Mi perro y yo competimos por una mujer. Eso dicen los especialistas que consulté: que me ataca porque me quiere robar la novia. Según me explican él no puede evitarlo, algo en su esencia lo obliga a competir por el liderazgo de la manada y, como líder, considera que Lucía —mi pareja— le pertenece. Y que no hay mucho que conversar al respecto. En el mundo canino la democracia es imposible: la organización del grupo es jerárquica y los machos se disputan las hembras como si fueran un churrasco. Hay un líder que come, coge y manda y otros que miran, esperan y obedecen. Y lo curioso es que estas reglas ni siquiera se ciñen al mundo animal. Para un perro su entorno doméstico es su manada. Para el mío, entonces, Lucía y yo también somos parte de su clan y nos tenemos que regir por sus reglas. Romeo —mi perro— es dominante por naturaleza. Por eso —y porque yo no supe ser su líder— me disputa los recursos: la comida, la cama y, principalmente, la hembra.
Lo reconozco: no tengo —ni me interesa tener— alma de caudillo. Siempre preferí acompañar en lugar de dirigir, y decir sí o no en vez de proponer, ordenar o —sobre todo— trabajar. Eso parece que inquieta a Romeo. El etólogo Claudio Gerzovich Lis —un veterinario especializado en comportamiento, lo que vulgarmente se conoce como «psicólogo de perros»— me explicó que, en las jaurías, el líder —casi siempre un macho— no suele ser el que mejor la pasa: siente la obligación genética, pero también aprendida, de hacer todo el trabajo mientras los demás descansan. Nunca hice nada por disputarle a Romeo ese rol. Si yo fuese un perro estoy seguro de que sería de los que esperan echados a que les traigan la comida. Pero no lo soy, y ahora necesito cambiar esto. Tengo que conseguir que Romeo entienda que no puede ni debe agredirme, que no es necesario, que yo puedo hacerme cargo de satisfacer las necesidades del grupo. Tengo que demostrarle que soy el líder de su manada. De eso depende que podamos seguir viviendo juntos.
Los tres —Lucía, Romeo y yo— vivimos en la misma casa y hasta hace un tiempo dormíamos en la misma cama. Ya no. Ahora él no puede compartir el lecho con nosotros: según Gerzovich Lis —a quien consultamos hace unos días— metí a un tipo a dormir en mi cama, entre mi mujer y yo. Y no era cualquier tipo: era «el Jefe del Estado Mayor Conjunto».
Eso lo sé ahora, pero cuando todo comenzó era imposible sospecharlo. La primera vez que vi a Romeo estaba dormido adentro de una mochila negra, temblando de miedo en los brazos de Lucía. Estaba viviendo los primeros minutos de su vida separado de su madre —una perra desnutrida que lo había amamantado como había podido— y esos momentos iniciales los vivía en brazos de mi novia. Lucía había visto en internet —en una página de animales rescatados de la calle— una foto del cachorro marrón, mirando de costado con sus ojos celestes, y se había enamorado. Lo fue a buscar y lo metió en su mochila para que no tuviera frío. Vino a buscarme al trabajo y nos subimos a un taxi para llevarlo a casa, que entonces era un departamento de dos ambientes. Sin patio ni balcón. No estuve seguro de querer hacerme cargo de una vida hasta el momento en que lo tuve en mis manos. El perrito tenía la panza hinchada por los parásitos y parte de la cola pelada por estar mal nutrido, y cuando lo abrazaba dejaba de temblar.
La primera noche el perro durmió en una caja. Y cada veinte minutos me despertaban sus aullidos. Cuando me levantaba, él movía la cola. Entonces me acercaba, lo acostaba y lo acariciaba hasta que cerraba los ojos y se relajaba. Luego regresaba a mi cama. Pero en cuanto el perro se daba cuenta de que yo ya no estaba a su lado, volvía a aullar como la sirena de un camión de bomberos. Al amanecer le dije a Lucía que no iba a soportar otra noche así: si seguía llorando se tendría que ir.
Pero la segunda noche no lloró. Así que tuvimos que pensar un nombre. Después de algunos intentos fallidos, decidimos que se llamaría Romeo.
El veterinario nos dijo que durante los primeros tres meses el perro no podía salir a la calle porque no tenía todas las vacunas, así que pasaba las veinticuatro horas entre el comedor y la cocina. Su presencia se notaba. Desde el principio supimos que sería un perro mediano, algo más pequeño que un labrador. Con el tiempo además se convirtió en un perro lindo, fuerte y atlético. Era un animal hermoso que nos alteraba la vida: cuando se quedaba solo, Romeo comía madera de las sillas, la cagaba y después se la volvía a comer. Hacía pis en el parqué. A los seis meses era evidente que el departamento nos quedaba chico. Cada día, al llegar de trabajar, encontrábamos un tajo nuevo en el sillón y a Romeo reposando en un lecho de pedacitos de goma espuma. Hacía todo mal pero siempre lo justificábamos. No podíamos enojarnos con él. Algunos días, Lucía y yo salíamos de trabajar más tarde para evitar llegar antes que el otro y enfrentarse al desastre. Entonces decidimos buscar un lugar mejor para vivir: rescindimos el contrato y alquilamos una pequeña casa con patio, donde el perro podría estar más cómodo y no mearía en el piso de madera cuando nos fuéramos a trabajar.
