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Calabozos y dragones

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Cada noche, en cada ciudad del mundo, hay grupos de personas que se juntan alrededor de una mesa a practicar juegos de rol. Esta vez, Pablo Nardi viaja a su ciudad natal y se mete en uno de estos grupos para entender qué es lo que los entretiene tanto en plena era digital.

Nunca fui un aficionado a los juegos de mesa. En la casa de mis padres es imposible encontrar un mazo de cartas; un recuerdo fijo de infancia es que si mi hermano o yo proponíamos jugar a algo era porque se había cortado la luz. La situación se atemperó hace apenas unos meses, cuando empecé a trabajar en la biblioteca de un colegio secundario. Tuve que aprender bien las reglas del UNO para arbitrar en casos de disputas, descubrí los limitados placeres del Cuatro en línea, sin incluir la vez que perdí frente a un chico de doce años que no sabía jugar. Suena un poco humillante a simple vista, pero bien explicado es totalmente humillante: el nene llegó a la biblioteca sin nada que hacer, tenía que esperar una hora y media para rendir una materia. El colegio estaba casi desierto, sonaba Andrés Calamaro y el chico miraba el borde de la mesa, aburrido. Le propuse pasar el rato con el Cuatro en línea, dijo que no sabía jugar. En la primera partida le enseñé lo básico: que se juega como un tateti pero, en vez de alinear tres unidades, son cuatro. En la segunda partida me liquidó. Y en la tercera, y en la cuarta. En el transcurso de la quinta partida, al ver que me estaba acorralando, simulé que me había llegado un mensaje importante y abandoné.  

Estos antecedentes explican por qué cuando mi amigo Maxi me invitó a jugar al Dungeons and Dragons casi digo que no. Por suerte después lo pensé mejor. 

***

Aprendí que existen dados de hasta veinte caras. Que hay comercios en la vida real donde venden dados de ocho caras, de nueve, de doce, y que tienen formas muy particulares, y sobre todo que hay gente dispuesta a pagar por ellos. Que un zigurat era una construcción de la Mesopotamia antigua con forma de pirámide que cumplía la función de templo y/o de tumba. Que antes de jugar se llena una planilla en la que se definen las características de tu personaje, su nombre, habilidades, rasgos personales (podría ser «habla demasiado, sobre todo cuando no es conveniente», o «tiene tendencia a la melancolía si hace mucho calor»). Que podés pasar más de media hora llenando la planilla. Que puedo estar cinco horas sin mirar el celular y, más importante aún, sin pensar que no estoy mirando el celular. Que el Dungeons and Dragons se parece bastante a la literatura. Que puedo comer cuatro panchos al hilo sin darme cuenta. Que los personajes se transforman a lo largo del juego y que esa transformación está dada por nosotros, los jugadores: muchas veces el personaje se te va de las manos y, como decía Rulfo, si eso pasa es porque la narración está tomando vuelo. 

***

Unos días antes, recién llegado a Ushuaia, me junté con Maxi en Ana y Juana, un café bastante coqueto y nuevo de la ciudad. Nos conocemos desde la secundaria; como pasa en este tipo de amistades, las conversaciones están teñidas de la perplejidad de cómo cambiaron nuestras vidas en estos once años. Yo soy periodista y profesor y me fui a vivir a Buenos Aires, él es empleado público de la Provincia de Tierra del Fuego. 

–Soy un hombre de planillas y formularios –dijo, mientras pinchaba una porción de torta, con esa ironía tan propia de la resignación. 

Explicó que lo peor de trabajar en una oficina es el tiempo muerto, que todo el trabajo podría terminarse en cuatro horas, y que como igual tiene que cumplir el horario full time estira las tareas lo más que puede. Egresamos del colegio hace once años y no puedo evitar ver cómo se bifurcaron nuestros caminos. ¿Qué comparto con ellos, además del pasado? Vivimos en mundos distintos. Me doy cuenta sobre todo cuando vuelvo de vacaciones: ¿con quién tengo verdaderas ganas de juntarme? Si ya no hay un motivo estructural que te mantenga cerca de alguien –la rutina de la escuela, de la universidad o del trabajo–, uno empieza a hacerse algunas preguntas. 

No sé cómo la conversación nos fue llevando a las redes sociales, las computadoras, los algoritmos. Mientras nos poníamos las camperas y bajábamos a la calle San Martín, Maxi mencionó algo que alguna vez, en los años de colegio, yo le había escuchado nombrar de pasada: el Dungeons and Dragons. El famoso juego traducido como Calabozos y Dragones. Siempre imaginé la dinámica como un grupo de nerds que se junta en una casa a tirar dados y disfrazarse de caballeros medievales, una versión previa y extrema de los nerds que juegan a las cartas Magic y al Yu-Gi-Oh con una devoción extraordinaria.

