las aguas de la bahía. El Motín del Té —en inglés, The Boston Tea Party— sirvió para protestar por los impuestos que Inglaterra cargaba a las colonias y armar el brazo para la independencia.
Figura conocida, primero la tragedia; salto de dos siglos y chirolas: el Tea Party como farsa.
Los primeros teteros se hicieron notar en 2008 —después de que se pinchó la burbuja inmobiliaria y George W. Bush rescató a los bancos con fondos públicos—, pero su fuerza se multiplicó con Obama. Los anfitriones conservadores de los shows de TV y radio enrabietaron a sus audiencias cuando Obama, el presidente demócrata, salvó también de la quiebra a las automotrices, y volvieron a hacerlo cuando presentó la reforma de salud y la de Wall Street, y cuando promovió migrar hacia energías más limpias, y cada vez que habló de crear una escuela más moderna y secular.
La derecha tomó velozmente las calles —un territorio que en el mundo pertenece a la izquierda y en Estados Unidos a los autos— y en menos de dos años llevó un buen puñado de hombres y mujeres a la Cámara de Representantes y al Senado. Quienes postulan el retorno a un pasado idílico en el que estaba de moda la peluca del tipo de Quaker, ahora toman o traban las decisiones del último gran imperio de Occidente.
La oratoria del Tea Party es un puñado de dogmas innegociables. En la Constitución de Estados Unidos y en la Declaración de Independencia, dicen los teteros, los Padres Fundadores escribieron con verdad profética las libertades que Dios legó a los individuos. Y como todo buen creyente sabe, la ley moral de Dios es inmutable y no puede ser modificada por el hombre. Por eso, en la América del Tea Party hay lugar para decir lo que se quiera y portar un arma —eso está en la Constitución—. Pero no para ilegales, abortistas, gays ni socialistas europeos —que no están en la Constitución—.
El Tea Party tuerce los extremos de cualquier filosofía antisistema. Sus miembros son mayoritariamente hombres, libertarios, nacionalistas y cristianos. Dicen representar a la América profunda, pero buena parte de sus líderes son millonarios, sus principales financistas son petroleros e industriales y en su base está la clase media, no los pobres de toda pobreza.
El Tea Party es, también, otras varias cosas más inasibles. Es un organismo vivo, sin plataforma escrita ni mando ni líder central sino células dispersas en todo el país que operan como guerrillas. Mucha gente enojada, que cree poseer una verdad revelada por Dios y que es muy blanca. Es basismo inorgánico, tribunales populares en la corte de facebook, un fundamentalismo de decisiones finalistas. El Tea Party es un lío enorme, un gran dolor de cabeza. Es La Cosa.
—Somos América —dice JJ.

América está en serios problemas.
El tísico crecimiento de los últimos años dependió en buena medida de los fondos de ayuda del gobierno para que las empresas tomen empleo y los consumidores, que generan seis de cada diez dólares del PIB, compren más autos, casas y chucherías y gasten en iPads, iPhones y vacaciones. Todo eso debiera permitir al Estado recaudar más, pero si no recauda debe tomar más deuda para financiarse y su deuda ya es ozónica. Tampoco puede subir los impuestos: en este Estados Unidos es un pecado capital.
El dos de agosto, la fecha límite para que el gobierno iniciara una escalera de impagos de la deuda, al Tea Party no le importó nada de eso. Sus representantes y los republicanos aceptaron fijar un nuevo límite de endeudamiento solo a cambio de que la Casa Blanca reduzca el gasto social y, a largo plazo, la deuda y el déficit. Pero, y ahí está el truco, debe hacerlo sin incrementar los impuestos ni eliminar exenciones tributarias que, básicamente, benefician a los ricos. El acuerdo coincide con esta figura: primero se venda el pie herido; luego se le echa encima un piano.
Nouriel Rubini, el economista que adelantó la crisis de las hipotecas tóxicas, definió en twitter el modo en que los teteros entienden el mundo: «Cerremos la Reserva Federal, los bancos y volvamos a esa bucólica economía autárquica del trueque donde yo te vendo mis papas por tus tomates».
El tironeo por la deuda —el primer reality show político global— hirió la confianza en la habilidad de Estados Unidos para manejar sus asuntos internos, que equivalen en buena medida a los asuntos del mundo. La historia que siguió aún huele a pan fresco. La calificadora de riesgo Standard & Poor’s rebajó la calidad del crédito estadounidense, el precio del petróleo volvió del cielo a la Tierra Media y los productos agrícolas bajaron de Saturno a, digamos, Mercurio. Los inversores, mientras, se convirtieron en chihuahuas histéricos que saltan de una bolsa a la otra o al oro o al yen o a los títulos de deuda y que lo harían también a un acuario con tiburones si eso preservase el valor de su dinero —o los hiciera más ricos—.
El problema de los políticos estadounidenses es que no pueden sacar la cabeza del cepo. Los republicanos lanzaron en agosto su campaña para las elecciones de 2012 y a poco de andar el campo se llenó de esoterismo. Hace no mucho tiempo confiaban en que podrían controlar al Tea Party pero el desquicio de la deuda demostró que los dueños del manicomio son los locos. Como comparten base electoral y la base gusta de los disparates teteros, los republicanos han debido migrar a posiciones tan jacobinas que su candidato más moderado, el exgobernador de Massachusetts, Mitt Romney, parece un demócrata. Uno de los que tira hacia el extremo es el gobernador de Texas, Rick Perry, quien hace unos meses reunió a treinta mil cristianos en Houston para pedirles que recen por la recuperación de la economía y para que el Señor se lleve la sequía del estado y lo bendiga con una lluvia.
Pero el extravagante Perry no es la peor manzana del cajón. La figura profética que más devotos suma se llama Michele Bachmann, una cruzada contra todo lo que no responda al designio divino, llámese Washington, los gays o las lámparas fluorescentes que ahorran energía.