En esa época Romeo dormía en nuestra cama, subía al sillón, comía lo mismo que nosotros, recibía caricias cuando él quería y jugábamos cuando él lo decidía. La enumeración de sus privilegios es también la suma de nuestros errores. Dejamos que él tomara todas las decisiones: quién subía a la cama y quién no. Quién entraba a la pieza y quién no. Quién podía subir al sillón y quién no. Entre los que sí, siempre estaban Lucía y él. El que no, solía ser yo. Lo raro es que esa diferencia no me molestaba demasiado. Porque a esa altura yo ya tenía un afecto desmedido hacia el perro, y porque no creo en la organización de la familia a la vieja usanza, con el hombre que decide y la mujer que acompaña. Yo creo en una convivencia horizontal y eso incluye a las mascotas —nunca entendí el concepto «mascota»—, por lo que me negaba a ver en Romeo un ser inferior que me debía obediencia a cambio de casa y comida. Yo quería compartir todo, ser una familia posmoderna. Y eso empezó a confundirnos a los tres, especialmente a Romeo.
Al principio el perro manejaba ciertas situaciones con gruñidos y yo me reía. Hasta que pasó a morderme y —aunque yo lo corría a chancletazos por la casa— Lucía y yo empezamos a notar que había algo raro. No era normal que un perro mordiera a su amo.
Nos recomendaron una etóloga. El método de trabajo sería así: ella vendría a casa, analizaría el hábitat del perro y nos daría un diagnóstico y unas pautas de comportamiento. La llamamos. La mujer llegó y empezó a contar que acababa de rescatar a un gato y lo tenía en el auto, y que su perro siempre le mordía la cara a su madre, que era bipolar. En cuanto a nosotros, nos dijo que el problema no era grave, que se podía corregir. Y enumeró unas pautas de comportamiento que coincidían con todo lo que yo ya había leído en internet. La mujer hablaba a la vez que Romeo le lamía la cara, y parecía pasada de psicofármacos. No la volví a llamar.
Buscamos otro etólogo. Una tarde de calor angustiante, vino a casa Claudio Gerzovich Lis, quien también es un reconocido adiestrador. A diferencia de la anterior, Gerzovich Lis pidió que Romeo estuviera encerrado cuando él entrara. Le hicimos caso. Charlamos con él en el comedor más de una hora. Tomamos jugo Tang mientras le confesábamos todo lo que habíamos hecho mal: que el perro dormía en la cama, que comía de nuestro plato y que cuando gruñía pensábamos que era una gracia de nene. En un momento Lucía quiso decir algo y yo la interrumpí.
—A ver, a ver, eso me interesa. ¿Ustedes discuten por el perro, chicos?
Por un momento temí verme inmerso en un talk show sin cámaras. Supe que debía ser cauteloso: el tal Gerzovich Lis era un tipo demasiado curioso para mi gusto. Después de un rato de charla me pidió que dejara entrar al perro. En cuanto le abrí la puerta de la cocina, Romeo cruzó el patio corriendo y fue a olfatear al visitante. Pero cometió un error: se le subió encima. El etólogo lo sacó de un manotazo y gritó ¡salí de ahí! Eso despertó la fiera. Los quince minutos siguientes Romeo estuvo agazapado, mostrando los colmillos, ladrando y gruñéndole al intruso que le venía a decir, en su propia casa, qué cosas podía hacer y cuáles no. Aunque el etólogo intentó demostrarle que no lo iba a agredir, el perro no pudo salir de la emoción violenta. El diagnóstico fue mucho más pesimista que el anterior: vivir con Romeo suponía un riesgo importante para los tres. Debíamos decidir si estábamos dispuestos a asumirlo. Gerzovich Lis dijo que entre las posibilidades que se abrían, si el tema no se resolvía, estaba la eutanasia. Lucía lloró. Yo lo frené en seco: si no creo en la pena de muerte para los hombres que no conozco, mucho menos para los perros que viven en mi casa. Lo medicó con Fluoxetina y nos prohibió de manera terminante que Romeo se subiera a cualquier mueble. Desde ese día, el lugar del perro tenía que ser el piso.
A Romeo le costó un poco la adaptación a las nuevas reglas. Algunas veces volvió a amagar con agredirme y aceptaba a regañadientes salir del comedor cuando se lo ordenaba. Yo lo notaba más tenso que de costumbre y algunas veces volvió a enfrentarme. Pero el método de Gerzovich Lis parecía funcionar: si yo me quedaba quieto y le hablaba relajado, la agresión cesaba y cada uno volvía a lo suyo.
Hasta que una mañana todo cambió para siempre.
