Llegué a lo de Esteban con pocas expectativas. Me habían contado que sus cumpleaños siempre eran un embole. Ese no fue la excepción: pidió una pizza, puso videos de música de cuando éramos chicos, e insistió en que armáramos la joda en los treinta metros cuadrados donde vivía. Éramos tres locas escuchando N’Sync y Destiny’s Child en parlantes de notebook, mirándonos las caras a la luz de un foquito que colgaba de la cocina. Me comí dos pedazos de pizza en silencio y los bajé con cerveza.
Me llegó un mensaje de Miguel preguntándome qué tal mi noche. Le respondí enseguida para armarme un plan B. Al lado, Esteban interpretaba pobremente la coreo de «Survivor» y la Lelé lo seguía con un poco más de gracia. Imaginé que en menos de media hora me iba a estar escapando de ahí.
Un polvo con Miguel me levantaba cualquier noche. Era un estudiante de la UCA cheto y malcriado. Llevaba un doble apellido que delataba a algún tatarabuelo que debía de haber exterminado tres pueblos originarios, como mínimo. El pibe no sabía cómo equilibrar su formación religiosa con lo mucho que le gustaba la pija, y a mí me encantaba provocarlo. Nos pasábamos horas discutiendo. Por lo general, el disparador era algún comentario suyo sobre «la Yegua», o jactarse de que a él lo puto no se le notaba. Yo me envalentonaba y le decía lo cagón que era por arrodillarse ante curas y pijas por igual. Después, el garche era hermoso: un sexo violento, vengativo, como cogen los enemigos.
Miguel siempre había sido amable conmigo. Hasta me había ofrecido pasar Nochebuena con su familia. Faltaban unas semanas para las Fiestas y él sabía que para mí iba a ser una fecha de mierda: aniversario del nacimiento del Niño Dios y de que mis viejos me rajaran de casa por puto de mierda. En nuestras charlas, Miguel siempre insistía con que me acercara a mis viejos, que ellos me querían pero que no entendían. Me decía que quizás ni sabían que era posible que a un hombre le gustara otro hombre. A veces le daba la razón sin creérmelo mucho. La familia de Miguel no sabía nada de sus compañías, y él no era tan boludo como para contarles. Miguel entendía perfectamente que, si llegaba a hablar, perdería a su familia como yo había perdido a la mía.
—¡Salgamos a dar una vuelta, che! —propuso la Lelé cuando se terminó la pizza.
Me sumé enseguida. Aparentemente, la Lelé pensaba lo mismo que yo sobre los planes de Esteban. Él dudó, dijo que había comprado más cervezas. En diez segundos le saqueamos la heladera para tomarlas en el camino.
El viento de la noche nos vino bien. En unas cuadras liquidamos las botellas que faltaban, pasándolas de mano en mano. Esteban me abrazó y empezó a balbucear cosas como «Te quiero» y «Sos un reamigo». Pura borrachera. Lo segundeé con mezquindad.
—¿Y si vamos al vivero? —Esa noche, la Lelé no dejaba de proponer. Pregunté qué era y me contó:
—Cuando Esteban y yo vivíamos juntos por Villa Crespo, los domingos nos la pasábamos yendo al vivero de Scalabrini Ortiz. Un domingo me dijo que quería salir a pasear un rato solo, que más tarde nos veíamos en el vivero. Cuestión que fui, busqué mis plantas, y Esteban, desaparecido en acción. La marica volvió cinco horas después a la casa sin una sola maceta, pero bañado y oliendo al jabón del sauna de Gascón.
Explotamos en carcajadas. Yo había salido un par de veces con ellos a algunas fiestas, pero nunca había estado en un sauna. La idea me entusiasmó tanto que me arrepentí de haberle contestado a Miguel. Les pregunté cuánto costaba la entrada. «Yo te banco, amiga», me dijo Esteban, que seguía flasheando amor y amistad. Caer a cumpleaños de amigos a los que les sobra la plata y les falta el afecto era un negoción.
Llegando a Gascón, me apareció en la panza un peso horrible que me tiró los hombros para abajo y me tapó la boca del estómago. Ya estaba acostumbrado a esa sensación, especialmente cuando pasaba por esa zona. Miré para el sur. Unas cuadras en esa dirección quedaba la casa donde me crie. Era una casa chorizo con olor a rancio. Por esa esquina pasaba cada vez que mi mamá me mandaba a comprar algo al supermercado.
Desde la Nochebuena pasada evitaba la zona. Un año entero sin ver ni saber nada de ellos. La última vez que nos vimos, mi viejo me había dado vuelta la cara de una trompada. Todavía tenía la cicatriz en el labio que me había dejado su alianza de oro.
Había intentado llamarlos varias veces. La primera vez atendió mi vieja, y cuando reconoció mi voz, pude escucharla llorando antes de que la comunicación se cortara. En mis otros intentos las reacciones fueron parecidas, salvo la última vez, en que mi viejo dijo «No nos llames más» y cortó. «Por puto de mierda».