Los teteros no dudan: creen. Y Michele Bachmann es una conservadora literal: para ella, Dios no quiso decir algo en la Biblia; Dios dijo.
Su incontinencia verbal es una amenaza para la paz mundial. En un acto en Carolina del Sur a inicios de año, dijo que veía a Obama demasiado ocupado inclinándose ante reyes, agachándose ante dictadores, oliéndole el trasero a las élites de Europa y mimando a los yihadistas. Según Bachmann, Obama está consiguiendo un imposible: hacer que Jimmy Carter luzca duro como Rambo.
Bachman —bajita, ojos claros que se abren como si le hubieran pisado el pie, voz firme— es una abogada cristiana ortodoxa que dirigía su propia escuela religiosa cuando, apropiadamente, Dios le dijo que debía tener una carrera política. Su principal influencia intelectual es John Edismoe, un profesor fundamentalista que una vez afirmó, sin sombra de dudas, que hoy Jesús predicaría armado con un M16. Por sus enseñanzas, Bachman cree que la mujer debe ser sumisa y obediente del hombre y que los gays son seres aberrantes, que eligieron ser esclavos, y que quienes defienden el matrimonio del mismo sexo quieren convencer a los niños americanos de probar la homosexualidad.
Muchos líderes del Tea Party comparten su desprecio por la duda cartesiana y la verdad científica y favorecen los principios religiosos, los viejos dogmas o sus propias invenciones mesiánicas. Cuando no es una visión divina, la realidad para un tetero es un ejercicio de ficción personal. (Lo más grave de todo es que les creen.)
Sarah Palin, la candidata republicana a la vicepresidencia en 2008, inició el camino. Palin hizo un arte del palabrerío impune sin lógica, pero eso no ha hecho sino aumentar su popularidad. El ciudadano pedestre encontró en ella una heroína. «En nuestra política moderna, ser la clase correcta de ignorante entretenido es como tener una gran mano derecha en el boxeo», escribió Matt Taibi en Rolling Stone. «Siempre tendrás una oportunidad de pegar duro.»
Palin asustó al establishment cuando amenazó con su candidatura presidencial, pero finalmente encontró más atractivo hacerse millonaria con su propio reality show y una autobiografía. Palin dejó Alaska y se compró una mansión en Arizona. Bondades del estrellato veloz, sin mérito alguno pero con fama, ahora bendice a los candidatos del Tea Party.
Por su boca habla Dios.