Romeo estaba en el patio —parado al lado de Lucía, que cargaba el lavarropas— y yo me iba a trabajar. Soy periodista, pero hasta hace poco trabajaba en el área de comunicación de una empresa que fabrica electrodomésticos y computadoras. Una de las peores cosas que tenía ese empleo era que me obligaba a vestirme como un yuppie: cada mañana, después de bañarme, tenía que plancharme una camisa y entregarme a un acto que agudizaba mi mal humor habitual. Así que esa mañana —como todas— yo salía de mi casa apurado, con la cabeza gacha y con cara de muy pocos amigos. Entonces algo pasó. Cuando me acerqué a la puerta vi que al perro se le habían parado las orejas. Vino corriendo hacia mí y me miró fijo a los ojos. Tenía las patas delanteras tiesas, todo el pelaje erizado y las pupilas dilatadas. Empezó a gruñir y a mostrarme los dientes. Hice lo que me había dicho Gerzovich Lis: me quedé parado, respiré hondo y le hablé con calma. Romeo dejó de gruñir y se dio vuelta para lamerse la cola, así que di por terminado el episodio. Retomé el paso y fue entonces cuando me hizo entender que lo suyo no era una travesura de cachorro consentido: se prendió de mi mano y antes de soltarla, la masticó tres veces. Grité de dolor. Me lo saqué de encima con una patada instintiva. Fui al baño a lavarme la mano, que chorreaba sangre. Tenía los dos colmillos marcados a la altura de la muñeca y algunas heridas más que me había provocado al intentar sacar la mano. Las marcas eran profundas, así que decidí ir al hospital. Cuando miré el patio vi una mancha rojiza: el perro había hecho pis con sangre. Lucía se cambiaba y lloraba desesperada. Me decía que seguro no sería nada, que fuéramos al hospital y después nos ocuparíamos del él. Antes de salir tiró un baldazo de agua sobre la sangre de Romeo, que se escurrió por la rejilla.
Mientras viajábamos en colectivo yo pensaba en el perro, creía que le había roto los riñones o la vejiga, deseaba profundamente que no se muriera, que me diera tiempo de llevarlo al veterinario. En el hospital me hicieron unas curaciones rápidas, me dieron la vacuna antitetánica y me dijeron que pensara bien qué iba a hacer con el perro. Mi viejo, que trabaja ahí, me repitió varias veces que tenía que buscar una solución definitiva al tema y que Romeo no podía vivir más con nosotros.
Cuando volví a casa, imaginé que encontraríamos un gran charco rojo y el perro desahuciado por la herida mortal, mirándome con cara de «¿qué me hiciste?». Pero llegué, abrí la puerta de un empujón, recorrí el piso con la mirada y vi que el patio estaba intacto y que Romeo estaba arriba de una silla, con cara de recién levantado. Me pregunté si ya habría olvidado todo o guardaría en su memoria el recuerdo de mi reacción animal. Enseguida lo saqué a la calle a que meara en un árbol para controlar el color de la orina. Era amarilla. La culpa, que pudo haber sido eterna, me duró dos días. En ese lapso entendí que, de verdad, Romeo y yo estábamos en peligro. Conversamos con Lucía. Y decidimos que el perro se tenía que ir de casa.
En los tres días siguientes lloré más que en toda la infancia. Lloré en casa, en el colectivo y, lo peor de todo, lloré en el trabajo. No podía asimilar la idea de que mi perro se hubiera convertido en una fiera que me agredía sin motivos. Pero, sobre todo, no podía pensar que en poco tiempo iba a llegar a casa y no habría pelos por todos lados, ni pelotas mordidas, ni estaría él esperándome para ir a pasear. Cuando la angustia menguaba, me detenía en las cosas positivas: que íbamos a viajar sin tener que buscarle cuidador al perro, que iba a tener más tiempo para leer y escribir, que mi sobrino podría venir a casa y jugar en libertad. Pero después volvía a llorar porque no es fácil conseguirle hogar a un perro que mordió a su amo. Las opciones eran un pensionado canino, donde el perro viviría encerrado en una jaula y saldría de a ratos a caminar al parque —como una cárcel para perros— o un campo donde pudiera correr e interactuar con casi nadie. Y no conocemos gente que tenga campo, así que el pronóstico no era alentador. En estos días me di cuenta de que la casa está llena de cosas suyas. En el patio están sus juguetes, en el comedor hay un portarretratos con una foto de su época de cachorro y en el baño hay un cuadro con cuatro imágenes: dos fotos individuales de Romeo, una en la que está besando a Lucía y otra en la que yo lo estoy besando a él. Una noche, mientras llorábamos en silencio mirando el techo de la pieza, supe que Lucía y yo estábamos pensando en la misma perversión:
—¿Sabés qué? —me dijo—. Preferiría que se muriera de algo natural. No sé: que le pasara algo, que esta separación no dependiera de nosotros. Para mí es muy triste pensar que otra persona le va a decir que se siente, le va a dar su comida o le va a tirar la pelota. Ojalá nunca se olvide de nosotros.
Estábamos destrozados, no veíamos futuro. Algunos amigos trataban de convencernos de que la cosa no sería tan grave. Fracasaban. Entonces trataban de consolarnos. Y volvían a fracasar. Yo sentía que lo único que me interesaba era que alguien me dijera que se hacía cargo de Romeo. Pero no sucedía. Hasta que Verónica, quien hasta hace poco fue mi jefa —yo hablaba de esto con mi jefa— me aconsejó un día que consultara a Majo, una proteccionista que trabaja en la misma empresa. No sabía quién era Majo, pero hice caso. Bajé dos pisos hasta su escritorio y terminé hablando con una completa desconocida como si fuera mi hermana. Le dije que yo quería llevarlo a un lugar que se llama El Campito, donde —según se ve en su página de Facebook— hay cientos de voluntarios que se ponen remeras naranjas y se ocupan con alegría de perros rescatados de la calle. Pero Majo me dijo que el lugar estaba superpoblado y, en cambio, me recomendó un adiestrador.
