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Yo había visto las películas. Tenía previsto que al comenzar las contracciones mi esposa se pondría muy nerviosa, y yo también. Tomaríamos un taxi que se atascaría en el tráfico, y llegaríamos al hospital justo a tiempo. En la sala de partos, ella gritaría y me insultaría, y yo me desmayaría hasta que sacasen de su vientre a un bebé rollizo y rosado que contemplaríamos embelesados. Sonrisas a la cámara. Final feliz.
Fue todo lo contrario. Las contracciones se anunciaron con tiempo, desde la madrugada, y mi esposa me llamó por la mañana para reunirnos en el hospital. Ella ya estaba ahí cuando llegué, y aún pasaron unas horas más antes del parto, que se desarrolló —epidural mediante— con calma y rutina. Y por cierto, los bebés son morados y sangrientos, como los zombies.
El estrés no fue el parto. El estrés recién estaba a punto de empezar.
Llorar es lo normal
La primera noche nos trajeron al niño a nuestro cuarto en el hospital. Yo dormía en el sofá, mi esposa en la cama, y el niño en una especie de incubadora, bajo un potente haz de luz que debía estar encendido todo el tiempo por alguna razón médica que no entendí. Para proteger sus ojos, le embutieron unas gafas oscuras que pugnaba por arrancarse con sus recién estrenadas manitas. Nuestra obligación era asegurarnos de que no se quitase las gafas ni se apartase de la luz. A pesar del sueño, vigilarlo fue fácil, porque durante nueve horas no paró de gritar.
Obviamente, lo atribuimos a la lámpara. Pensamos que nuestra idílica existencia familiar tendría que posponerse un par de días, hasta llegar a nuestro dulce hogar. Pero una vez en casa, nada cambió. Con o sin lámpara, el pequeño lloraba toda la noche, pegando alaridos. Primero tenía cólicos.
Más adelante resultó que debía aprender a dormir. Yo siempre había pensado que uno nace sabiendo eso, pero uno nace sabiendo nada. Uno nace siendo un extraño que no conoce al mundo ni a las personas con quien vive, y se ve obligado a hacer ciertas cosas en ciertas horas sin entender por qué.
Debíamos haber planeado alguna solución. Pero cuando llegaba el día estábamos demasiado agotados para pensar. Aunque hubiésemos estado más frescos, no teníamos tiempo de nada. Nuestra idea original del permiso de maternidad era un periodo de tierna convivencia. La realidad hizo pedazos nuestras previsiones.
Mi día consistía en darle personería jurídica al niño: Registro Civil, Seguridad Social, ayudas del Gobierno a la maternidad, Libro de Familia. Había que inscribirlo en miles de lugares, haciendo miles de colas, para llevar a casa miles de papeles. Pero el día de mi mujer era peor. Ella se había convertido en un restaurante abierto las veinticuatro horas. Vivía en pijama, agotada, con el cuerpo derrengado por el parto y las fuerzas absorbidas por el recién llegado. Para colmo, durante la fase de adaptación a la lactancia, el niño le lastimaba los pezones.
Pero lo más desesperante era el llanto. Un bebé no tiene ningún medio para hacerse entender. No conoce palabras, y ni siquiera tiene una paleta de matices para sus ruidos, como los gatos o los perros. Un bebé ni siquiera tiene claro qué quiere exactamente, ni cómo conseguirlo. Un bebé siente alguna necesidad, hambre, frío o dolor, y lo único que puede hacer es gritar hasta que alguien la resuelva.
En este caso, podría decirse lo mismo de sus padres. Mi familia vivía a doce mil kilómetros de nosotros, en Lima. La de mi esposa se reducía a una persona: su madre, una valenciana de setenta y cinco años, con sus propios problemas médicos, que vivía a quinientos kilómetros de Barcelona y que había criado solo a una niña en una ciudad pequeña en tiempos de Franco. No teníamos ninguna referencia sobre cómo actuar con un bebé. Si seguía llorando después del pañal y el biberón, no sabíamos qué hacer. Si tenía fiebre, lo llevábamos de inmediato al hospital. Dicen que los inmigrantes recurrimos demasiado a la Seguridad Social. A lo mejor. Pero es que demasiado es una palabra para familias con abuelos y tíos, equipos de asistencia médico-afectiva. Cuando eres de fuera, no tienes nada de eso.