En Lafayette Square, poco antes de irse, JJ me muestra una impresión de la página de facebook de un avatar llamado Right Wing Housewife. El avatar es la ilustración de una mujer con cara de pocos amigos y que deja asomar un palo de amasar entre los brazos cruzados. Dice Right Wing Housewife: «Hace más de cinco mil años, Moisés dijo a Israel: ‘Recojan sus palas, monten sus asnos y camellos, y los guiaré a la Tierra Prometida’. Cuando Roosevelt introdujo el Estado de Bienestar, dijo: ‘Bajen sus palas, siéntense y enciendan un Camel, esta es la Tierra Prometida’. Ahora el gobierno robó tus palas, gravó tu trasero, subió el precio del Camel e hipotecó la Tierra Prometida con China».
—¿No es magnífica? —se entusiasma—. La quiero distribuir por internet.
Le digo que no es muy original. Escuché la broma pero hablando de Bill Clinton.
—Mejor, porque entonces están hipotecando el país desde antes.
Lo corrijo. Clinton dejó el gobierno con superávit, Bush hijo aumentó la deuda y el déficit. JJ niega con la cabeza.
—Well, eso no es lo que dice Fox News.
Fox News, el zorro del cable, la mayor empresa de medios de Ruppert Murdoch en Estados Unidos, es el canal de noticias del conservadurismo y una tribuna del Tea Party. Ninguna novedad: América es un país de talk shows y el Tea Party es una organización moldeada por entretenedores electrónicos.
El primero fue Rush Limbaugh, un presentador de radio y TV a quien la revista conservadora National Review consideró el líder verdadero de la oposición a Bill Clinton. El público hizo multimillonario a Limbaugh por criticar a las feministas y desmerecer a los negros y por defender sin dudas el servicio prestado a la nación por los soldados que torturaban presos en Abu Ghraib. Su último contrato es más caro que el de Le Bron James, cuatrocientos millones de dólares por ocho años con Clear Channel, la cadena de AM y FM más grande de Estados Unidos.
Su sucesor, Glenn Beck, mantuvo al tope las audiencias de Fox News por años y es la quintaesencia del teterismo. Conecta con sus seguidores a un nivel primario, emocionalmente complejo. Ellos son antes fieles y devotos que ciudadanos políticamente organizados y Beck sabe cómo arrullarlos con discursos que resultan actos de fe y no de razón. Los líderes del Tea Party han abrazado su estilo. Beck elige un sesgo y machaca lo mismo que Bachmann extrapola y Palin distorsiona. Cuando critican a sus adversarios, todos, como Beck, muerden, se desdicen y contraatacan decenas de veces. No importa si lo que dicen es verdad: para cuando alguien se detiene a responderles, el cuento ya ha sido fragmentado, viralizado y vuelto a reproducir millones de veces.
Si la política de la mentira y la ignorancia sin filtros se perpetúan es porque su ejercicio no trae consecuencias. La impunidad siempre alimenta la próxima y más grande monstruosidad. Se puede mentir sin quitar la vista del ojo de la cámara. Dios perdona en el confesionario.
Curiosamente, la prensa liberal contribuye al fenómeno pues el menosprecio que muestran medios como el New York Times o The Onion fortalece al Tea Party. Fuera de grandes ciudades como Nueva York o San Francisco, en sus pequeñísimos pueblos del interior Estados Unidos sigue siendo un país de puritanos cuya principal actividad comunitaria es la misa del domingo. Cada vez que David Letterman se ríe de Bachmann, un granjero del Cinturón Bíblico enarca las cejas. La lectura es una sola: los citadinos siempre se burlan de la simpleza de la gente pequeña. Bachmann y Palin, por supuesto, son buenas madres de ciudades muy pequeñas.

Los conservadores más radicales creen que los cuervos se deben comer a los incompetentes, de modo que los salvatajes de Bush y Obama a bancos y automotrices rompió el ciclo higiénico de la naturaleza. No les importaba que el extorsivo too big to fail fuera también realista. El darwinismo les hizo romper lanzas con la meritocracia que gobierna Washington. Of the people, by the people, for the people, un cuerno.
William Voegeli, un teórico tetero, dijo hace un tiempo que el movimiento emergió como la culminación de un largo proyecto de suplantación de una clase gobernante basada en la posición social por otra basada en el cerebro. «Los meritocráticos que dirigen nuestro gobierno, economía y discurso son menospreciados en las reuniones y blogs del Tea Party por la gente que ellos gobiernan», escribió en un ensayo del conservador The Claremont Institute.
La mayoría de los miembros del Tea Party cree, honestamente, que las corporaciones y los políticos profesionales les robaron América. Para criticarlos, las cabezas pensantes del Tea Party suelen citar a Cristopher Lasch, un reconocido historiador conservador formado en el marxismo. Lasch sostenía que la meritocracia era una parodia de la democracia: la movilidad social nunca mina la influencia de las élites sino que las fortalece pues sostiene la ilusión de que el progreso individual reside en el mérito personal.
Los teteros creen que un gobierno grande, grandes corporaciones y grandes medios y los profesionales que trabajan para ellos son una oligarquía autosuficiente, un grupo de parásitos de Harvard, Yale, Columbia y Princeton que vive de cargar impuestos y regulaciones invasivas a la espalda del buen contribuyente mientras se justifica diciendo hacer el trabajo que los votantes le delegaron. (En su narrativa, Obama es parte de esa plutocracia: nieto de una vicepresidenta de banco, hijo de una antropóloga y un economista entrenado en Harvard, estudió en escuelas de élite y se casó con una graduada de esa élite.)
Esos meritocráticos hipotecaron la Tierra Prometida y convirtieron el Sueño Americano en una colección de deudas. Los colleges y las universidades no otorgan títulos sino una hipoteca que el graduado paga toda su vida a cambio de una educación mediocre. La escuela pública es costosa e igual de ordinaria. Todos los niveles del gobierno han criado burocracias que chupan recursos como sanguijuelas. El sistema financiero es intocable: paga a sus cabilderos para esquivar regulaciones y sanciones, mientras enriquece más a los más ricos, cuando la mitad de la población puede acabar en la bancarrota por una deuda con un hospital, pues no hay un seguro de salud accesible y bueno. El sistema de retiro es otra bomba de tiempo. Tic-tac del estallido previsto: antes de 2050.
En el diagnóstico coinciden todos, republicanos y demócratas, los estadounidenses y los franceses que no quiere JJ. Pero ni los republicanos ni el Tea Party dejarán a los demócratas resolver esos problemas a su manera ni hay claridad de cómo los conservadores viejos y de nueva época podrían construir una agenda coherente y mesurada que no haga saltar el plantea por los aires.
Los teteros están convencidos de que la pérdida de rumbo se corrige con un retorno a los principios y que, con su pasión y creencias, un ciudadano ordinario puede tomar decisiones sin la guía ni la ayuda de expertos o profesionales. Les basta apoyarse en la Constitución, el individualismo y los dogmas elementales de la religión. En su visión idílica, la Historia está detenida y el tiempo se resuelve con un cambio de fotografías: las bondades del pasado se pueden transportar porque Dios les confirió eternidad.
Es el ideal libertario del siglo dieciocho en la sociedad hipervinculada del veintiuno. El bucolismo del trueque en el twitter de Rubini.
La Cosa no piensa.