—Andá a verlo a Maxi Aráoz. Trabaja con perros dogo, con pitbull, tiene mucha experiencia tratando agresividad con perros complicados. Lo he visto cazar a un león furioso. Y tiene pensionado: le vas a poder dejar el perro para que te lo reeduque y después, capaz que puede volver a vivir con vos. Y si no, le buscamos otra familia.
Recién entonces Lucía y yo dejamos de llorar. Al fin había aparecido una chance de salvar nuestra relación con el perro. Así que llamé al adiestrador, y acordamos esta cita.
—Tu perro hizo recurso de tu mujer —es lo primero que me dice Maximiliano Aráoz—. Por eso te mordió: ella estaba entre vos y él. Lo que tenés que entender es que él está respondiendo a un instinto, el líder tiene que garantizar la reproducción para que la manada sobreviva, ¿entendés? Con eso que hace de alguna forma también te está cuidando a vos. Ahora él es el líder. Eso es lo que tiene que cambiar.
Esta primera vez en la escuela de adiestramiento, no trajimos a Romeo. Nos acompaña mi cuñado Rodo. Queremos conocer el lugar, hablar con el adiestrador y ver cuál es su propuesta: saber si nos puede convencer.
—Si yo tengo al perro un par de meses y aprende otra forma de vida pero cuando se va a su casa todo vuelve a ser igual, en diez días van a tener el mismo perro. Romeo tiene que aprender normas. Miren esto.
Maxi Aráoz entra a la casa y vuelve con un tarro lleno de comida para perros. Lo agita. Todos los perros se acercan y se sientan a su alrededor. Lo miran embobados. Tira un puñado de comida al suelo y grita «¡Fuera!». Todos los perros se hacen a un lado y forman un círculo alrededor de la comida. Todos excepto un golden, que intenta reprimirse pero no puede aguantar y se roba un bocado. En ese momento se escucha un gruñido, el perro agacha la cabeza y se escapa hacia atrás. Maxi Aráoz está agazapado y tiene el labio superior levantado: se le ven todos los dientes.
—¿El del gruñido fue… él? —me pregunta Lucía en voz baja. Asiento con la cabeza.
—Este no vive acá —dice Maxi Aráoz—. Es de un estudiante. ¿Pero te diste cuenta de lo que hacen? El espacio de comida para los perros es de dos metros de diámetro.
Mientras habla, el alimento balanceado sigue en el suelo y los perros siguen mirándolo absolutamente idiotizados, segregando baba.
—Ellos entendieron que es mi comida. Ahora que lo entendieron y que lo respetaron, pueden comer. Coman —dice y tira un manojo de alimento balanceado. Entonces sí, los perros se abalanzan sobre las galletas.
A Rodo y a Lucía les brillan los ojos. Supongo que a mí también.
Maxi Aráoz nos convenció de que es el hombre que puede solucionar la cuestión canina. Lo que sigue es una semana de preparativos para que Romeo se vaya a vivir un tiempo a la escuela. El primer paso —y el más importante— es la castración, un momento acaso más difícil para mí que para el perro. Soy el encargado de llevarlo a la veterinaria y tengo que verlo luchar contra la anestesia. Primero le inyectan un calmante. Mientras la sustancia hace efecto, mi perro me mira con los ojos vidriosos y tiembla de miedo. Lo subo a la camilla y, una vez anestesiado, siento cómo se convierte en peso muerto en mis brazos. Lo dejo en manos del veterinario con la sensación de haberlo traicionado. Una hora después, cuando el perro se despierta, paso a buscarlo para volver a casa. Cuando llegamos pongo su cama al lado de la computadora para que esté a mi lado mientras yo escribo. Romeo, todavía adormecido, se lame la herida y me mira con los ojos achinados. Veo el escroto vacío y suturado de mi perro. Siento el peso de haber tomado una decisión irreversible sobre un cuerpo ajeno.
Días después, el lunes siguiente al de ese episodio, traemos a Romeo a lo de Maxi Aráoz. Si todo va bien, el perro se quedará para comenzar el tratamiento. Cuando llegamos Aráoz sale a la vereda y nos pide que le dejemos al perro y nos vayamos a dar una vuelta. Romeo tiene puesto un bozal, pero en cuanto el adiestrador se acerca le tira un tarascón. Él ni se mosquea. Después el perro se deja llevar y, cuando el portón gris se cierra, nosotros nos vamos a esperar a la esquina. Son casi las once de la mañana de un lunes cálido. La calle está desierta, excepto por dos vecinos que charlan bajo la sombra de un árbol. Uno es un viejo con pocos dientes. El otro es un tipo de unos cuarenta años, con pelo largo, cara de recién levantado y un tatuaje enorme en el brazo derecho. Viste solamente un pantalón corto: no usa remera ni ojotas. Los miro. Tengo calor y estoy vestido para ir a trabajar; cuando llegue a los cuarenta quiero tener la vida de ese hombre: levantarme a media mañana, tomar mate en cuero con el viejo de al lado. Mientras pienso en eso Maxi Aráoz abre el portón y nos hace señas para que nos acerquemos. Estamos ansiosos por saber las novedades. El adiestrador enciende un cigarrillo y dice:
—Bueno, ahora vamos a entrar. Dejé libres a los dos capos de la manada para que empiecen a conocerlo y lo aceptaron sin problemas. Cuando entren, es posible que se les empiece a frotar por las piernas. No se lo permitan: va a hacer eso para dejarles su olor y demostrarnos que ustedes le pertenecen.