Una vez, llevamos al niño al hospital solo porque lloraba. Llevaba seis horas sin parar, y ya no sabíamos qué hacer. Pasamos una hora más en la sala de espera hasta que nos atendió una doctora bajita de mediana edad, con cara de conocer bien la vida. Apenas miró al bebé. Le tocó la frente, le miró la lengua y sentenció:
—Es un bebé. Los bebés lloran.
—¿Todo el día? Tiene que haber una medida, un promedio ¿Qué es lo normal?
Ya de espaldas, quitándose los guantes de látex como dos condones, alejándose para revisar a otro paciente, abandonándonos a nuestra desdicha, la doctora concluyó:
—Llorar. Llorar es lo normal.
La crisis neurótica que me producía la falta de sueño tenía otras manifestaciones, algunas de ellas, francamente siniestras. La peor fue el descubrimiento de que amar a tu hijo es obligatorio. Es tu deber ser feliz. Cuando tienes un bebé, la gente se te acerca con sonrisas beatíficas y te pregunta, más bien te afirma:
—¿Qué tal la paternidad? Es un dechado de bendiciones y felicidad ¿verdad?
Y tú, que sientes que alguien ha metido tu vida en una batidora, que llevas un mes sin dormir dos horas seguidas, que dedicas cada segundo de tu existencia a una persona incapaz de agradecer nada pero infaltable para quejarse y demandar, que recuerdas con nostalgia aquella época lejana en que salías por la noche y dormías hasta medio día los fines de semana, sabes que debes callar. Exponer tu sufrimiento no resolvería tus problemas, solo te convertiría a ojos de los demás en un psicópata. Así que recoges tus ojeras, fuerzas a tus labios a dibujar una sonrisa y dices, con toda la firmeza de que eres capaz:
—Sí. Soy muy feliz.
Pregunté a otros padres si sus hijos habían llorado tanto al nacer. Todos me dijeron que no, que sus hijos habían dormido siempre de un tirón catorce horas. Que comían como caballos, de todo y sin chistar. Que cada minuto a su lado había sido una fuente de inagotable felicidad. Algunos incluso aseguraban que sus niños se comunicaban con gestos desde antes de aprender a hablar, formulando con claridad sus demandas y sugerencias.
Supongo que los seres humanos tienden a olvidar las malas noches de su pasado. Quizá se deba a un condicionamiento biológico, orientado a garantizar la reproducción de la especie. O quizá solo fingen olvidar. El caso es que, ante ese despliegue de unánime felicidad, te empiezas a preguntar si tu niño tiene algo raro. O si tú tienes algo raro. Quizá eres una mala persona. Tal vez no estás preparado para ser padre. Hay algo malo en ti, algo congénitamente equivocado, y es demasiado tarde para que te eches atrás. Acabas de cometer el peor error de tu vida, y es un error que te acompañará, en el mejor de los casos, de por vida.
Lo único positivo, en medio de esos sombríos pensamientos, es que valoras más a tus padres. Específicamente, valoras que no te hayan arrojado por la ventana mientras podían. Y no importa qué tan tirante sea tu relación con ellos, o qué conflictos hayan tenido en el pasado, empiezas a sentirte realmente agradecido por ello.
Lástima que es tarde para corregir todos tus errores de infancia y adolescencia, pero no te preocupes, la vida es cruelmente justa: también será tarde cuando tu hijo quiera corregir los suyos.
Mira quién habla
Puedo recordar el momento exacto en que todo cambió. El instante en que la vida comenzó a florecer. Ocurrió en verano, en un apartamento que mi suegra alquilaba cerca de la playa. El niño tenía cuatro meses, así que nosotros habíamos sumado ya ciento veinte noches sin dormir, un récord. Pero sus llantos eran ya una rutina. No teníamos fuerzas ni para enfadarnos. Solo tratábamos de calmarlo maquinalmente, con el entusiasmo de dos muertos en vida.
Una tarde, mientras él dormía una siesta en nuestra habitación, mi esposa y yo lo oímos gritar. Intercambiamos miradas de súplica y, al final, me levanté a atenderlo yo. Conforme me acercaba a la habitación, sentí que su llanto sonaba diferente de lo normal. Era más agudo pero menos lacerante, y llegaba acompañado de gorjeos. Temí que se estuviese ahogando y me precipité hacia la cama. El niño miraba al techo con los ojos muy abiertos, como asustado, e intermitentemente producía esos extraños sonidos. Tuve que acercarme mucho para comprender lo que ocurría. Se estaba riendo.
