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Cuatro mujeres muertas

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Javier Sinay
Un policial de Javier Sinay sobre el «Cuádruple crimen de La Plata», con entrevista exclusiva al único implicado y la historia completa de un homicidio imborrable.

A las siete de la mañana del veintisiete de noviembre de 2011, un muchacho llamado Facundo González abrió la puerta de su casa —iba a trabajar— y quedó de cara a un pasillo lleno de huellas rojizas. El corredor unía los cinco PH que formaban parte del condominio de departamentos, y las pisadas —oscuras, salpicadas, confusas— salían de la puerta contigua, la de sus vecinas del timbre 5.

Era domingo y el silencio en la ciudad de La Plata era total.

—Che, papá… Mirá lo que hay acá… —le dijo Facundo a su viejo.

El hombretón apareció por detrás. Se llamaba Rubén, y lucía ojeroso y despeinado. Había dormido mal. En el medio de la noche se había despertado escuchando gritos y lamentos, y se había desvelado pensando en el origen del ruido. Había dos explicaciones viables. Podían ser las nenas del vecino: dos chiquillas que lloraban por cualquier cosa y que se peleaban entre ellas todo el tiempo. O podían ser las ratas: en los últimos tiempos habían aparecido algunas en el condominio y los vecinos les habían declarado la guerra. El mismo Rubén había cazado dos adentro de su casa. Las había tenido que acorralar detrás de un mueble; no había sido fácil. Eran bichos veloces, incluso astutos, y era probable —había pensado Rubén aquella noche— que los golpes y los sollozos respondieran a una cacería doméstica.

A la mañana siguiente, sin embargo, la hipótesis cambió. O se confirmó.

Lo cierto es que Rubén se asomó por detrás de su hijo, siguió con la mirada las huellas del pasillo y se detuvo en la entrada de sus vecinas, a un metro de su propia nariz. La puerta estaba entreabierta. Y permitía ver un charco de sangre en el descanso del ingreso al departamento. No había nada más. O mejor dicho: Rubén no quiso ver nada más. En cambio entró a su casa y levantó el teléfono. Discó 911.

—Señorita, acá hay algo raro… —le dijo a la operadora de la policía.

Era raro, por cierto. Y atroz: sus vecinas estaban muertas y faltaba poco para que los agentes llegaran y descubrieran los cuerpos.

Susana de Bartole, de sesenta y tres años, yacía en la cocina —el ambiente contiguo al descanso de entrada— sobre un gran charco de sangre. Los peritos advirtieron que había sido golpeada en la cabeza con un elemento voluminoso y pesado, tal vez un palo de amasar o un pisapapeles. También notaron que había recibido algunas trompadas y varias puñaladas en el cuello, en el tórax y en uno de sus brazos —con dos cuchillos diferentes y con un destornillador—. Y que debajo de sus uñas había restos de piel arrancada en un rasguño: «ADN perfil NN1», en el léxico desangelado de los forenses.

En el comedor, siguiendo el recorrido de la casa, apareció el cadáver de Bárbara Santos, de veintinueve años: la única hija de Susana. Podía suponerse que para ella el horror había comenzado en el baño. Allí había sido sorprendida, después de la ducha y justo antes de lavarse los dientes —el cepillo había quedado con la pasta en el lavatorio—. Bárbara había corrido unos metros, pero no había tenido suerte: fue la más castigada de las víctimas. En las manos —con las que había intentado defenderse— y en la cabeza —donde asomaba el hueso del cráneo— había recibido varios golpes con un palo de amasar que fue hallado por los forenses sobre una mesita de la sala, al lado de unas estatuillas de porcelana y de unos retratos familiares. Había más: un relámpago de puño le había desprendido un diente; al caer sobre una mesa de vidrio —o ser golpeada contra ella a propósito— se había cortado la cara; y el filo del puñal había pasado setenta y seis veces por su cara, su cuello, su torso, su abdomen, los brazos y una de sus piernas. El agresor —podía deducirse— había iniciado el ataque de frente y lo había continuado por detrás: el reguero de sangre con el que Bárbara había salpicado la pared —una estampa de microgotas en spray— daba cuenta de que la mujer se había inclinado o se estaba cayendo cuando llegó una cuchillada mortal al cuello. Después el asesino continuó apuñalándola en el piso. Ocho veces más.

La masacre siguió.

Micaela, la hija de Bárbara, de once años, había sido alcanzada en una de las habitaciones: la policía encontró su cuerpo recostado sobre la cama matrimonial, frente al televisor. La nena había sido golpeada y apuñalada dieciséis veces en el tórax y en los brazos. Por debajo de ella quedaba un celular con el que había discado 9111: había querido llamar a la policía, pero había discado un número de más. La llamada, que no se concretó, quedó registrada a las 00:07 del domingo. La niña fue la única víctima que no fue pasada a degüello.

