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Cartas y selfies

Escribe
Camila Sosa Villada
En formato epistolar, Camila Sosa Villada se desgarra el cuerpo para mostrarnos cómo fue nacer en el pueblo que nació, tomar las decisiones que tomó y convertirse en quien es.

Carta de una travesti que se pudre

Me hubiera gustado nacer mujer cuando él dice que todo le parece maravilloso en mí, pero que no puede vencer sus prejuicios y tampoco sus costumbres. No es que reniegue de mí misma, sino que él me gusta en serio y quisiera que este sábado sin nubes él estuviera conmigo mientras yo escribo otro poema o una carta distinta de ésta, que no debería ser escrita nunca, en la que confieso tristemente que a veces me canso de ser travesti.

Pero quién no se cansa de sí mismo alguna vez, digo yo.

Me gusta todo él, menos su incomodidad cuando se enfrenta a mi desnudez y a mi cuerpo grosero, roto, torpe, parapetado con alfileres. Yo no le gusto así y eso me mata siempre un poco. Dice que no se siente cómodo, que no se encuentra cuando cogemos, entonces, en ese momento, quisiera ofrecerle un buen par de tetas italianas para que se revuelque como un cerdo en un chiquero mientras le tiro todas las margaritas al barro. Quisiera ofrecerle una reluciente, roja y honda vagina con un polizón de hiedra ponzoñosa que lo muerda para siempre y no este culo negro y complicado que siempre lo deja con ganas de otra cosa. Tal vez, de la posibilidad de un hijo. O tal vez sólo del hecho de hacer el amor como de costumbre.

Hubiera sido más fácil tener padres, tener hermanos, ir a la escuela, jugar en la calle, jugar en el patio, dormir por la noche, tener amigos, tener compañeros, si hubiera nacido mujer.

Hubiera sido tan fácil amar y ser amada, tan fácil escribir y enviar cartas de amor.

Me hubiera gustado nacer mujer cuando pienso en R. y en cómo cambiaron sus ojos esa vez que en la calle dijeron  “ahí van el hombre y el travesti de la mano, qué espanto”. O en cuando sus padres lo castigaron por querer a una travesti y le hablaron de “decepción”. Todas las maldiciones de los padres de R. se cumplieron. Ahora él está mejor sin mí, su vida se organizó, volvió al redil de sus amigos y su familia, volvió a su casa con alegría y ya nadie lo mira con desdén. Me duele pensar que tenían razón.

Me hubiera gustado nacer mujer para no andar rascándome las burlas y las risas como si fueran garrapatas y pulgas comiéndome la tranquilidad del sueño. Y para no tener este rencor tan bien alimentado, estas ganas de agarrarme a trompadas con más de uno y de quemar la aldea entera para vengarme un poco.

Neruda decía en ese maravilloso poema «Walking Around» que a veces se cansaba de ser hombre. Bueno…Me canso a veces de ser travesti.

Me canso de ser travesti cuando mi espíritu desfallece, mengua, se vuelve viscoso y débil como un cachorro recién nacido.

Cuando me miro desde lejos parada en esta soledad firme como un bloque de acero y no puedo explicar cómo llegué a este punto lleno de nudos sin solución.

No sé pedir auxilio. No sé a quién pedírselo.

Así me pesa mi identidad. Mi pasado, mi presente y mi futuro me pesa. Me pesan los hijos que no puedo tener, ni adoptar, ni criar, y me pesa el consuelo último de conformarme con indebidos sueños de madre travesti.

Cuando me miro en el espejo y me doy cuenta de que no parezco una mujer, de que mis manos son grandes, mis tetas pequeñas, mi frente tosca, mi espalda ancha, mi cintura recta, entonces me canso de ser travesti y rompería todos los espejos, los dejaría a todos ciegos para que puedan ver realmente quién soy. La mirada de los otros sobre el cuerpo de las travestis últimamente se me hace insoportable.

Carta de una travesti a los hombres que le gustan

Yo sé que les gusto. No es necesario ahondar en eso. Los veo mirarme. Más allá de lo que esconda o deje de esconder en mi ropa interior, me doy cuenta de cómo les llama la atención la forma en que me visto y me manejo en el mundo: les gusta mi manera de ser y de estar. Pero no lo soportan. No toleran que les guste una travesti. Ustedes que son tan abiertos, tan militantes, tan políticamente correctos, tan sensibles al arte y a lo que hago como actriz y como escritora. Ustedes, ejemplos de solidaridad y de humanidad para con todas las injusticias de la vida, cuando se enfrentan a este deseo, el deseo de una travesti, se echan para atrás. Reculan, cobardes, como los tipos comunes, esos que no militan, que no ejercitan mucho el pensamiento, que no se reservan una porción del alma para el trabajo con el otro. Al fin y al cabo, todo el sistema de convivencia en el que ustedes están metidos termina por parecerse mucho al sistema contra el que luchan tanto.

