La historia del poder es —también— la historia de los rasputines que encontraron el páramo de sombra desde donde tramarlo. Hay un punto de audacia ahí, en desear la ocupación de esa trinchera intestinal. De audacia y de desmarque. Porque más que detentar el poder, el buen rasputín lo que hace es gerenciar su ensamble. No lo blande, lo manufactura, podemos pensar que íntimamente. Le saca el cuerpo a la feria bruta de la exhibición y se arma sus rondas de amigo invisible. Rasputines, calaveras, swichermasters. Alguien tiene que construirle al poder una espalda.
Los ochenta fueron del Coti Nosiglia. Los noventa, de Alberto Kohan y Eduardo Bauzá. Los primeros dos mil, de Carlos Zannini. Los últimos, de Marcos Peña. Santiago Caputo no es más que la actualización, el upgrade estacional de esta tradición y de esta nomenclatura. La pregunta sobre su condición de monje negro es innecesaria, en el sentido de que nació respondida. La idea de «el poder en las sombras» es un oxímoron: el poder solo puede ser en las sombras. Se ejecuta en la superficie, pero las vigas que lo edifican no están a la vista, porque entonces ese poder sería vulnerable. Lo que en todo caso vale la pena saber, y mensurar, y comprender, es qué novedad le imprime al rol. Porque en lo que traiga de nuevo, en la carpeta de su innovación, estará la traza del presente argentino.
Quiero decir: es menos importante Santiago Caputo por Santiago Caputo que por lo que es capaz de leer y comprender acerca de nosotros, llamémoslo «el cuerpo social », llamémoslo «la sociedad argentina», en cualquier caso, el montón de gente que somos compartiendo un mismo territorio bajo el gobierno de una misma bandera. El presidente Javier Milei lo ha llamado «el arquitecto», lo que significa que tiene que habernos maquetado.
¿Y qué entendió de esta Argentina que nadie más ha entendido como él? Arriesgo: fue el primero en ver la muerte del consenso. Arriesgo más: entendió el espectáculo de la política, el show de lo real, y que todo espectáculo y que todo show comparten un mismo enemigo: el tedio.
Santiago Caputo nació en 1984, el año en que Soda Stereo nos hizo escuchar «Te hacen falta vitaminas». Hay una cantidad de datos más o menos establecidos que cualquier aproximación a su figura tiene la obligación de repetir. Está casado. Tiene dos hijos. Disfruta de tener un arma en la mano. La cantidad de cuentas de Twitter que se le atribuyen forma un número indeciso según pasan los días. Se formó en la cantera de Jaime Durán Barba y egresó de allí habiendo aprendido que la consultoría es una forma apta de la militancia. Fuma.
Según se ha consensuado en cierta inteligencia común, Santiago Caputo es el tercer hombre en la pirámide del poder político de la nación, detrás de los hermanos Milei, con quienes forma algo que a la patria zocalera del periodismo en pantalla le gusta llamar —abro comillas tremendas— «el triángulo de hierro» —cierro comillas tremendas—. Es presumible que este chico se deleite con toda esta sonoridad hecha de PVC símil mármol. Círculos rojos, triángulos de hierro. Hay una que paga todos los boletos: el «mago del Kremlin» es la que más y mejor ha calado. Hay una novela que lo explica.
Amablemente
Las versiones son múltiples, como corresponde al corrillo, naturaleza constituyente en esta clase de destinos. Unas dicen que fue él. Otras, que fueron visitantes de su despacho invitados por él. Otras mezclan ambas acciones. Lo único que no miente es la imagen, viralizada hacia agosto del 2024 en el camposanto de las redes. La imagen: el libro que publicó Marcos Peña cuando terminó de lamerse las heridas que vivió con el PRO, apuñalado una cantidad de veces suficiente como para que nadie dude de la voluntad del puñal. Todo ocurre sobre un escritorio que le fue adjudicado a Santiago Caputo. El libro está ahí, mutilado como una criatura que no alcanzó el botón antipánico, destrozadas la tapa y las páginas interiores. El puñal también está ahí, como diciendo «fui yo».
Pero esto lo han visto todos: contarlo es contar la repetición de una jugada. Tal vez lo que hemos hecho menos es pensarlo, valorar sus significaciones, acertar o no en la sema de lo que está queriendo decir. ¿Qué significa en la política argentina actual una daga romana haciendo trizas un libro?