La última en morir, Marisol Pereyra, recibió el mismo tratamiento que el resto de las víctimas adultas: puñaladas y cortes en todo el cuerpo, el cuello incluido. Marisol era una amiga joven de Susana de Bartole y su presencia en la casa a la medianoche era difícil de explicar. Quizás había llegado de visita, por casualidad y mientras ocurrían los asesinatos, y luego de haber sido recibida por el homicida había sido liquidada. Como fuera, Marisol estaba echada en la cocina, con su cabeza sobre el zócalo de la heladera. Uno de sus pómulos había sido fracturado con una trompada y tenía la marca de ocho puñaladas —la salpicadura roció el techo y dos paredes—, y así y todo en el medio del ataque había alcanzado a defenderse y a rasguñar a quien tenía enfrente: debajo de sus uñas también se hallaron restos de piel.

Había, entonces, rastros. Y no solo en las uñas de las víctimas.

En la cocina fue hallado uno de los cuchillos utilizados para la masacre —la punta estaba manchada de sangre y el resto de la hoja había sido lavada— y también había pisadas. En un intento por ordenar la escena del crimen, el asesino había dejado sus propias huellas apresuradas y confusas cerca de los dormitorios y del baño, como si hubiera estado meditando qué hacer. O como si hubiera estado buscando algo —un  teléfono quizás: el de Marisol Pereyra nunca fue hallado—. Había también un guante en el comedor, señalado por los forenses con el patrón genético «ADN perfil NN1», y estaban también las últimas pisadas del homicida, esas que iban por el pasillo y que llegaban a la vereda, hasta desaparecer en el cordón. Allí, estimaron los peritos, el homicida se había subido a un auto.

La casa lucía, al final, como una gran ciénaga. Era el feroz escenario del «cuádruple crimen de La Plata»: uno de los casos más escandalosos y enigmáticos de los últimos años en la criminología argentina.

El mismo domingo, poco después del hallazgo de Facundo y Rubén González, un muchacho llamado Osvaldo Martínez amanecía en su casa de Melchor Romero, una localidad ubicada a veinte kilómetros del centro de La Plata. Su noche —diría después— había sido tranquila, casi desangelada: había visto una película (Agente Salt, con Angelina Jolie) y con un mensaje de texto le había reprochado a su novia su desapego: «Otro sábado que me dejaste solo, me voy a acostar, ya no me vas a mandar mensaje».

Su novia era Bárbara Santos, una de las mujeres muertas.

Después de tres años, Bárbara se había convertido en la primera chica que Martínez tomaba por novia formal. Sin embargo, la relación tenía ya sus altibajos. Bárbara se quejaba de los celos de Martínez y a él le molestaba que ella no lo tuviera en cuenta. Pero aun así seguían juntos y tenían buenos momentos. Dos días atrás, el viernes veinticinco de noviembre de 2011, él le había regalado un ramo de flores y una caja de bombones para su cumpleaños, y habían pasado toda la tarde jugando con Micaela —la niña de ella— al Reto Mental, un juego de dados y preguntas. Pero el sábado veintiséis todo se había vuelto opaco: de noche, ella no había llamado y Martínez había vivido ese silencio como un abandono.

A pesar de esa distancia, al día siguiente Martínez organizó la jornada pensando en Bárbara. Después diría que había querido hacer un plan con ella. Es por eso que a media mañana del domingo veintisiete se subió a su Fiat Uno para buscar a su novia y llevarla a una fiesta familiar, al cumpleaños de su sobrina. Pero el plan no se concretó: cuando conducía por la calle Treinta y dos, una camioneta repleta de policías le cerró el paso. Martínez pensó que había un error, hasta que uno de los vigilantes le abrió la puerta del auto y le ordenó bajar.

—¿Vos sos Martínez, Osvaldo? ¡Asesinaron a tu novia! —le dijo, mientras lo hacía subir a la camioneta y le pedía que indicara el camino a su casa, que muy pronto sería allanada.

Pocas horas después el novio salió de su hogar encapuchado y detenido, en el marco de una operación ordenada por el fiscal Álvaro Garganta. El funcionario dijo más tarde que Martínez mentía cuando decía que la noche anterior se había quedado mirando una película y durmiendo. Y que, en cambio, había estado manipulando un cuchillo y abriendo canales de sangre. La hipótesis del fiscal —que apuntó a Martínez como el principal acusado— decía que los celos enfermizos sobre Bárbara se habían desatado cuando Martínez se había enterado de que su novia se iría a bailar con sus amigas, y que ese rapto de furia lo había llevado a matarla —y a acuchillar a todas las demás mujeres para no dejar testigos—.