Caminé mirando para adelante. A medida que nos fuimos alejando de Gascón, el peso se fue achicando. Cuando llegamos a la puerta del sauna, ya podía respirar con normalidad.
Entramos en un hall con empapelado de querubines donde sonaba «Rosas» de La Oreja de Van Gogh. Un tipo escuálido nos miraba del otro lado del mostrador. Esteban le pagó y nos dio toallas y ojotas. Pasamos al vestuario y nos cambiamos rápido. Me di cuenta de que Esteban me miraba mientras me sacaba la ropa. Era lindo estar desnudo entre amigos. Antes de guardar mis cosas, miré el celu: «¿Hacemos algo más tarde?». Lo metí en el locker sin responder, me até la toalla en la cintura y salí.
El salón principal era un living con sillones y un televisor donde pasaban porno. De ahí salía un pasillo y una puerta que daba a un patio. Había varios tipos de panzas suculentas que rondaban los cincuenta o sesenta años, un par de venezolanos trabados, y otros pibes delgaditos que parecían menores de edad. Cada tanto, algún chongazo de barba y pecho peludo. Me prendí un pucho en el patio y los miré yirarse. Esteban se puso a hablar con uno, le contó que era su cumpleaños. Hablaba a los gritos, y el otro lo escuchaba atento. Debía de tener unos sesenta años.
Me fui por un pasillo porque en cualquier momento Esteban me presentaba. Avancé hacia la puerta del sauna, pero antes noté que el pasillo se bifurcaba. La oscuridad era aplastante. Sentí mucha curiosidad: nunca había estado en una dark room. Avancé sintiendo vértigo. Una mano que salió de la penumbra me tocó y me hizo temblar. Seguí de largo.
Llegué a una sala iluminada apenas por una luz roja. Tenía unos sillones negros. No me terminaba de dar cuenta de cuánta gente había. Escuché ruidos: a un viejo se la estaban chupando entre dos pibitos. Como estaban cerca de la luz, se podían distinguir. Me puse a mirar desde un rincón oscuro. El viejo gemía muy grave, como si le estuvieran dando un alivio por el que había esperado toda su vida. Los pibitos le chupaban ansiosos la pija haciendo ruidos húmedos, constantes, de succión y devoción. Me excitaba muchísimo. Me encantaba ver cómo esos pibitos atendían la verga marchita y peluda de ese tipo. El viejo enloquecía de placer; me pregunté cómo se debía sentir gozar así a su edad. La pija se me empezó a parar.
Sentí que unas manos me tocaban y me di vuelta. El corazón me latió con fuerza. No le vi la cara ni el cuerpo, pero me arrodillé y le chupé la pija.
Sentí olor a ropa vieja. Me dio la idea de que debía ser un tipo grande. Además, con cada movimiento, sentía su panza chocar contra mi frente. Me agarró de la cabeza y me quiso manejar con las manos. Usaba un anillo que me apretó la mandíbula. Dio un gemido que me despertó algo que no me gustó. Me pareció que era el típico viejo que piensa que a todos los pendejos nos gusta que nos traten así. Hice fuerza con la cabeza para alejarme, pero sus manos me retuvieron. Lo empujé, me levanté y me alejé.
Volví por el pasillo oscuro y llegué a la puerta de madera del sauna. Me pareció una buena idea para bajarla un poco. Entré. El calor me gustó; me senté en el banco de madera. Enfrente había un gordo que cruzó una mirada conmigo y se tocó los huevos. Me tapé con la toalla, suspiré y miré para arriba.
Pensé en qué diría Miguel si me viera en esa secuencia. Me dio risa la idea. Estaba bueno ser puto. Estaría bueno ser puto con un poco más de guita, así podría ir a los saunas chetos de Recoleta, donde se debe de llenar de musculocas de cuerpo esculpido. Estaría bueno también ser puto con padres, como Esteban. A él sus viejos le bancan el departamento, por eso no vive en una pensión de mierda como yo. También le preguntan si tiene novio, le mandan tuppers de comida de vez en cuando, y este verano lo van a llevar de vacaciones a Brasil.
El gordo sacó la pija de abajo de su toalla. La tenía gomosa y se la acariciaba mientras me miraba. La frente me transpiraba. Me levanté, salí, y fui hasta donde estaba Esteban, que ahora hablaba con otro tipo.
—Amiga, acá Horacio nos paga masajes a los dos.
Horacio miraba a Esteban fascinado. Era pelado y tenía los ojos caídos. Su pecho tenía presencia; alguna vez Horacio había estado bueno. Me saludó y me dijo que, como regalo de cumpleaños para mi amigo, quería que probáramos unos masajes chinos que había en el cuarto de atrás. Esteban sabía perfectamente que tenía al tipo comiendo de su mano. Me divirtió que me siguieran garpando cosas. La noche era buena.