Acababa de descubrir el sonido de su propia voz: gritaba un poco, y se escuchaba sorprendido, y eso le producía risa, algo que lo sorprendía más, así que volvía a gritar. Estaba contento. Era la primera vez que lo veía contento. A veces había estado relajado, satisfecho, incluso entretenido. Pero ahora se estaba riendo a carcajadas. Y súbitamente, yo también.
La paternidad es quizá el ejemplo más patente de lo inútiles que somos los hombres. Nuestra participación en la gestación toma cinco minutos, probablemente robados al intermedio de un partido de fútbol, después de los cuales nuestra presencia se vuelve irrelevante. Tras el nacimiento, el bebé tiene una relación física con su madre: responde a su tacto, a su olor, a su voz. Pero el padre, ese despojo de la naturaleza carente de tetas, tiene poco que ofrecerle. Su función se limita a comprar cosas en la farmacia y tratar de que la madre lo lleve lo mejor posible.
El padre va entrando en escena conforme el niño comienza a comunicarse, y sus relaciones interpersonales ya no dependen del contacto físico. La primera manifestación de respuesta a estímulos externos es la risa. Rápidamente le siguen los balbuceos, después las palabras y, al final, las estructuras gramaticales.
El límite entre estas últimas etapas es bastante difuso, y tiene más que ver con la voluntad de los padres que con los verdaderos progresos del niño. Por ejemplo, en la mayoría de las lenguas, las palabras para referirse a los padres se componen de vocales abiertas y consonantes labiales combinadas y reduplicadas, como «papá» y «mamá». Esta extraña coincidencia se debe sencillamente a que esos son los primeros sonidos que los niños articulan. Pero en todos los casos, los padres, ansiosos por ser reconocidos por sus hijos, celebran estos balbuceos efusivamente:
—¡Ha dicho mamá!
Y todo el mundo se pone feliz. Es el nombramiento oficial, el momento en que el niño admite que es su niño, y por lo tanto, agradece tácitamente todo lo que se hace por él.
Por supuesto, esa no es la interpretación del propio niño. Él solo comprende que cada vez que pronuncia esos sonidos las personas a su alrededor están felices y, lo más importante, le dan cosas, así que los repite una y otra vez, y va delimitando su significado. Empieza a descubrir que otros sonidos le procuran beneficios más específicos, y a darle nombres a las cosas. Ya entonces «papá» y «mamá» han dejado de ser dos balbuceos aleatorios para convertirse en dos títulos oficiales.
Conforme el niño adquiere el lenguaje, sus padres lo van perdiendo. O, al menos, pierden cualquier tema de conversación que se aparte de su hijo. En mis reuniones con viejos amigos, fui descubriendo que había quedado desfasado. La paternidad me absorbía tanta energía que ya no estaba al corriente de las noticias, ni de los lanzamientos de libros y películas, ni de más o menos ninguno de mis objetos habituales de interés (que, por otra parte, nunca habían sido muchos). Pero, además, tampoco me interesaban gran cosa esos temas. Mi mundo se había reducido drásticamente y, en un cincuenta por ciento, estaba constituido por cacas, pañales y biberones. Pronto empecé a reconocer en las caras de mis amigos la misma expresión de aburrimiento que antes había puesto yo cuando otros me informaban sobre sus propias cacas y pañales.
Cuando el niño estaba presente, su constante demanda de atención volvía imposible cualquier conversación adulta: con frecuencia manoseaba, escupía y —alguna vez— vomitaba sobre mi interlocutor. Como estaba descartado cambiar de hijo, se impuso cambiar de interlocutores. Mi vida social se desplazó de los solteros a los casados, de los solitarios a los padres de familia, de la gente que salía de noche a la gente que salía de día.
Sin embargo, me quedaba un refugio: los viajes de trabajo. Al principio de todo esto, yo pensaba que mis compromisos fuera del país me permitirían breves paréntesis de regreso a la vida sin hijos. Los viajes solían estar sazonados de vida social y salpicados en alcohol, de modo que no tenía que renunciar por entero a mis costumbres de hombre libre.