Esa versión tenía, en un principio, algún sostén: los vecinos de Bárbara se preguntaban por la ausencia de Martínez la noche del sábado —«Qué raro que no estuviera ayer; siempre dormía con ella», decían— y eso llevó al fiscal Garganta a hacer foco en el novio. Después Garganta armó un esquema de femicidio que apuntaló primero con algunos mensajes de texto de Martínez (más reproches hacia Bárbara), con las palabras del chofer de remís Marcelo Tagliaferro (un testigo que juró haber visto al acusado en la escena del crimen), y con un informe que señalaba la personalidad tenaz y prolija de su acusado. A través de una pericia telefónica, y a lo largo del tiempo, el fiscal también intentó demostrar que Martínez había estado en movimiento —y no en su casa— durante la medianoche de los crímenes, y que el nivel de agresión que había sufrido Bárbara —quien tenía el doble de puñaladas que las demás víctimas— convertía a la mujer en el eje de la masacre. Para Garganta, se trataba de una verdadera historia de amor con final trágico.

La hipótesis —que mostraría varias fisuras con el paso del tiempo— sorprendió a todos los que conocían a Martínez. A los veintisiete años, el muchacho no encajaba con el arquetipo de un asesino múltiple. Había sido criado en el seno de una familia de clase media trabajadora del suburbio de Berisso —una localidad cercana a La Plata— y había alternado el estudio —cursaba la carrera de ingeniería electromecánica en la Universidad de La Plata— con el trabajo —tenía un empleo en la petroquímica Repsol YPF— y con el deporte: había practicado karate durante diez años en los que había forjado dos brazos largos y duros, y un temple moldeado por los preceptos del arte marcial. El apodo tampoco calzaba con el perfil de un homicida: lo llamaban «Alito», un sobrenombre que venía de «Ale», un nombre árabe que la madre de Martínez había querido ponerle de acuerdo a sus tradiciones y que no había sido aceptado en el registro civil.

En cualquier caso, el asunto del apodo resultó una transformación simbólica para Martínez en el momento de ser detenido. Y es que apenas se lo acusó de la masacre, «Alito» pasó a ser una contraseña para los íntimos; el resto de la sociedad lo conoció desde entonces como «el Karateca», un alias hoy célebre en La Plata, donde Martínez es visto por algunos como un temible exterminador de mujeres; y por otros como una víctima del Poder Judicial de la provincia de Buenos Aires, que lo detuvo dos veces y dos veces lo liberó por falta de pruebas.

Si el Karateca fue o no el autor de la masacre es una pregunta que quizá nunca encuentre respuesta. Como sea, la guerra de versiones comenzó en la hora cero. El fiscal y el juez apoyan la hipótesis de que fue un crimen pasional. Pero también están todas las otras versiones: muchas de ellas hacen foco en la figura de Susana de Bartole, la madre de Bárbara. De ella se han dicho principalmente dos cosas: que su trabajo como secretaria de un juez la podría haber expuesto a cierta información inconveniente. Y que su afición al juego le podría haber dejado un dineral  —ganado en el bingo— atractivo para los asesinos.

—Yo estoy convencido de que todo gira en torno a mi suegra —dice Osvaldo Martínez. Es septiembre de 2012 y está sentado en la mesa de un bar de La Plata, luego de haber recuperado la libertad por segunda vez. Martínez tiene ya veintinueve años, y sin embargo viene a la entrevista acompañado por su madre. La señora se llama Herminia López, es empleada de un hospital y es sobre todo una mujer fuerte. Ella fue la principal opositora al fiscal Garganta y al juez que confirmó los cargos contra su hijo.

—A mí me investigaron por completo y si estoy acá, libre, es porque soy inocente —sigue Martínez—. Este no es un crimen pasional y yo quiero conocer la verdad. Todos nos merecemos conocerla. También las chicas.

«Las chicas», dice Martínez. Su madre —ojos negros, rulos morenos— asiente con la cabeza.

A Susana de Bartole le gustaba mantener el orden. Apenas llegaba del trabajo se quitaba la ropa cara con la que ingresaba a Tribunales, agarraba un plumerito viejo y se ponía a repasar. Recién al terminar se permitía un descanso. Cuando caía la tarde solía cruzarse a uno de los departamentos de adelante, donde vivía Silvia Matsunaga, una vecina más joven a la que conocía desde que había llegado al condominio, dieciséis años atrás, y que se había convertido con el tiempo en una amiga íntima. En esos primeros días, Susana ya estaba separada del padre de Bárbara —un policía que se había marchado a Mar del Plata— y la soledad la había llevado a tender lazos. Pronto nació una costumbre: Susana aparecía cada noche con sus cigarros Le Mans en la casa de la vecina y fumaba con ella en la ventana.

