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El señor Licitra

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Josefina Licitra
Josefina Licitra nos sumerge en una crónica catártica sobre la conflictiva relación con un padre que ya no le habla. Ilustraciones de Laura Romano.

Es marzo de 2020. Todos los días miro las noticias de la cuarentena en España. Lo hago en parte para ver el futuro —lo que empiece ahí va a llegar acá—, pero sobre todo porque allá vive mi padre.

Desde hace años que no me habla. Así que reviso diarios y portales porque son mi única información sobre él. Su empresa debe estar en crisis. Su cuerpo también. No tanto por la edad que tiene —es joven: sesenta y seis años— sino por la prohibición de salir a correr: esa quietud lo debe estar matando. Desde que soy chica mi padre corre a diario. En su mejor momento, cuando tenía entrenador y competía —aun sin ser un deportista profesional—, lo hacía dos veces en una misma jornada. Y ya de grande era capaz de volver de trabajar a las doce de la noche e ir a correr de madrugada.

Eso veía yo cuando lo visitaba en el verano argentino, que es el invierno de allá. Mi padre llegaba de la empresa tarde, se cambiaba y se iba en auto a la Casa de Campo: un parque gigante al que yo no lo acompañaba porque no podía seguirle el ritmo y porque no me gustaba correr.

Ahora me gusta. Los años pasan y miro con sorpresa, como si fueran lunares que me salen de un día para otro, las conductas y obsesiones que me unen a mi padre y que apenas saldan la distancia geográfica y amorosa que nos separa. Porque un día, más allá de que vivimos en continentes distintos, mi padre me dejó de hablar: eso pasó. Eso es lo que ahora está en suspenso como un aire lleno de ceniza mientras recorro los medios de España.

Entonces veo una foto distinta. Es del barrio de mi padre, o mejor dicho: de un acceso a su barrio. Es la carretera Pozuelo-Aravaca totalmente vacía, limpia como una pista de aviones y elegida por un portal digital para ilustrar la quietud impuesta por la cuarentena. La imagen me altera. Esa postal familiar y al mismo tiempo distante, de un lugar prolijo y silenciosamente arrasado, se abre como un único canal de diálogo. Y me lleva a hacer lo que me sale en estos casos: cuando me desoriento, escribo.

No sé cuándo empezó la historia. Supongo que ni siquiera comenzó cuando nací. Así que elijo un punto de partida narrativo y voy a 2017. En septiembre de ese año recibí un mail de Juan Cruz Ruiz, uno de los fundadores del diario español El País. Su correo no hablaba de asuntos editoriales —el tema por el que nos escribíamos cada tanto— sino que llevaba el título «Tu padre» y decía lo siguiente: «Desayunando en Pozuelo me saludó una señora. Y luego un señor. ¡El señor Licitra! Tu padre tiene una bella sonrisa. ¡Besos!».

Pozuelo es un barrio de los suburbios de Madrid, la ciudad en la que mi padre vive desde que se fue de la Argentina, como exiliado político, en 1978. La señora de la que hablaba Juan Cruz es la mujer de mi padre. Ambos conocen a Juan Cruz porque lo leen en el diario; seguramente hayan sido ellos quienes se acercaron a saludarlo.

Pero por afuera de eso, cuando recibí ese mail no pude decir, ni deducir, otra cosa. No sabía otra cosa.

El correo de Juan Cruz era una de las pocas noticias que yo tenía del «señor Licitra». Por una razón que ya en ese entonces empezaba a inquietarme, mi padre, en cierto modo, había desaparecido. Apenas llamaba en los cumpleaños para saludarnos a mí (su única hija) o a mi hijo (su único nieto) y lo hacía con una incomodidad evidente que anunciaba el fin inmediato de la comunicación. Y después, solo en casos puntuales sostenía una charla por afuera de las que se dan en fechas clave. La última que recuerdo ocurrió en 2016. Había muerto su perra y la mujer de mi padre, por mensaje de WhatsApp, nos había suplicado a mi hijo y a mí que lo llamáramos para condolernos. Imaginé que sería una pérdida muy grave pues la imagen del animal era, y al día de hoy sigue siendo, la única foto que mi padre tuvo siempre en su perfil de WhatsApp. Así que mi hijo y yo nos comunicamos. Escuchamos a mi padre hablar y llorar durante unos minutos en los que me pregunté si esa conversación era real. Después no volvimos a tener mayor contacto.

