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El club rapigrama

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En este futuro terrorífico la tecnología consiguió reemplazar todas las funciones humanas, los objetos están hechos de un único material, las personas viven hasta cuando quieren y las palabras fueron eliminadas para que el control sea total.

En las caras de los dados hay letras. Son de madera. Me asombro como la primera vez que los tuve en mi mano. En estos tiempos todo es de plástico. En verdad hace ya varios años que todo es de plástico. La madera, el acero y la hojalata desaparecieron. No sé en qué año estoy. Pero sí puedo decir que los viajes a las colonias humanas a la luna y los paseos por el sistema solar son hoy harto comunes. Un boleto al centurión de Orión sale centavos. Cuando yo era un hombre de treinta años la gente se admiraba del nivel que habían alcanzado las comunicaciones. Internet es hoy un viejo sueño que nadie recuerda. Las antiguas computadoras, toscas y hechas con materiales sólidos, sólo pueden conocerse en los museos. Hoy no hay computadoras. Con el cerebro es suficiente. 

Y estos dados son de madera. El tacto en mi mano arrugada y deformada por la artritis me impresiona. Es totalmente diferente a todo. Los pocos objetos que todavía se fabrican están hechos en Súper Plas, un derivado del conocido plástico mejorado con genes vegetales. Es un material muy dúctil que dura miles de años sin acusar el más mínimo desgaste. Sirve para casi todo. Incluso algunos alimentos están tratados con este material. En ciertas condiciones puede ser digerido sin peligro alguno para la salud. 

Nadie muere antes de cumplir los trescientos años. Hay muertes accidentales y catástrofes que se cobran víctimas fatales. Pero no hay muerte por defectos biológicos. El humano más longevo vive en la ciudad capital y tiene trescientos quince años. Camina. Trabaja como cuidador de parques y pasea perros. Sus piernas de carne y hueso fueron reemplazadas por prótesis de Súper Plas. El corazón, deteriorado por el tiempo, fue cambiado por una réplica idéntica fabricada en una de las múltiples Mordeter (Máquinas Orgánicas de la Eternidad). Son comunes, baratas y abundantes. La persona que necesita un órgano nuevo sólo debe apoyar su dedo en un escáner, especificar el órgano que debe ser replicado y esperar. La Mordeter trabaja de prisa. Con el código genético obtenido del dedo escaneado unas piezas infinitesimales empiezan a tejer fibras de células para armar el órgano a reemplazar. Igual a tejer una prenda de vestir copiando un modelo preexistente. Claro que nadie entendería esta comparación. Soy de una época antigua.  

En las caras de los dados hay letras impresas con tinta negra. El abecedario completo. Hace casi veinte años que se dejó de usar el arcaico sistema de vocales y consonantes. La escritura es considerada un vetusto e inútil artefacto tecnológico. Escribo esto en mi casa, solo, con mucha dificultad y con temor. Los socios del club me ordenaron hacerlo. Dijeron que era vital dejar un informe a las generaciones venideras. El código utilizado por los ciudadanos me resulta muy violento. Esta sociedad ha logrado la perfección tecnológica. Pero ha descuidado otros aspectos. Se comunican entre sí usando señas, golpes y ademanes. Pero usan este modo muy poco ya que la forma más común para establecer un diálogo es mediante la telepatía incrustada. Una serie de cinco genes lingüísticos hechos en laboratorios son inyectados en la persona (sin nacer todavía) cargados con todo el bagaje necesario para después poder comunicarse de forma efectiva. Además de estos genes cuando el ciudadano cumple los veinte años se le implanta una especie de transmisor de ondas de radio para así evitar el inadecuado y sucio aparato de fonación. Hablar es limpio y silencioso. Ocurre entre las mentes. No hay discusiones perceptibles. El diálogo es siempre entre dos personas. En el caso de haber más, deja de ser un diálogo para convertirse en asamblea. Las ondas de radio son instantáneamente transmitidas a todas las mentes con el fin de juzgar la conversación. 

Esto no es hablar. 

Los hombres no tienen lengua. Las mujeres no tienen dientes ni labios. Las caras son como la de ciertos peces y anfibios prehistóricos. 

Al no usarse, el aparato de fonación fue desapareciendo a través de las generaciones. Yo sí tengo lengua, boca y dientes. Y los tres miembros restantes del club Rapigrama también tenían. 

No puedo detallar los rasgos de la actualidad porque no es el objetivo de mi relato. Diré, sin embargo, lo esencial para que la narración se comprenda. No sé para quién escribo. La lectura es un hábito perdido. En mis años de ser humano clásico, antes de haber acudido a una máquina copiadora de órganos, escribir ayudaba a pensar, a retener ciertos hechos y a ordenar el caos de los acontecimientos. Era una práctica valorada. Incluso podía llegar a ser un arte si se la pulía hasta el máximo.  

Hoy son los genes y los amplificadores mentales los que piensan por los humanos. No hay una sola idea original y una sola palabra propia.  

