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El sexo de los ángeles

Escribe
David Bravo
David Bravo deja el traje de abogado para calzarse un cómodo piyama y escribir como más le gusta. Aunque no eligió un tema sencillo: la pederastia en tiempos modernos.
ADVERTENCIA. Aunque los siguientes tres relatos y sus personajes son ficticios, el hilo conductor está basado en hechos reales que tienen que ver con las nuevas formas de la pederastia en tiempos modernos. El caso de los estudiantes detenidos y su posterior puesta en libertad se basa en una historia sucedida en España en 1996. Las citas de periódicos y las del fiscal y el juez del caso son auténticas, así como las leyes citadas en la historia y su evolución. El llamado «Código Penal de Gallardón», que criminaliza la representación visual de sexo simulado entre menores, es un anteproyecto de ley real aunque todavía no está en vigor.

Ramón Sandoval, 2013

Me llamo Ramón Sandoval. Soy un abogado con diecisiete años de ejercicio y mi especialidad —si es que puede llamarse así— es la de llevar los casos que nadie quiere. Ya saben, me refiero a los casos desagradables, los que te obligan a entrar en el fango. Esos son los míos. Mis compañeros, fingiendo escrúpulos donde solo hay miedo al qué dirán, me suelen derivar los asuntos que dejan mancha.

Los casos que a mis compañeros les resultan viscosos, y que alejan de su lado de una patada, son los relacionados con delitos sexuales contra menores. Si tienes una imagen pública y eres de esos que son mitad abogados y mitad políticos, son estos asuntos los que pueden ensuciarte. El caso que les quiero contar me llegó rebotado de uno de estos abogados estrella con miedo a dejar de ser impolutos ante sus fans. Este compañero —que me merece el mismo respeto que un cirujano al que le marea la sangre— me llamó para desembarazarse de dos clientes a los que no quería ni estrechar la mano. La excusa fue que su especialidad eran los casos sobre libertad de expresión e información, pero no puedo evitar pensar que lo que le sucedía era que simplemente se consideraba moralmente superior a mí.

Comprendo que mi actividad no les resultará agradable a muchos de ustedes. Estoy acostumbrado. Es más fácil culpar al que juega sus cartas que cuestionar a la banca, que es la que da opciones de ganar a quienes no deberíamos hacerlo.

El caso que me llegó gracias a los reparos de mi compañero fue el de dos jóvenes acusados de distribuir pornografía infantil. Viendo las actuaciones ya se podía deducir que el caso no iba a ser fácil de defender. Tenían los correos electrónicos de los imputados, sus conversaciones, sus agendas de contactos y lo fundamental: un disco duro con la mayor cantidad de pornografía infantil hallada hasta la fecha en toda Europa.

En aquellos días, leyeras el periódico que leyeras, ellos estaban allí. Se pueden imaginar además que en las noticias no es que salieran muy bien parados. Según contaba El País, uno de los estudiantes «admitió que la montaña de pornografía infantil era para satisfacer sus deseos libidinosos malsanos» y que «el otro reconoció que se hallaban en fase de acumulación de material para posteriormente venderlo por España y Europa». Por si yo no lo tenía ya lo suficientemente complicado, la policía dio varias ruedas de prensa en las que informaba que las imágenes eran repugnantes y que en ellas aparecían niños de tres y cuatro años practicando la «sodomía y el masoquismo». El periódico La Vanguardia decía que una niña de unos nueve años aparecía en una de las fotos «sujeta de unas argollas colgadas del techo». Mi compañero me entregaba dos cadáveres y era muy evidente que lo que quería era evitar que su historial de victorias tuviera un tachón. Me hice cargo de un asunto imposible de ganar porque acababa de empezar a ejercer y en esas circunstancias se coge todo lo que cae.

Sucedió en 1996 y era el primer caso de este tipo en España. Pueden ustedes hacerse una idea de la expectación mediática que originó un asunto así, con una sociedad todavía virgen en este tipo de delitos y a esta escala. En poco tiempo yo, que era un abogado joven y desconocido, pasé a ser una de las personas más reclamadas por la prensa. Recuerdo las ganas y el esfuerzo que derrochaba por aquel entonces ante los medios. Cómo me exponía en el plató ante toda esa gente que clavaba sus ojos en mí. Eran por supuesto miradas de desprecio, pero que se dirigían con mucha atención a mí, solo a mí. Yo, el abogado de las dos personas más odiadas de España durante todo un mes.

No sé cómo decir esto sin que parezca presuntuoso, pero los dos estudiantes ni siquiera tuvieron que sentarse en el banquillo para enfrentarse al juicio. Encontré una grieta por la que colarnos. El Código Penal español de 1995 castigaba utilizar a menores para crear material pornográfico, pero no poseerlo ni difundirlo entre adultos sin haber participado en su producción. Como en este caso los estudiantes se limitaron a recopilar fotografías que no habían hecho ellos, su actividad no era delictiva. Era un fallo en la ley, un error. Y era también mi puerta de salida.

El juzgado no tuvo más remedio que archivar el caso. Haciendo una profesional diferencia entre el mundo del reproche jurídico y el del reproche moral, la fiscal dijo que «ni los fiscales pedimos penas ni los jueces imponen condenas en base a conductas reprobables moralmente». El periódico ABC recogió las palabras del juez, que declaró que la puesta en libertad de mis clientes «fue correcta» y que «ante la ausencia de estudios de filmación de menores, se desmonta todo».

Vino a echar cemento en el agujero por el que se colaba mi ahora abundante clientela la Ley Orgánica 11/1999, que modificaba el Código Penal para que se castigara al que difundía o ayudaba a difundir pornografía infantil, siendo irrelevante si se había participado o no en la creación de ese material. La reforma era lógica, necesaria y una patada en el estómago para mí.

Pese a mis esfuerzos en su defensa, algunos de mis clientes vieron frustrada su escapada por culpa de ese tapón, pero otros todavía lograron colarse por las rendijas. La reforma solo castigaba la posesión de pornografía infantil para su difusión, lo que quería decir que se podía alegar que las imágenes se tenían para uso particular. La Ley Orgánica 15/2003 cerró el círculo y desde entonces se castiga la posesión de pornografía infantil incluso para uso propio. Antes de que ocurriera eso, yo era un abogado de éxito.