Estuve siete años enamorada de un tipo que decía que me amaba pero nunca me invitó un café. El mundo jamás nos vio juntos. Yo, que había sido marcada a fuego lento por las palabras de mi viejo, que me decía que agradeciera si no terminaba muerta en una zanja, que me iba a morir sola como un perro porque a los hombres las travestis no le gustaban más que para que les chupen la pija, me callaba. Aceptaba esa forma de amor indiferente, sin bríos, como un cuerpo anémico al que ya no era posible salvar.

Creo que el mundo y la belleza del mundo, y la agonía del mundo, se hicieron para compartirse. No para ocultarse. Las travestis estamos cansadas de sentir recelo de salir a la calle por temor a que nos humillen. Por suerte, y perdonen tan poco feliz comparación, cada vez nos chupan más un huevo sus municiones de machos. Porque sabemos que en el fondo gustan de nosotras. Y estamos llenas de misterios y recovecos que descubrir. Qué peligro una persona misteriosa para sus corazones de madera.

Lo cierto, mis queridos machos cabríos, es que me dan pena. No imagino pasillos más secos que los de su corazón. Espíritus más yermos que los suyos, incapaces de superar los mandatos de mamá y papá y de los amigos con los que comen asado y juegan a la pelota. Decía William Blake que es preferible asesinar a un recién nacido que nutrir un deseo que no podemos cumplir. Es un tipo radical, claro está, pero viene bien recordar que los seres humanos estamos tejidos de deseos, y que son esos deseos los que nos mueven a amar, a sanar (que es lo mismo), a crear, a destruir, a dar vida o a matar. No podemos desprendernos del todo de un pasado de escamas y pezuñas, de caminar en cuatro patas y vivir en cuevas o arriba de los árboles. El deseo nos motiva y nos enferma, y en eso no hay muchas diferencias religiosas, sociales o económicas que nos separen. Somos una humanidad que se nutre y se destruye a través de sus deseos, algunos más nobles, otros más abyectos.

Quiero que me amen. Por eso soy actriz y poeta, manga de pelotudos. No es necesario que existan excusas para compartir el mundo conmigo o con cualquier otra travesti. Sólo debe pasar. Porque somos travestis pero no somos taradas. Sabemos que les gustamos. Sabemos que los atormenta derribar la idea de que no valemos más que una tarifa por hora y un par de camas a escondidas. No se mientan ni nos mientan. Nos criamos en la calle, sabemos mirar a los ojos, tenemos intuición.

Un amigo que a veces se preocupa de que ande enojada por la vida -yo digo que es natural estar enojada y ser travesti-, me dice que debo hacer de mi enojo, perlas. Yo hago lo que puedo. Estamos solas, apenas contamos con nuestros amigos y, algunas, con nuestros padres. Y con esa red agujereada, sosteniéndonos a nosotras mismas, salimos a pedir que no nos marginen sólo por ser travestis. Déjennos a un lado por ser unas hijas de puta, por ser dañinas y mal llevadas, pero no por ser travestis. Somos lindas bajo el sol, en el campo, en el cine, en la calle, en un colectivo, en un restaurante. No alimenten esa dialéctica espantosa donde tenemos que ser como ustedes quieren o morirnos solas oliendo a pis de gato. Sería bueno aceptar que existe una belleza travesti.

A menudo me piden que deje de mostrarme desnuda en las gráficas de mis obras o en mis obras, para no caer en un cliché. Pero mi desnudez es parte de mi lucha. Habrán de vernos desnudas también, habrán de reconocer las cicatrices que nos dejaron, habrán de ver los cuerpos que quisieron que tengamos, habrán de saber que por dentro laten los mismos gusanos que laten dentro de ustedes. Habrán de sentirse atraídos por la desnudez de una travesti y habrán de saltar los tapiales con los que siguen marcándonos a fuego porque parece que las travestis no merecemos una verdad, un amor, una invitación a otro tipo de juegos. Un día deberán dejar de alimentar el monstruo de la muerte y nos ampararán en sus brazos. Porque venimos librando una batalla sin saber muy bien por qué. Somos como los soldaditos de Malvinas, aquí estamos, congelándonos, muriendo de hambre y de soledad en el punto más lejano de la civilización y no hemos de tener estatuas ni actos, ni días de la supervivencia trans…

Es posible que este mundo no aguante mucho tiempo más… Que el agua nos ahogue a todos, y tengan que ver morir a sus hijos, a sus amigos y a sus amores. Como la marea subirá y no habrá dónde trepar, vayámonos de este mundo sabiendo que hemos vivido íntegros y blandos, fatalmente instintivos todavía en las primeras impresiones que son, al fin y al cabo, las únicas que cuentan.

