Cuando llegué a vivir a Barcelona me relacioné muy pronto con cierta clase de gente. Son extranjeros, tienen treintaipico de años, ninguno es pobre aunque ninguno tiene ingresos muy sólidos, son cultos. Vienen de Irán, de Inglaterra, de Italia, de Bolivia, de Estados Unidos. Se juntan mucho, arman cenas en la casa de este o aquel, se hacen el aguante entre todos. A todos los trajo algún tsunami personal: tuvieron que renunciar a una vocación, se les murió alguien, nunca les dieron la beca que querían en Nueva York.
De todos los cataclismos, el más frecuente es el desamor. No por casualidad casi todos mis amigos acá son solteros y se mueven como lo hacen quienes saben que por bastante tiempo no podrán, ni querrán, ponerse en una posición en la que el corazón tenga posibilidades de salir lastimado. No solo no se casan, sino que tienden a desconfiar, aunque digan lo contrario, del amor de pareja. Ven todo lo que la pareja puede tener de antagonismo soterrado, de sojuzgamiento, de estafa dulce. Esto es interesante: mirar de frente las fallas estructurales del amor es algo que típicamente hacemos justo después de separarnos, pero que no podemos sostener mucho tiempo, porque es como mirar al sol. Pero mis amigos se pueden permitir sostener esa mirada porque tienen otra cosa a la que aferrarse: la Fraternidad del Tsunami. Digo amigos, pero por inclinación yo converso siempre más con amigas mujeres.
A una yo la conocía de antes, de muchos años antes. Saba nació en Pakistán, pero se educó en California. Nos hicimos amigos en los noventa, cuando yo vivía en París y ella fue a tomar un curso ahí. Había conocido en la ciudad a un chileno y se habían enamorado. Al parecer, el chileno ganó puntos con Saba porque la primera vez que se fueron a la cama ella, que es patológicamente sensible y se asusta mucho cuando le gusta un hombre, le dijo que mejor parara, que no estaba lista, y el chileno en vez de enojarse o darse vuelta para hacerse una paja (algo que, según me explicó Saba, hacían siempre los californianos), se había puesto a acariciarle el pelo y le había dicho que no importaba, que había tiempo. Pasaron seis meses en el cuartucho del chileno y decidieron casarse. Saba tiene una percepción casi sobrenatural de lo que les sucede a los otros; en una reunión de diez personas, detecta como un murciélago las corrientes de antagonismo, las atracciones, quién se proyecta como un ariete sobre los otros, quién se retrae sobre sí mismo y por qué. Lo único que falla en su radar es su percepción de sí misma.
El lugar que ocupa ella, eso Saba no puede verlo. A veces, en medio de la noche, despertaba al chileno y le decía con alegre voz de pajarito: «Despertate, habláme, no puedo dormir», sin preocuparle que el chileno a la mañana siguiente tuviera examen en la facultad. Otras veces se quedaba tirada en la cama, como en éxtasis, mirando el cielo por la ventana. Alguien habría podido pensar que estaba drogada, pero solo estaba confiada. Se abandonaba al amor del chileno de manera ideal, como una niña. Esa clase de confianza, ese regreso al nido materno, a eso secretamente tendemos en la pareja, aunque rara vez alcancemos esa forma ideal que a Saba le salía sin esfuerzo, porque realmente había nacido para ese abandono. No vio que el chileno tenía dudas sobre el casamiento y cuando, después de muchas peleas, se separaron, Saba regresó a California y se cortó las venas.
Después se curó y tuvo otros novios. Vivió en varias ciudades. Cada tanto, intentaba recuperar al chileno. Un año lo visitó en París (donde el chileno ahora trabajaba como ingeniero), se acostaron juntos, el chileno le dijo que la extrañaba, pero ahora estaba casado y no podía o no quería volver con ella. Otro año lo visitó en Madrid, adonde el chileno se había trasladado, y pasó lo mismo, el chileno ahora tenía hijos y aunque todavía la extrañaba no iba a volver con ella. Saba se dio cuenta de dos o tres cosas. La primera, que el futuro había desaparecido de su radar. No había más futuro. Solo estaba el presente y la certeza de que nada dura y ese pensamiento doloroso, en vez de hundirla, la ayudaba a flotar. La otra cosa era que nadie merece que te cortes las venas por él, y el corolario es que nadie merece que se deposite en él una confianza de niño. Y la tercera cosa era que ella, que había nacido para la pareja, podía sobrevivir sin la pareja. Podía si reducía al mínimo su metabolismo, sus signos vitales, y así reducía al mínimo también los nutrientes emocionales que necesitaba.
Era como un animal de las profundidades marinas que aprende a sobrevivir en tierra firme sacando poquitos de humedad del rocío de las plantas, de algún charquito, del vaho condensado en las ventanas. Salía con un hombre un par de meses, jugaba un poquito a estar enamorada, y reducía al mínimo el dolor cuando la historia se acababa. Conversaba con un extraño en un bar y se abandonaba a la confianza en él durante una o dos horas, lo justo para absorber la necesaria humedad. «Sos el pez como artista de la supervivencia en la arena», le dije yo, cuando me contó todo esto. A Saba esto pareció gustarle. «Además, soy de Piscis», me dijo, y yo le recordé que esto ya me lo había dicho antes y qué carajo tenía que ver, y nos reímos.