Afuera se había largado una lluvia horizontal, de las que pegan directo en la cara. El paisaje fueguino me parecía compatible con un juego como el D&D: en el extremo sur de la Patagonia la gente pasa mucho tiempo adentro por el mal clima, además las estructuras de la naturaleza están a cielo abierto. La esponjosidad de los turbales, los picos de las montañas tapados por la niebla y el silencio de los bosques, bien podrían ser escenario de una aventura mítica. Ahora, esperando para cruzar la calle, miraba alrededor y pensaba en esa frase de Kafka: cómo ha cambiado todo sin cambiar en el fondo. Seguían igual la iglesia Don Bosco, el shopping viejo, la bahía que se dejaba ver entre calle y calle. Pero había edificios de más de cinco pisos, turistas que hablaban en todos los idiomas, traffics con pegatinas de pingüinos. 

Maxi me explicó que jugaba al D&D desde hacía años y que todavía se juntaba con el mismo grupo. Él era el dungeon master, es decir, la persona que dirige el juego. Para decirlo del modo más simple posible, el D&D tiene sus reglas, que son muchas, pero dentro del «marco legal» hay muchísima libertad. En cada partida hay un master que inventa un mundo y los demás se someten a su imaginación. 

–Por ejemplo –pregunté–, ¿podría ser que mi personaje está caminando para liberar a un prisionero y de pronto al master se le ocurra que se me acerca un mendigo a pedirme plata? 

–Sí.

–¿Y podría ser que vos, como master, hagas que todo el grupo avance a una taberna y adentro esté Alberto Fernández tomando mate con una camiseta de Maradona?

–Puede ser, pero tendría que armarlo bien. 

–¿Por qué? Los demás tienen que aceptar la realidad que vos proponés.

–Tienen que aceptarla, pero un buen master hace que a los jugadores, además de aceptarla, les parezca verosímil. Si yo quisiera hacer aparecer al presidente Alberto Fernández en un escenario medieval, trataría de sembrar indicios: haría que los jugadores lleguen a una cueva donde flamea un banderín celeste y blanco sobre la entrada. Y primero tenés que ver si los jugadores quieren entrar, porque podrían no querer y pasar de largo. Si lo hacen, capaz que pondría a un orco a recibirlos. El orco es petiso, con algunos pelitos de barba, y les indica a los personajes que alguien los está esperando. 

Maxi ya se había metido en la historia, no parecía darse cuenta de que caminaba mirando el piso para evitar que la lluvia le diera en los ojos. Y yo, por mirar su concentración, casi me choco con unos turistas israelíes. 

–En el pasillo hay pintadas de Argentina, como unos jeroglíficos –siguió–. Y los personajes avanzan hasta que llegan a una habitación donde los recibe un hombre misterioso. Es Alberto Fernández. 

–¿Con una camiseta?

–Con una camiseta de Maradona y una bebida espirituosa en la mano: un mate.

***

De alguna forma, el Dungeons and Dragons es como el truco o como El Quijote: ya no es de nadie porque es de todos. Si el truco hubiese sido creado por una empresa y hoy ella quisiera hacer un relevamiento de quiénes lo juegan y en qué circunstancias, sería imposible. Pocos llenarían la encuesta, muchos no sabrían siquiera de la existencia de la encuesta. Lo mismo pasa con el D&D: si bien la compañía propietaria es Wizard on the Coast, una empresa de Hasbro, cada grupo de jugadores puede hacer sus adaptaciones o modificar reglas que consideran innecesarias. Pero no siempre fue así.

El origen se remonta a 1974 y a dos nombres propios: Ernest Gary Gygax y Dave Arneson, dos nerds de Chicago amantes de los juegos de guerra. El D&D creció entre sospechas y alguna que otra prohibición: en la década del 80, en plena era Reagan, había una obsesión social por lo que se llamaba Satanic Panic, una tendencia de la época a ver rituales satánicos en todas partes. Cualquier práctica o producto cultural que contuviera hechizos o magia era sospechoso de traficar ocultismo, al igual que el heavy metal y la astrología –cómo no recordar con una sonrisa cuando en nuestros pagos se hablaba de los mensajes subliminales de Xuxa, la acusación de que Los Pitufos eran satánicos, Hello Kitty, y a grandes rasgos todo fenómeno demasiado exitoso–. ¿De qué otra manera explicar el ascenso de un juego que empezó con la impresión de mil tableros y que para principios de los ‘80 generaba 8 millones de dólares al año?

Quizás por la censura moral, el D&D creció en las sombras. Sin embargo, como las filtraciones de agua en un departamento, el juego dejó su efecto. Aparece en That ’70s Show, The Big Bang Theory, Buffy la Cazavampiros. En un episodio de Los Simpsons, Homero le dice a su familia que jugó al D&D durante tres horas hasta que lo mató un elfo. Hablando del tema con mi hermano, me recuerda una referencia clave: en El laboratorio de Dexter, el protagonista se pone a jugar con sus amigos. En los fragmentos de Youtube podemos ver cómo giran dados de dieciocho caras; también hay un episodio en que la hermana insoportable, DeDee, hace de master y dice: «están caminando», y «siguen caminando» en un loop infinito.