Yo quiero morir amada, contradiciendo a mi viejo, que me dijo “nadie te va a querer”. Sigo esperando poder refregarle en la cara que no me equivoqué, que existe algo mucho más hondo que nos enlaza con otros. Que he sido querida, que soy querida, y que por las noches cuando todas las flores se cierran sobre sí mismas, alguien me hace la vida más sencilla. Estoy dispuesta a dejar la vida en el camino para que esto pase. Para que todas las travestis que vengan en el futuro no tengan que estar enfermas de soledad y terror como estoy enferma yo ahora, relegada como siempre al cajón de la vergüenza. Como dice Lohana Berkins, no sé si me toque ver un mundo mejor, pero estamos trabajando para eso. Para la aceptación plena y pura de nuestra condición.

Y puedo escribirles esto porque alguna vez conocí a un tipo que me amó entera, a la luz del sol y a la vista de todos. Y porque esa sensación me empuja a pedir más, para mí y para todas. Las travestis también queremos que nos abracen y compartan el mundo con nosotras. Es nuestro mundo también. Colaboramos con él. Lo destruimos como ustedes, lo embellecemos como ustedes. Queremos ser sus compañeras, sus novias, las madres de sus hijos, queremos ser sus tías, sus madres, sus hermanas. Queremos formar una familia si se nos da la gana. Los progres dicen “ay, pero lo que vos querés es un novio…”. Bueno, sorteando las dificultades de que no ha nacido aún quien dome a esta animal sin raza, que queramos enconcharnos también es parte de la naturaleza de todos los seres humanos. Queremos tener esa opción, aunque sea para desestimarla. Pero hasta ahora somos como los negros de la esclavitud. Tenemos las leyes y el espacio para ser incluidas, y sin embargo nuestras frentes y nuestras ropas tienen una letra escarlata. Y les voy a decir por qué. A pesar de toda la evolución del pensamiento respecto a la sexualidad, para ustedes siempre estaremos relacionadas a lo prohibido. A los vidrios polarizados, al amor en los parques de noche, acaballadas sobre ustedes media hora; al bucal, al anal, a ser activas o pasivas, a tener o no tener pito, a tener o no tener tetas. A ser un mero hueco donde hacer trincheras.

Creen que existimos para satisfacer morbos ocultos, insatisfechos, prohibidos y reprimidos. Piensan que nuestra vida está metida en una canción de Ricardo Arjona. Pero se olvidan de algo: nosotras tenemos hambre de poesía verdadera.

Carta escrita sin destinatario aparente

No sé muy bien a quién se le escribe una manifestación como ésta, pero al que le quepa el poncho, pues que se lo ponga.

Durante muchísimos años viví el daño que me hacían los demás, ya saben, no es necesario que hable otra vez de esos tiempos, que son estos también, no es que ha cambiado demasiado, sólo un par de cuestiones legales y un par de corazones menos duros, pero de aquellos años en que todo parecía morirse cada tarde, tengo la certeza de que el dolor pasó por mí y fue a hacer rancho en la memoria. Ese daño, hecho por todos, incluso por mis viejos, se quedó dentro de mí sin identificarse ni decir “soy esto a causa de esto y voy a hacer esto en tu corazón”.

Cuando todo comenzó y supe que no habría otra manera de vivir más que esta, me insensibilicé. Puse el piloto automático, como quien dice. Esa adolescencia y esa primera juventud, viviendo lo que ellos querían que yo viviera, fue anestesiada. Podía intuir que eso que me estaba pasando algún día podía hacerme mucho más daño todavía, pero en ese momento yo creía vivir mi vida, y en realidad estaba viviendo lo que la mayoría me obligaba a vivir.

En esos años yo no sabía que estaba siendo herida. Decir solo discriminación sería reducirlo todo a la ignorancia y la maldad de los demás. Fue algo peor. Y ahora, que tengo una vida menos peligrosa, me doy cuenta que todo ese daño, todas esas noches expuesta a la maldad del mundo, la mirada de los otros acusándome, todas las burlas, los golpes, el hambre, el frío, el peligro, la muerte y el miedo a la muerte, todo eso está saliendo de ese cajón de muerto donde lo puse y me punza, en el pecho, con un dolor que es muy similar a la cercanía de la huesuda.