Mientras hablaban, Susana solía contarle a Silvia sobre su agujero económico. El tema era recurrente en los últimos tiempos: una de las hermanas de Susana había quedado a la intemperie con la muerte de su marido y ella la había ayudado, pero después ella misma había caído en desgracia. El dinero no le alcanzaba. No había terminado de pagar su departamento; la herencia recibida de sus padres —y compartida con las dos hermanas— no había sido suficiente y además un amigo la había traicionado pidiendo un crédito a su nombre e incumpliendo las cuotas. Por todas estas razones Susana tenía retenida una parte de su sueldo y estaba embarcada en una vida que se había vuelto angosta. Al final había tenido que renunciar a los paseos de compras, a la ropa nueva y a las tragamonedas del bingo al que tanto le gustaba ir.

Así y todo, seguía encontrando formas de divertirse.

—Susana era una mujer moderna y sin compromisos, y estaba muy bien para la edad que tenía —dice Silvia Matsunaga, una mujer de rasgos japoneses y sonrisa generosa—. Hemos salido juntas y vi cómo se divertía y cómo conocía gente. Pero le conocí pocos novios formales. La mayoría quedaba fuera de casa porque no quería compromisos: su prioridad era su nieta, Micaela.

Después del crimen, sin embargo, la vida íntima de Susana de Bartole perdió toda reserva: en el expediente judicial del caso, un abultado papelerío que roza los dos metros lineales, hay toda clase de historias y de rumores —difíciles de probar— sobre su vida íntima.

Que practicaba el culto Umbanda y gustaba del ocultismo, se dijo. Que pedía créditos sin parar y que estaba gravemente endeudada con una docena de acreedores.

Que se jugaba lo poco que le quedaba en el bingo.Que era ludópata.  Que el sexo casual era uno de sus grandes placeres. Que el sexo pago era uno de sus grandes recursos.

Que el juez Blas Billordo —su jefe— era su amante. Que el suicidio del juez —con un balazo en la sien, apenas un día antes de la masacre— no tenía que ver con el cáncer que lo estaba carcomiendo sino con algún asunto caliente que pasó por sus manos y por las de su secretaria Susana, y que podría haber derivado también en la masacre de las cuatro mujeres.

Que el albañil Javier Quiroga —que había hecho varias tareas de refacción en la casa y que el día del crimen había trabajado allí— también era su amante.

Y que el albañil Javier Quiroga había sido, además y por último, su asesino.

Es un hombre pequeño y moreno, el albañil. Una médica forense anotó un año atrás que medía un metro con sesenta y cinco centímetros y que pesaba setenta y dos kilos, pero hoy Javier Quiroga parece más delgado. Y su rostro ajado —primero por el sol del Norte, después por el trabajo fatigoso del obrero, finalmente por el drama policial— desmiente los treinta y cinco años que lleva en su documento.

—Me causa dolor hablar de esto… Es algo que quiero olvidar hasta el día de hoy… —vacila Javier Quiroga en esta, la primera entrevista que concede a la prensa después de un largo silencio.

Por el parecido que tenía con el boxeador Rodrigo Barrios cuando se rapó el cabello, una vez y hace tiempo, a Quiroga todavía le dicen «Hiena». Sin embargo su aspecto —doblegado— hoy no parece estar a la altura de su apodo. En una sala de la cárcel de Magdalena, a unos cincuenta kilómetros de La Plata, Quiroga fuma y habla de olvidar. Pero después recuerda. Intenta explicar la suma de —dice él— injusticias que lo llevan a ser el único detenido por el cuádruple crimen, y que lo dejaron entre rejas el dos de mayo de 2012.

Quiroga fue capturado a seis meses del asesinato, cuando el resultado de las pericias sobre el «ADN perfil NN1» lo señaló culpable. La piel que había debajo de las uñas de Susana y Marisol era la del albañil, y también eran suyos los dieciocho rastros de sangre que habían sido recolectados dentro de la casa de La Plata. Quiroga, sin embargo, tenía una explicación. Y la dio la misma noche en la que lo capturaron. El albañil se reconoció inocente y acusó a Martínez —el Karateca— de haber orquestado la masacre. Su testimonio, que resultó clave en la investigación, derivó en la segunda detención del Karateca —quien ya había sido liberado una vez por falta de pruebas—, pero no salvó al albañil del encierro: lo acusaron de coautor del múltiple homicidio. Al principio estuvo cautivo en el pabellón psiquiátrico del penal de Melchor Romero —donde comenzó a limpiarse de la adicción al alcohol y a las drogas en la que había caído por la depresión de un divorcio y el horror de la masacre—, después en el de Olmos y finalmente acá.