El arte de subir (y bajar) la montaña. Cosas que aprendí sobre la dimensión humana del liderazgo (Siglo XXI Editores, 2024) son doscientas cincuenta páginas de culpa y cargo que un ministro crucial, ya alejado del poder, escribió para pensar lo que le pasó con el poder. Peña expresó la síntesis del gradualismo, el sueño eterno del segundo semestre que nunca era el que estábamos viviendo, sino el que vendría y, especialmente, una forma de entender el ejercicio de gobierno. Vamos a llamar a esa forma «paciente». Santiago Caputo pertenecía, por entonces, a las ligas menores del PRO que Peña conducía. Era un jugador de la reserva enojado con el técnico de la primera.
«Jaimitos» les dicen a los chicos camisitas que fueron empollados en las vacilaciones de las ciencias sociales, las estudiaron como pudieron y quedaron cocinándose bajo el comando estelar del consultor Jaime Durán Barba.
Durán Barba conoció al presidente de la nación mandato cumplido Mauricio Macri en 2005; y al actual asesor —al actual hacedor—, ministro de nadie y de nada —porque Caputo no tiene cargo y apenas si pasa su factura C de monotributista por los servicios de acompañamiento estratégico que entrega en Casa Rosada—, bueno, a él lo conoció dos años después, en 2007.
Doble contra sencillo que, en ese momento, Santiago Caputo confrontaba más hacia el interior de sí mismo que hacia el exterior de su campo de acción. Confrontaba en el baño de su cabeza con la idea civilizante (toco el nervio de esta muela: socialdemócrata) de que mil años de peronismo se dan vuelta por pasos, por etapas. Ardía ya, en el corazón del joven que era, la idea de que no se pide permiso: se entra pateando las puertas. Había una motosierra ya en su cabeza, habitando la corteza de su sistema nervioso central, tirando de la cuerda del encendido. Nomás le faltaba salir de ahí y buscarse un candidato.
Ha dicho en varias ocasiones Durán Barba que Santiago Caputo es un joven inteligente, inquieto, pero que, a diferencia del consultor político genérico, tiene además sus propias ideas políticas, y esas ideas son liberales libertarias y anarcocapitalistas. Quedamos entonces delante, ahora sí, de una novedad: el consultor militante.
Hasta acá, la figura genérica del consultor se parecía más a un vendedor de tutoriales de campaña, que tanto se los podía ofrecer a un pagador como al otro. Era un sujeto que iba por los pueblos viendo quién le compraba su monorriel. Queda actualizada esta silueta, ahora, porque, ahora, el consultor vende algo en lo que cree. El autor de esa actualización es Santiago Caputo.
Y que, a la vez, no pide cargo. No quiere cargo. Lo que relaja las autodefensas de sus superiores inmediatos y lo abrazan en el útero mismo del poder.
El encuentro entre Santiago Caputo y Javier Milei, presentados por Ramiro Marra en abril de 2021, es el encuentro del hambre con las ganas de comer. Uno había comprendido que el consenso es un lujo que puede darse la gente que ha comido. Había comprendido que habita, en la médula regente del consenso, una cordialidad y un apretón de manos. Y que en un país licuado, de riquezas desaparecidas, con la mitad de la gente enfrentando el problema del hambre, no puede triunfar la perspectiva del acuerdo, el consentimiento, la conformidad. El que tiene hambre quiere comida. El que tiene hambre quiere matar, o al hambre o a alguien. El que tiene hambre y ve a sus hijos con hambre quiere romper todo y que se prenda fuego el mundo. ¿Qué consenso? Dame de comer, hijo de puta. Dame comida, la puta madre que te parió.
Donde otros candidatos con las cuatro comidas hechas veían la posibilidad de un gran acuerdo nacional, ahí mismo Santiago Caputo vio la posibilidad de una gran ofuscación nacional. Y entonces apareció Milei, la carne de su cañón. Como él, Milei también quería romper todo, de hecho venía de destrozar todas las noches la maqueta del Banco Central en un teatro de revistas y quería seguir haciendo mierda lo que le quedara al alcance, solo que le faltaban más maquetas. Arquitectos, maquetas. Descuenten algo: dos tipos así se encuentran y se vuelven uno solo.
La televisión vive
El mago del Kremlin es la novela inaugural del asesor político Giuliano da Empoli, nacido en una comuna de las afueras de París, nacionalizado italiano, nacionalizado suizo, en fin, un hombre de la multi-Europa. La trama cuenta la historia de Vadim Baranov, un exproductor de reality shows que encuentra en las profundidades del poder ruso un nido donde afincar sus reflejos y sus habilidades. Es decir, es un hombre hecho en las narrativas de la televisión que instruye menos para sí mismo que para sus jefes la gramática de lo que debe hacerse, lo que debe ejecutarse, en definitiva, la constitución férrea de un mandato.