Alejandro Espósito, 2018

Cuando Nabokov quiso publicar su novela Lolita, se encontró con varios portazos en la cara. Las editoriales no tenían ninguna intención de obtener publicidad negativa lanzando un libro contado desde la perspectiva de un pedófilo que se siente atraído sexualmente por una niña de doce años. La sociedad de la época —en mi opinión, no de forma muy distinta a la que podría hacer la actual— armó el previsible revuelo con la publicación del libro. Mientras aguardaba en su celda para ser ahorcado por crímenes contra la Humanidad, Adolf Eichmann —el que fuera Teniente Coronel de las SS nazi— recibió una copia de Lolita para aligerarle un poco la espera. Lo devolvió a los dos días, muy ofendido, porque ese era un libro «peligroso».

Siete años después de la publicación del libro de Nabokov, Stanley Kubrick lo llevó al cine y, para evitar el escándalo, esa Lolita pasó de tener doce años a catorce y fue interpretada por una actriz de quince que aparentaba veinte. Culpándose a sí mismo de haber suavizado la historia, Kubrick explicó que no dramatizó lo suficiente «el aspecto erótico de la relación de Humbert con Lolita» por culpa de «las presiones que en aquel tiempo ejercieron el Código de Producción y la Legión Católica de Decencia». El código de producción al que se refiere Kubrick es el código Hays, creado por la Asociación de Productores Cinematográficos de Estados Unidos (MPAA) y que fue sustituido en 1967 por el —tampoco exento de problemas— sistema de clasificación por edades de la MPAA.

Les cuento esto para que entiendan por qué últimamente ha llamado mi atención como abogado el estudio del obstáculo que supone la representación del sexo entre o con menores para la creatividad, de forma incluso mayor que la que existía en la época de Nabokov y Kubrick.

Mi primer caso sobre esta cuestión me llegó en 2016. En febrero de ese año, Ramón Sandoval, un abogado conocido por llevar la defensa de casos de delitos contra la libertad sexual, acudió a mi despacho para que le defendiera de una acusación de un delito de pornografía infantil.

Conocí a Ramón veinte años antes, cuando él apenas acababa de terminar la carrera. Un compañero me dijo que en su despacho había un recién licenciado con poca experiencia y muchas ganas que estaría encantado de recibir un caso en el que yo me sentía muy perdido. El caso era un asunto desagradable: dos estudiantes habían sido detenidos con el mayor repertorio de pornografía infantil de toda Europa.

El Ramón Sandoval que se sentó en mi despacho aquel mes de febrero no era ni parecido al que yo conocí. Estaba en silla de ruedas, con su higiene personal desatendida y con esa forma de hablar lenta y esforzada tan propia de quien está permanentemente cansado.

Ramón me contó aquella mañana que había dirigido un documental en el que se contaban algunos de los casos que había llevado como abogado. La película no tardó en ser retirada de la venta por orden de un juzgado de instrucción. Poco después detuvieron a Sandoval por un delito de pornografía infantil. La razón se encontraba en algunas de las escenas de la cinta, en las que se podían ver a actores menores de edad simulando tener sexo en recreaciones de algunos de los delitos que se documentaban. La portada también llamó la atención de las autoridades. En ella aparecían dibujados un niño y una niña abrazados. La lengua del niño tocaba la lengua de ella y su pene su vagina.

Él, que se comportó como uno de esos clientes sin ninguna experiencia en el trato con abogados, se defendió ante mí como si yo fuera el que le juzgaba y no el que le defendía. Me dijo que solo era una película, que las escenas fueron rodadas con actores y que nada de lo que sucedía era real. Me dijo incluso que los padres de los menores estaban presentes en la grabación para que nada se fuera de las manos y para asegurarse de que en las imágenes no se veía más de lo necesario. Me intentó convencer —estando yo ya plenamente convencido— de cómo habíamos pasado de un extremo a otro, de considerar impune la difusión de pornografía infantil a convertir en delictiva hasta la difusión de material de ficción donde no se había abusado de ningún menor. Aunque vi la película y estaba claro que Sandoval no era Kubrick, resultaba difícil no acordarse ahora de él, de Nabokov y de Adolf Eichmann leyendo Lolita en su celda.

No piensen que este caso era una mera equivocación de un fiscal y un juez que creyeron ver en la cinta sexo real entre menores en lugar de simulado. Eso era algo de lo que todos eran conscientes. El problema de este asunto era que ahora este tipo de obras de ficción que representaban escenas de sexo fingido entre menores tenían tratamiento de pornografía infantil.

La primera semilla de esta regulación se plantó en 2013 con la aparición del Anteproyecto de Ley de Reforma del Código Penal

—popularmente conocido como Código Penal de Gallardón— que definía la pornografía infantil como «todo material que represente de manera visual a un menor participando en una conducta sexualmente explícita, real o simulada». Tal y como advirtió en aquella época el abogado Carlos Sánchez Almeida en la revista JotDown, era necesario reparar en que esa definición «no limita la pornografía infantil a la representación gráfica de actos reales de abuso de menores, sino a toda representación, incluso simulada. Ello incluye (…) a cualquier representación figurativa, sea esta fotográfica o pictórica, real, simulada o digital. Es decir, a toda manifestación creativa que represente a menores en actividades sexuales».

El año en el que salió este anteproyecto de ley transcurría de forma convulsa, y la reforma del Código Penal terminó aprobándose y entrando en vigor en 2014, pasando desapercibida entre noticias sobre crisis económica y corrupción política. El juicio se celebró en 2017. Mientras escribo estas líneas el caso sigue visto para sentencia, aunque el documental y el propio Ramón ya llevan años condenados.

