La tarde que presentamos con Chiri el primer número de Orsai, en una cancha de fútbol de la ciudad donde nacimos, solo soñábamos con llegar vivos al número cuatro. Fue el día de los Inocentes de 2010, ahora hace dos años. La noche anterior escribí unas líneas y después las leí con nervios en la cancha, porque había un montón de caras conocidas de la juventud. Me topé con esas palabras hace poco, por casualidad, y me sorprendió descubrir que todavía mantengo una sensación. Esta revista, dije entonces, es lo mejor que hice con mi vida. Atentos al con. Tanto esa tarde de hace dos años como hoy, quiero matizar el detalle: no digo en mi vida. Digo con. No quiero decir que esta sea la mejor revista, ni tampoco que sea lo mejor que hice (la New Yorker y mi hija Nina se enojarían con razón). Quiero decir que esta revista le da respuesta atrasada a una pregunta que me hicieron mil veces en el pasado: «Hernán, ¿qué carajo estás haciendo con tu vida?». Nunca conseguí responder a esa pregunta espantosa. Todas mis profesoras de la secundaria me la hacían, una vez por cuatrimestre. Y mis padres, cada vez que regresaba a casa, vencido y sin un peso en el bolsillo. Y mis amigos más sensatos en sus noches de lucidez. Y mis antiguos jefes, cada vez que yo entraba a la redacción dos horas tarde y con los ojos desorbitados. «¿Qué carajo estás haciendo con tu vida?». Desde hace un par de años sé que podría haber contestado: «Estoy ensayando una revista que algún día se va a llamar Orsai». Eso fue lo que conté aquella tarde en Mercedes por intuición, porque no sabía cuánto podía durar el proyecto. Dos años más tarde esa sensación, en lugar de apagarse como ocurre siempre con las ilusiones desmesuradas, creció. Porque soy perezoso y volátil, me sorprende ver que, por primera vez en cuarenta años, no me aburre hacer lo mismo día tras día, mes a mes. A veces te metés de cabeza en una aventura y te das cuenta, por el camino, que todo lo que hiciste antes, lo bueno y lo malo, lo inspirado y lo mediocre, ha sido una práctica involuntaria para llegar a tu proyecto. Haber conversado con Chiri en los recreos de la primaria, haberme venido a vivir a España, haber nacido en un pueblo, haber leído a los autores y a los dibujantes que leí, en el momento en que lo hice. Todo. Hacer Orsai es, para mí, hundirme con sinceridad en un deseo profundo. Empezó como un divertimento trasnochado, pero de a poco se convirtió en algo de una enorme trascendencia personal. Hacer Orsai sigue siendo, hoy, lo que más ganas tengo de hacer en el mundo. Los últimos dos años fueron los mejores que se pueden soñar, porque no hay ninguna tentación, en ninguna parte, que pueda distraerme. No pasa muchas veces en la vida: saber que eso que estás haciendo es, inequívoca, exactamente, lo que querrías estar haciendo si cualquier deseo te fuera concedido. Si hoy se aparece Aladino en mi casa y, frotando su lámpara, me dice: «Señor gordo, pídame usted lo que quiera, sin compromiso», yo le respondo: «Aladino, dejáme de romper las pelotas que el jueves entramos a imprenta». Quiero empezar la tercera etapa de Orsai compartiendo con ustedes este sentimiento autorreferencial, repetido y, quizá, un poco sensible. Pero necesito hacerlo porque también soy lector, y sé que algunas veces se trasluce, en proyectos editoriales inicialmente felices, un acostumbramiento entre quienes lo llevan a cabo, un piloto automático, un «ya dimos todo lo que podíamos dar». No es este el caso. Durante 2013, si ustedes me dejan, si mis amigos más queridos me ayudan, quiero seguir ensayando una revista que, algún día, se va a llamar Orsai.