El mail de Juan Cruz, por lo tanto, me produjo una sorpresa y un vacío del tamaño de los miles de kilómetros que separan Argentina de España. Tardé tres días en responder ese correo tan simple, tan lleno de buenas intenciones.

«Querido Juan Cruz —dije finalmente—, fue una sorpresa tu contacto. Sorpresa linda porque ahí estás vos. Y rara porque no sé casi nada de mi padre desde hace ya muchos años y por razones que son una incógnita. Simplemente un día dejó de llamar. Muchos destacan su semblante afable. Yo no sé qué decir. Pienso en los “desaparecidos que en realidad están en Europa”, esa frase horrenda que se repitió durante la dictadura y que en el caso de mi padre es terriblemente actual —y cierta—. Algún día publicaré algo de todo esto. Te mando un abrazo enorme».

Después mandé el mensaje, pero no pude dar el tema por cerrado. Al igual que la foto de la carretera vacía, ese mail de Juan Cruz traía la imagen de un mundo que me había sido negado. La cabeza me empezó a silbar como una olla a presión. Estaba saturada de preguntas que hablaban de mi padre y de mí. Del cúmulo que hay en el medio. De la sonrisa y la mirada que nos une —nos parecemos— y del eslabón genético que enlaza lo que se distanció con los años. ¿Cuándo terminó de irse mi padre? ¿En qué casillero de la historia entran las familias como la mía, que quedaron pervertidas por el terrorismo de Estado pero no tienen un muerto, una foto en blanco y negro que reciba los honores del héroe? ¿En qué cueva de significados está nuestro pasado en común? ¿Cuándo y por qué mi padre dejó de quererme?

Ese 2017 sentí, al igual que ahora, que podía buscar una respuesta solo si sabía que iba a escribir al respecto. Y que podía escribir —deformación profesional— solo si sabía que iba a publicar después. Así que contacté a una revista brasileña, la hermosísima Piauí, y les dije que tenía una historia. La aceptaron.

Pregunté infinitas veces cómo fue todo. Y mi madre siempre respondió lo mismo, pero yo olvidaba su relato de inmediato. Con el encargo de Piauí entre manos, en cambio, tuve una razón periodística para hacer lo que siempre debí haber hecho: sacar el grabador y pedirle a mi madre que volviera a contar el cuento. El día de nuestra entrevista estábamos en la casa de Ale, mi pareja, y ella había ido de visita.

Mi plan la tomó por sorpresa.

—No quiero que escribas sobre esto —dijo. Yo estaba acostumbrada a esas cosas. Me había formado en Veintitrés, una revista de actualidad en la que siempre había un entrevistado con algún reparo, y de esos tiempos conservaba el latiguillo extorsivo que desplegué ante mi madre:

—Si no me ayudás lo voy a escribir igual. Pero con errores.

Entonces empezó a hablar. Conoció a mi padre a los dieciocho años en La Plata, una ciudad que en la década del setenta fue especialmente activa en el terreno de la militancia estudiantil. Ahí mi padre —estudiante de Arquitectura primero, de Historia después— militaba en los Grupos Marxistas Revolucionarios (GMR), una organización estudiantil que respondía a la fracción «roja», trotskista, del Partido Revolucionario de los Trabajadores (PRT), que a su vez era la expresión política del Ejército Revolucionario del Pueblo (ERP). Y mi madre estudiaba Psicología y militaba en los Grupos Revolucionarios de Base (GRB), que eran la expresión estudiantil del Frente Argentino de Liberación (FAL 22), del que se apartó cuando en las elecciones de 1973 —en las que mi madre no pudo votar porque aún no llegaba a los dieciocho años— su gente apoyó a Cámpora. Ahí se fue al GMR.