Irene Menéndez, 2013

¿Saben lo que es el Grooming? Es algo así como la mutación de un viejo delito. Se trata de acoso sexual a menores usando nuevas tecnologías. El sistema es sencillo: un adulto contacta con un menor por internet fingiendo ser otro menor, se gana su confianza, su amistad y algo más. Después le pide fotografías en las que aparezca desnudo o realizando alguna práctica sexual. Si cree que le ha persuadido lo suficiente, le pide que conecte la webcam y se grabe, generalmente masturbándose. A veces el menor se niega y desaparece para siempre, a veces consiguen las imágenes y a veces se topan con alguien como yo.

Mi trabajo consiste en fingir ser un menor, entrar en redes sociales o chats frecuentados por estos tipos y ganarme su confianza. Es un poco extraño si imaginan la escena: dos adultos tras una pantalla simulando ser niños y queriendo cazarse mutuamente. Si gano yo y logro que confíe en mí, terminará diciéndome quién es o dónde vive. Después lo denuncio. Cuando la policía se presenta en su casa, a veces descubre que la dirección es falsa, a veces les abre un niño que creía haber encontrado a la chica de su vida en internet y a veces les recibe un idiota con cara de sorprendido que termina esposado.

Cuando llega el juicio, nos encontramos con que el problema legal en España es que el artículo 183 bis del Código Penal solo castiga contactar a través de internet con un menor de trece años si es con objeto de concertar una cita con él para cometer un delito de carácter sexual. Si el acosador se contenta con arrancarle algunas fotos y no pretende sacar al niño del mundo virtual al mundo físico para abusar de él, queda fuera del delito previsto en este artículo. Quejándose de la deficiente redacción del precepto, el Fiscal Delegado de Girona dijo que «en muchas ocasiones el autor de los hechos no pretende un encuentro físico con el menor sino un encuentro virtual a los fines de lograr de este material pornográfico fabricado por él mismo». Esta falta de previsión de nuestro Código Penal hace que muchas veces nuestras denuncias inicien procedimientos que tendrán que buscar su encaje en otros artículos menos específicos.

Cuando yo tenía doce años —la época en la que sufrí este tipo de acoso—, las leyes eran aún más imprecisas. Internet comenzaba a andar y la legislación sobre abuso, agresión sexual y corrupción de menores tenía todavía una mentalidad analógica.

En mi caso supe que Isidoro me había estado engañando durante meses cuando me dijo en el chat de IRC que publicaría en internet mis fotografías desnuda si no le mandaba más. Accedí varias veces, pero cuando la presión del chantaje superó a la de mi vergüenza, se lo conté a mis padres.

Pudimos hacer muy poco. Isidoro, si es que se llamaba así, se dio cuenta de que mis preguntas para descubrir quién era se volvieron demasiado insistentes, y desapareció.

Poco después nos enteramos de que habían detenido a dos estudiantes que tenían un disco duro con miles de imágenes de pornografía infantil que habían recopilado por internet. Cuando salieron absueltos por una laguna legal, el abogado que llevó el caso, Ramón Sandoval, salió varias veces en televisión pavoneándose.

Mis fotos dedicadas a Isidoro también estaban en el disco duro de esos dos estudiantes. Todavía guardo algunas de ellas. La primera que me hice, cuando creía que Isidoro era Isidoro, era muy distinta a la última, la que mandaba ya a mi acosador. Es extraño, pero viendo esas imágenes siento nostalgia de mí. Me veo en esa primera fotografía, desnuda, de pie, riéndome de vergüenza con los brazos abiertos, y me añoro. Me miro ahora a los ojos en esa fotografía y comprendo que esa persona ya no estará más. Era hermosa. Era otra. Parecía un ángel.

El fiscal Diego Molina Pico, el hombre del piano, en esos días escuchaba testigos en la fiscalía de Pilar. Lo que había declarado el médico había fortalecido sus sospechas. Aquella mañana del veintiocho de octubre en el velatorio de María Marta, él ya había sentido que no le habían contado todo lo que había pasado unas horas antes. Y con el testimonio del doctor Biassi tuvo lo que necesitaba para avanzar en el caso. Citó a Horacio García Belsunce, el hermano periodista de la mujer muerta, para hacerle una advertencia.

—Me engañaron, no me contaron todo, pero pienso seguir adelante —le dijo.

—Diego, te juro que nadie te mintió. No sé qué estás buscando.

—La verdad. Quiero saber lo que no me contaron.

—¿Qué buscás? —Horacio empezó a llorar—. Es mi hermana la que está muerta, tengo mucho dolor.

—Entiendo el dolor —le dijo—, pero acá hay otra cosa.

El fiscal Molina Pico quería el certificado de defunción, necesitaba incorporarlo a la causa. La respuesta de Horacio García Belsunce lo descolocó.

—Qué certificado te voy a traer. El que tenemos es trucho.

Molina Pico se quedó helado. En ese papel estaba la primera mentira escrita, que siempre tiene más valor probatorio que las mentiras dichas. El certificado decía que María Marta había muerto en Capital Federal de un paro cardiorrespiratorio no traumático. Un delirio. Todos sabían que había sucedido en su casa del country Carmel de Pilar, provincia de Buenos Aires. Y sabían, también, que en ese baño había habido una sangría indecible.

En una caja llena de papeles, en el fondo de un placard, tengo una copia de ese certificado trucho. Muchas veces haciendo limpieza pensé en tirarlo, pero no pude. Los periodistas solemos ser abducidos por ciertas historias que nos toca contar, y a veces esos fantasmas no te largan. El caso Belsunce nunca me largó, o soy yo la que lo retiene. No lo sé. María Marta siempre está ahí, rondando.

En ese sentido, una tarde de primavera me ocurrió algo que en su momento no supe leer. Aún no me queda claro cómo hacerlo.

Inés Ongay era la amiga de la infancia de María Marta, la mujer que había sido testigo del inicio de la historia de amor con Carrascosa. Inés vive en Bariloche y ella insiste en que cuando la llamaron para contarle que su amiga había tenido un accidente supo que la habían matado.

—¿Cómo lo supiste? —le pregunté mientras almorzábamos en la terraza de un bar de la Recoleta.

—No sé —me dijo, mientras sus ojos tremendamente claros miraban la nada—, lo sentí. No te lo puedo explicar.