Se acabó la ignorancia que me mantuvo con vida y alerta y finalmente, ahora, mi pasado viene por mí.

Hace más de un año que siento que nada es suficiente, que nada me alcanza, que nada les alcanza a los demás. Podría ponerme a cagar pepitas de diamante, transpirar perlas, llorar doblones y rubíes, y aún así, nunca sería suficiente. Sólo tengo una salvación, una puerta para irme de este mundo más ligera. Y es decirlo todo: todo hasta lo más hondo y enraizado que me envenena el pecho.

Una y otra vez, decirlo hasta que se sepa por completo.

Decir mi verdad y mi historia para que la muerte sepa que se está llevando a alguien con nombre, apellido y lucidez.

Lo primero es que ya no puedo. No quiero. No puedo ayudarme más de lo que ya me ayudé, sin psicólogos, sin padres, sin contención, sin pares. Lo intenté todo, siempre con el mismo tesón. Siempre con la vocación de hacerlo bien. Pero se acabaron los víveres y las herramientas. Entonces ya no puedo conmigo misma. Tengo esta virtud: puedo ponerle palabras. Es tarde, pero puedo ponerle palabras y eso, si es que algún merecimiento me toca, es mi única salvación.

Yo quisiera, amigos míos, que a las travestis nos fuera devuelta esa larga caravana de detalles perdidos que nos hacen estar incompletas. Que nos devuelvan la infancia, la ternura, la protección, los cuidados, el entendimiento, la compañía y la mirada blanda de nuestros padres. Y que se las devuelvan a ellos. Que tengamos la posibilidad de ser una familia. Pero ustedes dijeron NO. ¿Cómo pueden los padres aceptar una hija travesti? ¿Cómo pueden aceptar semejante aberración? Nuestros padres no supieron qué hacer. Se entregaron a esa ola y no nos perdonaron esta intención de vida. ¿Qué clase de comprensión podían tener frente a un hijo que se traviste si todo el maldito pueblo se olvidó de nuestra edad, de nuestra pequeñez, de nuestra indefensión y pasamos a ser un monstruo que se pasea por las calles sin el menor pudor? Pobres mis viejos. Pobre mi viejo, que no tuvo la culpa y encima de llorar la pérdida de un hijo tuvo que aceptar ser el blanco de todas las burlas, de todos los desprecios, de todas las burlas. Mi viejo, uno de los tipos más viriles que conozco, tuvo que agachar la cabeza frente a los vecinos, los clientes, los amigos, por tener una hija travesti. Pobre mi vieja, que amaba a su hijo con locura y dulzura y que es huérfana y conoció el desengaño; mi vieja que guardó silencio, que lloraba a oscuras, tragándose los suspiros para que nadie la oyera mientras yo veía la brasa de su cigarro como única luz en esa casa que por mi culpa se había vuelto nuestro infierno.

Pobres mis viejos que descubrían mis vestidos, mis polleras cosidas a mano con sábanas que no se usaban, mis pastosos maquillajes de oferta con los que aprendía a disimular mis rasgos de hombre.

A nosotros, como familia, ¿quién nos devuelve todos esos años de amargura? ¿Quién le devuelve la fortaleza para mirar al pueblo a los ojos? ¿Cómo les devuelvo la tranquilidad perdida de esos años? ¿Cómo les pido perdón por toda la vergüenza y la pérdida y las noches con los ojos abiertos, y el odio que sentían hacia mí por querer travestirme en ese pueblo rancio donde era el monstruo popular? ¿Cómo remonto ese río para llegar a su nacimiento y devolverles aunque sea un par de días sin odiarnos, sin juzgarnos, sin desear que todo se acabe?

Llegada la noche oscura, ¿cómo voy a despedirme de ellos sin otra palabra en los labios más que perdón? Cómo les explico que no fue nuestra culpa. Que es la iglesia, la fe, el cristianismo, los políticos y la hedionda costumbre y tradición anquilosada en el corazón de los otros lo que nos rompió como familia. Ellos no lo entenderían. A ellos también el dolor les está saliendo ahora.

También me gustaría que me devuelvan las horas de juego, las horas del recreo en que jugaba solita en algún rincón del patio porque los chicos me huían y las chicas me rechazaban por maricón.

Pero no era sólo maricón: era gordo, pobre y maricón.