En cualquier caso, La Plata era muy chica en esos tiempos y el mundo estudiantil era todavía más chico que esa ciudad mínima, y mis padres, aun cuando seguían carreras diferentes y militaban inicialmente en diversas ramificaciones de la izquierda, se veían en las mismas asambleas. Ahí, mi madre era de las que escuchaban y mi padre era de los que hablaban.

—Su presencia era solvente. Sonaba convincente y sereno. Lo llamaban «el abuelo» porque tenía un aplomo inusual para su edad —recordó mi madre.

—¿Era lindo? —pregunté.

—Sí, era un lindo muchacho.

—Bueno —interrumpió Ale—, todos son lindos a los veinte años.

La presencia de Ale era particular en ese encuentro. Se había fracturado una pierna tras un accidente con una moto prestada —por eso estaba allí mi madre: había ido a visitarlo— y había decidido pasar la convalecencia en un estado de lucidez intermitente: fumaba flores todo el día. Y sumido en esa nube personal sumaba, eventual e involuntariamente, eso que en la dramaturgia se llama «comic relief»: un interludio luminoso en el medio de la tragedia.

—¿Cómo terminaron juntos? —le pregunté a mi madre.

—No me acuerdo, estábamos todos amuchados en el bar de Arquitectura. Y habremos empezado a salir en ese tiempo.

—¿Fuiste su primera novia?

—Es probable.

A los diecinueve años se casaron —la condición impuesta por sus padres, mis cuatro abuelos, para irse a vivir juntos— y a los veinte me tuvieron a mí. En algún cajón hay una foto de ambos cuando me esperaban: se los ve entregados a una forma de amor núbil, a ese modo de pureza frágil y encendida que se corrompe de inmediato, ni bien la vida presenta el primero de sus infinitos escollos.

Esa foto es la última de aquella época en la que mi madre se ve alegre. Las que siguen, de mi primer cumpleaños —nací en junio de 1975—, la muestran pálida y flaca, con la mirada perdida en un pantano de cansancio, resignación y miedo. El golpe de Estado había sido tres meses antes de aquel festejo y eso había tenido consecuencias en el país y en mi hogar. Mi madre había reducido sus actividades de militancia por miedo a que me pasara algo, pero mi padre seguía participando en reuniones que muchas veces se hacían en mi casa, ya que el lugar donde vivíamos era a la vez un local clandestino. Finalmente, el 23 de septiembre de 1976 ocurrió el primer episodio. Cayó el Cholo, responsable de la célula a la que pertenecían mis padres —y el único que sabía dónde vivíamos—, y en veinte minutos hubo que dejar el departamento por miedo a que ese compañero, bajo los efectos de la tortura, delatara el lugar.

Todo indica que el Cholo —de quien no se sabía el nombre, y a cuya familia jamás pude llevarle una flor— nunca abrió la boca. Aún hoy sigue desaparecido. Pero nadie lo supuso en ese entonces, así que no volvimos a la casa.

Cada tanto pienso en ese cuadro cotidiano como si fuera un «time-lapse». Imagino un hogar intacto, recubierto por los accidentes del mundo doméstico —el sachet de leche en la mesada, los platos tal vez sucios, mis pañales de tela recién lavados en el baño—, que se va descomponiendo hasta convertirse en el cementerio de la vida que tuvimos. Esa casa degradada es una síntesis de nuestro derrotero. Porque nosotros también, en cierto modo, empezamos a pudrirnos. Pero a la intemperie. Salvo por la primera semana —en la que un familiar nos alojó— durante un mes y medio deambulamos sin casa. Mi padre trabajaba en un banco, pero mi madre y yo pasábamos los días en las plazas o en los colectivos, viajando de una terminal a otra hasta que llegara la noche y alguien abriera sus puertas y nos diera un lugar donde dormir.

Al mes y medio de esa vida errante, mi madre —de veintiún años— decidió ir conmigo al Chaco, donde entonces vivía una parte de nuestra familia. Ella necesitaba un lugar donde estar quieta y sin miedo, pero mi padre vivió ese viaje como un abandono. Y usó por primera vez una palabra a la que volvería en el futuro: habló de «traición».