Inés jamás me habló mal de Carlos Carrascosa; simplemente no le creía. Incluso cuando en el juicio oral declarara como testigo y los jueces le preguntaran si ella creía que Carrascosa había matado a su amiga, contestó:

—La justicia me tiene que decir a mí quién mató a María Marta. Lo que yo pienso de Carrascosa es muy íntimo. Me lo guardo para mí.

En Recoleta, el sol nos entibiaba mientras Inés hablaba de su amiga. Recordó anécdotas deliciosas de María Marta. Me ayudó a humanizarla. Habíamos pedido unas botellas de agua y en algún momento el mozo nos acercó el menú. No lo abrí. De repente sentí unas ganas tremendas de comer un plato en especial.

—¿Qué vas a pedir, Inés? —le pregunté mientras le alcanzaba el menú—. Yo tengo antojo de comer revuelto gramajo.

Inés levantó la cabeza y me clavó la mirada.

—¿Estás bien? —pregunté. Los ojos de Inés tenían lágrimas, pero sonrió de inmediato.

—Sí, estoy bien —contestó—, el revuelto gramajo era la comida favorita de María Marta. Hace mucho que no lo como.

Ese día, Inés y yo comimos la comida preferida de María Marta. Fue, para mí, un pequeño homenaje a esa persona que estaría merodeándonos durante todo el almuerzo. A esa presencia sutil que aún hoy, después de casi once años, viene a recordarme su existencia en cada nueva mujer asesinada.

Mi encuentro con Inés ocurrió mucho tiempo después de que Enrique Sdrech decidiera escribir un libro sobre el caso. Seguramente él habría entendido el mensaje —el de ese almuerzo— mejor que yo. Pero no llegó a enterarse de mi reunión; el trabajo del Turco tenía tiempos más cortos. Su libro —que se llamaría Seis balas para María Marta— debía cerrarse a velocidad récord. Aunque no era su primer trabajo rápido o de largo aliento, el Turco destilaba adrenalina y ansiedad. El motivo: estaba enfermo. Escribía a contra reloj. Sabía que los tiempos no los ponía la editorial ni la escritura. Encaprichado tipiaba, poseído por la historia. A veces se olvidaba de guardar el archivo en la máquina y perdía horas de trabajo. Entonces se enojaba, gritaba, maldecía; hasta que se sentaba y volvía a domesticar las teclas que de a poco iban armando ese, su último texto.

Nosotros, sus productores, le acercábamos datos, partes de la causa, testimonios. Sin levantar los ojos del monitor —porque el Turco no miraba el teclado, sus dedos corrían mágicamente sobre las letras— nos pedía sensaciones, información que hablara de los sentimientos de los protagonistas de la historia. Yo trabajaba teniendo eso en cuenta.

—¿El caso Belsunce te hizo llorar alguna vez? —le pregunté entonces al hombre del piano.

Molina Pico, habituado a responder con el expediente en la mano, me miró sorprendido. Respiró hondo.

—Sí, un poco sí —dijo.

El fiscal sabía mucho. Antes de pedir la exhumación del cuerpo de María Marta —y después de la declaración del doctor Biassi— un desfile de familiares había circulado por su despacho. El fiscal se había ido enterando de detalles que no le habían sido revelados en su momento. Y, de todos ellos, hubo uno imposible de pasar por alto. John Hurtig, el medio hermano de María Marta, había declarado en la fiscalía que había encontrado un elemento metálico bajo el cadáver de María Marta y que, suponiendo que era un «pituto» —una pieza para sostener estanterías— lo había arrojado al inodoro por decisión familiar. La aparición del «pituto», que en realidad —se sabría después— era una bala, había sido suficiente para tomar la siguiente decisión.

Molina Pico firmó un papel que quemaba. En él pedía la exhumación del cuerpo, una autopsia y peritajes a la casa del hasta ese momento «accidente». Así fue como el muro que protege a los ricos de miradas ajenas —y para ellos vulgares— empezó a quebrarse. Un Molina Pico, un doble apellido como ellos, se animaba a romper con la cofradía de la élite de San Isidro. Y a pagar el precio alto de la traición de clase.

En cuestión de días, Molina Pico pasaría de ser «Dieguito» a ser el «Doctor Molina», a secas. Y ese no sería el único cambio. Unos años después lo mandarían a una oficina oscura en el subsuelo de los tribunales de zona Norte; un espacio pequeño que en otros tiempos había sido el depósito en el que se metían los artículos de limpieza. En ese lugar, el fiscal recibiría denuncias relacionadas con excesos policiales y presos que aseguraban haber sufrido torturas por parte de los guardiacárceles.

En los inicios del caso García Belsunce, sin embargo, Molina Pico aún conservaba su despacho de siempre. Desde allí dio la orden para que la policía científica avanzara sobre la casa de María Marta. No quedó lugar que no fuera tocado por el Luminol, un reactivo químico que actúa sobre las enzimas de la sangre y que, en caso positivo, emite una fluorescencia de color azul. La grifería del baño, los azulejos que se ubican al costado del inodoro, la alfombra del dormitorio, un sector de la chimenea y una parte de la pared de una antesala se tiñeron, entonces, de azul. La escena era dantesca.

No era la única que derribaba la hipótesis del «accidente». El castillo de arena construido a base de mentiras se terminó de caer el dos de diciembre de 2002, poco más de un mes después de la muerte. Ese día, en la morgue judicial, se le empezó a practicar la autopsia tardía al cadáver de María Marta García Belsunce. Los forenses tenían indicaciones precisas: con el resultado de los peritajes de la casa en la mano, Molina Pico había llamado a los miembros del cuerpo médico forense y les había pedido que buscaran alguna herida compatible con un atizador. La sangre encontrada en ese elemento de hierro y un agujero en una puerta de madera le habían llamado la atención.

Los médicos le obedecieron, pero se hicieron esperar con la respuesta. Molina Pico no se movió de su despacho. Repasó declaraciones para calmar los nervios, se sentó, se puso de pie, recorrió incontables veces los pasillos de la fiscalía y se dedicó a mirar el teléfono con ansiedad.