Su temporada a la sombra no fue fácil: cargar con la muerte de una niña no es la mejor credencial para entrar a una cárcel, dice Quiroga y se limpia las lágrimas. Tiene las manos esposadas. Hace unos minutos dos guardias lo trajeron sin delicadezas a esta oficina —retirándolo de las tareas de carpintería que hace en el penal—, y le dieron un rato para hablar. Esta es su versión de la masacre, contada por primera vez ante un grabador y un periodista.

—Era sábado a la tarde —comienza—. Martínez vino a mi casa a eso de las cuatro y me encontró soldando rejas para un trabajo que estaba haciendo. Llegó caminando y se presentó, porque yo al principio no sabía quién era.

«Soy el novio de Bárbara» dice que le dijo. Quiroga apenas lo recordaba: lo había visto una sola vez, durante un trabajo previo en la casa de Bárbara y de Susana, pero en aquella oportunidad Martínez ni siquiera lo había saludado. Esta segunda vez era distinta: el novio le habló con una confianza amistosa y hasta le encargó una nueva tarea. Martínez —dice Quiroga— le propuso juntarse ese mismo sábado, a las ocho y media de la noche, para convenir un arreglo en los cielorrasos de la casa. Le dijo que había prisa, que quería empezar ese mismo lunes.

Mientras charlaban, Quiroga —formoseño y proveniente de una familia de albañiles— notó que la cerveza que había estado bebiendo durante el trabajo ya se había acabado, y decidió ir a comprar otra. Martínez lo acompañó. En el camino hablaron de sus mujeres: los dos estaban en la cuerda floja. «Yo ando medio peleado, voy a ver si con esto arreglo un poquito mi situación», le dijo el novio de Bárbara. «Sí, te entiendo, yo también ando en la misma: tengo un pie afuera y otro adentro», respondió Quiroga, según su versión. Luego se despidieron frente al kiosco.

—Pero antes de irse me regaló una rodaja de merca —sigue el albañil, y se muestra sorprendido—. No sé si él sabía que yo consumía, pero en un momento me dijo: «¿Vos tomás?». Y yo no sabía para qué lado lo quería llevar, porque hay gente sana que le dice «tomás» a tomar alcohol, y hay otra gente que sabe que «tomar» es tomar cocaína. Él me dijo que él no tomaba y que le habían regalado esa rodaja. ¿Un regalo de esos en la calle? ¡Era raro! Yo creía que me quería sobornar por el trabajo, para que le cobrara menos, y me causaba gracia… Después pasé a saludar a un amigo que cumplía años y le comenté lo que me había pasado. Él se rio y me dijo que tenía suerte.

Un rato más tarde Quiroga llegó en su bicicleta hasta la casa de Bárbara y tocó el timbre, según cuenta. Salió Susana, la madre, y se mostró sorprendida: no sabía nada de los arreglos en el techo.

—Pero la señora confiaba en mí y me hizo pasar; siempre prefería pagar un poquito más y tener alguien de confianza en la casa —sigue el albañil—. Nos quedamos un rato tomando mate y charlando, y después apareció Bárbara. Mientras esperaba que llegara Martínez me puse a arreglar unos cajones por pedido de Susana y… en eso llegó él… y… pasó lo que pasó.

Martínez —dice Quiroga— ni siquiera lo saludó: siguió de largo y se puso a discutir en voz baja con su novia. Cuando terminó con el arreglo, Quiroga se quedó esperando a que el otro le dijera qué hacer con el techo, y aprovechó el rato para llamar a su mujer y avisarle que iba a llegar tarde. Un instante después Bárbara se metió en el baño a tomar una ducha y recién entonces apareció Martínez para preguntarle a Quiroga si ya había comenzado a trabajar. El albañil le dijo que no y fue a buscar una silla para subirse a ver el techo.

—Ahí fue que escuché un golpe; ahí empezó todo.

En la declaración ante el fiscal, Quiroga contó que después de escuchar ese golpe Martínez apareció sorpresivamente con el rostro de-sencajado, calzando guantes y con un arma en una mano y un cuchillo en la otra.

Martínez se había convertido en «el Karateca».

«¡Corréte para allá, hijo de puta!» le habría ordenado entonces al albañil, para luego meterse en el baño a buscar a Bárbara.

La masacre había comenzado.

Y mientras ocurría a su alrededor, Quiroga se asustó de tal forma que —lo jura— no supo qué hacer. No pudo hablar ni moverse. Durante unos minutos estuvo de pie, pero después se le vencieron las piernas y se quedó arrodillado detrás de una mesa, mirando y a la vez tratando de no mirar. Quiroga sentía un terror primario que —dice—contrastaba con la frialdad del Karateca, que iba de un lado a otro de la casa ejecutando su plan sin abrir la boca.

—Solo vi uno de los homicidios. El de Bárbara —dice Quiroga.

Los demás ocurrieron en otros ambientes, asegura, aunque podía escuchar los ruidos y algunos —pocos— gritos.

Entonces sonó el timbre.