Más acá en el tiempo hay una referencia muy clara. Los protagonistas de Stranger Things, esos nenes tan simpáticos que remiten al mundo ochentoso de It y de Stephen King, juegan una aventura de D&D. El canal de Youtube de Netflix publicó varios videos donde se explica en qué consiste la aventura que juegan los personajes y por qué Dustin habla del hechizo llamado fog cloud. De hecho, los hermanos Duffer, creadores de la serie, son jugadores confesos del D&D y de las cartas Magic. Y hay otras pistas que pueden haber llevado a que el D&D nos suene un poco más: la vuelta del mundo medieval a la que nos condujo George Martin con Game of Thrones, y sobre todo el gigante, el único, el inolvidable: el Señor de los Anillos, que comúnmente se considera una puerta de entrada al juego. 

También es probable que su crecimiento en los círculos under se deba a un factor estrictamente cultural: hasta entonces no existían los juegos de rol. Y si ahora nos parece tan natural jugar al LoL, al Diablo o al World of Warcraft, es porque naturalizamos un modo de jugar que antes del D&D no existía: crear un personaje, dotarlo de habilidades, hacerlo subir de nivel y jugar campañas con misiones establecidas, decidir –o descubrir– si somos buenos o malos.  

***

Después de dejar a Maxi en una esquina donde se iba a encontrar con su novia, yo tenía tiempo libre. ¡Tiempo libre! Algo de lo que nunca dispongo durante el año. Y ahora estaba ahí, listo para vagabundear por la ciudad como en mis mejores épocas. Siempre me consideré un flâneur –el término lo supe después–, siempre supe que, como decía Walter Benjamin, la única manera de conocer una ciudad es perderse en ella. ¿Yo conocía la ciudad realmente? 

Volví a dejar el auto en el primer hueco que encontré –el estacionamiento en Ushuaia es motivo de frustraciones, peleas cuerpo a cuerpo, gritos– y caminé. Gobernador Paz, 9 de julio, Deloqui. El caso céntrico, esa superposición tan incómoda entre dos mundos: lo más tradicional de Ushuaia, con sus casas de chapa y jardines de yuyos, y los edificios monstruosos para alquileres temporarios. Me preguntaba si la verdadera ciudad era la de mis épocas de colegio o la que tenía frente a mis ojos. 

Adrián Gorelik, un urbanista que me tocó entrevistar hace poco, decía que una ciudad está compuesta por su dimensión material pero también por sus representaciones; para entender Buenos Aires hay que leer tanto los poemas de Borges como los planos de las cloacas. Quizás la verdadera ciudad estaba en mi imaginación, una Ushuaia ficticia con mezclas de recuerdos: cuando salía a comer con mis viejos a Moustacchio, los días que con mis compañeros del colegio nos rateábamos para jugar a la pelota en la cancha de enfrente –Maxi nunca iba, nadie sabía qué se quedaba haciendo, siempre tan misterioso–, el día que una novia de adolescencia me citó en las escaleras de arriba de la heladería Gélido para decirme que todo había terminado.

Trato de hacer memoria y es verdad: en el colegio Maxi era un tipo misterioso. No era el estereotipo de nerd, tenía levante con las chicas y se vestía más o menos como todos. Era de una inteligencia extrema, muchas veces incomprendida. Hubo una época en que le decíamos robot porque al parecer no mostraba sentimientos. Éramos unos idiotas, claro, pero había un punto: como Bartleby el escribiente, uno sentía que Maxi se guardaba lo mejor de sí mismo, no se sumaba mucho a las bromas –tenía un sentido del humor muy desarrollado, aunque no era de los que hacen chistes sino de los que se ríen– y odiaba los deportes. Sabíamos que jugaba muchos videojuegos y que pasaba horas en internet; nadie conocía mejor los vericuetos de Taringa! como él. Sabíamos, sobre todo, que su grupo principal de amigos no éramos nosotros sino uno que veía fuera del colegio. Nunca supimos nombres, a lo sumo él se refería a ellos como «unos amigos». Yo lo admiraba vagamente, tal vez porque sabía que él participaba de otros mundos, que tenía otras caras. 

Hubo una época en que se le había dado por escribir y dibujar una historieta. Fueron meses en que llegaba al colegio todos los días con el cuaderno y su lapicera negra, siempre negra, y dibujaba en los ratos libres. Era bastante celoso con sus cosas, pero de tanto insistir logré que me mostrara algunos avances. Con el correr de los días leí varias páginas. No me acuerdo de qué trataba la historia, solo recuerdo que un personaje decía que algo era «peculiar» como sinónimo de común, frecuente. Le dije que «peculiar» significa lo opuesto: algo raro, particular, único. No sé con qué tono lo dije, pero se armó una discusión sobre la palabra que no se resolvió con revisar el diccionario ni con una búsqueda rápida en Google. Dijo «ya está», levantó el cuaderno del banco y lo guardó en la mochila. Pensé que era una broma, una acción reversible, pero me equivocaba: nunca más me dejó ver una sola palabra de la historieta, y nunca entendí cómo alguien podía enojarse tanto por una pavada. 

Recién ahora, con el paso de los años, entendí por qué. 