Una tarde jugaba al elástico con unas chicas más grandes que yo, y la señorita René, gorda marimacho de pelo corto, se metió conmigo. Finalmente yo había logrado jugar con alguien al elástico y la señorita René me tiró de la oreja y me sacudió de un lado a otro porque los varones no tenían que jugar al elástico. ¿Con qué cuento podía salirle yo? ¿Le iba a nombrar la disforia de sexo a la bruta esa? Sólo recuerdo mucha mucha vergüenza tiñéndome de rojo la cara y haberme ido al aula a llorar en silencio para que nadie me viera. Ese día fui noticia en toda la escuela. Finalmente, me habían castigado las mariconadas. Las chicas con las que jugaba al elástico no supieron qué hacer.

A los maricones, en ese entonces, nadie los defendía.

Cómo remonto el acoso de los matones del grado, y de otros grados, que me obligaban a hacerles los deberes tan sólo porque yo era maricón y eso equivalía al derecho al golpe y la humillación salvo que les manoseara el bulto en el baño de varones y todos los días antes de terminar la clase les hiciera los deberes que nos daba la maestra. A mí hacer la tarea no me costaba nada, era brillante, más brillante de lo que mis viejos soñaron alguna vez, y así pasé la primaria. Sometida a los caprichos de los matones del aula.

Y yo quisiera saber, si tuviera intención de reclamar esas pérdidas, ¿a quién se las reclamo? ¿Quién se hace cargo de esa infancia?

Quién va a resarcir las burlas, los dibujos en el pizarrón caricaturizándome y humillándome delante de todo el colegio, los apodos, los piedrazos, los escupitajos. Tal era el desprecio que sentían por mí. Había un cabezón que había repetido de año, que nunca en los dos años que compartimos en la secundaria me dirigió la palabra. Y eso no es nada. El desprecio no requiere mucho esfuerzo. Pero el enorme esfuerzo, el titánico esfuerzo de algunos por aceptarme a pesar de todo, ¿cómo lo voy a pagar?

Algo no estaba bien y sigue estando mal.

Miren si por un momento todas las travestis de ese entonces, y de antes, que debe haber sido muchísimo peor, nos levantáramos y reclamáramos lo que nos han quitado. No alcanzarían todos los tesoros del mundo, ni las leyes, ni los placebos políticos ni nada de lo que pudieran darnos, para cicatrizar esos tajos en la carne que nos hicieron día tras día.

Imagínense si por un momento reclamáramos el amor perdido, la posibilidad de ser amadas, abrazadas, cuidadas, queridas, tomadas de la mano; si quisiéramos recuperar la ilusión de que alguien se enamore de nosotras libremente, sin prejuicios, si quisiéramos recuperar todos los amores que se fueron, los hombres que nos prometían los horóscopos, el i ching, el tarot, las runas, si quisiéramos tan sólo por un momento sentir que nos quieren sin ataduras, ¿cómo van a pagarnos? ¿Con qué? Miren si además se nos ocurriera pedirle, por ejemplo, al estado, que nos devuelva el amor propio, la autoestima… Qué fondos internacionales van a tocar para pagar la pérdida de la posibilidad de querernos a nosotras mismas. La posibilidad de vernos hermosas sin someternos a la carnicería de las cirugías, sin necesidad de querer parecernos a una mujer que nació mujer y tuvo la genética y las hormonas de su parte.

¿Y si a este reclamo se sumaran los gordos? ¿Y los bolivianos? ¿Y los tullidos?

No les alcanzaría la vida para pagar el daño que han hecho.

Y si además, solo por joder, se nos ocurriera que además de querer recuperar la infancia, la adolescencia, el vínculo con nuestros padres, queremos también a nuestros muertos. La infinita cadena de muertos que nos faltan: las asesinadas, las muertas en soledad y silencio, las muertas de sida, las muertas de frío, las muertas en vida, las muertas por mala praxis, las suicidadas, las muertas por desidia, por negligencia médica, las muertas que sabiendo que estaban por morir no iban al médico porque es mejor morirse en una cama sola y apestada de pústulas y bichos de toda clase, que sufrir el maltrato de las instituciones públicas.

¿Qué hacemos con nuestras desaparecidas? ¿Y con nuestra desaparición?