Si algo no hay en Saba, es amargura; es una mujer de treinta y siete años que aparenta diez menos, que siente gratitud por las aventuras vividas y dice que siempre le han tocado hombres buenos, aunque no se puede descartar que pensar de esta manera sea, también, parte del arte del pez para sobrevivir en la arena. También le dije que me parecía estar hecha de una materia muy dura y al mismo tiempo muy frágil, como vidrio. «¡Es que soy muy dura y al mismo tiempo muy frágil, como vidrio!», se entusiasmó Saba, y otra vez le salió una risa de niña. Conversar con Saba me gusta mucho, se ha convertido en una de mis mejores amigas en Barcelona, pero noto que siempre me hace sentir que mi propio matrimonio fue no solo algo que no funcionó, sino algo condenado de antemano por ignorar las fallas estructurales del amor, por confiar como un niño, por no saber sobrevivir en la arena.
Si el pez como artista de la arena fuera sociólogo y hablara de la pareja como institución o figura en estos tiempos, ¿qué diría? No diría, ciertamente, como algunos nihilistas que rondan por los talk-shows y el correo de lectores de las revistas porno, que la pareja es imposible. No, el pez sabe que es inextinguible el deseo de querer y ser querido, de moverse por el mundo con un compañero, a ser posible para siempre; pero sabe también que las condiciones para la perduración de esta entidad no están dadas en las sociedades de hoy. Si hay una oportunidad de lograrlo pese a todo, es probable que dependa de la capacidad de cada cual para mirar la situación de frente, y por eso la mirada del pez como artista de la arena cuenta.
La misma palabra «pareja» es muy reciente, y se generalizó su uso justo cuando el nuevo modelo de sociedad de consumo estaba minando sus bases. Pareja: dos iguales. Hay una ambigüedad en esto. De un lado la igualdad de derechos, la igualdad ontológica entre hombre y mujer, que todo individuo civilizado sostiene: del otro, la igualdad en un sentido identitario, que es su contracara, del mismo modo que la sociedad de consumo es la contracara de la democracia liberal. En este segundo sentido, la pareja se construye sobre la expectativa de encontrar un reflejo perfecto de sí mismo. En una película de Woody Allen se habla de un médico que sueña encontrar a una mujer que tenga su misma profesión, el mismo disfrute de la música y el mismo amor por los deportes. «En otras palabras —dice la voz en off—, se quería a sí mismo bajo la forma de una mujer guapa.» En la práctica, el occidental tiende a experimentar solo dos etapas del desarrollo amoroso: primero el deseo del otro como sustituto del padre o la madre; cuando esto no funciona, el deseo del otro como réplica o reflejo de sí mismo. Las dos etapas corresponden a valores de la sociedad de consumo: de un lado la pasividad, del otro el narcisismo del cliente acostumbrado a esperar que lo que compra esté adaptado a él.
Carl Schmitt dijo que el siglo XX representaba en Occidente la era de la neutralización; entendía por esto la forma en que el liberalismo había buscado articular una ideología que representara una superación de las disputas teológicas, políticas y económicas que habían asolado el continente. El resultado fue un sistema de valores que enaltece la colaboración y condena como bárbaro el uso de la fuerza. Parejamente, en la vida privada pasamos de un modelo familiar fundado en el poder del hombre sobre la mujer y en la transmisión vertical del saber y la propiedad, a uno que se basa en las afinidades compartidas y la identificación con el otro; bien entrado el siglo veintiuno comprobamos que esto, en vez de representar el cese de todos los conflictos, trae aparejados sus propios problemas. No porque nuestra ideología excluya el poder, el poder no desaparece; solo muta, a veces en violencia de género, a veces en pasividad edípica, a veces en reproducción viral de la propia personalidad. Las parejas más prósperas suelen estar constituidas como alianzas; frente a un problema común, una aspiración común (o donde los dos son funcionales a las aspiraciones del otro), un enemigo común. La pareja actual suele estar determinada por combinaciones de estos elementos, y también el remanente de elementos de la tradición pasada. No se trata de mirar ese pasado con nostalgia, ni de denunciar lo presente, sino de reconocer a la pareja contemporánea como lo que es: un trabajo de Sísifo, un proyecto lleno de contradicciones, que necesita para sobrevivir más fe, y más imaginación, de la que quizá requirió nunca otra actividad humana.
Pero eso es justo lo que nadie quiere mostrar. En la tele vemos a cornudos explicando sus cuitas en cámara o a boludos que toman partido a favor o en contra de Ashton Kutcher, en el cine vemos amores adolescentes (adolescentes no por la edad de los protagonistas, sino porque escamotean la parte difícil de la pareja, que es lidiar con sus contradicciones a lo largo de años), en literatura nadie se atreve a meterse con la pareja como tema, no digamos ya con el matrimonio. Abordar de verdad el problema de la pareja sería abordar, en uno de sus eslabones más dolorosos, el problema de la sociedad en la que queremos vivir. Y tal vez ahí esté el problema, y quizás por eso todavía deban pasar años antes de que sea escuchada la voz del pez como artista de la arena.