Hasta que llegó el llamado.

—Doctor, lo molesto de la morgue.

—Sí, lo escucho… ¿tiene algo para adelantarme? —preguntó con un hilo de voz.

—Encontramos cinco plomos en la cabeza de la víctima. Son proyectiles. No hay dudas, esto fue un homicidio.

Molina Pico no llegó a despedirse del forense. Cortó la comunicación con un golpe. Se le secó la garganta. Se sacó los anteojos y se agarró la cabeza. Ese día, me contaría después, el hombre del piano lloró.

Con la noticia en la tapa de todos los diarios la cobertura se volvió imparable. La historia tenía todos los ingredientes de la crónica policial: un homicidio enmascarado como accidente, un marido en la mira, un derrotero de familias de clase alta clamando inocencia ante las cámaras de televisión, y una certeza popular: «Si en lugar de los García Belsunce de Pilar fueran los García de Lanús ya estarían todos presos».

Pero, a pesar de las especulaciones, no hubo impunidad en el mundo de los García Belsunce. Tres meses después del crimen, varias personas del entorno de María Marta

—Carrascosa incluido— fueron imputadas por «encubrimiento agravado», y siete meses después Carrascosa fue procesado y detenido por el asesinato de su mujer, aun cuando a los pocos días sería excarcelado y esperaría el juicio oral en libertad. ¿Por qué solo Carrascosa? El fiscal y también el juez creyeron que había montado la escena del accidente. El viudo había declarado que en el momento en el que mataban a María Marta él estaba viendo un partido de fútbol en la casa de sus cuñados. Pero la empleada doméstica de esa casa lo desmintió y los empleados del club house del Carmel aseguraron que le habían servido un café y un limoncello esa misma tarde, por lo que Carrascosa estaba dentro del country. Para la justicia, Carrascosa había intentado montar una coartada fallida. Había mentido y ese principio de mendacidad lo llevó tras las rejas.

Lo insólito fue que buena parte del entorno de María Marta lo defendía. Para los periodistas de policiales aquella situación era inédita: los familiares de la mujer asesinada —muchos de ellos, imputados por encubrimiento— respaldaban al supuesto asesino. Padres, padrastros, hermanos, hermanastros, cuñados, cuñadas, vecinos y amigos clamaban por la inocencia de Carrascosa. Y entendían a la perfección que debían hacerlo no solo en los tribunales: los medios eran el lugar a conquistar.

Así fue que algunos periodistas fueron invitados por mail a reunirse con familiares de María Marta. Querían dar su versión ante la prensa, aunque a mí no me llamaron: mi cobertura crítica en la pantalla de Canal 13 hacia la familia García Belsunce me había dejado afuera de esa cadena de mails.

«Un periodista no va adonde lo invitan, un periodista va adonde quiere», recordé que siempre decía el gran Sdrech. Así que le hice caso y le mandé un mail a John Hurtig, hermanastro de María Marta, imputado por encubrimiento y uno de los familiares que habían convocado a la prensa. Le pedí reunirme con ellos a pesar de no haber sido invitada. Me respondió casi al instante: dio una dirección, un día y un horario.

El día llegó, compré un cuaderno nuevo para tomar notas y con las fotocopias del expediente fui hasta la oficina en la que me habían citado. Era un edificio antiguo y bello del centro. Un encargado me abrió el portón de hierro y subí por un ascensor impecable. Cuando llegué, Irene Hurtig, la hermana de María Marta, me esperaba con la puerta abierta. Estaba ansiosa. Yo también.

La habitación —convertida en oficina— era chica. Un escritorio grande y algunas sillas eran el único mobiliario. Me llamó la atención una pared llena de fotos familiares: un reguero de momentos felices. Todos los personajes que conocíamos por televisión estaban allí. Intenté, con disimulo, encontrar a María Marta en esas fotos. No lo conseguí.

John Hurtig, el hermanastro, estaba sentado detrás del escritorio. De pie, a un costado, estaba Guillermo Bártoli, el cuñado —también imputado en la causa—. Irene me ofreció sentarme frente a John. Acepté. Ella se ubicó a mi lado.

En ese momento la vi. Entre los papeles y las carpetas del escritorio había un portarretratos con una única foto: María Marta sonreía en el medio de todos nosotros. Durante la charla, que duró horas, me costó sacarle los ojos de encima. Si mi pálpito era correcto, yo estaba sola en un departamento tomando café con los asesinos de esa mujer. Así que lo mejor era dudar. Tal vez la equivocada era yo. A lo largo de la entrevista los tres intentaron explicarme que mis críticas hacia sus conductas eran infundadas, y lo hicieron de manera amable. Tuvieron respuesta para todas mis preguntas. Me mostraron las partes del expediente que los beneficiaba y yo les mostré las otras. Los noté enojados, dolidos, expuestos. Pero la foto de María Marta me recordaba que la única víctima era ella.

—¿Puedo pasar al baño? —pregunté finalmente antes de irme, y después de horas y litros de café.

—Por supuesto —contestó Irene señalando una puerta a nuestras espaldas.

Mientras me levantaba de la silla, no pude evitar un comentario.

—Espero que el baño no tenga bañera.

Ellos se rieron del mal chiste. Yo, avergonzada, también.

El tiempo fue pasando pero el interés por el crimen de María Marta no cedía. En la calle, en los bares y en las reuniones sociales todos pedían más. Y el caso seguía dando más.

Cuando parecía que todas las cartas estaban echadas —con la familia de María Marta imputada y Carrascosa detenido— apareció un personaje que, a la manera de las puestas teatrales, pareció llegar para devolverle el dinamismo al caso. Poco después de que Carrascosa fuera a la cárcel, sus abogados defensores consiguieron la excarcelación sumando un nuevo sospechoso. El flamante personaje calzaba perfecto con la necesidad de dar con un homicida por afuera del círculo familiar. No fue difícil encontrar a quién apuntar: el objetivo era Nicolás Pachelo, la oveja negra del Carmel.