Era Marisol, una enfermera de treinta y cinco años: la última de las víctimas.

Marisol tenía pocas razones para estar allí. Se había acordado de su amiga Susana de Bartole apenas un rato antes, cuando el remís en el que viajaba había pasado por delante del edificio de los Tribunales en el que trabajaba la señora. El chofer, Marcelo Tagliaferro, tiempo atrás —antes de la entrevista en el penal de Magdalena— recordó la escena de esta manera:

—Pensó en Susana y en Bárbara, y quiso ir a la casa. Intentó por teléfono: llamó dos veces y le cortaron, pero decidió ir igual. ¡Un capricho, el destino de la vida!

Luego de la masacre, Tagliaferro se transformó en un testigo fundamental. Según contó, Marisol se había bajado sin pagar —pensando que tal vez nadie la iba a recibir y que iba a tener que seguir viaje— y él se había quedado estacionado y esperando el dinero. Así fue que, aseguró, vio dos veces al Karateca en la casa: una, cuando el acusado salió a abrirle a Marisol. Y otra, cuando se acercó a su coche y le dijo «Flaco, andate que la chica se queda y después pido otro remís». Este testimonio convirtió a Tagliaferro —manos rudas, ojos claros— en un personaje de alto perfil, halagado por el fiscal, impugnado por los abogados defensores del Karateca, festejado por sus seguidores de Facebook y —dada su locuacidad, a veces excesiva— mimado por el periodista y animador televisivo Mauro Viale.

Sin embargo, la declaración parece tener fallas: Tagliaferro solo vio la cara del tipo de noche y reflejada en el espejo lateral izquierdo, y recién asoció el rostro con el del Karateca cuando vio una foto de Martínez en el diario. Por este tipo de cosas, ahora Tagliaferro está siendo investigado por falso testimonio. Y solo se puede afirmar lo evidente: que Marisol bajó de su auto y que entró en la casa de La Plata.

Adentro de la vivienda, la masacre estaba llegando a su fin cuando el timbre —dice Quiroga— los sorprendió a él y al Karateca, que se miraron extrañados entre los cadáveres.

«¡Correla de los pies, hijo de puta!» dijo uno.

Era el Karateca. Según Quiroga, le ordenaba mover a su novia moribunda para dejar el paso libre.

Después el Karateca abrió la puerta principal.

—Entonces Bárbara me mira como pidiéndome auxilio… —vacila Quiroga en la cárcel—, y yo… trato de tocarla, porque ni siquiera la moví, y en eso escucho que él entra y vuelvo de nuevo a mi lugar, escondido… No la moví… Pero ella se movió para tratar de agarrarme a mí. Parecía que me decía «me estoy muriendo, hacé algo, hacé algo»… y yo en ese momento no podía hacer nada ni siquiera por mí…

Cuando Marisol entró y vio la escena ya era demasiado tarde: el Karateca la empujó, la golpeó y se la llevó a rastras hasta la cocina. Allí la apuñaló y la dejó echada en el suelo. O al menos eso dice Quiroga, en el marco de una versión que se choca contra los peritajes. Y es que el «ADN perfil NN1» que se encontró debajo de las uñas de las mujeres no es del Karateca Martínez, sino del propio albañil: un dato que de todas formas no excluye al Karateca. El fiscal de la causa sostiene en sus alegatos que Quiroga formó parte en un múltiple homicidio que no podría haber sido cometido por menos de dos autores.

—No sé… no tengo idea. No me acuerdo —dice Quiroga en la cárcel y en voz baja.

Sí recuerda lo otro: sostiene que adentro de la casa, y con la masacre consumada, el Karateca se le acercó con el cuchillo, como si fuera a matarlo, pero en cambio tomó su mano y forcejeó con él hasta que le abrió un tajo profundo en uno de sus nudillos. Quiroga ahora deja ver su cicatriz. Dice que el Karateca lo obligó a punta de pistola a dejar su sangre en el cuchillo, el palo de amasar y buena parte de la casa. Y que regando todo con la sangre de otro, el Karateca estaba haciendo una fabulosa puesta en escena para los peritos.

—Antes de irse me amenazó para que no hable… —sigue Quiroga—. Me dijo que si yo abría la boca me iba a matar a mí y a mi familia. No supe qué hacer… No sabía si irme o quedarme. Y me quedé, no sé, veinte o treinta minutos… No tengo noción del tiempo. Esperaba que viniera la policía y no venía, no venía… Y con lo que él me había dicho y además teniendo en cuenta que hacía pocas horas que había estado en mi casa, esa misma tarde, cuando me vino a buscar para el trabajo del techo… lo consideré. Le creí. Y al final, por miedo, decidí irme y quedarme callado.

Hay, eso sí, otras versiones.