Aquí pide ser hecha una pregunta para Baranov, para Caputín y para todos los hacedores silenciosos de la rejunta política: ¿el poder de quién construís cuando le construís el poder a alguien más? ¿El tuyo? ¿O el de alguien más? Que suceda en los boxes, como llama Esteban Schmidt a los tugurios donde se arreglan las cuentas (La Argentina crónica, Planeta, 2007), no responde la pregunta de quién lo detenta. Caputo diseña el poder de Milei. Karina, subcomandante en jefe de la nación, confía en Caputo. Caputo entonces tiene el poder de diseñar el poder. Si Milei es el centro de gravedad de la política argentina, Santiago Caputo es el centro de gravedad de Milei. El centro de gravedad del centro de gravedad.
Estar dentro de esa freidora de aire, puedo suponer, te obliga a mantenerte despierto. Le dicen, le enseñan, a Baranov en la novela: «Si no te ocupas del poder, pues entonces él terminará ocupándose de ti».
Carlos Pagni, el regulador del editorial político que todos los lunes, desde la pantalla de La Nación+, organiza una comprensión de la bambalina pública y no tan pública, dice una noche que Santiago Caputo tiene el libro de Marcos Peña apuñalado sobre el escritorio. Unos minutos después, una cuenta inverificable postea la foto. Otra noche, el mismo Pagni, repitiéndose, o al menos repitiendo el mote de sus personajes para dejarlos fijados en un biotipo político, llama «Mago del Kremlin» a Santiago Caputo. Unos días después, Santiago Caputo se saca una selfie en su despacho. Puede verse la novela de Da Empoli ahí arriba. Como si consignara lo que la televisión dice de él. Pero, para consignarlo, tiene que haber estado atento a ella. (Y después dicen que la televisión ha muerto).
Lo que ha ocurrido entre la política y el espectáculo de masas argentino, tramitado principalmente por la televisión, es una operación de deglución. En un principio, la política aborreció que el espectáculo la parodiara. Fue en 2001, cuando todos nacimos de vuelta. Por entonces, Fernando de la Rúa culpó de la caída de su Gobierno a la tinellización de la sociedad. En la perspectiva de la historia, funciona mejor como metáfora de sus tropiezos que como argumento de sus razones.
Después la política se dio cuenta de que la televisión tenía las luces y las cámaras, y que mejor que refractarla era ir hacia ella. En 2009, Francisco de Narváez se sumó a la parodia que hacían de él en el mismo programa que presuntamente había acabado con un gobierno constitucional. Chiste, chiste, alica, alicate, era todo risas, hasta que De Narváez le ganó las legislativas de ese año a Néstor Kirchner en la provincia de Buenos Aires.
En 2015, Daniel Scioli cerró su campaña en la pista del mismo viejo programa, allí donde la realidad era organizada crónicamente por algún gerundio. Pero soñandos, bailandos y cantandos y el encendido de televisión ya no garantizaban nada. Scioli perdió las presidenciales en una apretada segunda vuelta.
No sé qué estábamos haciendo cuando la política, como la serpiente que traga por completo al elefante del Principito, terminó de devorar al espectáculo y se volvió ella misma el espectáculo. La política argentina ha completado el círculo de esta deglución. La política argentina no parece un show, es ella misma el show. Javier Milei expresa el triunfo del panelista de televisión, ese formato de bajo presupuesto del que los programas abusaron sin pudores. Intratables, Fantino, Duro de domar. Y, ahora, la patria streamer. En el nuevo reparto de los géneros, la ficción le quedó al on demand, y el show, a los noticieros. Es su otra bala en el blanco haber comprendido estas pulsiones, digitar novias rubias, populares y mediáticas, y saber determinar su tráfico. Lo confirma Durán Barba, pater et magister de Santiago Caputo, cuando le dice a Luis Novaresio: «Para hacer disparates, hay que pensar mucho. Hay que saber qué disparates hace usted para comunicar qué mensajes. Para que el disparate sirva, debe estar dentro de una estrategia. Usted tiene que tener un plan general en el cual cada equivocación está programada».
Es decir, detrás de la locura presunta, insultante, arrebatada. Detrás de toda esa declarativa sin líquido de frenos. Detrás del espasmo de la palabra, y de los leones y los mandriles, y de los perros vivos o muertos, y de las lágrimas de zurdos, y del capitán Ancap. Detrás de los aquelarres del sentido, detrás de Adorni, detrás de Lilia Lemoine, detrás de Luis Petri y la victoria cosplayer de la foto y el disfraz. Detrás de los cantitos que evitan la rima para ir al punto de ejecución del enemigo. Detrás de tanto hidalgo andante, finalmente, fatalmente, hay una escritura, hay una lógica, hay un guion. Y hay alguien que lo está escribiendo.