***

Maxi vive en la planta baja de Las 245, un barrio de monoblocks. Llegué exactamente a las seis de la tarde, puntual como pocas veces en mi vida: no quería hacer esperar a desconocidos. Después de todo, Maxi había arreglado un encuentro con sus amigos para que yo pudiera vivir la experiencia. Éramos cuatro personas: él, Facundo, Juan y yo. En la mesa había papas fritas caseras y de paquete, un jugo baggio, bizcochos, coca cola, facturas. Ahí vino Pablo, dijo quien debía ser Facundo cuando me vio por la ventana, como si me conociera. Escuchar mi nombre con tanta naturalidad en alguien extraño me hizo preguntarme qué les habría contado Maxi de mí: ¿que soy un amigo periodista al que le gusta meterse en estas cosas? ¿Que soy un escritor en busca de la dimensión narrativa del D&D? ¿Que vengo a observar con visos de antropólogo la cultura de una civilización extraña? Al otro día viajaba temprano a Buenos Aires, ¿y si no me daba el tiempo para volver y hacer la valija? ¿Y si me aburría? ¿Cómo irme sin lastimar los sentimientos de mi amigo, que con tanta generosidad me había abierto las puertas de una parte de su vida que siempre había ocultado? 

A juzgar por mi comportamiento de los primeros minutos, deben haber pensado que fui a comer gratis. 

Si bien no soy aficionado a los juegos de mesa, tengo un pasado gamer. Entre los diez y los dieciséis años jugué durante horas al Mu, al Warcraft III, al Counter Strike, al Age of Empires, el Age of Mythology, al GTA, entre varios otros. Por eso, cuando tuve que elegir un personaje entre distintas razas ya conocía algunas características sin recordar que las sabía: los enanos son hábiles en la fabricación de armaduras, los elfos son grandes arqueros y tienen buena visión nocturna. Entre toda la comida, Facundo se las arregló para apoyar en la mesa un libro grande, de tapa dura. Se llama Player’s Handbook y abajo, en letra más chica, se lee: Everything a player needs to create heroic characters for the world’s greatest roleplaying game

Una paradoja: el reglamento del D&D ocupa tres libros enteros, pero al mismo tiempo es un juego conocido por tener muy pocas reglas. En el fondo todo consiste en un grupo de personajes que cumple una misión épica: rescatar la reliquia de un templo, vencer un monstruo que se esconde en un calabozo, buscar una persona del pueblo que desapareció o cualquier otra. Uno de los jugadores es el dungeon master, algo parecido a un narrador omnisciente: explica cómo es el mundo, hace que aparezcan personajes secundarios, animales o circunstancias que obligan a los jugadores a tomar decisiones. No existen los turnos como en un juego de mesa común: hay acciones que el personaje puede hacer. Esconderse detrás de un muro, acuchillar a alguien, querer vender algo, lo que al jugador se le ocurra. El único momento en que hay turnos con reglas muy precisas es en el combate: hay formas de atacar, se tira determinada cantidad de dados de acuerdo a las características del personaje, hay desplazamientos en el tablero que están rigurosamente demarcados, hay un procedimiento para la utilización de hechizos, etc. 

***

La primera hora y media tuve que crear mi personaje. Algo que en un juego de computadora se hace tan fácil, acá llevaba su tiempo. Elegí una raza entre varias de las que figuraban en el libro: orcos, hechiceros, goblins, elfos, humanos (o algo parecido). Cada raza tiene sus características; por ejemplo, los orcos son buenos en ataque cuerpo a cuerpo pero son tontos. Para los fines prácticos, basta decir que elegí un subtipo de elfo. El siguiente paso es llenar una planilla de papel, muy parecida en su apariencia a un formulario de AFIP. Tenía que ponerle un nombre a mi elfo y establecer su personalidad. En el libro hay sugerencias no obligatorias de nombres para los personajes elfos, pueden ser: Amakiir, Amastacia, Galanodel, Holimion, Ilphelkiir, Liadon, Meliamne, Naïlo, Siannodel, Xiloscient. Después de mucho pensarlo, al mío le puse Sandro. 

Lo que seguía después era un ejercicio casi matemático que no estoy en condiciones de detallar; basta decir que cada personaje tiene seis atributos. Un usuario de Youtube lo explica así: 

  • Fuerza: Qué tan fuerte podés tirarle un tomate a alguien
  • Destreza: Qué tan bien podés esquivar un tomate
  • Constitución: Qué tan bien se puede resistir el golpe de un tomate
  • Inteligencia: Saber que un tomate es una fruta
  • Sabiduría: Saber que el tomate no va en una ensalada de frutas
  • Carisma: Qué tan bien podés vender ese tomate en una ensalada de frutas a alguien.

Ahora bien, cada atributo tiene sus habilidades. Por ejemplo, en Sabiduría el personaje puede tener: Relación con animales, Discernimiento, Medicina, Percepción, Supervivencia. El elfo, solo por ser elfo, tiene un extra de percepción. Yo tenía que repartir 20 puntos que me son dados al empezar y elegir dónde ponerlos: si le doy puntos a Fuerza, son puntos que no coloco en Inteligencia o en Carisma. 