Un mes y medio más tarde, no obstante, volvimos a Buenos Aires. Mi padre había alquilado un monoambiente en la Capital, es decir que ya teníamos un lugar donde vivir.

Era una vida austera.

—Todas las madrugadas tu papá leía los avisos clasificados buscando un trabajo en La Opinión —recordó mi madre, en referencia al diario de Jacobo Timerman. A mi padre no le interesaba tanto el periodismo como el proceso de impresión: una mecánica que perfeccionaría a lo largo de los años hasta tener, como hoy tiene —supongo que sigue teniendo—, una importante empresa de cartelería industrial en Madrid. Al poco tiempo de vivir en Buenos Aires conseguiría un puesto como tipista: mecanografiaba a gran velocidad los textos escritos por otros. Pero en un principio, al igual que en La Plata, trabajaba en un banco.

—Era muy cumplidor y muy despierto, así que apenas entraba lo querían ascender; pero entonces él decía «es muy injusto, Fulano está desde hace años esperando este ascenso », y renunciaba —recordó mi madre—. No teníamos para comer y él renunciaba. Y empezaba en otro lado. Y apenas lo querían ascender, volvía a renunciar porque quería ser «de base». Y yo me empecé a cansar porque no teníamos un peso. Yo trabajaba en una gestoría y no alcanzaba la plata y me quejaba, pero él decía que eran reivindicaciones pequeñoburguesas.

—¿«Pequeñoburguesas» es una palabra que se sigue usando? —preguntó Ale.

—No —respondió mi madre.

«En esa época creíamos que la revolución estaba a la vuelta de la esquina, el caso cubano nos había convencido de que otro mundo era posible», me dijo Lucía Topolansky, entonces senadora de Uruguay —y compañera del expresidente Pepe Mujica— durante una de las dos entrevistas que le hice en estos años. El motivo de nuestros encuentros era 38 estrellas, un libro que yo había empezado a escribir y que publiqué en 2018. Y que cuenta la fuga de una cárcel de mujeres en la que intervino, entre tantas otras personas, Lucía.

38 estrellas es una historia encantadora y terrible, llena de capas de sentido, que habla de un colectivo de mujeres militantes, de un movimiento —el Tupamaro— con una narrativa propia extraordinaria y de un escape lleno de momentos cinematográficos. Pero así y todo me tomó años entender por qué estaba escribiendo eso: en qué parte de esa trama ajena había un lugar para mí.

Hasta que un día, hacia el final de la etapa de entrevistas, las piezas se acomodaron casi con naturalidad. Entendí que las lecturas y las entrevistas eran en realidad una tarea arqueológica puesta para buscar y dejar a la vista huesos propios. Que escribía sobre las tupamaras para entender una época y un género y para comprender, mediante una historia con pocos muertos —mucho menos sangrienta y más tolerable que la argentina—, de qué estaban hechos los hilos continentales que movieron mi vida familiar. Y que también lo hacía para inventar razones que me llevaran a Montevideo: la ciudad donde me reunía con mi padre en los veranos de mi infancia, luego de su exilio, cuando él salía de España para verme pero no podía, por seguridad, entrar a la Argentina.

Mi padre se fue a Madrid en agosto de 1978. —¿Por qué se exilió? —le pregunté a mi madre.

—Porque estaban cayendo todos nuestros contactos. Y si se quedaba hubiéramos caído, porque dentro de la organización él nunca se negaba a nada.

En Buenos Aires, mientras pasaba del trabajo en el banco al diario La Opinión, mi padre siguió militando y nuestra casa volvió a ser un lugar caliente. Dentro de la organización había una cláusula implícita que desaconsejaba tener armas, mimeógrafo y espacio para reuniones militantes en un mismo local. Pero a pesar de que el resto de los compañeros hacía solo una de las tres concesiones, mi padre reunía las tres. En nuestro hogar había imprenta, se hacían reuniones y se guardaban armas.

—Pero nosotros jamás usamos una —dijo mi madre.

—¿Puede ser que las guardaran debajo de mi cama? —pregunté.