Adentro, además de los dos perros, hay un hombre gordo tomando mate. Tiene una remera con su nombre —Daniel— y el logo de Gulliver Dog Team, la escuela de adiestramiento. En cuanto nos ve entrar, Romeo viene, moviendo la cola, a frotarse contra mi pierna y la de Lucía.
—Sacátelo, no le permitas —dice Aráoz.
Yo le digo «fuera» y le doy pequeños empujones. El perro me mira confundido y después va a pararse al lado de Lucía y a frotarse contra ella. Daniel mira la escena:
—A vos te ignora absolutamente —le dice a ella. Todos vemos que es cierto: cuando Lucía le da una orden, el perro parece sordo.
Maxi Aráoz ofrece mate y comienza a contarnos el diagnóstico:
—Chicos: tengo una noticia buena y una mala para darles. La buena es que Romeo no es un perro agresivo. La mala es que es un perro dominante e inseguro. Por eso ataca. Él cree que debe tomar las decisiones pero tiene miedo y no sabe ser líder sin recurrir a la violencia. Además, hizo recurso de ustedes, conformó un círculo insano. Miren esto.
Maxi se aleja con Romeo y le acaricia la cabeza. El perro no hace absolutamente nada. Después se acerca a nosotros e intenta hacer lo mismo y Romeo se convierte en una fiera durante cinco segundos. Como si fuese un mago que muestra que no hay trampa en el truco, Maxi repite la escena una, dos, tres veces más. Parece René Lavand haciendo su acto más famoso: «no se puede hacer más lento».
—El perro me ataca cuando estoy al lado de ustedes, pero si estamos los dos solos no me hace nada. Es la demostración de las dos cosas que les dije: que no es agresivo y que, cuando está con ustedes, cree que tiene que proteger a la manada. Además, lo dejé con los otros dos perros, que son súper dominantes y no tuvo conflicto: incluso Charly lo montó y él no lo atacó. Yo creo que no va a tener problemas, que va a aprender bien, pero es un perro con el que van a tener que ser firmes toda la vida.
No tengo dudas de que el perro va a aprender, pero no estoy seguro de poder ser el líder que Romeo está necesitando. Maxi Aráoz dijo hace un rato que la clave está en las cuatro «p»: pasión, paz, perseverancia y paciencia. Con la primera puedo cumplir, pero con las otras tres sé que la voy a tener más difícil. Las cosas me aburren rápido y me frustro fácilmente. Mi mamá siempre recuerda un episodio de mi infancia: yo tenía cinco años, había dibujado a un Pato Donald y se lo mostré para saber qué le parecía. Cuando me dijo que estaba muy lindo, lo rompí en cien pedazos y le grité que el dibujo era una mierda. Ahora suelo hacer lo mismo con las cosas que escribo, pero me salteo el paso de pedir la opinión de los demás. Odio fracasar. Además puteo al televisor cuando miro fútbol. No soy un espíritu armonioso y no pienso hacer nada para alcanzar un equilibrio que se me antoja falaz. Con los años aprendí a convivir con mi propio carácter y Lucía también: ya casi no se preocupa cuando me escucha gritar. Simplemente me deja solo y sabe que a los diez minutos todo habrá vuelto a la normalidad.
Le digo a Maxi Aráoz que no creo cumplir con los requisitos de un líder equilibrado y entonces noto que los adiestradores de perros tienen mucho en común con los psicoanalistas. La experiencia les permite saber cuáles son los dolores y las vergüenzas de una persona, aun a partir de una breve insinuación. Y usan esa información para demostrar su superioridad, para hacerle saber al otro que van a construir una relación de dependencia durante el tiempo que dure la terapia; tal vez la vida entera. Cuando logran su cometido, finalmente, cuando el otro se reconoce inferior, muestran que pueden ser compasivos.
—Mirá, yo he tenido casos graves de verdad —dice ahora Maxi Aráoz—. ¿Te conté la historia de la señora del shar pei? Una vez me llamó una mina, me dijo que tenía un problema muy grave con su perro, que atacaba a todo el mundo y no sabía qué más hacer. El shar pei es un perro con una mordida complicada, además. Le dije que me lo trajera y le pregunté por dónde lo tenía que pasar a buscar. Le pedí a Dani que fuera. Para que veas que no te miento, vamos a preguntarle a él adónde tuvo que ir a buscar al perro.
—A un departamento en San Juan y Jujuy —dice Daniel, mientras camina con Romeo y le marca el paso—. La señora le había alquilado un dos ambientes abajo del suyo, para que el perro viviera solo.
—Pero eso no es lo peor —dice Maxi—. Lo peor es que la mina estaba evaluando operarle la mandíbula, sacarle todos los dientes. El perro iba a tener que comer papilla toda su vida. Además, al segundo día que el perro estuvo acá la mujer ya me había llamado cuatro veces. Sutilmente, le aconsejé que hiciera terapia.
Con Lucía lo escuchamos y reímos. Ahora nos sabemos peores amos que Maxi Aráoz, pero mejores que la señora del shar pei. Después nos vamos y Romeo se queda. Mientras el auto arranca veo que en la hendija que hay entre el portón y el suelo se asoma el hocico marrón de mi perro.
