Los desapercibidos de siempre
Que haya un campeón quiere decir que existe un subcampeón. No hay primeros sin segundos. En cambio, hemos conocido muchos segundos, y hasta terceros, huérfanos de primeros. Por ejemplo, en certámenes literarios cuyo primer premio se declara desierto. Recuerdo a un (aspirante a) escritor que ganó la primera de las tres menciones en un concurso de cuentos cuyo primer premio ¡quedó vacante! El tipo era un segundo que no se quedó quieto. Empezó en chiste, luego en serio, a despotricar contra el jurado, pretendía que lo ascendieran de primera mención a ganador y daba sus razones, caso contrario le haría un juicio a la SADE. Al otro día se calmó y alardeaba.
En uno de mis pueblos de infancia, la chica oficialmente más linda se llamaba Norma Sanduglio, la eligieron reina de la primavera cuatro años seguidos. «Porque su padre es presidente de la comisión del club», comentaban ya en voz alta los lenguaraces. Y la Tini Papalardo, que para muchos era más bonita que Norma, siempre salía elegida primera princesa. Hasta que la noche de la cuarta coronación sucedió lo que sucedió. El locutor mandó: segunda princesa, Stella Maris Gutiérrez, que saludó de más porque era la primera vez que llegaba al podio; primera princesa, Tini Papalardo, que se negó a saludar y lo ostentó cruzándose de brazos; y reina, Norma Sanduglio, que como no tenía reina saliente se colocó la corona ella misma y entró a tirar besitos. Pocos aplausos, había quejas de los socios. Tini avanzó hacia Norma en dos zancadas, le arrebató la corona, la levantó en alto ante una concurrencia boquiabierta que la vitoreó, luego se la puso. «Tengámosla un rato cada una, Normita, mirá, me queda perfecta. Todo tiene un límite, el mío fue este». Luego, el padre de Norma le arrebató la corona a Tini y la hizo echar del baile. Muchos la siguieron.
Pero la historia de segundos que más me gusta fue la del atleta vasco Iván Fernández Anaya, campeón de España en categoría promesa. En 2013, durante el cross de la localidad navarra de Burlada, tuvo un gran gesto deportivo. Cuenta la crónica que «el atleta keniano Abel Mutai estaba a punto de ganar la prueba cuando, al entrar a una pista donde estaba la meta, pensó que ya había llegado, aflojó totalmente el paso y comenzó a saludar al público creyéndose vencedor». Detrás de él venía Iván, que, al ver que se equivocaba porque había malinterpretado la señalización, no aprovechó la ocasión para acelerar y ganar; se quedó a espaldas de Abel, gesticulando, intentando en algún idioma que el otro entendiera que aún le faltaba una decena de metros. Y casi empujándolo, llevó al keniano hasta la meta, dejándolo pasar por delante y ganar. En 2024, a los treinta y seis, Iván anunció que se retiraba del atletismo. Pero nunca se retirará de nuestra memoria su infrecuente actitud en esa carrera, su conmovedora lección de grandeza, más allá de las espumas de lo deportivo.
Primeros los segundos
El siguiente puede ser un texto que hiera sensibilidades. En especial la de aquellos que sostienen que el segundo, el que en el podio se quedó en el escalón inferior, el subcampeón, es el lugar más inútil que existe. Tal vez esto sea consecuencia de un siglo en el que el dinero se convirtió en amo y señor de elecciones y voluntades, otro de cuyos efectos más tristes quizá sea la vigencia de un capitalismo que pocos pueden capitalizar. Esto fraguó un modo de pensar y actuar. Hasta el hartazgo escuchamos frases como «El segundo es el primero de los perdedores»; «Del segundo no se acuerda nadie»; «El segundo no ganó nada». Es como si para encontrarle sentido a nuestra vida necesitáramos con frecuencia realizaciones gigantescas como el segundo gol de Maradona a los ingleses, la elección de Bergoglio como papa, el óscar para El secreto de sus ojos, Estela de Carlotto recuperando a su nieto, o la Scaloneta, con un Messi haciendo roncha en Brasil, en Qatar, en Wembley y en los Estados Unidos. Esa forma de pensar —toda una ideología— conduce a la sensación de que nada de lo que nos rodea es suficientemente valorable. Este desafío a la autoestima tiene sus motivos. No hace tanto, un presidente de la nación afirmó que el nuestro era «el país más fracasado de los últimos setenta años». Una parte considerable del periodismo —especializado o no— hizo mucho para establecer el protocolo de «victoria o muerte».
Hablé con mucha gente sobre este —para mí— trascendente tema. En una entrevista periodística, mi ídolo de la adultez, Roberto Perfumo, me dijo: «Solo con el tiempo entendí que si se pierde no pasa nada. Pero lo entendí tarde». Era 1986, Roberto llevaba siete años como exjugador y ya se había recibido de psicólogo social en la escuela de Enrique Pichon-Rivière. Otro muy interesante personaje del fútbol, Facundo Sava, exjugador y, también, psicólogo social, se expresó así sobre el tema: «Saber perder es parte constitutiva de saber ganar». Pero quien lo afirmó de muchas maneras y en distintas circunstancias es alguien que se autocalificó como «especialista en fracasos». Con más reveses que consagraciones en su carrera, Marcelo Bielsa reconoció que «No ganar y ganar es lo mismo. El líder necesita ser querido para ganar. No ser querido porque ganó». Sumó otros argumentos: «El éxito te quita la posibilidad de ser feliz. Pero también es una elección no querer ser el mejor del mundo. Es que «éxito» y «felicidad» no funcionan necesariamente como sinónimos. Hay mucha gente exitosa que no es feliz y hay gente que necesita del éxito para serlo». Qué pena que no exista una escuela para todos los que aman el deporte en general y el fútbol en particular, una de cuyas materias podría denominarse «Puesta en Valor del Segundo Puesto». Tenerlo en cuenta, porque la culminación de las eliminatorias para el Mundial 2026 y el Mundial de Clubes está a la vuelta de la esquina.