No hay palabra. Hablar se consideró y se dictaminó como una de las peores enfermedades congénitas al ser humano. Los dramas y masacres y diversos horrores que se desarrollaron en la historia fueron entendidos como producto directo, causal e irremediable del lenguaje. 

Se decidió extirpar la enfermedad. 

Tengo entendido y sospecho que la diferencia entre lenguaje y código es abismal. El lenguaje tiene la capacidad de crear enunciados nuevos e infinitos a partir de pocos símbolos. El código es estático. Como la danza de las abejas.  

No hay lenguaje. Hay código. 

Por eso toco los dados de este juguete viejo como el dolor. Porque con los dados se pueden formar palabras. Y el pensamiento tal como lo conocí dependía de ellas para tener entidad. 

Era lo que había. Y es de lo que estoy hecho. 

Los errores y los malentendidos abundaban. Una palabra mal interpretada era causa suficiente para iniciar una guerra a escala mundial. Quiero dejar bien claro que no creo mejor a este vetusto sistema por sobre la telepatía incrustada. No sé qué es mejor. Pero sí sé que las palabras eran mi tierra, mi lugar, la configuración que permitía mi existencia. 

Por eso formamos el club. Para poder ser. Para seguir en nuestros moldes imperfectos que nos definían y nos daban un lugar. 

No entiendo este mundo. Me pasa por encima y me desconcierta. Soy demasiado viejo. Mis compañeros han muerto. Lo hicieron a la vieja usanza. Cuando los órganos empezaron a fallar simplemente esperaron. No fueron a las máquinas para replicar sus desinflados pulmones, sus agujereados hígados y sus fatigados corazones. Esperaron mientras jugaban largas partidas de Rapigrama y una noche, de golpe, cayeron fulminados por ataques cardíacos brutales. 

Ninguno de ellos fue capaz de aceptar ni entender el orden impoluto que rige al mundo. Como buenos hombres de la modernidad, sospechaban de lo demasiado correcto y saludable. 

No hay sexo. Al menos no lo hay como yo lo supe conocer. El contacto corporal es una obscenidad, un tabú, una costumbre arcaica de tiempos oscuros. El sexo es neuronal. Siempre lo fue. Sólo que hoy es únicamente neuronal. 

Recuerdo una antigua película de acción y fantasía cuyo argumento narra algo similar. Me causa gracia imaginar a los guionistas del film escribiendo esas ideas descabelladas sin poder sospechar que serían reales muchos años después. Pasa a menudo. En verdad pasa siempre. Nada de lo que se ha construido es ajeno a la imaginación. En sus comienzos las ideas llevan consigo ingredientes inverosímiles. El largo accionar del tiempo unido con la costumbre borran esas marcas del absurdo. ¿Acaso una ciudad no fue en el principio una figuración propia de mentes alucinadas? Por eso sufro este tiempo, porque conservo patrones y modos del pasado que me impiden aceptar lo real y naturalizarlo. Para mí el orden actual es una pesadilla futurista. Sin alimento sustancial, sin palabra articulada, con los cielos suplantados por inmensas láminas pintadas, el aire fabricado por máquinas, el peso y la medida precisa estructurándolo todo y la soledad intolerable me ha vuelto un espectro. 

Cuando el club funcionaba yo no padecía esta pena de acero. 

La amistad y el ejercicio de pensar hablando en voz alta me daban la ilusión de ser humano. 

El club tenía tres miembros. Pocos. Yo diría que los suficientes. Éramos los tres únicos individuos que se habían opuesto a la corriente en uso. No haber aceptado las disposiciones de la ley nos condujo fatalmente al ostracismo y la clandestinidad. Los tres no tardamos en tejer una relación que ya nadie en el mundo podía sostener. ¿Cómo hablar sin boca? ¿Cómo llegar al otro sin el sonido de la voz? La trasmisión del pensamiento por ondas de radio no es comunicación. No se habla únicamente con el cerebro. La palabra hace posible al pensamiento y no al revés. Creo que esto no fue ignorado por los hacedores técnicos del nuevo mundo. Querían una sociedad sin horror. Y para eso hay que quitar a la humanidad del medio. Quitaron, entonces, lo que define al género humano: el verbo. 

La gente que día a día atesta las calles no son seres humanos. Sin palabra y sin tragedia no hay humanidad. 

Mis amigos y quien escribe no resignamos nuestra razón de ser. Planeamos el club para continuar con el ejercicio de pensar y ser. Al comienzo no hubo complicaciones. La charla ocurría espontáneamente y nos demorábamos hasta el alba conversando y pensando, conjeturando y haciendo un uso pleno y libre de nuestras lenguas y bocas. Sin embargo, las medidas de control urbano hicieron que esto se tornara peligroso. Por las calles circulaban minúsculos robot con formas de insectos cuya misión era la de detectar palabras articuladas, identificar la fuente de emisión y erradicarlas. Eran insectos de fibra de oro, con programas avanzados y baterías de enorme autonomía. Podían funcionar sin pausa durante décadas. No necesitaban mantenimiento.  

No fuimos los únicos disidentes. Pero sí fuimos los únicos que nos reunimos como un club. El resto no supo o no pudo hacerlo y pronto fueron presas de los insectos controladores. 