Un preso que compartió una celda en la cárcel de Olmos con Quiroga pidió declarar en la causa. Fue en enero de 2013, en el medio de la modorra judicial. Daniel Oscar Peña Devito —tal era su nombre— dijo que guardaba una verdad incontenible: que la Hiena le había revelado que el cuádruple homicidio era obra propia y exclusiva, y que el Karateca nunca había participado. Pero el fiscal Álvaro Garganta, alegando que la investigación que él había conducido ya estaba cerrada, no lo quiso escuchar y les dejó la tarea a los miembros del tribunal que algún día juzgará a los acusados.

Por este tipo de cosas, la defensa de Martínez se lleva muy mal con el fiscal Garganta. Lo acusan de perder pericias que beneficiaban al Karateca y de descartar versiones que podrían liberarlo de culpas. La madre de Martínez llego a denunciar al fiscal por hostigar a Quiroga para que involucrara al Karateca y se pregunta, además, si el remisero Marcelo Tagliaferro no es en verdad un testigo falso e incluso un cómplice de la Hiena Quiroga. En otras palabras, si Tagliaferro podría haber llevado en su coche a Quiroga para apuñalar a las mujeres y, una vez cometida la masacre, retirarlo él mismo de la zona.

En este nuevo escenario los celos no existen. Hay, por el contrario, otros móviles muy diferentes: asuntos de drogas, asuntos de prostitución, asuntos de la corporación judicial. Asuntos de la plata grande que Susana de Bartole habría ganado alguna vez en el bingo. Según esta hipótesis, Marisol Pereyra, la cuarta víctima, incluso podría ocupar el lugar de entregadora. ¿Había conocido a Susana de Bartole en el bingo? ¿Fue ella misma —aunque después traicionada y asesinada— parte de la banda? ¿Qué lugar ocuparía Tagliaferro en esta trama? El remisero también iba seguido al bingo. Había llegado a jugar cinco días por semana y había ganado el pozo en dos ocasiones. A la larga, sin embargo, se había endeudado, había perdido, había fracasado. Y quizás necesitara recuperar algo del dinero.

—No sé porque el fiscal me apunta, pero cuando se responda esa pregunta se resolverá este enigma —decía Martínez en septiembre de 2012 en aquel bar, a poco de haber recuperado su libertad por segunda vez—. En la casa no hay rastros míos, ¿cómo puede ser que el fiscal tome en cuenta las palabras de Javier Quiroga, un adicto, y que margine la palabra de la ciencia? No hay dudas de que acá la punta de lanza es Quiroga, pero no sé todavía en dónde encasillar al fiscal. Porque en esta causa yo fui el que estuvo más tiempo preso y el que ha sido más investigado, y lo único que puede decir de mí el fiscal es que soy celoso y que hice karate.

Como si fuera una prueba, Herminia López —la madre del Karateca— abrió su cuaderno de anotaciones y sacó una foto. La colocó al lado del pocillo de café y entre los demás papeles que había desplegado en la mesa del bar.

—Este es el Alito de antes —dijo finalmente, mientras miraba el retrato. En él se veía a Martínez sonriendo y con varios años menos—. Mi hijo tenía una vida casi perfecta. Tenía una casa, un auto, una moto, una novia, una hija de afecto, un trabajo, una carrera universitaria, una mamá, un papá, tres hermanos… Se reía, era cariñoso. Pero ahora mi hijo es un chico triste; está tratando de juntar sus pedazos. Y todo gracias a un fiscal que uno no sabe si es un ingenuo manipulado o si es alguien a quien la verdad lo perjudica.

Aunque la causa está en manos del juez de garantías Guillermo Atencio —cuya función es velar por los derechos de los acusados— y del fiscal Álvaro Garganta, no fueron ellos los más requeridos por la prensa. El más buscado es un abogado penalista que no participó demasiado del proceso, pero que tiene influencia suficiente para asumir el centro mediático.

Ahora que el sol cae sobre el horizonte recortado por los suntuosos rascacielos de Puerto Madero, ese abogado está cansado. En su coqueta oficina se acomoda el cabello, se plancha con las manos la camisa ajustadísima que deja adivinar sus pectorales trabajados a fuerza de gimnasio, se echa hacia atrás en el sillón ergonómico y le pide a su secretaria que nadie lo moleste al teléfono.

—Sí, señor Burlando —obedece la mujer.

En los círculos políticos se dice que Fernando Burlando —un comprador compulsivo y un deportista que se jacta de dar todo en el polo, en el fútbol y en el kitesurf— entra a los grandes casos de la mano del ministro de Justicia y Seguridad de la provincia de Buenos Aires, Ricardo Casal. La fábula cuenta que Casal le paga millonadas y le exige a cambio que la policía de la provincia quede siempre bien parada. La misma fábula termina con una moraleja: «Dime de qué lado está Burlando y te diré de qué lado está la verdad».