Con el paso de los días me siento libre. Sé que, al menos por un tiempo, antes de entrar a casa no voy a tener que fijarme que Lucía y Romeo no estén en el mismo ambiente. Extrañaba vivir sin necesidad de tomar recaudos. Además, tengo la certeza de que el perro está en un buen lugar. A Lucía, sin embargo, se le está haciendo más difícil. Durante la primera semana vuelve de trabajar con los ojos rojos e hinchados de llorar en el colectivo.
Pero eso ocurre solo al comienzo.
Conforme las semanas van pasando, la relación de pareja mejora mucho. Al evitar todas las discusiones sobre el «tema perro» casi no discutimos. En algún momento incluso empezamos a poder conversar sobre nuestras sensaciones en torno a la ausencia de Romeo sin dramatizar. Estamos de acuerdo en que el triángulo amoroso y posesivo en el que convivíamos estuvo socavando los cimientos de nuestra vida social: nos convertimos en un par de obsesivos que aburrían a todos sus amigos hablando constantemente de los problemas del mundo canino.
Con lentitud nos vamos transformando en algo parecido a lo que fuimos cuando empezamos a salir. Lucía y yo nos conocimos hace siete años en el call center donde ambos trabajábamos como encuestadores. Durante los primeros meses ni nos hablábamos: teníamos distintos amigos, nos sentábamos lejos. Pero tiempo después nos tocó sentarnos juntos y empezamos a conocernos. Ahí los dos nos relacionamos con la misma gente y coincidimos en algunas salidas. Después comenzamos a acercarnos por otras vías. Todas las noches nos encontrábamos en el chat y hablábamos, nos pasábamos videos de YouTube y nos reíamos mucho. Pero yo no me animaba a invitarla a salir por miedo a quedar en ridículo ante ella, una compañera de trabajo. Como sabía que yo no iba a durar mucho más tiempo en ese lugar planeaba invitarla a salir justo después de renunciar. Pero Lucía se aburrió de esperar y un día me dijo que quería ir conmigo a una fiesta.
—Eras un pelotudo. Si fuera por vos, todavía no habría pasado nada —solía decirme en los primeros tiempos de nuestra relación. Desde el principio, además de novios, fuimos amigos. Siempre nos hablamos con la franqueza que permite la amistad y nunca nos celamos más que lo necesario. Pasábamos muchas horas juntos así que al poco tiempo de estar en pareja alquilamos un departamento de dos ambientes y nos fuimos a convivir. Teníamos una vida tranquila, placentera. Pero un año después de mudarnos, metimos a Romeo a vivir en casa.
Ahora que el perro no está, esos primeros tiempos de libertad volvieron. Disfrutamos de dormir hasta tarde sin sentir la culpa de que alguien nos está esperando para salir a cagar a la vereda, y comemos en el patio sin preocuparnos porque Romeo nos robe la comida ante la menor distracción. Además, acabo de cambiar de trabajo —ahora me ocupo de la comunicación de un centro cultural, un empleo que me gusta mucho más que el anterior— y finalmente me animo a publicar una nota que, seguramente, será leída por más de quince personas. Todo es positivo. Las visitas a Romeo también lo son.
Cuando lo dejamos en la escuela, tuvimos prohibido ir a verlo durante los primeros diez días. El perro tenía que hacer un desapego y cortar los hilos de la relación perversa. Pero pasado ese lapso empezamos a visitarlo cada sábado, semana tras semana. Ahí vemos los avances en su comportamiento. Nosotros también aprendemos. Tenemos que concentrarnos para administrarle el afecto al perro y para evitar el apego. Aunque de algún modo logro hacerlo, todavía me pregunto si es posible dosificar el amor: algo tan distinto al dentífrico o la mayonesa. Con el tiempo, las visitas de los sábados pasan a ser un contacto suficiente. Tenemos la tranquilidad de que el perro está bien cuidado, aprendiendo, conviviendo con una manada de perros equilibrados que lo muerden para enseñarle; algo que nosotros no pudimos hacer.
Cada vez que llegamos, Romeo corre en círculos, jadea, gime, ladra pidiendo atención hasta que se cansa y se echa. Después de un rato, empieza a mostrar signos de relajación. Recién entonces Maxi Aráoz nos permite saludarlo.
—Es el método NELVEG. Significa Nada En La Vida Es Gratis —nos explica el adiestrador. En síntesis, se trata de no acudir a ningún pedido del perro: si pide comida, no hay; si quiere entrar a la pieza, está prohibido; si quiere jugar, no se puede. Solo hay que dejar pasar cinco minutos, tomar la iniciativa y, en lo posible, hacerlo trabajar para conseguir lo que desea. Para salir a pasear, tiene que sentarse y dar la pata; si tiene hambre, debe esperar la orden para comer. Siento que nos estamos convirtiendo en seres autoritarios e histéricos. Pero ni siquiera eso es lo peor.
—Hacete respetar la comida —me ordena ahora el adiestrador.
Tomo un puñado de alimento balanceado y se lo muestro a Romeo. El perro se relame y se sienta frente a mí. Llevo la mano a mi boca y empiezo a imitar el ruido de la masticación. El perro me mira fijo.
—Gruñile, tiene que irse para atrás y dejarte dos metros de espacio.