Lo primero que pensé fue que había tantas reglas que iba a ser imposible meterme de lleno en el juego. Y por lo que veía, esto era como el TEG: ¡seguro quedaban varias horas por delante! Las cuentas matemáticas consisten en determinar cuántos puntos va a tener mi personaje de fuerza, de inteligencia, carisma, etc. Voy a dar un ejemplo de algo que pasó después. Al principio decidí que mi personaje comprara una armónica. ¿Por qué? No hay porqué, simplemente quise hacerlo. Entonces, más adelante, estábamos luchando dentro de una especie de mazmorra y se me ocurrió que mi personaje saca la armónica y se pone a tocar. Las consecuencias de ese acto dependen de cuánto carisma tiene Sandro y, por supuesto, del azar. Dentro del atributo Carisma está la habilidad Performance, utilizada en casos en que un personaje debe hacer una puesta en escena frente al resto: tocar un instrumento, hablar en público, bailar. El master me dijo:

 –Roleá Performance.

Eso significa que tuve que echar a rodar un dado de 8 caras para saber cómo le iba a Sandro con su concierto. Como mi nivel de Performance era alto, podía tirar el dado dos veces y quedarme con el mejor resultado. Si el resultado era de 5 o más, el efecto de la armónica era positivo. La primera vez salió 2; la segunda, 4. El master miró el número, pensó un segundo y dijo:
–La momia pareció distraerse al escuchar la música, pero rápidamente se despabiló y siguió atacando.

***

Si alguien hubiera hecho zoom out de la ciudad desde arriba habría visto la calle principal, San Martín, como un hormiguero que rebalsa. En el puerto, tres cruceros titánicos estacionados como ballenas. Ushuaia en temporada alta es como Casa Tomada, y lo peor es que yo no estaba tan seguro de no ser un turista más. Nosotros caminábamos con pasos largos, como los ents, esos árboles gigantes de El Señor de los Anillos. En las veredas angostas se confundía el olor a garrapiñadas que arrastraba el viento con la sensación de participar de la postal del fin del mundo. Mientras Maxi hablaba yo pensaba en Gustave Flaubert y su famosa frase: un buen narrador es como Dios: invisible pero presente en todas partes. 

–Un master tiene que facilitarles a los jugadores la pretensión de que lo que se narra está pasando.

–Como en la literatura… 

–¿Qué? –preguntó. El viento soplaba fuerte.

–Que en la literatura pasa lo mismo –repetí casi gritando, y agregué:–, hay que crear verosimilitud en el lector. 

–Claro, pero con una diferencia. En un libro o una película está completamente en manos del escritor o guionista presentarle un marco al espectador que le permita meterse. Si los jugadores quieren hacer cosas que complica que el resto se sienta dentro del juego, uno tiene que malabarear con eso. 

Aproveché que pasamos por el shopping viejo, donde siempre está el hombre de los pochoclos. Pedí un paquete. Maxi seguía: 

–Me pasó varias veces que uno de mis amigos se enojaba de verdad con los personajes. Un día, cuando recién empezábamos, tenía un personaje que era un elfo. Él y su grupo querían meterse en un bosque sagrado y la guardia del pueblo no los dejaba. Mi amigo quiso convencerlos de que iba a respetar todo, tiró los dados, salió un número bajo, y yo actuando de guardia le dije que no podían pasar. «Se tienen que retirar, si no lo hacen los vamos a retirar nosotros», algo por el estilo. El chico genuinamente se enojó con el guardia imaginario. Después hablé con él porque lo noté afectado, y me dijo: «No me enojaste vos, me enojó el personaje». El desafío de ser master es que no tenés control total, porque una parte se la cedés a los jugadores. 

***

Es temprano en Deishin, pero la arena ya multiplica los efectos del sol. La gente está alborotada: desde las primeras horas de la mañana corre la noticia de que en dos semanas va a llegar a nuestra ciudad un ejército invasor. BeBop, Don y yo somos aventureros o mercenarios y queremos más precisiones. Deishin pertenece a Keth, un país chico y mesopotámico que tiene zonas montañosas y salida al mar. Al este, Keth limita con el País del Rayo, una nación de extensiones y poder alejandrinos dominada por un tirano. En algún momento, hace cientos de años, el País del Rayo conquistó buena parte de la región gracias al uso de dragones. Hoy nosotros sabemos poco de aquellos tiempos, no más de lo que dicen las antiguas canciones y las leyendas. También sabemos que hace una década el Paìs del Rayo fue penalizado económicamente por sus afanes anexionistas y que ahora, recuperado, quiere venganza. Un ejército gigante se acerca a la frontera y el gobierno de Keth busca soldados que quieran alistarse. 

Estoy vestido con un sweater Kevingston, aunque el master me explica que tal vez tenga un poco de calor. Decido colocármelo en la cintura. Soy ario y mi sweater es blanco. BeBop es un robot, vestido con harapos en el pecho y capucha, que quiere saber cómo viven los humanos. Don es un goblin que anda en cuero, solo lleva pantalones y un hacha. 

