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Enrique Meneses, un flash

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José Luis Perdomo
Fotógrafo, estuvo en todos los grandes sucesos del siglo XX y hasta sus últimos días, coqueteó con la tecnología y las redes sociales.

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Treinta y cinco minutos después, consigo aparcar en zona verde. Madrid es la ciudad más verde del planeta; no por sus jardines con árboles y césped sino por las interminables ristras de plazas de aparcamiento delimitadas por franjas verdes. Cada doscientos metros, un parquímetro. Un euro equivale a una hora de estacionamiento.

La Ciudad de los Periodistas es un complejo de viviendas promovido por la Asociación de la Prensa de Madrid a finales de los años sesenta. En aquel entonces se destacaba por contar con parada de taxis propia, centro escolar, espacios recreativos y club social. Nueve hectáreas de superficie pobladas por periodistas, hijos y nietos de periodistas que ahora libran una contienda silenciosa contra el alcalde por el control de las zonas verdes.

Los operarios del ayuntamiento se presentan de madrugada en la Ciudad de los Periodistas; todos duermen. Van ganando terreno a fuerza de trazar líneas gruesas paralelas a las aceras. Cuando el sol se asoma por Torrelodones, los periodistas observan la evidencia del avance del adversario durante la noche y salen a la calle para oponer su particular resistencia. Sobre las franjas verdes —y azules— pintan líneas blancas para restaurar el orden. Entre las bajas, algún parquímetro. Así reconquistan su territorio y el gremio recupera la calma por unos días, hasta que regresan nuevamente los funcionarios. La «guerra de la pintura» parece no tener fin.

Meses después de conocer a Enrique Meneses visitamos por primera vez su piso en la Ciudad de los Periodistas. Enrique nos esperó en el vestíbulo durante los dos minutos que tarda el ascensor en alcanzar la planta trece. Besó a las mujeres y me alargó la mano con la gentileza propia de los colegios franceses, portugueses y españoles que lo educaron. Pero hoy vengo solo y no me espera en la entrada, dejó la puerta entreabierta.

Como aquella vez atravieso el vestíbulo, accedo al salón y cierro la puerta tras de mí para no dejar escapar el calor de la estufa. Ahí está Enrique, sin más. Sentado frente al ordenador, respondiendo mails, escribiendo una colaboración para la prensa o chateando con jóvenes estudiantes de comunicación. A sus ochenta y un años, genio y figura del periodismo sin fronteras ni edad de jubilación.

Miro el parqué, tan digno del Madrid de los setenta. Dicen los puristas que el chotis madrileño se baila en una baldosa. En un baldosón del parqué de Meneses caben dos zapatos del cuarenta y dos.

Enrique hace un ademán con las manos; se disculpa porque está terminando de hacer algo en este instante. Le respondo con otro y me voy acomodando. Todo permanece exactamente igual que hace tres años, cuando lo visité por primera vez: los sofás y la alfombra, la mesita de centro con su revistero, la televisión sobre el mueble lleno de deuvedés y, en el suelo, montañas de periódicos, revistas y libros de todo el mundo con textos y fotos suyas: Life, Paris Match, Reader’s Digest; los libros sobre Fidel Castro, Nasser o África, su gran pasión junto a Bárbara, que primero fue su cuñada y después su esposa.

Todo está igual menos Enrique, que ha ido perdiendo autonomía en este tiempo. Está enfermo; ya no le quedan fuerzas para la guerra de la pintura.

Ahora termina lo que estaba haciendo y bracea en el sofá para levantarse; me acerco y nos saludamos. Le hablo de Orsai, de este texto y de Jean Roy…

—Pero Jean Roy no fue un buen periodista —me corta—. Creo que ni tan siquiera era periodista. Era un loco.

—Lo sé —continúo—, pero también es un olvidado. Todos los periódicos de la época cubrieron con celo la muerte de David Seymour y apenas citaron a Roy; los dos eran fotógrafos y viajaban en el mismo Jeep cuando murieron.