—Iban en un cajón debajo de tu cama.

—¿Armas de grueso calibre? —preguntó Ale con el humo retenido en el pecho.

Ale forma parte de la inmensa cantidad de personas bienintencionadas que en la década del setenta, por edad y por pertenecer a otra clase de familias, miró la lucha militante de costado. Cuando, por caso, una de sus hermanas mayores apareció en la casa con la Biblia Latinoamericana, su padre se la hizo esconder a los gritos y con el siguiente argumento: «Si te ven con eso en la calle, te matan».

Siempre me pregunté, de cara a esta clase de ejemplos —y a mi propia maternidad—, qué tipo de familia es la que yo defiendo. Porque algunas cosas de la mía me dan cierto orgullo, pero el costo de ese orgullo es el desgarro.

—Sí, armas de grueso calibre —respondió mi madre.

—¿No te quedó ninguna?

Mi madre lo miró.

—Fue un chiste, mamá —le dije.

Nos lo dije a todos.

Mi madre está del lado interno de la puerta de entrada, hecha un ovillo, llorando. Le pregunto qué le pasa y responde: «Me duele la mano». Pero miro su mano, que está a la altura de mi nariz —ahora mi madre está de pie—, y solo veo nudillos ampollados por fregar la ropa. Intuyo, entonces, algo que no llego a nombrar: algo como una mentira. Pero no sé pensar en la palabra «mentira».

Este es, probablemente, el primer recuerdo de mi vida. Se lo relaté infinitas veces a mi madre y convinimos que sería de 1977 o 1978 y que tiene una explicación. Todas las noches mi padre volvía de madrugada de su trabajo en La Opinión. Pero como además militaba —principalmente, militaba— mi madre lo esperaba con la oreja pegada a la puerta, atenta a un ruido que le confirmara que mi padre había entrado a nuestro edificio.

En esos tiempos ya habían caído muchos amigos. Alicia, la mejor amiga de mi mamá, había sido acribillada por la policía con un embarazo de ocho meses. Y Daniel Mendiburu Eliçabe, hermano de Cali y Marcelo, con quienes mi papá almorzaba casi todos los domingos desde los tiempos del secundario, había caído en una imprenta clandestina que fue reventada con granadas en uno de los operativos más sangrientos cometidos durante la dictadura —y rescatado por la escritora Laura Alcoba en su bella novela La casa de los conejos—.

Los ejemplos de amigos asesinados siguen y la cabeza, cuando pienso en eso, se me llena de muertos. Entre todos ellos, cada tanto se abre una pregunta sobre mí.

Se la dije a mi madre:

—¿Él me quería? Quiero decir: ¿Mi papá tenía tiempo para quererme?

Mi madre cerró los ojos lentamente, como si necesitara una oscuridad propia para revelar, al fin, una imagen.

—Tu papá te adoraba —respondió, con los ojos ya abiertos— y vos tenías pasión por tu papá. Él era muy cariñoso y tenía una posición de género muy poco usual en ese entonces: te cambiaba los pañales, te bañaba, te llevaba a las citas con los compañeros en los bares. Te encantaba ir a los bares con tu papá. Cuando se fue, sufrió mucho el desapego.

—¿Qué me dijeron cuando se fue?

—No me acuerdo.

—¿Lloré?

—Tampoco me acuerdo. Pero pasaron dos cosas. La primera, al día siguiente de su partida dejaste de hacerte pis en la cama. Y lo otro que cambió fue tu carácter. Eras una nena muy alegre. Eso también desapareció.

Cuando era chica, hablaba del pasado con mi madre durante uno de nuestros principales momentos de «charla profunda», que era el rato previo a la hora de dormir. Vivíamos en un departamento chico y luminoso que ella había comprado con el postergado juicio de divorcio de mi padre. Ahí yo hacía preguntas, ella respondía y yo olvidaba todo casi de inmediato.

—¿Por qué nosotras no fuimos? —habré dicho. Y le volví a preguntar a mi madre en nuestra charla grabada.