En el centro de la ciudad hay una cartelera de comunicaciones y avisos. Ahí vemos afiches y papeles pegados con alfiler que piden mercenarios, soldados, fuerzas de choque. Entre todos los avisos nos llama la atención uno: un aprendiz de mago llamado Aster, que trabaja para la biblioteca de la ciudad, nos invita a escuchar personalmente su oferta. Accedemos. 

Aster está preocupado porque su pueblo, otra localidad de Keth ubicada en la frontera este, corre peligro. Falta una semana para que la azoten los ejércitos del País del Rayo, pero nos explica algo. En el desierto del Gran Yermo, al lado de su pueblo, hay unas ruinas. La arena del Gran Yermo se mueve según la luna, como las mareas del océano. Justo en estos días, porque hay luna llena, se puede llegar a un zigurat antiguo de una civilización extinta. El zigurat es la pirámide de un rey antiguo que, si las bibliotecas no mienten, esconde el Bastón de la Calamidad. Con ese bastón mágico se puede combatir al País del Rayo. En el camino van a aparecer demonios y monstruos, pero es importante conseguir el bastón. Aster apoya en la mesa una bolsa llena de monedas de oro. 

–Hay mil piezas de oro. Si aceptan el trabajo, este es el adelanto. Lo que encuentren en el zigurat es de ustedes, salvo el bastón que es para mí. 

Hay que decidir. Yo, Sandro, pregunto: si digo que no, ¿se acaba la partida?

Mis dos compañeros y el master me aseguran que podemos rechazar la oferta y seguir vagabundeando por la ciudad. Después de discutir un poco, mis amigos deciden que quieren las monedas. Aceptamos. 

Todo está en la mente, todo está en la mesa. El D&D es un culto a la libertad casi absoluta, el delirio, la digresión. «Sé quien quieras ser», dice un video institucional de Wizards on the Coast, la empresa propietaria del juego. «Toma tus decisiones», «D&D puede ser un lugar para escapar, o para la superación personal». Es indudable que el estereotipo de jugador siempre está presente: los raros del colegio, antisociales que se la pasan encerrados en el cuarto, etc. La presentadora del video es una chica con pinta de jugar juegos épicos pero al mismo tiempo es linda y desenvuelta, es decir, se muestra como alguien que participa al mismo tiempo del mundo ñoño y del mundo real. 

De hecho, el video vende la posibilidad de que el usuario pueda pasar de un mundo al otro sin problemas. ¿Cómo lo hace? La chica empieza con el saludo «Bienvenido a la aventura de tu vida». Es una frase cliché, pero si se presta atención a lo que sigue entendemos que la aventura de tu vida es algo más que conquistar una ciudad hechizada o rescatar un bastón mágico: es animarte a salir de la madriguera de tu cuarto, pasar de un mundo al otro. Justo después de mencionar la superación personal, la presentadora enumera la segunda razón por la que alguien debería jugar al D&D: «haz nuevos amigos». El siguiente beneficio es la creación de recuerdos compartidos, «como ese momento que le diste tu última poción curativa a un perro», o también: «Derribar una hidra con tus amigos es algo que podrás revivir con ellos en los próximos años». 

Trato de pensar si una persona con las características anteriores considera la falta de recuerdos futuros como un problema a resolver. Y, no menos importante, por qué me hace ruido que los recuerdos sean de situaciones ficticias. ¿O acaso yo no tengo el recuerdo nítido y desaforado, casi corporal, de cuando Raskólnikov mata a la vieja de un golpe en la escalera de su edificio? ¿Y cuando me escapaba de la facultad para ver cómo García Madero se tomaba un café con leche tras otro en Los detectives salvajes? ¿Qué puedo objetar si lloré en la línea B del subte cuando leía La escritura del Dios, ese cuento de Borges en que un prisionero descifra el secreto del universo en la piel de un jaguar?  

***

¿Quién es Aster? ¿Es quien dice ser? Por lo pronto, mis compañeros y yo agarramos las monedas y vamos a comprar a un almacén. El master nos dicta los productos y los precios; además de armadura y flechas, se me ocurre que quiero comprar una armónica: nunca se sabe. Pregunto a mis compañeros si la armónica sumaría algo a la expedición. Me dicen que suma a la historia, pero el éxito de la campaña no está dado por lo que yo lleve o deje de llevar. 

También quiero comprar una poción: cuesta cincuenta monedas y yo tengo cuarenta. Le cuento de mi aventura al almacenero, que es un goblin (enano) muy extraño, a ver si me deja la poción por cuarenta monedas.

–Roleá Persuasión –dice el master.

Tiro el dado, sale dieciocho. Número alto.

Maxi frunce la boca para un costado, como si le tiraran del labio con un hilo, y sale una voz de bocina que me sorprende: 

–¡Qué pedido tan peculiar! Yo te la vendo, pero después me tenés que decir dónde queda ese sitio –refunfuña el goblin. Se da vuelta, abre una alacena y me da la poción. 