Y sin embargo, en ese aspecto, la transformación de la paternidad fue tan radical como en los otros, pero mucho más sorprendente.
Antes de ser padre, cuando llegaba a una ciudad nueva y dejaba mis cosas en el hotel, lo primero que pensaba era:
—¡Qué bien! Ahora voy a buscar a un par de colegas para salir hasta la madrugada.
En los primeros meses de vida de mi hijo, en los pocos y breves viajes que hice, pensé siempre:
—¡Qué bien! Ahora voy a dormir doce horas.
Pero cuando el niño empezó a dormir mejor, las cosas empeoraron. Porque la falta de sueño fue sustituida por una emoción totalmente nueva y desconocida para mí: la añoranza.
Yo siempre había sido, desde el punto de vista familiar, un malnacido. Jamás llamaba a mis padres por teléfono y olvidaba sus cumpleaños. Los compromisos familiares me tenían sin cuidado, y la manía de mi madre por saber cada detalle intrascendente de mi vida —qué has desayunado, a quién has visto, cómo ha amanecido mi hijito— me ponía nervioso, incluso irascible. Pero durante mis viajes, en los momentos más insospechados, se me venía a la mente la imagen de mi hijo jugando conmigo a los muñecos o a la cocinita. Tenía que dar charlas en público, y en vez de mi trabajo o la literatura, me apetecía hablar de lo bien que mi niño ordenaba su cuarto. Por las noches, me torturaba no tener una foto más reciente de él para verlo tal cual era. Por supuesto, cuando hablábamos por teléfono ametrallaba a su madre a preguntas —qué ha desayunado, a quién ha visto, cómo ha amanecido mi hijito— y si, por casualidad, se enfermaba durante mi ausencia, me sumía en estados de culposa depresión.
Lo peor de todo era volver a casa y descubrir que en solo tres días él había aprendido una nueva gracia, era un poco más alto, decía nuevas palabras. Se transformaba en otra persona en cuestión de horas, y con cada viaje yo me perdía la persona que había sido durante un tiempo, una persona que nunca más volvería a existir.
Introducción a la narrativa
Después de adquirir el lenguaje, los seres humanos empiezan a contar historias. Es un paso lógico o, al menos, es el paso que sigues si tu padre es un narrador obsesivo compulsivo básicamente incapacitado para cualquier otra faceta de la vida real. Como yo.
Los primeros relatos que mi hijo consiguió entender eran muy simples y, en su mayoría, tenían moralejas prácticas. Eran más o menos así:
—Este era un niño que no se quería bañar. Pero le salieron piojos en la cabeza. Y los piojos se comieron su desayuno. Entonces comprendió que debía bañarse.
Es difícil explicar a un niño de un año por qué debe bañarse. O por qué debe comer. O dormir a una hora determinada. No está capacitado para entender las razones. Le resulta mucho más fácil escuchar una historia sobre alguien más como él, y descubrir qué le ocurre por ser de esa manera. Supongo que por la misma razón se venden más novelas que ensayos: las argumentaciones son abstractas, se construyen con ideas. Las historias son concretas, se construyen con hechos; además, atribuyen causas y consecuencias a las acciones, y al hacerlo les dan un sentido. De manera natural, mi hijo empezó a pedirlas para explicarse cada pequeño hecho de la vida. Si lo llevaba al colegio, me decía:
—Cuéntame el cuento del colegio.
Y yo le contaba un cuento sobre un niño que no quería ir al colegio y se encerró en su cuarto y le crecieron hongos en las axilas. Si lo llevaba al baño, me pedía:
—Cuéntame el cuento de la caca.
Y así.
Es curioso pararse a pensar que para un niño todo es posible. El sol se acuesta por las noches, el mar le da besos a la playa y los caballos hablan. Nada en su experiencia le impide procesar esos hechos como ciertos. Conforme crecemos, vamos clasificando las cosas en «posibles» e «imposibles» y establecemos relaciones lógicas entre ellas. Los grandes pensamos que si es de día no puede ser también de noche, y que si los animales no hablan, tampoco pueden cantar. Pero para un niño, la realidad es más flexible. En cierto modo, su mundo es más amplio que el nuestro. La imaginación es la total ignorancia de los límites de la realidad, que hace que los niños siempre encuentren puntos de vista originales sobre ella.