Pachelo vivía en el country. Nadie allí lo quería demasiado y por lo bajo murmuraban que andaba «en algo raro».

—Vieja concheta de mierda dejáme de joder —solía gritarle a cualquier mujer que le pidiera, por favor, que le pusiera un bozal a su perro rottweiler. Y eso había tenido consecuencias —por llamarlas de algún modo— «judiciales». A Pachelo lo habían sancionado dentro del country. Y es que en un lugar donde la seguridad es privada, la vida social es privada y hasta las diversiones son privadas, ¿por qué la justicia debería ser pública? La mayoría de los countries tiene un comité de disciplina formado por abogados —socios del club— que hace las veces de fiscalía: allí reciben la denuncia, buscan testigos y, con las pruebas en la mano, sancionan al vecino díscolo. Algunos meses sin poder usar las instalaciones comunes o la prohibición de usar las canchas de golf suelen ser las medidas más dramáticas; una especie de pena de muerte social que deja al condenado en el limbo de las callecitas arboladas del country, con la ñata contra el vidrio del club house.

Algo de esto le había pasado a Nicolás Pachelo mucho antes del crimen de su vecina María Marta. La desaparición de unos palos de golf lo había puesto en el banquillo de la Justicia Carmelita —así la denominaban los miembros del Carmel— y sus inconductas, insultos y gritos no habían ayudado demasiado. El reo había sido condenado a una desopilante guardia estilo «Gran Hermano». Un vigilante privado tenía la tarea de controlar sus movimientos y, con una jerga inventada para la ocasión, modulaba por su handy: «ROMEO salió de su casa y se dirige hacia el golf».

Lo cierto es que este castigo ridículo finalmente le serviría de mucho a Pachelo. Cuando en el primer juicio oral contra Carrascosa —en el año 2007— la defensa del viudo señalara como culpable al vecino díscolo, los abogados de Pachelo argumentarían que el día del crimen de María Marta, Pachelo estaba siendo custodiado por un guardia del club que, de haber notado algo raro —ni hablar de un asesinato—, habría dado la voz de alerta.

A pesar de esto —que quedaría asentado en el juicio pero había sido expuesto mucho antes—, la familia de María Marta repetía la hipótesis sobre Pachelo a quien quisiera escuchar. Para terminar de «construir» al enemigo, los García Belsunce sacaron a la luz el suicidio de su padre, dejando entrever que Pachelo podría haberlo asesinado; hablaron de sus travesuras en el colegio secundario y hasta le achacaron un pasado pirómano: sostenían que de chico, por celos, había incendiado la cuna de su hermanito menor.

«Es mi asesino favorito», decía ante los medios uno de los abogados de los García Belsunce. Pero el prontuario privado de Pachelo no tendría incidencia en la justicia, que es pública. El primer cachetazo estaba por venir.

El Turco Sdrech siempre sospechó de Carrascosa. Mucho antes, incluso, de que lo hiciera el fiscal. Su mirada de sabueso les aportaba una simpleza a veces pasmosa a los policiales.

—Si en una casa matan a una mujer y el marido no puede probar que estuvo en ningún otro lugar, estaba allí con ella. Todo lo demás es para la gilada —solía decir, y remataba su concepto recordándonos sus orígenes libaneses:— Asalam aleikum.

«La paz sea contigo», en árabe.

El Turco pudo terminar y publicar su libro. La historia de María Marta estaba, para él, dentro de la misma línea que el misterio de Cecilia Enriqueta Giubileo o el crimen de Oriel Briant, dos casos que lo habían obsesionado en la juventud. Cuando pensaba en ellas, el Turco hablaba con cariño de sus «chicas». María Marta fue la última de las tres.

El día que murió el Turco se armó un inmenso vacío. No solo en su familia y en nosotros, sus compañeros, sino en una infinidad de gente que necesitó decir algo. En esos días mi celular no paró de sonar: policías duros con la voz quebrada, familiares de víctimas que querían despedirlo, presos que usaban su crédito de los teléfonos públicos de los penales para mandar su saludo, fiscales, jueces, abogados, médicos forenses. Todos, o casi todos, decían lo mismo: «El Turquito ya debe estar con María Marta. Ya debe tener toda la historia».

—Sdrech, qué personaje. Qué mal me la hizo pasar —recordaría tiempo después el fiscal Molina Pico—. Desde la pantalla del televisor me retaba, me decía que tenía que meter preso a Carrascosa. Lo más increíble es que mi madre me llamaba y me decía que Sdrech tenía razón.

En esos tiempos de retos y llamados, poco después de la muerte de María Marta, el hombre del piano aún no tenía indicios para pedir el procesamiento del viudo. Pero el Turco ya tenía sus certezas, que tiempo después confirmaría la justicia.

El veinte de febrero de 2007 —el día de inicio del juicio oral contra Carlos Carrascosa— amaneció caluroso y soleado. Pero en los tribunales de San Isidro, en la calle Ituzaingó al trescientos, se vivía un microclima: los árboles que cubrían la calle impedían que llegara el sol. Había un aire fresco.

Llegué a los tribunales sumida en un estado raro. La noche anterior no había podido dormir. La ansiedad me había tenido inquieta. Todos los protagonistas de la historia iban a estar ahí, interactuando, mostrando todo. O casi.

La justicia de San Isidro había dispuesto la sala más grande del edificio. Más de cien periodistas estábamos acreditados para cubrir el juicio del año. Los abogados defensores no lo tenían fácil. El fiscal del caso, Diego Molina Pico, tenía una imagen impecable. Cada cosa que hacía era avalada por una sociedad que presentía una verdad: Carrascosa era el asesino de su mujer, y el resto de la familia lo había encubierto.

Los primeros días del juicio —que duraría cinco meses— fueron tediosos. Las horas de lectura de pruebas recolectadas durante años se mezclaban con el sopor de las tardes de verano. Hasta que dos semanas después de haber empezado todo, el taciturno Carrascosa abrió la boca.

—Perdón, señores jueces, quiero declarar.

—Por supuesto, señor Carrascosa, es su derecho –respondió la presidenta del tribunal oral, la doctora María Angélica Etcheverry.

