Capítulo cinco
¿Y si Dios fuera uno de nosotros, eh?
Sólo un vago más como cualquier otro
Todavía te faltan unos veintinueve años para que, en tu delirio de grandeza, te creas Él… Y casi cincuenta para que pagues por todos tus platos rotos. Ahora, huyendo de lo de Landero, del Otro Viejo nacido en el barro y de los Mala Sombra y solo después de un buen rato, te das cuenta de que con el Viejo que bajó del monte están en el medio de la nada. Perdidos. Caminando en círculos. Círculos en la tierra. Círculos en la arena. Círculos que se borran porque el viento sopla y hace mucho frío de repente. Círculos que se niegan a desaparecer y que se vuelven a marcar con las huellas de su andar.
Sí, ¡mierda que hace frío! ¡Y ese viento que no amaina y que no deja de silbar, carajo! Te pica el polvo en las mejillas, en la frente y en las pestañas. Se te seca la garganta y la lengua. Llorarías si tus lágrimas pudieran salir de tus ojos… Pero es tan fuerte el viento que, primero, no te permite moquear y que más tarde termina por derribarte. Te desmayás. Y encima no podés soñar. Cuando recuperás el conocimiento te das cuenta de que tenés un hambre propia de peonada que estuvo todo el día afuera. Parece que hubieras ayunado cuarenta días y sus respectivas cuarenta noches.
Y ahora, que el viento se ha ido, el Viejo que bajó del monte ha hecho un fueguito. Discreto. Pronto se elevará dibujando en el aire formas de mujer el humo de las últimas brazas previas a convertirse en cenizas. El Viejo que bajó del monte mastica un charqui que te convida. Lo aceptás. Está bien salado. Pero tener algo en el buche te ha puesto contento. Vos pensás si lo habrán preparado en un mortero de piedra… Si habrá sido un indio el que lo cocinó… Es un manjar ese charqui siendo que no hay otra cosa para comer. Por eso te sale caro aunque no sepas el precio que estás pagando por comulgar con esa carne seca.
El Viejo que bajó del monte mira las estrellas. Parece. En realidad está perdido en el cielo oscuro. En lo negro de la noche. Te pregunta si te gustaría volar. Como los pájaros. Jamás pensaste alguna vez en eso. “Es imposible”, te decís a vos mismo sin abrir la boca para contestar. Y que, en todo caso, si tuvieras una respuesta lo que vos querés ser es más bien un hombre de a caballo. Pero te imaginás atacando como el halcón buscando llevarse alguna de las gallinas del Papá bien cagadas en las patas… y la idea te gusta y hasta te hace sonreír.
Si: te reís como un nene.
Pero ahicito nomás has empezado a dejar de serlo.
El Viejo que bajó del monte te cuenta que, valga la redundancia, desde el monte se ve toda la riqueza que hay por ahí. Que ni vos ni tu familia ni nadie de Los Pereyra o el resto de la provincia la nota por estar en el llano. Que todo eso puede llegar a ser tuyo si, como hiciste en lo de Landero, elegís el camino de las armas… Momento. ¿Dijo eso o algo parecido o medio al revés? Por ahí lo que te dijo es que si andás armado vas por buen camino. Y vos, que no querés vivir más en la pobreza y que has disfrutado y mucho de gatillar la escopeta del Papá, pensás que todo Tucumán puede ser tuyo. Y anhelás que así sea.
Es ahí cuando las estrellas miraron para abajo y hubo satisfacción en el rostro del Viejo que bajó del monte. Mucha. Correspondiente al goce de un maestro que va a enseñar lo que más se destaca para que su discípulo con los años se vuelva mucho mejor que él.
“¿Así que quiere ser pistolero, usted? Sepa que eso se es siete días a la semana sin domingos para descansar. Que el pistolero solo deja de serlo cuando lo encuentra una bala, m’hijo. Es difícil. Pero creamé que se puede. Va a tener que convencer a todo el mundo, Ratita. No permitir que vean lo que se le nota y mucho, chango… Aunque por ahora solo lo pueda ver yo con estos ojos que han visto de todo. Usted tiene miedo. En usted anida el temor. Pero no se me preocupe. Que lo va a saber sacar. Cuando sea más grande. Se lo va a saber sacar por un ratito y pasarlo a otros. Pero el miedo siempre va a volver a su pecho. Y peor”.