Pasé primero al cuarto de masajes. Había dos camas separadas por una mampara, iluminadas por una sola lámpara al fondo de la habitación. Del lado de la entrada me esperaba un chino que no era chino. Dijo que me relajara y me acostara boca arriba. Por el contraluz, noté que atrás de la mampara había otro tipo de pie haciéndole masajes a alguien que estaba boca arriba. Me recosté sobre la camilla.
Sentí las manos del chino acariciándome las piernas y rozándome las bolas. Tomó unas cremas y me las untó con mucha suavidad: sus caricias me gustaban. Me dijo que me notaba tenso. Hice un ruido, como diciendo que sí. En unos minutos logré relajarme.
Del otro lado de la mampara llegaron gemidos. Parecía que el tipo estaba llegando al final feliz de su masaje. Su voz me resultó familiar. Algo no estaba bien. Mi cuerpo se tensó; el chino lo notó y paró de masajearme. Fue como una cachetada. «Dale, dale, seguí, dale», llegaba del otro lado. Me senté. Por segunda vez en la noche la respiración se me cortaba. Era inconfundible. «Dale, puto de mierda, dale».
El chino me miró. Del otro lado de la mampara el tipo acababa, y sus gemidos eran espantosos, atroces. Me llevé las manos a la cara. Me mareé. Noté por el contraluz que la sombra se incorporaba de la otra camilla. Pensé en esconderme, pero no había a dónde ir. De atrás de la mampara salió papá, cubierto solamente por una toalla. Me quedé inmóvil, y él también. Nos miramos.
Tenía más canas que la última vez que nos vimos, y se lo veía más cansado. Su expresión era desesperada, como un perro cagado a palos. Abrió la boca, pero no dijo nada. Yo sostuve mi mirada. Al lado, el chino seguía inmóvil. Por dentro, algo me gritaba que saliera de ahí. Era mejor sepultarse, no saber, esconderse. Pero el cuerpo no me respondía.
Papá bajó la cabeza, se dio vuelta y se atropelló contra la puerta. La chocó sin darse cuenta de que era corrediza. Puteó e intentó abrirla, pero no pudo. Se había atascado. Hizo fuerza dos veces, sin conseguir nada. Yo lo miraba. El chino se acercó para ayudarlo. Me incorporé sin saber qué hacer. Con un movimiento, a papá se le cayó la toalla, dejando su culo al aire. Me agaché y se la alcancé. La agarró sin mirarme, tocando mi mano por un segundo. Finalmente, el chino abrió la puerta, y papá salió.
Me quedé donde estaba. Tenía la respiración atascada en la garganta. Los ojos se me empañaron. No sé cuánto tiempo estuve así. Finalmente, miré de nuevo a la puerta. El chino seguía ahí parado, inmóvil. Señaló la camilla, como ofreciéndome seguir. Sin decirle nada, salí de ahí y me apuré al vestuario. Papá ya se había ido. Debía de estar camino a casa, yendo a dormir con mamá.
Abrí mi locker. El aire empezó a llegarme a bocanadas. En mi teléfono, Miguel había dejado varios mensajes. Algún comentario ofendido que no leí. Me apuré a tipear: «En un rato voy para allá. No tenés idea de lo que me acaba de pasar». Me senté en el banco, apoyé la cabeza en la pared y miré para arriba, intentando normalizar la respiración. No lo logré.
—Amigo, ¿estás bien? —Esteban y la Lelé estaban parados al lado mío.
—Acabo de ver… —las palabras no me salían— y escuché…
Los dos me miraban como si me hubiera vuelto loco. Logré tomar una bocanada de aire, y mirando a un punto fijo en la pared, dije a toda velocidad:
—Me acabo de cruzar a mi viejo. Estaba haciéndose masajes. Nos cruzamos cuando salió. No dijo nada el hijo de mil putas.
Esteban se llevó las manos a la cara. La Lelé chasqueó la lengua disgustado. Por lo que me pareció una eternidad, nos quedamos en silencio. Todo lo que acababa de ver se empezaba a ordenar en mi cabeza.
Esteban se sentó al lado mío e intentó abrazarme, pero lo alejé con mi hombro. El tacto me resultaba repugnante. El suyo y el de cualquiera. Me miró algo ofendido.
—Las fiestas en familia —quiso reírse la Lelé, atento a la tensión—. Ahora, qué cliché, ¿no? Tan de mataputo, venir a hacerse tirar la goma acá…
Lo callé con un gesto. Lo que dijo me revolvió el estómago. Me incliné a un costado del banco y vomité. Los restos de la pizza que había comido un rato antes impactaron contra el piso. Me sostuve con la mano en el banco. Noté que la Lelé salía, seguramente a buscar algo con que limpiar. Esteban no se movía. Junté saliva en la boca para que tomara los restos que nadaban entre mis dientes y, con un grito de bronca, escupí. Lo intenté sacar de adentro, pero no pude. Tampoco pude decírselo a Miguel más tarde. Nadie podía saber que los gemidos que había escuchado en la sala de masajes eran idénticos a los que había escuchado un rato antes en la dark room, cuando me había arrodillado para chupársela a un desconocido.