Él se ríe al escuchar esto. Su sonrisa es radiante.

—Aparezco para resolver, y para comunicar fácil y velozmente los casos intrincados
—dice—. De todas maneras, es cierto que tengo vinculaciones políticas. La forma de ir a fondo y de llegar al éxito concreto en todo es, precisamente, con este tipo de vinculaciones.

Burlando entró al juego del cuádruple crimen cuando lo convocaron Daniel Galle —el padre de Micaela— y la familia de Marisol Pereyra. Y siempre sostuvo la versión del crimen pasional a manos del Karateca. También se lo vio cerca del remisero Marcelo Tagliaferro, que en su condición de testigo no necesitaba un abogado, pero así y todo había aceptado la representación de Burlando.

—El Estado lo dejó solo en el medio de la selva y decidí ayudarlo —dice él.

Además de abogado, Burlando es un distinguido malabarista de periodistas. Y lo sabe. Para él, la contienda de intereses políticos que sacude a la industria periodística argentina tomó y trituró el caso del cuádruple crimen: los medios oficialistas y los opositores libraron su batalla cotidiana en torno a la masacre, a las víctimas y a los acusados teniendo en cuenta factores partidarios e intereses económicos.

—Algunos le creyeron al Karateca y otros, en guerra, descreyeron de su palabra —agrega. Burlando se refiere a una puja entre medios nacionales y locales, y que podría ejemplificarse con este caso: en la ciudad de La Plata, el diario El Día cercano al Poder Judicial— miró sin demasiada simpatía al Karateca. Y, en la vereda de enfrente, el diario Hoy lo trató con algo más de compasión y estuvo abierto a plantear hipótesis alternativas (una de ellas, que las muertes podrían estar relacionadas con información judicial que Susana de Bartole, secretaria de un juez, tenía consigo).

Burlando suspira; de repente se muestra apesadumbrado por el asunto.

—Yo ya tenía un interés por las cuestiones relacionadas con la mujer. Una buena forma de buscar justicia es estando presente en los hechos en los que las víctimas son mujeres y son atacadas indiscriminadamente —Burlando respira hondo y luego suelta el aire: sus pectorales bajan—. Y ni hablar en el caso específico de la nena, Micaela. Fue horrible.

Selena Gómez, la cantante de Disney y novia del popstar Justin Bieber, era la ídola de Micaela: cuando Selena entonaba Shake it up, el tema de la serie A todo ritmo, Micaela —la hija de Bárbara— cantaba y bailaba frente al televisor. Ese era uno de sus rituales favoritos de criatura de once años.

Otras costumbres, en cambio, se estaban yendo. Así lo recuerda Laura —en esta historia, se llamará «Laura»—, su mejor amiga, a su vez hija de Silvia Matsunaga, la vecina de Bárbara y de Susana. Laura tenía la misma edad de Micaela y —por la proximidad de las casas y la amistad de las familias— se había criado con ella como si fueran hermanas. Pero un día antes de la muerte, una novedad había abierto una pequeña grieta entre ambas. El veinticinco de noviembre Laura fue a buscar a Micaela para jugar al Reto Mental y se encontró con que esa tarde Micaela no tenía ganas. Su mueca decía que algo había cambiado. Que a Micaela le parecía que ya no podía seguir jugando a lo mismo de siempre.

—En realidad, ella ya era señorita —dice Laura y sonríe. Tiene dos grandes paletas y a ambos lados está el hueco dejado por los dientes de leche recién caídos. Laura acaba de llegar de la escuela y todavía tiene puesto el uniforme. Parece liviana. Mientras su madre, Silvia, evoca a Susana y a Bárbara, Laura busca y trae unas fotos con la naturalidad de quien hizo del crimen un asunto ordinario.

En una de las imágenes aparecen ella y Micaela, abrazadas y sonrientes; en otra ambas están mezcladas entre un grupo de chicas o  haciendo morisquetas a cámara.

—Estas eran nuestras amigas —dice la niña, con una frescura que no remite a la muerte, sino más bien al apremio por llegar a un olvido. Todos, en realidad, necesitan olvidar. Hace algunos días Rubén González —el vecino del timbre 4— colocó dos plantas altas al lado de la puerta de la casa de Susana, intentando neutralizar la energía mortuoria que mana de ahí al fondo. Pero no es fácil. Los vecinos intuyen que el papel, el cartón, la tela, la ropa y las frazadas —y, acaso, la comida que haya en la heladera cerrada— se consumen y generan la putrefacción que atrae a los roedores, que a su vez entran y salen por los agujeros de la puerta de metal.

Los vecinos ya capturaron, con espanto, varias ratas. Como Rubén González, trataron de arrinconarlas y de matarlas a golpes.

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