Carrascosa se levantó y, con una tranquilidad notable, dedicó veinte minutos a desmentir todo lo que publicaban los medios.

—Carrascosa, para usted qué fue lo que le pasó a su mujer —preguntó otro de los jueces del tribunal.

—Para mí fue un robo —contestó el viudo.

—¿Y sospecha de alguien?

En la sala hubo un silencio expectante.

—No sé, puede ser el vecino.

—¿Qué vecino?

—Pachelo —contestó sin dudar.

A partir de ese momento todo cambió. Aunque ya se había hablado de eso ante la prensa, era la primera vez que, desde el banquillo de los acusados, Carrascosa le ponía nombre y apellido al asesino de su mujer.

Pachelo, dijo, era malvado. Pachelo le había robado un perro a María Marta. Pachelo era odiado en el country. Pachelo era ladrón.

Pachelo, el actor secundario que habían posicionado los García Belsunce, estaba empezando a convertirse en el protagonista de la historia. Y, de un modo inesperado, le dio al fiscal Molina Pico una doble tarea: demostrar que Pachelo era inocente, básicamente para argumentar que Carrascosa era culpable.

Para eso Molina Pico planeó una jugada brillante: citó a declarar como testigo de la fiscalía al ya famoso Nicolás Pachelo. De esa forma se garantizaba ser él quien le preguntara primero al testigo, agotando así todas las preguntas que los defensores del viudo tuvieran preparadas.

La capacidad de convocatoria de Nicolás Pachelo fue descomunal. En los cinco meses que duró el juicio ningún testigo tuvo tanto público. Estudiantes de derecho y de periodismo, vecinos de San Isidro y hasta los mozos de un bar del barrio hicieron fila para acreditarse. Todos querían conocer al chico malo de  Carmel.

Y el chico apareció dos meses después de iniciado el juicio, puntual, sin hacer declaraciones, con la barba a medio crecer y vestido con una camisa blanca y un impecable traje a rayas. Pachelo parecía un galán de telenovela.

Así y todo, no me detuve tanto en él. Sentada en la punta de la primera fila destinada a los periodistas, muy cerca de donde estaba Carrascosa, cuando Pachelo entró a la sala solo tuve ojos para el viudo. Pude sentir su tensión corporal. Durante las dos horas que duró la declaración del vecino, el viudo no le sacó la mirada de encima.

—Buenos días, señor Pachelo —saludó la presidenta del Tribunal—, ¿nos podría decir qué hizo el veintisiete de octubre de 2002, día en el que fue asesinada la señora María Marta?

—En primer lugar les quiero decir que yo no me levanté con un cronómetro en la mano. Para mí ese fue un domingo cualquiera.

Los periodistas nos miramos de reojo. Con ese arranque supimos que el vecino no iba a ser un hueso fácil de roer. Durante un rato largo contó lo que, según su recuerdo, había hecho el día del crimen. Carrascosa lo miraba casi sin pestañear.

—Pachelo —intervino Molina Pico—, usted sabe que el señor Carrascosa dice que usted mató a María Marta.

—Estoy harto de todo esto, me saqué sangre de manera voluntaria para acallar rumores, no fue suficiente; yo entiendo que el señor Carrascosa haga cualquier cosa para zafar pero todo tiene un límite —empezó a gritar—. Esta gente me tiene hinchadas las pelotas.

Mientras el fiscal tranquilizaba a un Pachelo desatado, Carrascosa asistía a la escena con la mirada clavada en su asesino favorito.

La salida de Nicolás Pachelo de los tribunales fue tumultuosa. Todos los periodistas queríamos hacerle una nota, pero el chico rebelde del Carmel, como lo llamábamos entre nosotros, no quería saber nada con los micrófonos. La camioneta de su abogado, el doctor Roberto Ribas, lo esperaba en el estacionamiento del edificio y lo ayudó a salir por la puerta destinada a los camiones de traslado del Servicio Penitenciario.

De esa partida, las cámaras de televisión y los fotógrafos de medios gráficos pudieron obtener una única imagen bizarra: para evitar los flashes, Nicolás Pachelo se había tapado la cara con un enorme calendario de San Lorenzo de Almagro, el club del que su abogado era fanático. De la manera más insólita, el Ciclón se había ganado la tapa de los diarios del día siguiente.

Luego de este episodio siguieron las horas, los días y los meses. Arrancamos el juicio en verano y terminamos en invierno. Más de doscientos testigos desfilaron por los tribunales de San Isidro. Algunos dijeron la verdad; otros mintieron y se notó. Muchos demostraron una habilidad increíble: llorar sin lágrimas. Y todos construyeron, de un modo coral, un relato social: los testigos de dos o más apellidos llegaban en camionetas último modelo; y las mucamas, los jardineros, los mozos y las cocineras lo hacían en colectivo. Pero esa vez fueron los humildes quienes pusieron en jaque a los poderosos. El personal de servicio se sentó a declarar sin miedo, defendiendo el único capital que tenía: la verdad.

El once de julio de 2007 amaneció helado. Dos días antes había nevado en la Capital Federal y en el conurbano. Todos seguían hablando fascinados de ese hecho tan inédito como feliz. Pero la atención periodística no estaba puesta en la nieve. Ese día íbamos a saber, finalmente, si para la justicia Carrascosa había matado o no a María Marta.

La lectura del veredicto y la sentencia estaba pautada para las tres de la tarde, pero se retrasó hasta las seis. Esas tres horas de espera fueron demenciales. Solo, el fiscal Molina Pico tomaba café en un bar que solía usar como refugio a la vuelta de los tribunales. La gente se le acercaba y le deseaba suerte. Para muchos se había convertido en un cruzado contra la injusticia. Mientras tanto, los familiares de María Marta y del viudo se reunían alrededor de la mesa de otro bar. Los periodistas íbamos de un bar a otro intentando una declaración que no llegaba.