—Porque no quise ir. Le había pedido a tu padre que al menos nos fuéramos a Venezuela, que era el mismo continente. Pero la organización lo mandaba a España. Él estaba casado con la orga, todo lo discutía con la orga. Cuando él se fue, la idea era que nosotras nos reuniéramos con él después. Pero cuando nos quedamos solas y sentí el alivio de vivir sin los designios de la orga, pensé «no vamos». Y se lo dije por carta. Entonces me pidió que fuera aunque no viviéramos juntos, porque te quería ver crecer. Pero tampoco fui. Sentí que era un salto al vacío. Tenía veintitrés años y estaba extenuada y no me animé a probar fortuna en Europa con una nena y un exmarido. Me siento responsable de esa parte. Ahí tu papá volvió a hablar de «traición».

Hace más de diez años escribí un texto titulado «Traicioneros por naturaleza» en la revista —curiosa ironía familiar— La mujer de mi vida. Ahí contaba una historia personal, hoy irrelevante, y también enlazaba la idea de traición con el oficio periodístico. A veces, dije —todavía lo sostengo—, para ser fiel a una historia, a la verdad intrínseca que anida en una persona o un tema, hay que traicionar a sus protagonistas, esto es: no hay que decir lo que quieren que sea dicho —eso sería propaganda— sino lo que uno considera que es verdad.

Pensé en eso mientras escribía mi texto para la revista brasileña. Mi madre sabía que yo lo estaba escribiendo, pero no lo sabía mi abuela, la madre de mi padre, cuando almorzamos juntas y ella dijo: «Tu padre está mal de la cabeza».

—Está obsesionado con saber si estoy bien —siguió—, me llama todos los días.

—A mí no me llama nunca.

—¿Por qué no lo llamás vos?

—Lo llamé para condolerme por su perra, creo que ya es suficiente.

—Es cierto.

Mi abuela hizo un silencio, comió su omelette, se quedó pensativa. Y finalmente soltó el comentario de siempre.

—Creo que el kirchnerismo lo enloqueció. Mi padre apoyaba de un modo incondicional a Cristina Kirchner. Supongo que lo sigue haciendo. Su respaldo se basaba en las decisiones de gobierno —que le parecían correctas— pero sobre todo estaba alineado con la retórica setentista que le había dado un sentido heroico a lo que hasta entonces había sido pura desgracia. Mi padre, siempre desde España —porque aun en democracia no volvió al país más que de visita—, sostenía sus lealtades partidarias con una intransigencia que produjo, en los últimos años, grietas familiares que replicaban la gran grieta nacional en la que se había hundido el país. En la familia, por lo tanto, se decidió hacer intuitivamente lo que se hizo en muchas otras casas: no hablar de política.

En lo que hace a mi padre y a mí, eso no significó un gran cambio. Ya teníamos poco diálogo. Con el paso de los años, conforme fui creciendo y alejándome de aquella imagen infantil que recordaba a nuestra vida en común, mi padre fue profundizando la distancia. No llamó durante mi embarazo ni conoció a mi hijo, su nieto, hasta que tuvo dos años y lo vio en el velorio de su padre, mi abuelo, quien logró acercarnos con su muerte. E hizo un silencio reprobatorio cada vez que yo, a diferencia de los perros —más leales—, rompía con gran dolor una relación de pareja estable.

La última de aquellas veces fue en el 2015. Yo llevaba un noviazgo de casi dos años con un hombre que tenía, entre otros rasgos, un acuerdo pleno con la propuesta kirchnerista. Lográbamos entendernos a pesar de las diferencias políticas —supongo que es mejor aclararlo: en 2015 voté primero a la izquierda y después en blanco—, hasta que ganó Mauricio Macri y el kirchnerismo se vio obligado, de un modo inesperado, a abandonar el poder. Entonces, quien era mi pareja hizo el procedimiento clásico de cualquier persona con problemas de violencia: usó una excusa —esa vez, la política— para drenar un miasma que venía de otra parte. Y una noche, en el nombre de la inminente «dictadura macrista », revoleó un rollo de cocina por el aire, insultó a gritos a parte de mi familia y amigos —que no estaban ahí—, y coronó ese estallido temperamental con una frase que todavía recuerdo.

