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«Cruz / Diablo» — Episodio 6

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Leonardo Oyola
Episodio final del folletín telúrico-mefistofélico de Leonardo Oyola, ilustrado por Hueso Ricciardulli. La clave: solo un extraño en el camino tratando de volver a casa.

Capítulo seis

Solo un extraño en el camino,
tratando de volver a casa.

Todavía faltan unos veintinueve años para que te busquen por ese paraje perdido del Zorro Muerto en Santiago del Estero… Y casi cincuenta para la siesta del 21 de noviembre de 2008. Ahora, amanece sin sol por la cercanía de la tormenta y el andar del Bagual perseguida por ella. Vos y el Viejo que bajó del monte son los que traen consigo a la lluvia hasta el rancho del Papá. Donde vos te alegrás de que llueve y de haber vuelto a tu casa.

Al Bagual lo asusta algo y se pone a corcovear. Se niega a entrar a esas tierras. Ustedes los dos descienden de su lomo. El Viejo que bajó del monte le da un chirlo en una de sus ancas liberándolo. Y achinando los ojos para poder ver bien a través de la llovizna se encuentran con un extraño de barba y de pelo largo. El Viejo que bajó del monte, entre dientes, masculla un insulto que va a ser uno de los que vos más vas a pronunciar en tu vida cada vez que te encuentres con hombres de pelo largo y barba.

“Vago de mierda”, le dice.

El extraño de barba y de pelo largo, el Hijo del Viejo nacido en el barro, está sentado como los indios. Entre sus manos sostiene la cajita de música que el papá le regaló a la mamá. Cajita que habrá ganado jugando a las cartas seguramente. El Hijo del Viejo nacido en el barro abre el cofre y se queda machado frente a la muñequita de la bailarina. De cabello azabache igualito a la crin del Bagual. De blanca pollera inmaculada suspendida en el aire para mostrar apenas lo que cubre y no se puede ver de esas piernas. Le da vueltas a la manivela. Tenés miedo que la vaya a hacer mierda porque a vos nunca te la dejaron tocar. Por bruto. Porque eso con lo que se le da cuerda es “tan frágil como un escarbadientes”, te ha dicho la mamá.

El Hijo del Viejo nacido en el barro  cierra los ojos. De la cajita de música sale una luz enceguecedora. Y te das cuenta de que la música que danza la bailarina de pelo negro no es la que siempre le escuchás hacer. No es esa melodía con la que la mamá los tranquilizaba a los más chiquitos cuando eran bebés y estaban cortando dientes. De repente, sin tela o pared donde proyectarse y como si estuvieras en el cine, aparecen tres mujeres idénticas -¿o más bien tres fantasmas iguales?- pero con vestidos de distinto color cantando:

¡Ding! ¡Dong! ¡Dang!

¡Ding! ¡Dong! ¡Dang!

Una canción de amor y de alegría

Llegará… llegará alguna vez ese día.

A lo que sigue la voz tímida de alguien que se bautizó a él mismo, aunque no tuviera esos laureles, como El Rey  -y que así y todo los va a terminar gobernando- proclamar a los cuatro vientos:

Escucha hermano la canción de la alegría

El canto alegre del que espera un nuevo día

Ven, canta, sueña cantando

Vive soñando el nuevo sol

En que los hombres volverán a ser hermanos

Ven, canta, sueña cantando

Vive soñando el nuevo sol

En que los hombres volverán a ser hermanos

Si en tu camino solo existe la tristeza

Y el llanto amargo de la soledad completa

Ven, canta, sueña cantando

Vive soñando el nuevo sol

En que los hombres volverán a ser hermanos

Si es que no encuentras la alegría en esta tierra

Búscala, hermano, más allá de las estrellas

Ven, canta, sueña cantando

Vive soñando el nuevo sol

En que los hombres volverán a ser hermanos

Si es que no encuentras la alegría en esta tierra

Búscala, hermano, más allá de las estrellas…

La voz del que se bautizó a él mismo como El Rey se calla. La música se apaga. Las tres mujeres idénticas se evaporan. Y El Hijo del Viejo nacido en el barro abre los ojos; y estirando hacia arriba ambas manos ofrenda la cajita de música de la mamá… al Viejo que bajó del monte. Que no la desprecia. Y que ahora es él quien cierra los ojos antes de darle cuerda. Vuelve la danza circular de la figura, pero electrificada, con un sonido que es un malambo en el pecho aunque quien lo cante  vaya a advertirnos en otra letra -y siempre en la lengua del gringo- que tiene un corazón de vidrio. Y que es frágil. Fácil de romper.

Se mueve como si no le importara 

Suave como la seda, fresca como un viento

Hmmm… hace que quieras ponerte a llorar

Ella no sabe cómo te llamás

Igual el corazón te late como un tren 

Hmmm… hace que te quieras matar

Hmmm… ¿no deseas tenerla?