A veces me digo que no es justo hablar del pasado con tanta vehemencia siendo que en Siria la gente huye amontonada en gomones y un niño en la playa muere boca abajo tragando la sal del mar. Incluso me digo que no es justo hablar de todo esto cuando existen el cáncer y el hambre. Pero cada mañana muero en la playa y un cáncer rojo e insaciable me devora por dentro y recuerdo el hambre, los años que no le dí a este cuerpito más que mate cocido con pan porque no tenía cómo mierda comprar un pedazo de carne. Recuerdo los años en la calle, la violencia de los clientes, los golpes recibidos, el frío, las noches en vela, mal comida, mal dormida, mal abrigada, mal asesorada, sintiendo infinita vergüenza de mí misma.

Si me pusiera a reclamarles los casi treinta años de andar como una perra por el mundo, mendigando cariño, mendigando dinero, ustedes se harían pis en la cama, como criaturas. Porque la verdad del daño que han hecho los asustaría de tal modo que ni los esfínteres podrían controlar. ¿Y si reclamara los hijos negados? Porque una cosa no viene sin la otra. No es sólo: “¡Ay, pobrecita! Está pidiendo que alguien la quiera…” No, quiero lo mismo que todos, con las ventajas y las contraindicaciones. Quiero un hijo también… pero con todo este daño, ¿qué clase de madre podría ser? No sería una madre, sino un monstruo. Mi herida sangra y lo mancha todo.

Ahora, a mis 33 años, estoy parada en un pasillo largo, este hotel es infinito. Abro la puerta de una habitación y el hombre que está ahí dentro no me puede querer. Se va, o permanece dándome migas de afecto que a mí me saben como una trompada de Monzón en la boca porque lo que yo quiero es sentirme amada. Reposar con alguien que me abrace y me recuerde que existe la selva, que existe el mar y que siempre nos podemos salvar en la virgen exuberancia de la tierra. Y ustedes dirán que todo eso puedo hacerlo y sentirlo sola, ¡pero los quiero veeeeeeeer! Compadres, los quiero ver armar este castillo de naipes en una terraza ventosa. Cierro esa puerta y abro otra y desde adentro un niño muy pequeño, con los ojos enormes, me mira y me pide auxilio. Y cuando intento sacarlo de ese cuarto de desamparo las manos se me vuelven líquidas y no puedo rescatarlo y se que ahí dentro se va a morir, algún día se va a morir y nadie le rendirá sus honores. Abro otra puerta y la veo a mi vieja hilando sus tristezas, cocinando su magia, con sus manos, las manos más lindas que ustedes se puedan imaginar porque todas las noches se las cuidaba usando bagovit-a, tratando como yo de zurcir ese pasado roto y no tengo corazón para decirle que estoy herida para siempre, y que incluso si muriera, mi alma sería un alma en pena, como quien dice, y se me escucharía llorar por encima del viento, porque nunca pude recuperar todo lo que he perdido. Y abro otra puerta y está mi viejo, luchando con sus dragones, edificando, siempre construyendo, siempre haciendo y manteniendo a raya a sus dragones, y le pido perdón, pero el rugido de sus bestias no deja que me escuche.

A veces me consuelo pensando que todo esto en algún momento colaborará con un mundo mejor. Que lo que hemos vivido es el cimiento para que otros no conozcan esa pena. La pena es un excedente que no se puede evitar. Pero esa pena, la nuestra, es preciso que desaparezca.

Hoy, que recién empieza la semana, siento que es necesario saldar la deuda. Y en algún momento tendrán que pagar.

A los morosos los conocemos todos.

Carta a las putas de mi juventud

Hermana, dulce puta de juventud, compañera de parques y paredones. Hoy me acordé de vos, mientras preparaba un té con leche al calor de las hornallas siempre prendidas en invierno. Ya ves, sigo siendo pobre. No se si me recordarás, si habrás vuelto a pensar en mí. Ya no sé cuántos años tendrán tus hijos. Qué imbécil pude ser la primera vez que te vi, embarazada y atendiendo clientes solitarios en bicicleta, que te grité: “¡M’hija! ¿Con esa panza hacés caridad?” Y vos te reíste toda con tu pelo lacio cayendo sobre tu espalda llena de pasto porque a veces ibas al medio del parque a atender a tus clientes y ellos nunca valoraban la hierba en tu pelo, ni el olor a monte de tu ropa. Ellos nunca valoraron nada, esa es la verdad. Ni los clientes ni los hombres que a veces nos esperaban en casa.