JJ ha pasado por Carlisle donde las cosas no van bien. Está demorado en los pagos de su hipoteca y el banco amenaza con golpearle la puerta. El negocio familiar ha perdido clientes. Hay más desempleo en el área. El hijo mayor, que al terminar la escuela se había mudado al norte para trabajar en una ensambladora de autos, perdió el empleo. Lo mismo pasó con el menor, despedido de Walmart. Ambos están ahora haciendo turnos en el dinner. JJ acordó con Joanne vender los autos de ambos y comprar uno solo y más viejo.
Uno de cada tres trabajadores de la manufactura estadounidense perdió su trabajo a partir de 2000. Siete años más tarde Alan Blinder, un exdirector de la Reserva Federal, dijo que otro tercio de todos los empleos del país pueden irse al extranjero en las próximas dos décadas. El cálculo tiene un problema: fue al principio de la crisis y ahora hay economistas que amplían la pérdida. No le quise decir eso a JJ.
—They fucked us up.

¿Puede el Tea Party subsistir a su propio amorfismo? ¿Es la salvación del Partido Republicano o su condena?
Es difícil creer que la revitalización de los principios fundamentales del excepcionalismo americano puedan sostenerse sobre la base del anti-intelectualismo y la paranoia. Para ser gobierno, el Tea Party precisa más que grupos de voluntarios sin estructura pues, una vez en el poder, se verá sometido a la pasteurización natural de las instituciones en un país que suele normalizar a los radicales. Pero en las conversaciones con teteros corrientes como JJ u otros durante las manifestaciones de la deuda, toda estrategia está solapada por la pasión.
Hace un tiempo me di con un debate en los callejones de los blogs y publicaciones conservadoras al que los medios no le echaron el foco. Algunos quieren que el Tea Party acelere los pasos para construir una coalición populista con el ojo en la economía y una reforma para reducir el tamaño del gobierno. Pero edificar alianzas es un severo contrasentido para una organización poco dispuesta a dar concesiones y que no posee un líder capaz de amalgamar su dispersión.
En esa discusión encontré a Walter Russell Mead, un intelectual con muchos años en el Council of Foreign Affairs, el centro de estudios de política exterior más influyente de Estados Unidos. En una tarde completa con él, las opciones para el Tea Party me quedaron finalmente ordenadas. Sin un Ronald Reagan a mano y con Obama como contraste, los teteros asumirán un riesgo elevado si se decantan por líderes jóvenes con poca o ninguna experiencia. La variante sería hallar un líder con experiencia en Washington, alguien que conozca bien cómo funciona el gobierno, odie las burocracias y sepa liderar. Russell Mead sugiere que dos candidatos posibles serían Stanley McChrystal o David Petraeus. Dos generales.
O sea, el péndulo del movimiento que dice querer salvar a Estados Unidos de la bancarrota y devolverlo a un capitalismo purista se mueve, otra vez, entre extremos. Una fanática religiosa como Bachmann y los dos últimos jefes de la Guerra contra el Mal en Afganistán.
El individualismo inorgánico o la jerarquía corporativa militar.
La fe o la espada.

 

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