Un gigante en la oscuridad
Les tiene que haber pasado: alguien los saluda de lejos por la calle, ustedes no lo escuchan. El tipo insiste y ustedes siguen sin darse vuelta porque tampoco lo escucharon la segunda vez. El tipo grita una vez más y, cuando finalmente lo escuchan, escuchan los tres saludos juntos, es decir, advierten un todo retroactivo en un único instante del presente. Bien: ¿cuándo vimos por primera vez a Santiago Caputo? ¿Cuándo supimos por primera vez de él? ¿Y cuándo nos dimos cuenta de que los destinos del país en el que vivimos llevan la marca de su diseño?
Eran las 21:58 del diecinueve de noviembre del año 2023. Sergio Massa, el candidato del peronismo, acababa de aceptar la derrota y Javier Milei subía al estrado de su búnker de campaña por primera vez como presidente electo. Lo presentó su hermana Karina, que le dio un abrazo, y fue la primera en recibir su gratitud. Acto seguido, Milei dijo: «Además quiero agradecerle a ese gigante que me ha acompañado a lo largo de todo este proceso. Es un gigante que suele mantenerse en la oscuridad y se llama Santiago Caputo, y es el verdadero arquitecto de todo esto junto al Jefe».
Quién de nosotros se hubiera aventurado, en ese momento, a descubrir en aquel nombre la sigla del futuro inmediato. Toda la comunicación de gobierno, que es la nueva comunicación del campo político y social, el nuevo signo de la pugna desaforada, el desquicio actual que Durán Barba sugiere como astutamente premeditado, es el resultado de una comprensión: la que Santiago Caputo hizo de la sociedad argentina del hambre, el desespero y el hartazgo.
La vio. Lo vio. Y todos nosotros somos lo que vio.
¿Qué más conoce? El combustible con el que fragua sus acciones sobre el presidente y su hermana. Dice Baranov, promediando El mago del Kremlin: «Un poder debe estar dispuesto a actuar con la determinación necesaria, siempre que respete las reglas fundamentales de cada construcción narrativa. El límite no viene marcado por el respeto a la verdad, sino por el respeto a la ficción. El motor primordial que hay que tener en cuenta es la cólera. Ustedes, los occidentales biempensantes, creen que esa cólera puede disolverse. Que el crecimiento económico, el progreso tecnológico y, qué sé yo, las entregas a domicilio y el turismo de masas harán desaparecer la rabia del pueblo, la sorda y sacrosanta cólera del pueblo que hunde sus raíces en el origen mismo de la humanidad. Y no es verdad: siempre habrá desengañados, frustrados, perdedores, en toda época y bajo cualquier régimen. Stalin había comprendido que la ira es un factor estructural».
Si tenía la novela sobre su escritorio para que la foto cumpliera con la mística de un momento o si se tomó el trabajo de leer cada línea de sus páginas no es algo que podamos saber. Como corresponde a la estirpe de su papel, Santiago Caputo no da entrevistas. Sí sabemos que ha encontrado en la ira, la cólera, la rabia, el desquicio, la ofuscación de un país productor de alimentos que sin embargo tiene hambre el carbón correcto para darle velocidad a la locomotora de sus diseños. Lo que Baranov dice que Stalin ya había comprendido es lo que parece haber encontrado: un factor estructural.
¿Hay albedrío en el corazón de la piedra? ¿Sabe Santiago Caputo que convertir a la Argentina en el reality de su imaginería nos convierte a todos en corredores de su Scalextric? ¿Tiene conciencia de estar surfeando el hype del presente argentino? ¿Y sabe que él no es el sujeto que va sobre la ola, sino que él es la ola?
Conoce la botonera de la comunicación paraestatal de la época: hombres de Estado que hablan sin hablar, sin hacer hablar al Estado. Porque el asunto de Santiago Caputo no es el poder, sino su proximidad. «El poder es como el sol y la muerte, no se les puede mirar de frente», dice Baranov. El negocio consiste en habitar, no el centro de sus constituciones, sino su borde, su vecindad. Para que el fuego entregue amparo, no hay que pisar el fuego, solo habitar la cueva de su radio. El poder te incendia. La cercanía del poder es lo que te permite convertir el incendio en cueva.