Vos ya sabés, en esa época yo también tenía a un galán que me hacía la guardia en las rejas de mi balcón. Y yo venía con dinero fácil, que nunca era suficiente. Éramos casi de la misma edad, vos un poco más grande que yo, no te ofendas si desnudo tu coquetería. ¿Qué edad tienen tus hijos? Pero si casi los vimos nacer. Imagináte ese pesebre, lleno de travestis y putas recibiendo en el ahora tan bien iluminado Parque Sarmiento a los frutos de tu vientre. ¿Qué nombres les pusiste? ¿Eran gemelos nomás? Mentían que llegaban en cualquier momento, pero vos siempre tenías un resto para atender a otro y a otro. Hermana, eso era admirable. Nunca supimos dónde se nos fue el dinero. Porque había que ver qué manera de desprender braguetas. Era una fiesta. La fiesta de la abundancia, nuestro banquete secreto, braguetas abriéndose y bolsillos lloriqueando. Pero nunca nos alcanzó más que para las compras del día. ¿Porqué habrá sido así? Éramos las más baratas. Yo porque no tenía tetas, vos porque eras mujer. Las travestis, las reinas, ellas todas reconstituidas, con pechos por todos lados, ellas eran enormes pechos que sabían lo que había que cobrar.

¿Sabés algo de Gabriela? La rubia que corría con tacos de acrílico cuando veíamos al flaco de la cuarta con sus luces. Todas desaparecíamos en el corazón del parque. Lo cierto es que esas noches que compartíamos una petaca de whisky para calmar el frío, y nos subíamos a esos autos que nunca iban a ser nuestros, y cabalgábamos sobre maridos que nunca iban a ser nuestros, y esperábamos que alguno nos tendiera una mano o una propina generosa, yo siempre pensaba: todas son mis amigas. Vos decí que andás trotando, me gritaban y entonces le agarré el gusto a la maratón. Qué manera de correr y con qué desesperación. ¿Y la vez que el policía me mostró la identificación después de haberle hecho un servicio memorable? Y me dijo “ahora te tengo que llevar” y yo repliqué con toda mi retórica y todos mis miedos que no me quedaba otra… No se si supieron que el tipo después me llevó a mi casa y me pidió el teléfono. Pero nunca me llamó.

Tampoco te pregunté por la pelirroja, la trava que medía como diez metros, que siempre andaba tosiendo porque el bicho ya le había picado. Una vez me la crucé en la calle, venía con bolsas del supermercado. Le pregunté qué iba a cocinar y me dijo que asado. Y me mostró toda la vaca fragmentada dentro de las bolsas. Tenía unas manos de oro, nunca vi manos más bonitas, ni tan grandes. ¿Cuántas éramos en total? Cinco, a veces se sumaba la loca de los perros, la que vivía en una carpa con sus perritos, que había sido psicóloga y nos convidaba empanadas. Puta madre. Me hace llorar pensar en ella. La más linyera nos traía el morfi. Perdonáme si te mando esta carta ahora, después de diez años, sin mucho para contarte. Me viste en la tele, me lo dijiste esa vez que nos cruzamos en el parque y yo iba corriendo y me preguntaste para qué volvía y yo te dije, a estas pistas ya no vuelvo. Nunca me habían dado un abrazo tan lindo. Vos estabas otra vez embarazada, pero no por eso dejabas de sonreír, ni de acariciarte la panza cuando mermaba el tráfico. Qué tipos de mierda, la verdad. No nos vieron nunca. Yo a veces me pregunto si alguno tendrá memoria como para acordarse de mí y verme ahora tan bien vestida y viajando en avión.

Una vez, cuando se estrenó Mía, de Javier Van de Couter, un tipo me mandó un mail diciéndome: “Pensar que antes pagaba diez pesos para que me la chupes y ahora tengo que pagar para verte en el cine”. ¡Eso es arte, carajo! Como tu manera de acariciarte los ocho meses de purrete que tenías dentro la última vez que te vi. Qué salvajes fuimos compañera. Tengo todavía el par de aros que me diste para que te guardara porque te estaban infectando la oreja. Son un amuleto enorme. Los conservo para no olvidarme nunca de vos, porque eso sí sería imperdonable. Cuando voy a trotar al parque, ahora con el culito duro y la panza llena de comida sana, siempre te busco con la mirada, pero desde esa última vez ya no te volví a ver. Y pensé, ¿se habrá subido al auto equivocado? No creo… lo sabría por los noticieros. Aunque los noticieros nunca cuentan cuando las putas nos subimos a los autos equivocados. Ni cuando vamos al departamento equivocado. Ni la cantidad de veces que nos pagaron con dinero falso. Esos crímenes quedan ahí, al borde de lo salvaje, donde anduvimos siempre y de lo que cuesta tanto escapar.