Miento. La historia de Jean Roy me interesa porque el francés fue en vida la antítesis de Enrique Meneses, pero ilustra muy bien de qué estaban hechos aquellos hombres que oían Radio Nicosia —actual Chipre— para anticiparse a los bombardeos y estar en el lugar de la noticia minutos antes de que empezasen a silbar las baterías antiaéreas, armados con libretas y cámaras fotográficas.

Yves Leleu entró en el despacho de Roger Thérond, redactor jefe de Paris Match, para ofrecer sus servicios como fotógrafo. Leleu había sido paracaidista en Dien Bien Phu —Indochina, actual Vietnam—. Cuando Thérond preguntó por qué se consideraba imprescindible para el semanario francés, Leleu atajó: «Porque hago lo que no hacen los otros»; se acercó a la ventana, la abrió de par en par y saltó desde el tercer piso. Roger Thérond corrió tras él y se asomó a la rue Pierre-Charron esperando encontrar sobre la acera el cadáver del joven francés. Pero Leleu ya se había puesto en pie y contemplaba, con los brazos abiertos, al periodista en la ventana de su despacho: «¿Lo ha visto?».

En Egipto, Yves Leleu utilizó el seudónimo Jean Roy para proteger la identidad de su familia: los pequeños Yves, Jean-Pierre y Marcos, y su mujer, Luz Montez, a la que prometió que suscribiría un seguro de vida y que esa sería la última misión de riesgo tras siete años cubriendo conflictos armados para el semanario francés. Solo cumpliría una promesa, recuerda su nieto, Damien Leleu.

En El Cairo, el fotógrafo reparó un Jeep del ejército al que puso por matrícula «Balzac 0024», el teléfono de Paris Match. El diez de noviembre de 1956, David Seymour —fundador de la agencia Magnum— y Jean Roy se aventuraron a atravesar la «no man’s land» en aquel todoterreno. Una empresa que les costó la vida.

El nerviosismo en la capital francesa era patente. Solo tres días antes, el semanario de Jean Prouvost había perdido en Budapest a otro de sus periodistas, Jean Pierre Pedrazzini; sus últimas palabras fueron: «Doctor, please call Balzac 0024, they’ll get me out of here». Pedrazzini tenía treinta y nueve años; Jean Roy, treinta y cuatro.

La tensión y la necesidad de contar al país lo sucedido hicieron que André Lacaze, el redactor jefe, olvidase firmar como «Marianne» —nombre en clave de Paris Match— el télex dirigido a Enrique Meneses en El Cairo. Había que investigar la muerte de Roy.

Yves Leleu (Jean Roy) era joven, alto y apuesto, de espíritu aventurero. Su cadáver, en la morgue, hablaba de treinta y siete balazos. David «Chim» Seymour tenía cuarenta y cinco años y el pelo cano; había recibido dos disparos que resultaron suficientes para colocarlo en las enciclopedias junto a su compañero en la Magnum, muerto en Indochina, Robert Capa.

Horas más tarde, Meneses se entrevistó con el teniente al mando del destacamento que abatió a los periodistas. Roy conducía el Jeep y Seymour viajaba a su lado. Cruzaron a gran velocidad la carretera que comunica Ismaeliya con Port Said y los soldados egipcios dieron el alto; ellos continuaron hacia territorio inglés y, a unos pocos kilómetros, se toparon con un cráter que impedía seguir la marcha. Dieron media vuelta e intentaron traspasar nuevamente las líneas egipcias.

Sus uniformes de campaña y aquella enigmática matrícula no ayudaron a identificar a los ocupantes del vehículo. Roy desoyó las repetidas órdenes de los soldados y el teniente, que había trabajado como publicista en un semanario cairota, ordenó abrir fuego. Chim Seymour murió en el acto; Jean Roy recibió dos disparos en el brazo derecho antes de saltar del vehículo y gritar «I am a journalist!». Pero los soldados egipcios no aprenden inglés en las escuelas. El brazo malherido de Roy cedía a la gravedad a cada paso hacia sus verdugos, y estos tiraron de manual; creyeron que quería alcanzar el revólver que colgaba de su cinturón. Los otros treinta y cinco balazos son historia.