Hubo rumores de lenguas arrancadas, mandíbulas pulverizadas, labios mutilados y gargantas desgarradas por pinzas mecánicas implacables. 

Luego, no hubo rumores. 

Silencio y tranquilidad. 

Nosotros sobrevivimos. 

Lázaro López tenía ciento diez años cuando se hizo miembro del club. Era un hombre alto y de figura gris. Trabajaba de bibliotecario y vivía solo. No tenía familiares. 

Leopoldo San Martín era el más joven de los tres. Cuando llegó a mi casa, la noche de la inauguración del club, no había cumplido los noventa años. Todos los pecados de la juventud estaban en él. Hablaba sin parar, creía ser diferente a los demás y mostraba a cada palabra la pasmosa e ilusoria seguridad de los muy jóvenes. Vivía sin trabajar a expensas de una herencia cuantiosa de sus padres. Le tenía terror a las caras aplanadas de los sin boca, aquellos que habían aceptado con alegría el nuevo sistema. 

Los quise mucho. Nunca he hablado tanto con nadie. Tal vez porque hablar significaba vivir. Hoy sé que la vida es un error. Una forma más del mundo. Igual que las ondas que dejan las tormentas sobre las arenas de los desiertos. 

Cuando el control urbano se volvió total ya no pudimos hablar. Cualquier sonido producido por el aparato de fonación humana era detectado de inmediato por los insectos robóticos. 

Nos volvimos mudos. 

Y entonces empezamos a escribir. 

Esta práctica sirvió de sucedáneo al diálogo por un par de años. Pero los insectos de control fueron mejorados y aprendieron a detectar el sonido tenue del papel cuando se escribe sobre él. 

Nos desesperamos. 

Hubo meses muy largos de inquietud y zozobra. Las reuniones se espaciaron hasta por fin desaparecer. Sin la palabra y sin la escritura nuestros viejos cerebros comenzaron a atrofiarse. 

La oscuridad nos penetró el alma. Y la noche del miedo alimentó el embrión omnipresente de la locura. 

Hasta que Lázaro López dio con la solución. 

Era un juego del pasado. Un objeto hecho con materiales ya agotados. El juego no necesitaba energía para funcionar ni estar conectado a la red global de entretenimiento. Era un juego compuesto por piezas tan rudimentarias que verlo causaba compasión. 

Los fabricantes de ese producto habían pertenecido a una humanidad que recién emergía de la barbarie. 

Era el juego llamado El club Rapigrama. 

Perplejo como nunca lo había visto, Leopoldo le preguntó de qué museo lo había robado. 

Lázaro lo miró, muy serio. Después sonrió para sí. Nunca dijo nada sobre el juego y nosotros decidimos no indagar. 

Nos reunimos cierta noche de julio, con sombra y frío, para estudiar el extraño artefacto. No tardamos en manejarlo con soltura. 

Era una maravilla. 

El juego venía en una caja de cartón pintado, con letras grandes, estilizadas y minuciosas. Adentro había un cubilete de cuero, trece dados de madera y un increíble reloj de arena.

Los antiguos sabían hacer las cosas con la textura del arte. 

Para hacer esto es necesaria la condición humana de la falta. Quien nada sufre, nada crea. 

Recuerdo con precisión el reglamento del juego impreso en una delicada hoja de papel blanco. 

Los dados tienen en cada cara una letra con un valor asignado, habiendo en dos de ellas comodines representados por rombos. Los comodines pueden ser utilizados en reemplazo de cualquier letra pero no tienen puntos para el recuento final. Se puede jugar Rapigrama en varios idiomas. Es aconsejable tener a mano el diccionario respectivo para aclarar cualquier duda. No se podrán formar nombres propios o sobrenombres. Las palabras que tengan algún error ortográfico serán anuladas. 

Todos los participantes arrojan los dados, el que sume más puntos comenzará el juego, luego le seguirá el jugador de su izquierda. 

El primer jugador arroja los dados e inmediatamente coloca el reloj de arena en posición de tiempo. Si la tirada es considerada mala puede repetir el tiro hasta tres veces, pero no puede tocar el reloj. 

Una vez arrojados los dados y puesto el reloj, el jugador procederá a formar palabras cruzadas. Finalizado el tiempo no podrá tocar los dados. Las palabras inconclusas se anulan y se procede a contar los puntos. 

Ganará el juego el primero que logre la cantidad de puntos fijados con anterioridad, que pueden ser doscientos, trescientos, etcétera. 

Toco los dados. El tacto de la madera en mis dedos viejos es lo mejor que me puede pasar. No existen otros posibles placeres. 

Mis amigos murieron de viejos. Hicieron bien. Yo fui una sola vez a tratarme con las máquinas reproductoras de órganos. Mi rodilla y mi hígado no estaban bien. Me modificaron mucho más que esas dos dolencias. 

Juego solo. 

Formo palabras que a veces no puedo recordar a qué remiten. 

Pero ver los dados formando filas de sentido me da un consuelo invaluable. El resto es silencio.

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