—Tranquila —dijo entre dientes—: nunca le pegué a una mujer.

Que instalara el tema, cuando no estábamos hablando de eso, me dio pánico. Así que hice un silencio dócil con el único fin de irme de ahí cuanto antes. Días después lo dejé. Días después, también, hablé con mi padre y se lo dije:

—Tuve miedo de que me tirara por el balcón.

Pero del otro lado hubo un nuevo silencio.

Desde entonces los llamados se espaciaron hasta dejar de hablarnos. Supongo que mi padre decidió, una vez más, hacia dónde orientar su apoyo.

Porque la traición es eso, al fin y al cabo: según cómo se la mire, es un apabullante gesto de lealtad.

En diciembre de 2017, pocos días antes de cerrar el artículo sobre mi padre para la revista Piauí, fui a Montevideo para hacer una última entrevista para 38 estrellas. Al igual que en viajes anteriores, no paré en un hotel sino en el departamento familiar: un lugar que mi abuela paterna tiene en Pocitos, un barrio de clase media acomodada con edificios prolijos a unas pocas cuadras de la playa. Me gustaba dormir en Pocitos más que en ningún otro lado porque esa vivienda, aun cuando estaba deshabitada, sostenía la fantasía de una vida cotidiana en Uruguay. Había latas y cajas de comida en la despensa, había vajilla reluciente y completa, había ropa de cama y había prendas de mi abuela colgadas en los placares. Tal vez por eso, cuando salí de bañarme quedé sorprendida al no encontrar un secador para el pelo. Eso era imposible en el mundo equipado de mi abuela, así que empecé a buscar en cajoneras y roperos. En eso estaba, hurgando en los rincones, cuando abrí una gaveta que no había tocado en ninguno de los viajes anteriores. Adentro había un frisbee de plástico azul, un juego de paletas de madera, una pelota de tenis, una batalla naval, un ajedrez y una caja con piedras de colores levantadas de la playa. Eran los juegos que compartía con mi padre a principios de los ochenta.

Los apoyé sobre la cama y me quedé mirando. Ahí estaban, finalmente, los restos arqueológicos —los propios— que el trabajo del libro estaba sacando a la luz.

Los veranos en Montevideo, supuse entonces, debían ser angustiantes. Eran lapsos fuera del tiempo, libres de las coordenadas propias de la vida ordinaria, en los que mi padre y yo intentábamos —como intentan ahora las latas en la despensa y los vestidos de mi abuela en el placard— recrear un trato cotidiano sin chance alguna de naturalidad. Nos mirábamos durante días como si fuéramos la encarnación de otra cosa, la representación posible de algo que se estaba yendo. Y cumplíamos con nuestros roles de padre y de hija sin saber —él con veintipocos años, yo con cinco, seis, siete— en qué consistía una relación filial.

En ese contexto jugábamos juntos. Era lo mejor —lo único— que podíamos hacer sin equivocarnos.

Abrí la Batalla Naval. La caja estaba escrita con mi letra y no se entendía bien qué decía, aunque daba la sensación de que, ya desde temprano, me estaba quejando porque no estaban bien escritas las reglas. Tomé los pitutos de plástico y los calcé en la grilla de metal. En ese acto desapareció la categoría del tiempo y volví a ser quien yo había sido, y no quedó claro cuál de las dos —la adulta o la niña— era, esa tarde en Montevideo, el fantasma de la otra.

Eso pensé —o sentí— en aquel momento.

Y eso escribí en mi libreta de notas.

Semanas después publiqué el texto en Piauí. Lo hice con la tranquilidad de que ese medio era el lugar perfecto para lo que yo necesitaba: organizar ideas de la mano de la escritura, darle un orden y un cierre a ese proceso de escritura bajo la presión de una fecha de entrega, y darle al texto una circulación reducida ya que aparecería solo en portugués y para la comunidad de suscriptores de Piauí, dado que la revista tiene la mayoría de su contenido arancelado.