Para muchos padres, el mayor obstáculo para establecer vínculos con sus hijos es que han perdido esa facultad: la imaginación. Sus hijos son una fuente constante de ocurrencias, invenciones y asociaciones libres, y ellos no consiguen ponerse a la altura, razón por la cual pierden la paciencia. Mi problema es exactamente lo contrario: tengo mucha imaginación. Puedo pasarme muchas horas inventando cosas y jugando con el niño, pero me cuesta poner reglas claras y me aburro mortalmente al enfrentar la mayoría de sus necesidades prácticas. Al parecer, mi edad mental es de unos dos años y medio.
La parte buena de eso —si tiene alguna— es que puedo ahorrarme muchos berrinches, porque las fuentes de conflicto habituales —ve a bañarte, cómete tu comida, vístete— se resuelven mediante el recurso a la ficción. Si yo le doy una orden, es muy posible que se niegue. Pero si se la da Spiderman, o su tigre de peluche, o el malo de los dibujos animados, acatará sin dudar. Si el baño no es el baño sino el escenario de un combate naval, se bañará. Si su chaqueta negra no es su chaqueta sino la capa de Batman, se la pondrá. No es que no distinga entre la realidad y la ficción. Es que la ficción, al ser más colorida, más aventurera y más atractiva que la realidad, también le parece más real.
Quizá por eso mi niño es adicto a los cuentos. Todas las noches, me pide que le cuente uno. Con frecuencia recurro a un clásico, como La Cenicienta, Pulgarcito o Hansel y Gretel. Llevaba décadas sin leer esos cuentos, y ahora que los he redescubierto siendo ya un narrador me sorprende lo bien construidos que están. Tienen escenarios espectaculares, como bosques oscuros o casas de caramelo. Y puntos de giro sorprendentes, como la aparición de los siete enanos o la llegada del lobo. Y, lo más increíble, son políticamente incorrectísimos y muy violentos. Los padres de Pulgarcito lo abandonan en el bosque porque no pueden mantenerlo. El lobo se come a la abuela de Caperucita, y cuando llega el leñador, le abre el estómago para sacarla. Las madrastras invariablemente torturan a las hijas de sus maridos.
Los modelos de familia de los clásicos infantiles serían desaprobados por toda la pedagogía del siglo XXI. Pero esos cuentos han durado y durarán más que cualquier modelo pedagógico, e incluso pueden adaptarse a ellos (en las últimas ediciones, por ejemplo, el lobo no se come a la abuela: la guarda en el armario, porque como todos sabemos, los lobos cazan a sus presas y las guardan en sus armarios).
Algunas noches mi hijo no quiere ningún cuento clásico. Pide relatos a la carta, como el cuento «del piojo» o el «del árbol» o cualquiera que se le ocurra. En esos casos, me veo obligado a improvisar. A veces, las improvisaciones salen bien. Otras, terriblemente mal.
Puedo saberlo porque un buen cuento, como una buena droga, surte efecto: el niño se relaja, se apacigua, y no tarda mucho en dormirse. En cambio, cuando el cuento no está bien tramado, o el personaje no me queda claro, o simplemente le falta acción, el niño se revuelve inquieto en su cama, se enoja, llama a su madre. Entonces sé, como un mal actor en el escenario, que he fracasado. Porque escuchar historias es una facultad natural, como comer o dormir. Nadie le ha enseñado a hacerlo, pero él sabe cómo.
La llegada de mi hijo también cambió mi propia manera de enfrentarme a las historias. Particularmente, me volvió sensible a las escenas de crueldad contra niños. Lo descubrí viendo Anticristo de Lars von Trier. En la primera secuencia, asistimos al suicidio de un niño de tres años. Mientras sus padres hacen el amor en su dormitorio, él acerca una silla a la ventana del tercer piso, trepa sobre ella, y se lanza. Ante todo eso, yo sentía que se me revolvía el estómago, que me atenazaba el pánico, y por primera vez en mi vida —una vida marcada por el amor al género de terror— sentí ganas de cerrar los ojos frente a la pantalla. En Los próximos tres días con Russell Crowe, un niño asiste al violento arresto de su madre. Los policías allanan la casa, le gritan a todo el mundo y se llevan a la mujer frente a las lágrimas de incomprensión del pequeño. Cuando vi la escena, quise levantarme de la butaca e irme del cine.