«Mektub», dirían los egipcios: estaba escrito. Aquella noche, en el hotel Continental de El Cairo, decenas de colegas periodistas de todo el mundo brindaron, con champán del Cáucaso, por el eterno descanso de Jean Roy y David Seymour. Y el teléfono siguió sonando. «Allo, allo. Ici Paris Match, Balzac 0024.»

Como buen trotamundos del periodismo, en la vida de Enrique abundan las mujeres. Su biografía podría estar escrita a salto de falda. Con veintiocho años se embarcó en un viaje con escala en varios países para liberar a su prima Paloma del «secuestro» de sus padres, que querían llevarla a vivir a Costa Rica.

Así aterrizó en Cuba, donde supo que un tal Fidel Castro y un puñado de hombres estaban armándose en Sierra Maestra. Los enviados de Life en la isla regentaban un chalet en el que organizaban nuevas expediciones a la sierra. Todas fallidas. Meneses logró algunos contactos en el Movimiento 26 de Julio (M-26-J), permaneció quince días escondido en casa de una pareja de militantes y consiguió finalmente unirse a los revolucionarios en Sierra Maestra tras un duro viaje. Última quincena de diciembre de 1957. Era el primer periodista en lograrlo.

—¿Enrique Meneses? Me llamo Fidel Castro.

Cuenta Enrique en sus memorias cómo Castro, que le había ofrecido ser su compañero de árbol —dormían en hamacas—, lo sometía a conversaciones interminables sobre la revolución nasserista en Egipto, o cómo en una ocasión logró convencer al líder revolucionario para que no ordenase a sus hombres rasurarse las barbas, porque de aquel pelo dependía la vigencia de sus fotos.

Cuenta también que el Che Guevara bautizó un bohío con el nombre «Club de prensa extranjera» solo para él, y cómo realizó la primera transmisión desde la mítica Radio Rebelde.

Muchas noches le cuenta a los periodistas que peregrinan a su casa (como si fueran a Lourdes) cómo permaneció durante un minuto inmóvil, haciendo de su cuerpo un trípode para conseguir esa foto en la que Castro lee a la luz de una vela que sostiene una guajira.

O esa otra del Che llegando a un bohío con un mulo; era el día de Navidad y la foto está tomada desde el interior, donde Fidel y un grupo de la Comandancia le esperaban para almorzar.

—¿Cómo hiciste esta foto? —pregunto.

—Yo quería fotografiar a Castro de espaldas —responde Enrique—. Aproveché que llegábamos a una cima y el grupo se detuvo. Justo en el momento de disparar la cámara, Fidel se giró; por eso sale movido su fusil. Quedó una foto diferente…

—¿Y cómo lograste sacar las fotos de la isla? —continúo—. (Tócala otra vez, Sam —pienso.)

—Las chicas vestían faldas de campana —dice Enrique—. Debajo llevaban enaguas almidonadas, que allí les llaman sayas. Los negativos se cortaban de seis en seis, y se enrollaban con un folio sobre el que se indicaba el contenido. Cosimos los negativos entre las dos enaguas que Piedad Ferrer llevaría el día siguiente, cuando la despedimos en el aeropuerto Rancho Boyeros, hoy José Martí. Ella tenía que llegar a Miami y remitir el paquete por flete aéreo a Paris Match. En el sobre estaba escrito «Call on arrival Balzac 0024». Me llamó por teléfono diciendo que su novio se encontraba bien: el paquete había partido para Francia. Ése era el mensaje en clave.

Enrique puede estar durante horas narrando, con precisión forense, los episodios más memorables de su periplo profesional.