¿Querés hacerla toda tuya?

María… ¡Tenés que verla!

Entra y sale como quiere por tu cabeza

Latina… Ave María

Arriba un millón de luces 

Y abajo solo una vela encendida

He visto esto antes

En un gran amigo y también en un vecino

Tan tontos de amor y tan llenos de fuego…

No, no vendrán de la lluvia

Esas emociones corriendo en el drenaje

Azules como el hielo y el color del deseo

¿No querés darle unos besos?

Hmmm… ¿no querés acompañarla a su casa?

María… ¡Tenés que verla!

Entra y sale como quiere por tu cabeza

Latina… Ave María

Arriba un millón de luces 

Y abajo solo una vela encendida

Hmmm… ¿No querés tenerla de rodillas?

Hmmm… ¿No querés llevarla a tu casa?

Ella camina como si no le importara

Caminando con sus aires de superioridad

Hmmm… Te hace desear morir.

María… ¡Tenés que verla!

Entra y sale como quiere por tu cabeza

Latina… Ave María

Arriba un millón de luces 

Y abajo solo una vela encendida

María… ¡Tenés que verla!

Entra y sale como quiere por tu cabeza

Latina… Ave María…

El Viejo que bajó del monte abre los ojos de golpe. Y estos son del color del fuego. Medio como si se avergonzara los cierra otra vez apurado y por entre las pestañas le chisporrotean brasas anaranjadas. La cajita de música ha dejado de sentir el hormigueo del Viejo que bajó del monte. Que no sabés si a propósito o sin darse cuenta la deja caer al piso.

“¡No!”, pegás el grito demasiado tarde mientras la vez muy despacito ir en picada hasta chocar contra el suelo y desarmarse. El cofre ha quedado tumbado con la tapa abierta. La bailarina de cabello azabache como la crin del Bagual se ha desprendido de la pista donde solía dar vueltas y más vueltas sin parar. Acostada en la tierra, a unos centímetros de la cajita de música, no ha perdido la sonrisa.

“No”, repetís enojado. Llorando a moco tendido porque sabés lo que es eso para la mamá –un dolor más y van…- y te envenena que se lo haya roto el Viejo que bajó del Monte. “No”, decís en silencio con un moviendo de cabeza. Sabiendo que ni el Hijo del Viejo nacido en el barro ni el Viejo que bajó del monte te han escuchado. Porque entre ellos mismos no dejan de decirse una y otra vez “no”.

Que “no” a volverse al monte.

Que “no” a olvidar el amor que siente por esa mujer.

El Hijo del Viejo nacido en el barro se pone de pie. El Viejo que bajó del monte saca su puñal buscándole las tripas. Lo que encuentra son las palmas de esas manos. Primero la derecha. Después la izquierda. Defendiéndose, el Hijo del Viejo nacido en el barro, se ampara en antiguas heridas. Surcos por donde ya han entrado otros filos allá lejos y hace tiempo.

Igual le duele.

Y a vos te duele la cajita de música rota.

Y también cruzarte con su mirada.

¿Te está pidiendo ayuda?

Nunca te lo vas a poder responder.

Porque antes le has disparado una vez más al Viejo que bajó del monte.

Dos veces.

Y por la espalda.

Ha caído boca abajo. Su sombrero negro una vez más ha rodado por el suelo de la casa del papá. Ahora mojado por el agua de lluvia. No te sorprende verlo incorporarse como si nada.

Furioso te recrimina:

“Justo a mi, que soy de los que pagan con arcas de oro, ¿me lo viene a devolver así?  ¿Con plomo?”

El Viejo que bajó del monte se agacha para agarrar su sombrero. Buscando su puñal se da cuenta que el que lo lleva ahora en la cintura es el Hijo del Viejo nacido en el barro.

Sabe entonces que se le acabó el paseo.

“Usted, m’hijo, dirime cualquier trifulca cosiéndose a balazos. Así lo empezó y así lo va a terminar. Se me va a poner fanfarrón. Me lo van a odiar. Pero igual va a seguir metiendo miedo… hasta el tiro del final. Acuerdesé muy bien cuando llegue ese momento; cuando se me encuentre sin escapatoria y lo único que lo esté acompañando es lo que empezó a empuñar desde ayer y que ya no me lo va a largar más. Ese día nos volveremos a ver las caras. Y usted se va a venir conmigo para el monte”.

Sacude la tierra húmeda del sombrero negro. Se lo calza en la cabeza. Y antes de volver a sus dominios escoltado por el Hijo del Viejo nacido en el barro, antes de darte la espalda, te guiña un ojo cuando te bautiza:

“¡Malevo… sí, el Malevo… ese es su apodo”.

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