Yo, que en una novela monté a un niño sobre el cadáver de su abuela y lo hice caminar por una cornisa. Yo, que escribí un cuento para niños en que el protagonista muere al final.
Dios, ya no soy el mismo.
El extraño se parece a mí
Un día, mi hijo decidió que no quería que le diese su biberón en la mano. Quería que se lo dejase en la mesa para recogerlo personalmente.
Otro día, se negó a que le lave el pelo. La sensación del agua cayendo sobre su cabeza le resultaba insoportable.
Mientras tanto, empezó a mostrar gusto por el espectáculo: antes de salir, exigía ponerse su disfraz de Spiderman, máscara incluida. La gente por la calle lo saludaba y le sonreía. Algunos le pedían que los salvase de algún peligro imaginario. Ante el éxito del público, él volteaba y me decía:
—Mira papá, me han reconocido.
Y si yo trataba de llevarlo por una calle vacía, protestaba:
—Pero papá, en esta calle no me van a reconocer.
El siguiente disfraz fue bastante previsible: la camiseta del Fútbol Club Barcelona. La descubrió en el invierno de sus dos años, con toda la ciudad en plena fiebre Leo Messi. Ir al colegio, pasear, dormir, todas eran actividades imposibles sin la camiseta de Leo Messi. Y aunque en el exterior hiciese cero grados, el niño se negaba a cerrarse la chaqueta:
—¡No la cierres, papá —chillaba—, que no se ve mi camiseta!
Todas esas demandas configuran un nivel superior. Ya no se trata de «quiero comer» o «tengo frío». Ahora es, si se puede decir así, una cuestión de estilo.
A sus dos años, el niño decide que quiere tener una personalidad, una forma propia de vestir, jugar y hacer las cosas, una serie de actividades que le interesan y actividades que no. Para mí, lo más sorprendente es que, para bien o para mal, esa personalidad es parcialmente de mi responsabilidad. Su sentido del espectáculo es el mío. Y yo, como él, siempre tuve un vocabulario muy desarrollado —casi ridículamente desarrollado— y una gran ineptitud para las actividades físicas. Un día descubro que mi hijo no sabe pedalear en un triciclo, algo que los otros chicos ya dominan, pero que no le he enseñado porque no sé montar en bicicleta. Otro día, cuando no puedo armar un rompecabezas, él me dice:
—Papá, tranquilidad. Tienes que concentrarte.
Algo que los niños de su edad no suelen decir, pero yo sí.
Como casi todos los adolescentes —quizá debería decir «todos los hombres»—, yo tuve una relación conflictiva con mi padre. Lo culpaba de todos mis problemas y peleábamos con frecuencia, incluso mucho más allá de la adolescencia. Por eso, si algo me lastimaba era constatar que yo tenía rasgos de él. Me desesperaba que nos confundiesen en el teléfono, o que alguien me dijese que teníamos el mismo sentido del humor, lo que ocurría con frecuencia. Me disgustaba ver una foto de él y reconocer mi nariz, mis orejas, mi mentón, que en realidad son su nariz, sus orejas y su mentón.
Conforme mi hijo crece, puedo adivinar qué cosas le disgustarán de sí mismo, porque me echará —con razón— la culpa de ellas. También puedo hacer apuestas sobre qué rasgos de su carácter le traerán alegrías, y cuáles le harán sufrir. En cierto sentido, yo ya he vivido muchas de esas cosas. Previsiblemente, cuando discutamos, él me dirá que no las he vivido, que su vida es suya y solo la vive él, y que yo no entiendo nada.
También en eso tendrá razón, porque conforme él se va transformando en lo que yo era, yo me transformo en otra persona. Mis rasgos de personalidad actuales no son los del niño que jugaba a los disfraces, sino los del impaciente obseso del trabajo que es un hombre agobiado de responsabilidades. Conforme mi hijo se parece a mí, yo dejo de parecerme a mí y me parezco más y más a mi padre.
Supongo que ese es el proceso natural y obvio. Lo más extraño de ser padre es que nada hay de novedoso en tus sentimientos, nada que no hayas escuchado ya miles de veces. Todas tus emociones son como un cliché de una película navideña con Meg Ryan. Lo único nuevo e irrepetible, en realidad, es ese extraño que llegó a tu casa un día pegando gritos y que se transforma a la misma velocidad que tú.