Algo rompe en mi memoria como una marea que arrasa con todo: la compuerta vuelve a abrirse después de años. Y otra parte de mí piensa: ¡hay más verdad en la impostación de la voz de este goblin que en años enteros de charlas y juntadas! 

Después de unos cuarenta minutos –reales– de elegir productos del almacén, después de decidir con todo el tiempo del mundo si era mejor comprar flechas mágicas con punta metálica o con punta de madera y si era mejor comprar un pack de veinte flechas o comprar un pack adicional con su correspondiente carcaj, salimos. El juego es lento pero no genera ansiedad, al contrario: produce su propia temporalidad y solo días después, cuando revise la nota de voz que grabé con el celular, voy a descubrir que fueron cuarenta minutos. 

En el desierto nos encontramos con escorpiones malignos a los que tenemos que vencer, y por primera vez se activa el modo batalla. Hay turnos, hay hechizos, hay roleo de dados para saber qué nos depara el azar. Hay adrenalina. En una de las batallas miro a un costado y lo veo a Maxi subir con disimulo el volumen del televisor: es música épica, el título del vídeo dice algo como Epic Music Soundtrack. Peleo contra un escorpión y, cuando me toca pasar en el tablero por al lado de Aster, se me ocurre algo: les digo a mis compañeros que me pareció ver que el brillo en los ojos de Aster es idéntico al de los escorpiones.

–¿Estás diciendo que Aster es un hombre escorpión? –pregunta Don.

–No sé, yo digo lo que vi –respondo.

–Roleá Percepción –dice el master. 

Tiro el dado, número bajo. 

–Si bien puede haber algún parecido por el color de ojos, alcanzás a mirar a Aster por segunda vez y no hay nada raro. Debe haber sido una ilusión producto del calor y el estrés de la lucha.

Nos deshacemos de los escorpiones, montamos campamento en medio de las dunas para pasar la noche. Roleamos los dados para ver quién va a montar guardia primero; yo me ofrezco porque los elfos no duermen y tienen buena visión nocturna; BeBop también se ofrece porque es un robot y no necesita descansar. Cuando me toca hacer la guardia pasa algo raro. Lo veo a Aster en medio de la noche, iluminado solo por el reflejo del fuego. Una amiga decía que a la noche uno se anima a decir cosas que nunca diría de día.

–¿Le puedo hablar a Aster y decirle lo que yo quiera? –pregunto. Los jugadores me dicen que sí. 

–¿Sabés una cosa, Aster? Extraño a mi padre. 

El master pone cara de sorpresa, es un milisegundo, pero enseguida se repone.

–Él estaría orgulloso de vos por intentar salvar a tu pueblo –dice Aster.

–No sé, no creo. ¿Nunca te pasó algo parecido?

Queda un silencio nocturno, apenas interrumpido por el crepitar de las ramas secas en el fuego.

–Es una cuestión de perspectiva –responde Aster–, nunca voy a poder estar en tus zapatos.

***

Cuando quise entrar al auto, la puerta casi sale volando. Lo tenía estacionado en los playones de Maipú, justo frente al famoso barco encallado Monte Cervantes. Una vez adentro, la calma. Maxi, que nunca perdió la costumbre, siguió hablando como si nada sobre el rol del máster. 

Me explicó que si bien el D&D es extremadamente popular, poca gente hace de dungeon master. En muchas ciudades y muchas comunidades eso genera problemas. En otros juegos es al revés, hay muchos masters pero pocos jugadores. Quizás tenga que ver con la preparación previa, dice. 

–Se armó la idea de que el master tiene que tener todo preparado de antemano y saberse todas las reglas, pero no es tan así. Lo que sí, es importante hacer anotaciones para mantener una continuidad entre aventura y aventura.

Arriesgué que es como cuando en el fútbol nadie quiere ser árbitro. Maxi me corrigió un poco, como si enderezara apenas la inclinación de una vara: dice que es como cuando nadie quiere atajar. Puse en marcha el auto, salimos. A pocos metros, a la altura del puerto, se me cruzó una anciana con una valija más grande que ella, alcancé a frenar por un pelo. Maxi no se dio por enterado. Siempre me sorprendió la extrema indiferencia de todo copiloto: se puede prender fuego la calle, el conductor puede estar a punto de volcar, pero el acompañante sigue cebando el mate con la montañita todavía formada. Mientras maniobraba, una parte de mí escuchó como de lejos:

–Hay gente que cobra por hacer de dungeon master, yo lo consideré porque quería dejar de trabajar en la oficina. No lo descarto; si lo hago, tiene que ser en partidas online porque en Ushuaia no se mueve mucho el D&D. 

El rol del master o storyteller se presta para discusiones de todo tipo. Para conocerlas, nada mejor que mirar el foro de Reddit. Una de ellas tiene que ver, como en todos los ámbitos de la vida –el D&D es parte de la vida– con la IA: se rumorea que hay intentos, no por parte de Wizards and Coasts, de reemplazar al master por una inteligencia artificial. El tema no es menor: sabemos que el famoso Chat GPT puede escribir un cuento policial y extraer todos los sustantivos concretos sin problemas. Sabemos que puede componer una canción o inventar la tercera parte del Martín Fierro. ¿Entonces no puede interactuar y lidiar con las decisiones de los participantes?