A la hora señalada nos fuimos acomodando en las sillas de la sala. La lectura del fallo empezó, y fue eterna. Pasadas las diez de la noche supimos que dos de los jueces del tribunal habían decidido condenar a Carrascosa, y que el tercero lo había considerado inocente. En cualquier caso, ninguno de los tres había visto en Carrascosa al asesino de María Marta. El hombre fue absuelto por el homicidio pero condenado a cinco años y medio de prisión por el encubrimiento del crimen, y fue señalado como el primero de una lista familiar que involucraba al clan García Belsunce. «Los elementos de prueba colectados demuestran que los rastros del delito principal fueron literalmente borrados por Carlos Carrascosa y su séquito de acompañantes circunstanciales y habituales. Algunos por conveniencia y otros por ignorancia», decía un tramo del fallo.

Esa parte fue un baldazo de agua fría para la familia: todos estaban adentro; los García Belsunce eran los siguientes en la fila.

Terminada la lectura del fallo, Carlos Carrascosa no se inmutó. Enfrentó la condena con una dignidad admirable, mientras los sollozos ahogados de los familiares y amigos inundaban la sala. «Este tribunal ordena la inmediata detención de Carlos Carrascosa», se leyó.

Sentada en la primera fila fui testigo privilegiada de lo que estaba sucediendo. Los jueces del tribunal se levantaron y se fueron de la sala. El fiscal Molina Pico los siguió. Carlos Carrascosa le clavó la mirada al policía que se preparaba para detenerlo. Esa noche helada de 2007 sería recordada en los tribunales de San Isidro como la noche en la que el viudo se fue con dos esposas.

Tanto el fiscal —que insistía con que Carrascosa era el asesino— como los abogados defensores —que querían al viudo libre de culpa y cargo— apelaron la decisión del Tribunal Oral Nº6 de San Isidro. Así fue que dos años después, en el 2009, el Tribunal de Casación dio como vencedor a Molina Pico y Carrascosa fue sentenciado a prisión perpetua por el crimen de su mujer, condena que sigue cumpliendo en el penal de Campana.

Pero la historia no terminó ahí. En mayo de 2011 empezó el juicio por encubrimiento calificado del crimen de María Marta. En ese caso había mucha más gente en el banquillo de los acusados, y lo curioso —entre tantas cosas que llamaban la atención— era que todos lucían distinto. Algunos familiares estaban más flacos, otros más gordos, casi todos tenían más canas, algunos habían muerto, otros simplemente habían crecido. Los sobrinos de María Marta, que en el momento del crimen era nenes, ahora asistían al juicio como universitarios.

En esa segunda etapa mi relación con los García Belsunce fue amable. Yo, a fuerza de horas y horas de aire, había aprendido a escuchar más y cuestionar menos. Ellos, a fuerza de golpes judiciales, habían aprendido a tolerar las críticas y habían eliminado esa soberbia de clase que ostentaban en los comienzos de todo. Horacio García Belsunce, hermano de María Marta, mostraba con su historia la parábola familiar: había pasado de ser el periodista y abogado que se quejaba por televisión de que la justicia no le permitía salir del país para ir a Punta de Este, a ser un hombre que ofrecía a los cronistas su nuevo servicio: el de remisero.

Así las cosas, la única que había evolucionado de un modo positivo dentro del clan García Belsunce era Irene Hurtig, la hermanastra de María Marta. Irene no estaba en el banquillo —aun cuando el fiscal Molina Pico la había señalado como parte fundamental en el homicidio de su hermana, la justicia no avanzó demasiado en esa hipótesis— y había usado los años de juicio para recibirse de abogada. Irene —bajita, menuda— se había transformado en una mujer arrolladora y con fuerza suficiente para convertirse en la mejor vocera del clan Belsunce. Ella conocía la causa como nadie; entendía que su marido, sus hermanos y su padre podían terminar presos, y había desarrollado una capacidad descomunal para medirse con los pocos que, al igual que ella, nos sabíamos la causa de memoria.

El día que se leyó el fallo, Irene no quiso estar en la sala —colmada— sino que eligió quedarse con los periodistas. Estábamos todos en un pasillo de los tribunales de San Isidro, en torno a un televisor enorme, cuando escuchamos la sentencia. Ese cuatro de noviembre de 2011, los familiares directos y amigos de María Marta fueron condenados por encubrir el crimen. Ante la noticia, Irene Hurtig gritó. Se agarró la cabeza con las manos, clavó la mirada en la pantalla: así recuerdo a Irene en el momento exacto en el que su familia estaba siendo esposada.

Quince días después serían todos excarcelados y ahora esperan un fallo en segunda instancia que confirme o revoque la pena. Los Belsunce saben que pueden volver a la cárcel en cualquier momento, y así viven: libres, pero con la espada de Damocles en la cabeza.

Entre la muerte de María Marta y el momento en el que escribo pasaron once años y muchos crímenes. Sin embargo sé que ningún caso se quedó conmigo tanto como este. Lo empecé de la mano del maestro Enrique Sdrech y lo tuve que terminar sola. Sin estar preparada, probablemente, para tomar semejante posta. ¿Hice bien mi trabajo? Es algo que me pregunto a menudo.

Lo raro es que mis dudas —que a veces también son angustias— fueron aclaradas por la persona menos pensada.

En el año 2011 gané mi primer Martín Fierro por labor periodística femenina. Durante veinticuatro horas no paré de recibir llamados amorosos de amigos, familiares y colegas. De todos esos contactos, sin embargo, hubo uno que no estaba en mis planes. Dos días después, en el contestador automático de mi celular, una voz gruesa y reconocible me dejó un mensaje:

—Florencia, me alegré mucho por tu premio. Lo tenés más que merecido. Soy Carlos Carrascosa.

Me sorprendí. Durante los años que había durado la cobertura yo no había tenido relación con Carrascosa. Jamás me había dado una nota y nunca había respondido mis llamados. Pero ahora, desde el penal de Campana y usando su crédito permitido del teléfono público al que tienen acceso los presos, el viudo me felicitaba.

Guardé el mensaje y sonreí en paz. Ese día sentí que había cumplido con el maestro Sdrech y le dije mentalmente —como escribo ahora— salam aleikum, Turco.

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