Angie Desiré y su jabón con una gilette adentro te lo pueden contar. Si habrá tajeado camisas de marca y bracitos de niños bien. A ella nadie le hacía daño ni le vendía gato por liebre. Una vez me invitó a comer en su casa de Alta Gracia. En las ventanas tenía macetas llenas de flores. Hizo una comida no tan rica, pero no por eso menos noble. Se había puesto silicona líquida en las caderas y una le había quedado más alta que la otra, pero ella se reía de sí misma y te decía TOCÁ, TOCÁ y te servía un poco más de esos fideos pasados con esa salsa insalubre llena de carne picada. No se si te molesta que te hable de ella. Yo se que habían tenido problemas por un tipo, un cliente de esos amorosos, que no deja de ser cliente.

No sé qué nombres le habrás puesto a tus hijos. ¿Ya te pregunté? Me gusta saber el nombre de la gente, esa carta de presentación. Sólo el nombre ya te dice todo del otro. Tu nombre era dulce, como masticar una flor silvestre. No te lo digo porque no quiero que nadie sepa cómo se llamaba la puta más dulce de todas las putas. La única que me mandaba mensajes cuando no me aparecía por el trabajo. Que cómo estaba, que si necesitaba algo, que qué estaba haciendo.

Me daba vergüenza ser lo que éramos. Pero hoy miro con nostalgia aquellos años de juventud. Tan fácil era creer. Hoy ya no creo en nada, o en casi nada, parezco una vieja olvidada, aunque busco la credulidad de la que era capaz hace unos años y que era inmensa, y me entran unas ganas de no haber perdido la inocencia… ¿Porqué habré perdido la inocencia, compañera? ¿Habrá sido Sebastián? Hace ya dos años que no se nada de él. Se casó, tuvo una hija, los suegros le regalaron una casa. La última vez que lo vi, sin embargo, estaba triste. Me gustaba más en nuestra época, ¿te acordás cuando me fue a buscar al parque y todas se orinaron en los pantalones con sus ojeras y su metro noventa? Ese día me dijo que me amaba, y después desapareció. Tanto miedo que hemos visto. Y tanto miedo que sentimos. ¿Sentís miedo alguna vez? Yo vivo horrorizada, mientras más grande, más pelotuda.

Compañera, pienso en una mañana con tus hijos, con vos, en tu querido barrio Yofre, y me entran ganas de reirme a carcajadas. Tal vez ya ni nos entenderíamos, tal vez cuando me fuera de tu casa, la una y la otra pensaríamos que la vida nos cambió demasiado y eso sería cierto. Pero las cuerdas son siempre las mismas, y te aseguro que no están desafinadas. Puedo tocar la misma canción con vos que hace diez, doce años. Cuando me escondía tras los árboles para que no me viera ningún conocido. Aún te quiero, es la verdad. Y a las otras, a Gabriela, a Angie Desireé y a la pelirroja que siempre terminaba cacheteando a algún cliente. Pero con vos, no sé, siempre fuimos hermanas, siempre fuimos las que no teníamos tacos altos. Siempre nos quedábamos menos tiempo. Las putas del parque. Hermana, compañera, ¿a vos también el tiempo te ha pasado por encima? Yo me veo nuevas arrugas cada día, y cuesta más desnudarse dignamente, por suerte la luz nos regala la penumbra.

Me gustaría contarte algo distinto, pero lo cierto es que también sigo siendo melancólica, mi pelo sigue enloqueciendo en los días de humedad, sigo siendo pobre, nostálgica y llorona. Sigo estando sola, esperando algo de mí que no se si seré capaz algún día de darme. Pero a mi ventana, cuando tiro migas en el balcón, vienen los pájaros y me hacen compañía. El otro día una se metió a casa y fue un tremendo susto el que me pegué. Me fui y la dejé sola. Cagó sobre el escritorio, pero cuando volví ya no estaba.

Bueno, compañera, es domingo, son las dos de la tarde y sigo en cama. No sé qué se me dio esta mañana por escribir. Pescadora de hombres, sirena fosforescente, pelo con olor a hierba, maldigo los días que nos vieron llorar por la pobreza y la ignorancia, y los años de pobreza e ignorancia que pesaban sobre nuestros hombros, y que nos hacían terminar en ese parque ahora iluminado. Ahora convertido en un paseo familiar. Te voy dejando, tengo que cocinarme algo. Quizás por la tarde con un amigo vayamos al teatro. Eso sí, vos no estás, pero vieras qué buenos amigos supe conseguir. Cuando leas esta carta, mirá el plomo del cielo entristeciendo la ciudad y pensá que alguien te abraza con la memoria.

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