Señalando con el mentón la escopeta del papá, el Viejo que bajó del monte continúa con sus enseñanzas:
“Nunca me ande sin eso. O algo parecido. Agárrese bien fuerte a sus armas. Apriete el gatillo cuando lo tenga que hacer. Pero trate de no engolosinarse. Lo van a querer. Me lo van a odiar. Algunos sí. Otros no. En una época más y en otras menos… Si se lo puedo contar es porque yo estuve ahí. Me han quedado marcas en el cuerpo, vea. Cicatrices. Pero lo que mas duele en el recuerdo es lo que le pasa a uno por dentro”.
Siguiendo con la mirada a las Tres Marías el Viejo que bajó del monte una vez más pregunta y evangeliza con su prédica:
“¿Sabe cual es el disparo más artero, Ratita?”
Vos te me encogés de hombros y decís:
“¿El que se da por la espalda? Y ya le pedí más de una vez que no me diga más Ratita. Por favor”.
“Por favor”.
“Por favor” es una expresión que casi no vas a usar en tus años venideros.
Ignora él tu pedido y, sonriendo, niega con la cabeza:
“No. El que se da por la espalda no. Avivesé para salir de pichón, m’hijo. El disparo más artero es un beso. El disparo más artero es un beso que le da la changuita con la que uno está metejoneado. Un beso así. Y a medianoche. Nadie sobrevive a un beso”.
Asentís como si lo hubieras entendido todo cuando para decir verdad cazaste poco y nada. Y después de pronunciadas estas palabras, primero él y después vos, miran a la luna y cada uno le pone una cara diferente; la de dos rostros que comparten el mismo nombre. Vos pensás en la Mamá. Y el Viejo que bajó del monte en una mujer ajena.
De repente recordás todo lo que pasó antes de que te desmayaras. Mucho. Demasiado mucho. Ha sido una jornada larga. Tartamudeas cuando finalmente hacés la pregunta que más te intriga.
“¿Co-cómo hizo eso?”, le decís evitando adrede nombrar lo de las víboras. Lo de cómo hizo para convertirse en ellas. “¿Co-cómo hizo para llegar hasta la barra?”.
Sin mirarte a los ojos, el Viejo que bajó del monte no se anda con brujería:
“No lo se. Me sale”.
Y al silencio agrega:
“¿Ya quiere volver a su casa, m’hijo?”
Es raro.
Querés y no.
Después te das cuenta que más que querer, debés.
Decís que si sin entusiasmo.
Y el Viejo que bajó del monte te da con el gusto.
Cierra el pulgar y el índice de la mano derecha clavándolos como pinzas en las comisuras de sus labios para poder chiflar bien fuerte. El silbido es largo. Hasta tiene algo de un canto. Por más que para ser canción le falte porque es demasiado corto. Cae un rayo en el sur tajeando el cielo estrellado y la lunita tucumana. Cae un rayo más o menos en el Departamento de Jiménez. Por Santiago. Cae un rayo pero no ruge un trueno. En vez de eso lo que se escucha es el galope de un caballo acercándose por más que esté todavía a cientos de kilómetros.
El Viejo que bajó del monte ha llamado para que los lleve a lo del Papá ni más ni menos que al Bagual. Lo sabés cuando llega echando fuego por los ojos y espuma por la boca. El Bagual relincha y se para sobre sus dos patas traseras. Otro rayo cae pero ahora ahí donde están ustedes. Así, erguido, se le nota más la larga cola negra y las crines también azabaches.
El Bagual amaga con irse cuando el Viejo que bajó del monte se acerca a él. Despacio. Muy despacito.
“Sooh… Sooh… Sooh…”.
El olor a azufre te da arcadas. Igual terminás acostumbrándote. Estás conteniendo el vómito justo cuando el Viejo que bajó del monte se aferra al caballo de sus crines y de un salto lo monta a pelo. Dan una vuelta completa a tu alrededor y también al paso el Viejo dejándose caer sobre el costado derecho del animal te captura con un brazo y te deposita detrás suyo.
Ni tiempo te ha dado para que te me asustes.
Estás meta rebotar de culo sobre las ancas del animal. Te querés agarrar de la cintura del Viejo que bajó del monte y él, sin mirarte ni darse vuelta, te da un chirlo en las manos antes que entrelaces los dedos como si fuera un cinturón.
Usando un tono de voz exageradamente enojado te enseña:
“De los hombros se agarran los hombres”.
Y así lo hacés.
El Bagual es veloz. Trae consigo a la lluvia. Pero esta no lo puede alcanzar a él. Tampoco los rayos que se multiplican descargando su ira contra el suelo de Tucumán. El aroma a tierra mojada y el repiquetear de las gotas persiguiéndolos te arrullan un breve instante. Te despabila un rayo que cae demasiado cerca y la voz del Viejo que bajó del monte cuando al galope comenta:
“Me parece que ya le encontré el apodo justo para usted, m’hijo”.