Me pregunto si de verdad quiero hacer esto. Me imagino a mi papá mirándome y negando con la cabeza, como hace cada vez que hago una boludez delante de él. Sé que no hay vuelta atrás: uno empieza gruñendo una vez y después lo hace todos los días. No me gusta competir y mucho menos con un perro. ¿Para qué hacerlo, si hay suficiente balanceado para los dos? Miro a Romeo y al adiestrador. Me siento acorralado entre mi viejo y Maxi Aráoz. Entonces frunzo el labio y muestro los dientes. Gruño. Romeo inclina la cabeza y se queda inmóvil. Vuelvo a gruñir, más fuerte: nada. Maxi Aráoz me corre a un lado, agarra un poco de comida, deja que el perro se acerque y le gruñe. Romeo retrocede dos pasos y mira hacia otro lado. Un perro que mira a los ojos es un perro que desafía. Un perro que desvía la mirada, es un perro que respeta. El adiestrador me mira y sonríe, triunfal.
A medida que pasan los días y las demostraciones infalibles, Lucía y yo confirmamos nuestra dependencia de Maxi Aráoz. Y no nos molesta. Estamos adaptados a nuestra nueva vida. Ya casi ni me acuerdo de por qué lloré tanto hace dos meses. Además de las visitas de los sábados, llamo por teléfono una o dos veces por semana a la escuela para saber cuáles son los avances.
Cuando ya pasó un mes de educación de Romeo, Maxi Aráoz me da la noticia de que el perro puede volver a casa.
—Yo te podría decir que se quede un mes más, pero te estaría robando —dice—. El gordo ya está para seguir con educación allá.
Confío en su criterio; Maxi dice que hicimos un buen trabajo. Eso me pone contento, aunque también me genera bastante incertidumbre. Hago mis esfuerzos por imaginar una vida placentera de a tres, una vida en la que mi perro sea mi compañero inseparable, mi alma gemela y mi hermano con cuatro patas, pero mi recuerdo me dice otra cosa. Con cierto temor, coordino con el adiestrador para pasar a buscarlo el sábado siguiente. Cuando corto el teléfono camino hasta el comedor y miro las fotos de Romeo. Pienso en lo feliz que estaría si supiera que en apenas tres días estará de vuelta en casa. Se estaría despidiendo de sus compañeros de pensión, algunos de ellos le dirían que no se olvide de pasar a visitarlos, le mandarían cartas para sus familiares y le pedirían favores: cigarrillos, revistas, tarjetas de teléfono. Pienso que él les diría que sí, y que al salir se olvidaría de todo.
Compramos una cucha de plástico blanco con techo azul a dos aguas. La ponemos en el patio, al lado de la puerta del comedor, donde antes estaban la parrilla y las bicicletas. La parrilla ahora está en otro costado y las bicicletas, en el medio del patio. Lucía junta sábanas y almohadas viejas —y no tan viejas— y hace un colchón mullido. Preparamos el regreso del perro como se prepara el nacimiento de un bebé. Cuando todo está listo, vamos a buscarlo con mi cuñado. Romeo nos ve llegar y hace lo mismo de siempre: corre en círculos, da saltos, gime y toma agua. Y después se sienta. Lo acaricio un poco, le pongo la correa y subimos al auto. Arrancamos. Después de un mes en el reformatorio canino, mi perro vuelve a mi casa.
Ahora estamos en la plaza. Desde que Romeo volvió, todos los días, cuando llego de trabajar, me cambio y lo traigo para que corra y juegue con otros perros. La plaza tiene dos caniles —dos cuadrados enrejados donde el pasto ya no crece— en los que lo suelto sin problemas. Como vengo siempre a la misma hora, ya conozco a mis vecinos y a sus perros: el pelado que trae a Lila, el gordo que viene con las dos bóxer, la señora que trae a Apolo, el pibe que está con Olaf y Mateo, y el viejo que trae a Wanda. Ellos también nos conocen. Algunas veces, todos eligen el otro canil porque Romeo juega a correr y gruñir, y a algunos perros —y, sobre todo, a algunos dueños— la parte del gruñido no les gusta. Hoy, por ejemplo, en el canil de al lado hay cinco perros y tres personas, pero Romeo y yo estamos solos. No importa, traje una pelota, así que nos divertimos entre nosotros. Yo la tiro y le pido que me la traiga. Él cumple.
—Soltá —le ordeno.
Romeo duda, amaga con volver a salir corriendo, pero al final la deja caer.
—Muy bien, Romeo —digo en voz alta. Desde el otro lado del canil, dos mujeres me escuchan y sonríen. El nombre de mi perro suele provocar confusiones: no es un homenaje a un maricón que se suicidó por error porque el padre no lo dejaba coger con la vecina. El nombre completo de mi perro es Bernardo Romeo y honra al último ídolo de San Lorenzo, el club del que soy hincha. Romeo no fue un gran jugador, no tenía una técnica vistosa ni un físico privilegiado. No brilló en las grandes ligas ni hacía declaraciones rutilantes a la prensa. Era, más bien, un antihéroe, un bicho raro al que el periodista Eduardo Bejuk describió como «un gnomo terrible, habitante del área, que corre como un pibe, que define como un viejo y se besa la camiseta sin un ápice de especulación ni teatralidad». Fue un goleador que se retiró con noventa y nueve goles en el club, después de varios partidos de intentar fallidamente convertir el gol número cien. Pero Bernardo Romeo no entró en el panteón de los ídolos azulgranas por sus goles sino por sus actitudes. La leyenda dice que en el año 2001 el Hamburgo S.V., que estaba a punto de comprarlo, le propuso esperar seis meses más para que el jugador quedara libre. Así, el club se ahorraba la plata del pase, le daba una comisión a Romeo y San Lorenzo se quedaba sin nada: sin goleador y sin el dinero de la venta. Todos ganaban, menos el club.