Dicho en fácil: no había forma de que mi artículo, que se llamó «Señor Licitra» y salió en enero de 2018, cruzara los límites de Brasil. O al menos eso pensé. Y ahí estuvo mi falla.

Mi padre supo de esa nota al instante. Supongo que tenía un Google Alert con mi nombre en internet —esa es, hasta el momento, la explicación que encuentro—, así que accedió al único contenido disponible libremente: el título, «Señor Licitra»; los primeros dos párrafos del texto —que hablaban de Juan Cruz Ruiz— y la llamada en tapa que decía «Historia de un abandono»: un título que no elegí yo, pero que tampoco estaba tan errado. Lo que viene después es la fuerza titánica de la escritura: condensa procesos emocionales que de otra manera podrían tomar años, y acelera la llegada a destino de una forma dura pero necesaria. Lo que tiene que morir se muere. Lo que tiene que vivir, resurge.

En lo que hace a mi padre, tanto él como su familia me dejaron de hablar de un día para otro. A la manera de un juicio exprés, el tribunal familiar bajó el martillo y se retiró de la escena. Lo único que me quedó de todo ese universo fueron «cosas». Las cartas de mi padre de cuando yo era chica, las fotos que nos tomaron, algunos objetos.

Pensando en esta última parte —la de los objetos— aproveché un viaje laboral a Montevideo para pasar por Pocitos y, usando un juego de llaves que siempre tuve, entrar al departamento de mi abuela y llevarme los juegos de mi infancia. El plan era bueno en más de un sentido: no solo recuperaba mis cosas, sino que las hurtaba al estilo de un barrabrava que se lleva un trapo del equipo contrario.

No tuve en cuenta que del otro lado había gente peor que yo. Cuando llegué a la puerta de entrada, una de las tres llaves que abren había sido cambiada. Aun viviendo en Buenos Aires y España, en mi familia paterna se habían encargado de dejarme afuera. Me volví al hotel, entonces, con las manos vacías, caminando por una ciudad con la que de repente había perdido intimidad y a la que empecé a mirar, en ese mismo trayecto, con los ojos extranjeros con los que ahora miro la carretera Pozuelo-Aravaca.

Solo que este mes de marzo la situación es distinta. Vivimos una pandemia, nadie sabe mucho de qué va la cosa y ante la remota chance de que el mundo se termine pronto o de que seamos la mitad de gente en los próximos meses, decido escribirle a mi padre. Elijo bien las palabras. Borro los reproches, reemplazo adjetivos negativos por su perfecto contrario: soy buena. Soy tonta. Soy una hija abandonada por su padre. Y desde ese rincón mando el mail.

Después espero.

Tres días más tarde llega su respuesta: la primera aparición de mi padre en dos años.

«El artículo que escribiste es inaceptable —leo—. Mis intimidades, ciertas o falsas, no tienen por qué ser objeto de tratamiento literario y aparecer en un medio de comunicación, ya sea en Argentina o la China. Se trató de un misil bajo la línea de flotación en toda regla, que dinamitó lo que quedaba de nuestra relación.

Por lo demás, espero que vos y Joaquín sigan bien. Son jóvenes y no forman parte de grupos de riesgo. Si se cuidan y no cometen ninguna imprudencia superarán este obstáculo.

Alejandro».

Me toma un tiempo —semanas— acomodar el cuerpo para que el puño no logre tocarme. Pero lo consigo. La escritura no es solo belleza: es, también, un arma de defensa personal.

Lo primero que hago es este texto: refloto el viejo artículo que estaba en portugués y actualizo circunstancias. Y después, como si lo anterior —lo de estos últimos años— hubiera sido la preparación para lo que sigue, me siento a escribir un mail de respuesta. Es un correo sin tristeza, una mezcla de lástima y enojo, donde digo lo que pienso de toda esta historia. Y donde le aviso a mi padre que por fin el texto sale en español. Que lo va a poder leer completo. Y que si no quiere comprar la revista no hay problema: en Orsai liberamos contenidos. Porque estamos convencidos de lo que decimos, pero sobre todo porque creemos en la libertad.

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