Si aquel disparo que recibió accidentalmente a los nueve años en el París ocupado por los nazis no logró persuadirlo de ser un pionero del fotoperiodismo, un cáncer de pulmón no le va a privar de vivir para contarlo. Porque así fue siempre, desde las primeras notas en el periódico del Liceo Francés de Madrid, con una multicopista Roneo, hasta sus actuales colaboraciones en medios o publicaciones en su blog.

Sesenta y cinco años entregado a la aventura de convertir una pasión en una forma de vida. Su casa es el museo de esa vida. Porque Meneses es mucho más que Oriente Medio o Cuba, de donde salió consagrado internacionalmente con solo veintiocho años, previo paso por las cárceles de Batista.

Tras partir para siempre de La Habana, ganó la posibilidad de elegir destino: Estados Unidos.

Se desvinculó de Paris Match y fundó la agencia Delta Press, precursora de otras como Sygma, Kappa o Gamma Press. Delta consiguió vender cientos de portadas con la familia Kennedy.

Cubrió la boda de reyes de España y la crisis de los misiles de Cuba. Entrevistó y fotografió a Vivien Leigh —Scarlet O’Hara—, André Malraux, Verónica Lake, Cassius Clay, Salvador Dalí, Pablo Picasso. La inscripción de Vivian Malone y Jimmy Alexander Hood, los primeros alumnos negros de la Universidad de Alabama. ¡La marcha sobre Washington! Con Bob Dylan, Joan Baez, Sidney Poitier, Woody Allen, Charlton Heston, Burt Lancaster, James Baldwin, Paul Newman, Marlon Brando, Martin Luther King. Clic. Clic. Clic. El asesinato de Kennedy, De Gaulle, la reina Federica de Grecia, el rey Balduino, Luebke —en ese momento presidente de Alemania—. Fundó Fotopress, la agencia de Prensa Española. Debutó en Televisión Española con el programa A toda plana. Dirigió las revistas Cosmopolitan, Lui, Playboy

—¡Pepe! ¿Hasta qué hora pagaste aparcamiento? —interrumpe Enrique.

—Hasta las dos —respondo—. Hasta hace catorce minutos. Bueno, me voy a tener que ir marchando, antes de que me caiga la multa…

—¡Seguimos por Skype!

—Cuídate, Enrique.

Me levanto del sofá. Desde la terraza del decimotercero que da al norte se divisa el cementerio de Fuencarral. Doce cipreses señalan la entrada al camposanto. El tercero de ellos, de izquierda a derecha, marca el lugar en el que yace Bárbara, su mujer. Enrique le envía un beso cada mañana al despertarse, un ritual que mantiene desde hace más de treinta años. Madrid, con casi cuatro millones de habitantes, cuenta con un censo aún mayor de muertos en sus necrópolis. Me pongo el impermeable y salgo a la calle Ginzo de Limia.

Ahora llueve. De regreso al coche, un empleado del Servicio de Estacionamiento Regulado (SER), está chivando mi matrícula desde el teclado de su terminal. Con diecisiete años, Enrique Meneses se enteró por la radio de la muerte del torero Manolete en la plaza de Linares; pidió un taxi y recorrió quinientos kilómetros para realizar una crónica que vendió a la agencia de su padre. La carrera en el taxi le costó cuatrocientas cincuenta pesetas; sacó ciento cincuenta con la venta de la crónica. «Pero me sentía como un niño con zapatos nuevos cuando recibí los recortes de algunos periódicos sudamericanos que reproducían mi nombre en letra de molde: Enrique Meneses Miniaty», cuenta en Hasta aquí hemos llegado, su autobiografía.

La retirada de una multa en el acto, una costumbre heredada de Marruecos, cuesta en Madrid tres euros, algo más de cuatrocientas cincuenta pesetas.

—¡Ey! ¡Espere! Ya estoy aquí —digo.

Pero el SER se marcha sin decir palabra.

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