Romeo pudo aceptar. Y, sin embargo, dijo que no. A ese hombre homenajea el nombre de mi perro.
—¡Romeo, vení para acá! —Ahora le gruñe a Olaf, el pitbull que acaba de entrar al canil. El problema más grave del carácter de Romeo —el que hace que les gruña a los otros perros— no es la dominancia sino la inseguridad. Es extremadamente desconfiado: nunca se deja tocar por ningún extraño ni permite que nadie le huela el culo así como así. En esto Romeo y yo nos parecemos. Algunos dicen que nadie puede considerarse mi amigo si nunca lo mandé a la puta que lo parió. Es cierto: yo insulto a la gente solo cuando estoy seguro de que no se van a ofender ni van a querer cagarme a trompadas. Nunca me agarré a piñas ni mandé a la mierda a ningún jefe ni a ningún policía. En eso también nos parecemos: Romeo gruñe y ladra, pero nunca muerde. Bueno, casi nunca.
El perro también heredó parte del carácter de Lucía. Ella le teme a casi todo. Se dice a sí misma «Lucía Miedo» y antes de tener a Romeo nunca se acercaba a ningún animal. Ahora ama a los perros, aunque su mayor enemigo vive a la vuelta de mi casa: un perro que pasea solo. Todos los días sus dueños le abren la puerta y él sale a caminar por el barrio. Es muy parecido a un lobo —pelo blanco y gris, ojos claros— y no le gusta que Romeo camine por su cuadra. Varias veces, al verlo, vino corriendo a enfrentarlo y se trenzaron en una maraña de ladridos y tarascones. Así que ahora Lucía evita pasar cerca de su casa y, cuando se lo encuentra, dice «vamos Romeo» y cruza de vereda. Antes yo hacía lo mismo, pero ahora estoy haciendo el curso de instrucción canina en la escuela de Maxi Aráoz y tengo prohibido evadir las situaciones que le generen miedo o conflicto al perro; los dos tenemos que aprender a enfrentarlas. Y de a poco lo vamos logrando.
Ahora, por ejemplo, acaba de entrar al canil una mujer con tres perras. Romeo va a olerlas. Se ve que algo no le gusta y le empieza a ladrar a la más grande, una perra gris que viene corriendo y se refugia entre las piernas de su dueña, que está sentada a mi lado. Hace unos meses yo le hubiera puesto la correa al perro y me lo habría llevado. Ahora no: dejo que se haga cargo de las consecuencias de sus actos.
La perra tiembla. La mujer la acaricia y le dice que no pasa nada, que no tenga miedo.
—¿Te puedo dar un consejo? —pregunto; aunque me diga que no, igual se lo voy a dar—. Cuando entra en pánico no la acaricies, porque le reforzás el miedo. Quedate tranquila que el perro le va a ladrar pero no le va a hacer nada.
La mujer sonríe y deja de acariciar la perra.
—¿Te molesta si la llamo con un poco de comida a ver si entra en confianza? —pregunto. La mujer me agradece todo lo que pueda hacer para ayudarla a salir del pánico. Agarro algunos granos de alimento balanceado de mi bolsillo y la llamo. La perra mira, olfatea y finalmente se acerca. Come de mi mano.
—¡Qué bien! ¿Qué le das? ¿Galletitas?
—No, alimento balanceado.
—Ay, no me digas… —se horroriza—, ¿el común?
—Sí, ¿le hace mal?
—No, es que las perras y yo somos veganas. Yo soy vegana por elección, pero ellas por obligación.
Le pido disculpas y pienso que, al final de cuentas, lo que nos tocó a Romeo y a mí no es tan malo. Aunque todavía sigue teniendo sus matices.
Desde que mi perro volvió a casa tengo un sentimiento ambiguo: por un lado estoy feliz porque puedo verlo, tocarlo y hablarle todos los días, y porque disfruto los paseos como nunca antes. Pero a veces después de trabajar desearía estar solo y en paz, y comer facturas sin tener que gruñir para demostrar que son mías. Convivir con un perro debería ser algo mucho más sencillo. Sin embargo desde que Romeo volvió a casa vivo en una tensión permanente entre lo que soy y lo que debería ser; entre mi liderazgo fingido y su obediencia provisoria. A veces me pregunto cuánto más difícil que esto será tener hijos. Estoy a punto de cumplir treinta años. Todavía no tengo planes de ser padre en el corto plazo y en el fondo no sé si esté capacitado para que otra vida dependa de mí. Mirando hacia atrás la historia con Romeo, supongo que todo esto que pasó fue una forma de crecer y de hacerme cargo de las responsabilidades del mundo adulto. Pero ahora, mientras juego con él sumido en ese pacto de madurez que armamos, no puedo evitar el deseo de aflojar y prolongar la adolescencia un poco más. Quizás a Romeo le pase lo mismo.