Un mundo en el que el master es una Inteligencia artificial suena aterrador, quizás porque me lleva a imaginar que nuestro mundo, el real, podría estar regido por una máquina. Pero el problema central sería que el D&D se estaría acercando cada vez más a ser un juego de computadora, algo que los usuarios valoran como negativo. Ya hay suscripciones para obtener campañas online, mapas y otros accesorios. Pero la gracia consiste en que el D&D no sea un juego de computadora ni, tampoco, un juego de mesa: es un juego de rol en el que no intervienen más que las decisiones humanas y las fuerzas helénicas del azar. 

De eso hablábamos mientras subía con el auto por Don Bosco, una calle que siempre me dio miedo porque es demasiado empinada. En cada esquina se puede cruzar un auto y casi no hay tiempo para frenar, mucho menos cuando es invierno y hay hielo. En cualquier momento podíamos chocar, incluso morir. ¿Quién determina que por la otra calle venga un auto justo cuando estoy cruzando? ¿Dios? ¿Hay un orden mecánico, una concatenación de causas y consecuencias que derivan de la Causa Primera, como decía Aristóteles? ¿Qué master detrás del master la trama empieza? 

Amanece y tenemos que seguir camino. En este punto las cosas se aceleran: ya me acostumbré a la dinámica del juego, no tardo diez minutos en tirar un dado, los jugadores están metidos en sus personajes. En estas horas me levanté al baño unas dos veces, en la cocina hay una olla con salchichas que liquidamos de a poco. Por la ventana, detrás de Maxi, veo que ya es de noche. Encontramos el zigurat, tardamos un rato en descubrir la entrada subterránea. Recorremos los pasillos con una antorcha, luchamos contra una estatua que equivale al enemigo final de toda aventura. Pienso que la campaña está por terminar porque se cumplió el ciclo aristotélico de introducción, nudo y desenlace. Nada mejor que una estructura narrativa clara para saber cuánto falta para que termine la película. 

Pero eso es literatura. Y, si bien el D&D se parece a la literatura, más se parece a la vida. Llegamos a la base del zigurat, al fin encontramos el bastón mágico. Aster lo quiere, lo desea, se vuelve loco. Alguien dice que es como Jafar, el personaje de Aladdin, cuando al fin tiene frente a sus ojos la lámpara. El master nos pone en aprietos:

–¿Le van a dar el bastón mágico a Aster? 

Con los jugadores nos miramos, sospechamos. Don me recuerda que si Sandro sospechó de Aster al principio, por qué ahora le confiaría el bastón. ¿Y si Aster es un tirano? ¿Y si nos mata y se las toma ahora que ya tiene lo que quería? Decidimos llevar el bastón nosotros. Aster ruega, llora, patalea, parece un nene caprichoso. Me pregunto si el personaje fue así desde el principio o si el devenir de la aventura lo fue volviendo cada vez más impaciente. Hace tanto quilombo que le tiramos un flechazo en la pierna y nos lo llevamos prisionero a la ciudad. Le prometemos darle el bastón cuando estemos todos a salvo. 

Y así lo hacemos. Volvemos caminando en la arena del desierto, despacio porque hay heridos. Nunca más voy a volver a Keth, pienso con melancolía. Esto se termina. Beatriz Viterbo está muerta y el mundo se aleja cada vez más de ella, decía Borges en El Aleph.

***

Cuando salí de la casa de Maxi era noche cerrada, transparente, como suele ser en verano. Era por lo menos la una de la mañana. Ahora los edificios de las 245 parecían soviéticamente descuidados, las únicas luces eran las del alumbrado público. No había viento, todo estaba quieto. Llegué al auto, pero antes de abrir la puerta decidí caminar un poco. Era la misma zona donde, a los diecisiete años, después de una joda y varios besos, había caminado por primera vez de la mano con la chica que me gustaba. Recordaba perfectamente sentir que estábamos en un mundo paralelo en el que éramos novios y por eso íbamos de la mano; cuando amaneciera todo volvería a ser como siempre.

Pasé por la panadería de Don Bosco y Juan Díaz de Solís, una calle muy menor. Miré por la ventana, los productos de las góndolas me miraban en la oscuridad. Seguí por Solís, era casi un pasadizo al que nunca le había prestado atención. Acá se revelaba el esqueleto de la ciudad: había casas bajas, de chapa, con esos yuyos crecidos tan típicos de mi infancia. 

No había gente, ni siquiera ladraban perros. Era tarde, tenía que irme a mi casa porque al día siguiente viajaba a Buenos Aires a las siete de la mañana. Pero preferí no mirar la hora, quería quedarme un rato más en este otro mundo. Me apoyé en una baranda y respiré el aire frío y un poco metálico que tanto extrañaba. A lo lejos se escuchó el motor de un auto, un ronroneo que se hizo cada vez más y más débil. 

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